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En las minas de Potosí, el tesoro del mundo hoy olvidado

La riqueza de Potosí, ciudad de Bolivia, empezó a conocerse en 1545, cuando un grupo de conquistadores españoles se instaló para explotar el tesoro conservado en su subsuelo.

En pocas decádas la ciudad creció enormemente y, ochenta años después de su fundación, era, con sus 160.000 habitantes (más que París, Roma, Londres y Sevilla), el centro más poblado y rico de América.

Su fama recorrió el mundo entero. Se calcula que alrededor de 50.000 toneladas de plata fueron extraidas de sus minas, tantas, que habrían bastado para construir un puente hasta España. Fue la mina de plata más grande del mundo y produjo una cantidad enorme de riqueza que llegó a Europa, a lomos de lamas hasta las costas chilenas, y de aquí transportada en las bodegas de los galeones ibéricos. Para los señores de Potosí todo era de plata y el nombre de la ciudad devino sinónimo de lujo: “vale un Potosí” escribió Miguel de Cervantes en el Don Quijote de la Mancha. Por contra, las comunidades indígenas fueron esclavizadas y cuando decenas de miles de nativos comenzaron a morir por las condiciones inhumanas a que eran sometidos en las minas, los colonizadores empezaron a importar esclavos, más de 30.000, de África. El número exacto del total de muertos causados es incalculable. A buen seguro, la llegada de “la civilización europea” significó saqueo y genocidio. Tras dos siglos de explotación, la plata comenzó a escasear, quien pudo abandonó Potosí y la zona entera cayó en el olvido. En 1987, la ciudad fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, pero, como ha escrito Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, aquí no quedaron más que los fantamas de la riqueza de antaño.

La montaña devoradora de hombres
Caminando por las calles de Potosí se advierte constantemente la presencia, inquietante como su historia, y de cualquier rincón despunta la cima de casi 4800 metros. Es el Cerro Rico, la montaña devoradora de hombres. Es imponente, rojizo, lleno de agujeros y poblado de figuras, a su vez diminutas, que se afanan en agujerearlo y van arriba y abajo transportando sus piedras preciosas a camiones.

La zona alta de la ciudad es territorio de los trabajadores. Cerca de 6.000 mineros, la cifra oscila según la coyuntura económica ligada al precio de los metales, acampan alrededor de la cima y todavía viven de sus restos. No tan solo plata, sino zinc, cobre, plomo y estaño. Trabajan de modo artesanal, con instrumentos pobres y rudimentarios, que evocan saberes antiguos. Su trabajo es, quizás, el más terrible del mundo. No sólo porqué es extenuante sino porqué mata. De improviso, puesto que no hay seguridad y no hay más remedio que confiarse a Tio, la divinidad a la que los mineros ofrecen constantemente dones para ser protegidos y asisitidos por la fortuna. Y lentamente, puesto que en las fauces del Cerro Rico cada aliento es un paso hacia la silicosis.

Las mujeres no son bienvenidas en las visceras de la montaña, donde sólo pueden acercarse las palliri, las viudas de los mineros quienes, para sobrevivir, tienen derecho a recoger las piedras que ocasionalmente caen de las carretillas que las transportan de la entrada de la mina a los camiones. Las mujeres están en el mercado, donde, junto a los otros trabajadores, van a comprar no sólo sus utensilios necesarios, sino también hojas de coca, elemento indispensable para trabajar una jornada entera a aquellas alturas, cigarrillos artesananles, que contienen eucalipto y ayudan a la respiración, y alcohol puro (96º), que se consume durante las pausas del trabajo y permite resistir en aquellas condiciones extremas.

La puerta del infierno
Visito algunos de los más de 500 agujeros abiertos a la lo largo de los siglos en el Cerro Rico, acompañado de un guia y de algunos mineros. A pesar del fuerte calor que hace fuera, después de centenares de metros, la temperatura desciende bajo cero. Diversas estalactitas obstaculizan el camino, mientras el agua, en algunos puntos, llega hasta los tobillos y entra en la botas andrajosas. Prosiguiendo, las zonas de más fácil recorrido, que se encuentran al inicio, se alternan con otras en que es necesario andar casi de rodillas, pues la galerias, de poco más de un metro de alto, se vuelven cada vez más pequeñas y angostas. Si uno se detiene, es presa del desaliento. Excepto la débil claridad emitida por la lámpara del casco, alrededor hay oscuridad total y estamos inmersos en un silencio absoluto, tan solo interrumpido por el paso de vagonetas, de una tonelada de peso, cargadas de los minerales extraidos y arrastradas, a lo largo de rieles prácticamente inservibles por el paso de los años, por cuatro trabajadores a la vez. En estos casos hay que estar atentos, buscar pasillos laterales y apretar el cuerpo contra la pared, cuanto se pueda, para facilitar el paso.

Seguimos caminando y, en pocos minutos, la temperatura aumenta vertiginosamente. Ahora es superior a cuarenta grados. La excursion térmica es mortífera. La tierra bajo los pies no está mojada, sino que es árida. El aire se vuelve pesado, falta el oxígeno. Hay polvo por todas partes, se respira y te entra en los ojos. Hay que seguir, avanzar algunas decenas de metros hasta el fondo, desde donde, ahora, se escuchan fuertes ruidos. Aquí están los picadores, los que tienen el trabajo más difícil: agujerear la pared con el barreno y romper la roca con dinamita artesanal. Trabajan semidesnudos, en condiciones terribles. Algunos utilizan auténticos ascensores hacia el infierno, descienden penosamente hasta 240 metros de profundidad, por túneles diminutos del tamaño de su propio cuerpo. En busca de una veta de zinc, estaño o plomo. Para llevar a la superficie todo lo posible y obtener la paga semanal.

De regreso, el camino es largo. El frio penetra en los huesos y se siente aun más que a la ida. Y cuando, finalmente, se vislumbra una luz lejana, la idea de la salida es un retorno a la vida. Parece que haya pasado una eternidad pero el reloj está allí, para recordar que han pasado sólo tres horas. El fuerte sol ilumina y calienta, mientras llegan otros mineros que se disponen a inicar su turno. Al mirar sus rostros, afables pero endurecidos por el trabajo, no puede uno dejar de preguntarse como es posible transcurrir cada dia en aquel infierno durante 30 años.

Una economía semicolonial
Durante décadas, el número de mineros bolivianos ha ido reduciendose significativamente y actualmente es de 70.000, el 1,5% de la población activa. Con todo, considerando que producen el 25% de las exportaciones del país, que, gracias a los mineros [“essi” – en original se refiere a los mineros. Gracias a los mineros otros 300.000 trabajadores…], otros 300.000 trabajadores trabajan en el transporte, producción de maquinaria y comercio y que constituyen uno de los sectores más combativos del proletariado, se entiende que aun representen un componente esencial de la vida económica y social del país más pobre del subcontinente.

A pesar de que Bolivia es el séptimo productor mundial de plata y plombo, su economía se caracteriza por la falta de medios de substencia adecuados. El 90% de los mineros trabajan, sin derechos ni seguridad social, en cooperativas. Sin embargo, estas realizan sólo el 20% de las extracciones y el sector está fuertemente controlado por las multinacionales extranjeras: la empresa japonesa San Cristóbal no sólo gestiona el 85% del mercado del plomo, sino que, junto a la suiza Sinchi Wayra, el 85% del zinc y, siempre con la Sinchi Wayra y con la estadounidense Panamerican Silver, también el 75% de las extracciones de plata.

Esta presencia no ha significado mejora alguna en la exploración, prueba de ello es que la mayor parte de las minas explotadas son las mismas que las del periodo colonial. Nada ha cambiado respecto a las infraestructuras, ya que el transporte de los minerales tiene lugar por la vieja red ferroviaria construida en 1892. Todavía menos se ha progresado respecto a la autonomía, pues Bolivia tan solo procesa una parte minúscula de plata y plomo y ni un gramo de zinc. Esta obligada a limitarse a la mera exportación de materias primas, a los mismos estados donde tienen su sede las empresas multinacionales que controlan el mercado.

Al país no le quedan más que las migajas de los numerosos millones de dólares de las ganancias anuales provenientes del sector, en buena medida porqué las empresas extranjeras pagan el 8% de impuestos, cifra no sólo inferior al 56% que pagaba la compañia del estado Comibol, sino también al 13.5% que pagaban los tristemente famosos “barones del estaño” en los lejanos años treinta.

Frente a esta realidad y considerados los daños ambientales y la rapiña de los recursos no renovables, es de esperar que Bolivia transite, sin titubeos, por el camino de las nacionalizaciones. Para poner fin a una economía semicolonial y pasar a una fase de modernización ecológicamente sostenible y respetuosa con las decisiones de las comunidades indígenas que viven en sus territorios.