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War and the Left: Considerations on a Chequered History

While political science has probed the ideological, political, economic and even psychological motivations behind the drive to war, socialist theory has made a unique contribution by highlighting the relationship between the development of capitalism and war. There’s a long and rich tradition of the Left’s opposition to militarism that dates back to the International Working Men’s Association. It is an excellent resource for understanding the origins of war under capitalism and helping leftists maintain our clear opposition to it. In this article, the author examines the position of all the main currents (socialist, socialdemocratic, communist, anarchist and feminist) intellectuals (Engels, Kropotkin, Malatesta, Jaurès, Luxemburg, Lenin, Mao and Khrushchev) of the Left on the war and its different declinations (‘war of defence’, ‘just war’, ‘revolutionary war’).

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War and the Left (Interview)

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The Marx Revival (Book Launch)

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The Marx Revival: Musto & Foster in Conversation (Talk)

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The Marx Revival: Marcello Musto on Communism (Talk)

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El pensamiento socialista y el antimilitarismo

Estamos a casi tres meses de la invasión rusa a Ucrania y la guerra no muestra signos de estar cesando. Y mientras sigue, la ciencia política continuará informando sobre las motivaciones ideológicas, políticas, económicas e incluso psicológicas que movilizan a la guerra, como ha hecho durante mucho tiempo.

Sin embargo, existe una larga y rica tradición alternativa para comprender los conflictos bélicos que se remonta al siglo XIX y a la Primera Internacional: la oposición política y teórica de la izquierda al militarismo. Esta perspectiva aporta recursos para entender los orígenes de la guerra bajo el capitalismo al tiempo que ayuda a los izquierdistas a mantener nuestra clara oposición a ella.

Las causas económicas de la guerra
En los debates de la Primera Internacional, César de Paepe, uno de los dirigentes más importantes, formuló una tesis que se convirtió en la posición clásica del movimiento obrero sobre el tema, a saber, que las guerras son inevitables bajo el régimen de producción capitalista. En la sociedad contemporánea no es la ambición de los monarcas ni la de otros individuos la que provoca las guerras: es el modelo socioeconómico dominante.

Por otra parte, el movimiento socialista también dejó en claro cuáles son las porciones de la población que sufren más las consecuencias nefastas de la guerra. En el congreso de la Internacional celebrado en 1868, los delegados aprobaron una moción que convocaba a los trabajadores a buscar «la abolición final de toda guerra» porque eran ellos los que terminarían pagando —económicamente o con su propia sangre— las decisiones de las clases dominantes y de los gobiernos que las representaban. Como afirma uno de los textos presentado por la Asociación Internacional de Trabajadores en el Congreso de la Paz de Génova, celebrado en septiembre de 1867: «Para terminar con la guerra, no alcanza con terminar con los ejércitos, sino que se necesita cambiar la organización social en dirección a una distribución de la producción cada vez más equitativa».

La enseñanza del movimiento obrero, que tuvo enormes consecuencias civilizatorias, hunde sus raíces en la creencia de que toda guerra debe ser considerada una «guerra civil», es decir, un choque violento entre trabajadores que carecen de los medios necesarios que garantizan su supervivencia. La clase obrera, argumentaban los representantes del movimiento, debía actuar resueltamente contra toda guerra, resistiendo el reclutamiento y haciendo huelgas. Fue en este contexto que el internacionalismo se convirtió en la bandera de una sociedad futura, un ideal según el cual, si ponía fin al capitalismo y a la competencia entre Estados burgueses en el mercado mundial, la sociedad eliminaría la causa principal de la guerra.

Entre los precursores del socialismo, Claude Henri de Saint-Simon adoptó una posición decisiva, tanto contra la guerra como contra el conflicto social en general, pues consideraba que ambos eran obstáculos en el progreso de la producción industrial. Karl Marx no dejó ningún escrito donde desarrolle su concepción —fragmentaria y a veces contradictoria— de la guerra, ni estableció pautas de acción que definieran los márgenes de una posición política correcta ante este tipo de conflictos. Cuando tuvo que elegir entre bandos opuestos, la única constante fue su oposición a la Rusia zarista, a la que consideraba como la vanguardia de la contrarrevolución y como una de las principales barreras para la emancipación de la clase obrera.

Aunque en El capital argumentó que la violencia era una potencia económica, «la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva», no pensaba que la guerra pudiera convertirse en un atajo que llevara a la trasformación revolucionaria de la sociedad, y dedicó gran parte de su actividad política a comprometer a los trabajadores con el principio de la solidaridad internacional. Como también argumentó Friedrich Engels, los trabajadores debían actuar con resolución en sus propios países para evitar que la propaganda de un enemigo externo sosegara la lucha obrera. En una de sus cartas, Engels destacó el poder ideológico del patriotismo y el retraso de la revolución proletaria que provocaban las oleadas de chauvinismo. Además, en el Anti-Dühring (1878), después de analizar los efectos del desarrollo de armas cada vez más mortíferas, declaró que la tarea del socialismo era «hacer volar por los aires el militarismo y todos los ejércitos permanentes».

La guerra era una cuestión tan importante para Friedrich Engels, que este terminó dedicándole uno de sus últimos escritos. En «¿Es posible que Europa deponga las armas?» notó que hacía más de veinticinco años que cada potencia intentaba superar militarmente a sus rivales. Eso había conducido a una producción de armamento sin precedente y colocaba el Viejo Mundo ante la posibilidad de «una guerra de destrucción de magnitudes nunca antes vistas». Según el coautor del Manifiesto del Partído Comunista (1848), «el sistema de ejércitos permanentes llega a tales extremos en toda Europa que debe, o bien provocar una catástrofe económica en los pueblos que enfrentan el enorme gasto militar que implica, o bien degenerar en una guerra de exterminio generalizada».

En su análisis, Engels no dejó de destacar que los Estados mantenían a los ejércitos permanentes tanto por motivos políticos internos como por motivos militares externos. De hecho, afirmó que que los ejércitos estaban hechos para «brindar protección, no tanto contra el enemigo externo, como contra el interno», su fin principal era la represión de las luchas obreras y del proletariado en general. Como los costos de la guerra recaían principalmente, por medio de los impuestos y del reclutamiento, sobre las espaldas de los sectores populares, el movimiento obrero debía luchar por la «reducción gradual de los plazos del servicio [militar] mediante un tratado internacional» y por el desarme como única «garantía de paz» efectiva.

Experimentos y colapso
No pasó mucho tiempo hasta que este debate teórico pacífico se convirtió en el asunto político más apremiante de la época. Los representantes del movimiento obrero tuvieron que oponerse concretamente a la guerra en muchas ocasiones. En el conflicto franco-prusiano de 1870 (que antecedió a la Comuna de París), Wilhelm Liebknecht y August Bebel, diputados socialdemócratas, condenaron los objetivos anexionistas de la Alemania de Bismarck y votaron contra los créditos de guerra. Su decisión de «rechazar el proyecto de ley que concedía más fondos para continuar la guerra» los llevó a cumplir una condena a prisión de dos años por alta traición, pero también sirvió para mostrarle a la clase obrera una forma alternativa de intervenir en la crisis.
Mientras las principales potencias europeas continuaban con su expansión imperialista, la polémica sobre la guerra adquiría cada vez más peso en los debates de la Segunda Internacional. Una resolución adoptada durante el congreso fundacional había consagrado la paz como «precondición necesaria de toda emancipación obrera». Cuando la Weltpolitik —la agresiva política de la Alemania imperial, que buscaba incrementar su poder en la arena internacional— empezó a modificar la configuración geopolítica, los principios antimilitaristas fortalecieron sus raíces en el movimiento obrero y acrecentaron su influencia en los debates sobre conflictos armados. La izquierda dejó de pensar que la guerra era un fenómeno que abría oportunidades revolucionarias y anunciaba el colapso del sistema (idea que remontaba a la máxima de Robespierre, «Ninguna revolución sin revolución»). En cambio, empezó a concebirla como un peligro y a temer las consecuencias penosas que tenía sobre el proletariado: hambre, miseria y desempleo.
La resolución «Sobre militarismo y conflictos internacionales», adoptada por la Segunda Internacional en el Congreso de Stuttgart de 1907, recapitulaba todos los puntos clave que a esa altura se habían convertido en la herencia común del movimiento obrero. Destacaban el voto contra los presupuestos que incrementaban el gasto militar, la antipatía frente a los ejércitos permanentes y la preferencia por un sistema de milicias populares. Con el paso de los años, la Segunda Internacional perdió poco a poco su compromiso con una política de acción pacífica y la mayoría de los partidos socialistas europeos terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias fueron desastrosas. Con la idea de que no había que dejar que los capitalistas monopolizaran los «beneficios del progreso», el movimiento obrero llegó a compartir los objetivos expansionistas de las clases dominantes y hundió sus pies en el pantano de la ideología nacionalista. La Segunda Internacional demostró ser completamente impotente frente al conflicto y fracasó en uno de sus objetivos principales: la conservación de la paz.
Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin fueron quienes se opusieron más firmemente a la guerra. Luxemburgo amplió la comprensión teórica de la izquierda y mostró que el militarismo era una aspecto clave del Estado. Dando muestras de una convicción y coherencia con pocos parangones en el movimiento comunista, argumentó que la consigna «¡Guerra contra la guerra!» debía convertirse en la «piedra angular de la política de la clase obrera». Como escribió en La crisis de la socialdemocracia, la Segunda Internacional había estallado porque no había logrado que el proletariado aplicara en todos los países «una táctica y una acción comunes». De ahí en adelante, el «objetivo principal» del proletariado debía ser «luchar contra el imperialismo y evitar toda conflagración, en tiempos de paz y en tiempos de guerra».
En El socialismo y la guerra, igual que en muchos otros textos escritos durante la Primera Guerra Mundial, Lenin tuvo el mérito de identificar dos cuestiones fundamentales. La primera concernía a la «falsificación histórica» mediante la cual la burguesía intentaba atribuir un «sentido progresivo de liberación nacional» a lo que en realidad eran guerras de «saqueo», llevadas a cabo con el único objetivo de decidir cuál de los países beligerantes tendría derecho a oprimir a más pueblos extranjeros, incrementando así las desigualdades del capitalismo. La segunda era el enmascaramiento de las contradicciones en el que incurrían los reformistas, que habían dejado de lado la lucha de clases con la intención de «morder un poco de las ganancias que sus burguesías nacionales obtenían del pillaje de otros países». La tesis más famosa de este panfleto —que los revolucionarios debían «convertir la guerra imperialista en una guerra civil»— implicaba que aquellos que realmente querían una «paz democrática duradera» debían llevar a cabo «una guerra civil contra sus gobiernos y contra la burguesía». Lenin estaba convencido de una idea que la historia terminó refutando: que toda lucha de clases conducida de manera consistente en tiempos de guerra suscitaría «inevitablemente» el espíritu revolucionario entre las masas.

Líneas de demarcación
La Primera Guerra Mundial no solo produjo divisiones en la Segunda Internacional: también enfrentó a distintas tendencias en el interior del movimiento anarquista. En un artículo publicado poco tiempo después del estallido de la guerra, Piotr Kropotkin escribió que «la tarea de cualquier persona que confíe mínimamente en la idea de progreso humano es aplastar la invasión alemana de Europa Occidental». Esta declaración, en la que muchos leyeron la enunciación de los principios por los que había luchado toda su vida, era un intento de ir más allá del lema de la «huelga general contra la guerra», que había sido ignorado por las masas obreras, y de evitar la degradación general de la política europea que resultaría de la victoria alemana. Según Kropotkin, la parálisis de los antimilitaristas contribuiría indirectamente con los planes de conquista de los invasores, y esa situación terminaría obstaculizando todavía más la lucha por la revolución social.

En respuesta a Kropotkin, el anarquista italiano Enrico Malatesta argumentó que, aunque él no era un pacifista y pensaba que era legítimo tomar las armas en una guerra de liberación, la guerra mundial no era una lucha «por el bien común contra el enemigo común», como decía la burguesía, sino que simplemente era otro ejemplo de sometimiento de la clase obrera. Malatesta sabía que «la victoria alemana seguramente conllevaría el triunfo del militarismo, pero que el triunfo de los aliados garantizaría la dominación ruso-británica en toda Europa y Asia».

En el Manifiesto de los dieciséis, Kropotkin planteó la necesidad de «resistir a un agresor que representa la destrucción de todas nuestras expectativas de liberación». Argumentó que la victoria de la Triple Entente contra Alemania representaba el mal menor y atentaba menos contra las libertades existentes. Del otro lado, Malatesta y los compañeros con los que firmó el manifiesto antiguerra de la Internacional Anarquista, declararon: «Es imposible establecer una distinción entre guerras ofensivas y guerras defensivas».

Además, añadieron que «Ninguno de los países beligerantes tiene derecho de reivindicar la civilización, del mismo modo que ninguno puede afirmar que actúa en defensa propia». La Primera Guerra Mundial, insistían, era un episodio más en el conflicto entre los capitalistas de las distintas potencias imperialistas que se desarrollaba a expensas de la clase obrera. Malatesta, Emma Goldman, Ferdinand Nieuwenthuis y la enorme mayoría del movimiento anarquista estaban convencidos de que apoyar a los gobiernos burgueses era un error imperdonable. En cambio, proponían la reivindicación «ni un hombre ni un centavo para el ejército», rechazando firmemente cualquier respaldo indirecto a la guerra.

Las actitudes frente a la guerra también despertaron debates en el movimiento feminista. La necesidad de reemplazar a los hombres en empleos que durante largos años habían sido un monopolio masculino, alentó la propagación de una ideología chauvinista en buena parte del recién nacido movimiento sufragista. Algunas de sus dirigentes llegaron a exigir leyes que habilitaran el reclutamiento de las mujeres en las fuerzas armadas. La exposición de la hipocresía de los gobiernos —que bajo la excusa de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad, utilizaban la guerra para eliminar reformas sociales fundamentales— fue uno de los logros más importantes de Rosa Luxemburgo. Ella y Clara Zetkin, Aleksandra Kolontái y Sylvia Pankhurst fueron las primeras en aventurarse con lucidez y coraje en el camino que enseñó a las generaciones venideras la relación que guardan la lucha contra el militarismo y la lucha contra el patriarcado. Más tarde, el rechazo de la guerra se convirtió en una parte distintiva del Día Internacional de la Mujer y la oposición contra los presupuestos de guerra cada vez que hubo un nuevo conflicto se convirtió en una constante de las muchas plataformas del movimiento feminista internacional.

Los medios inadecuados afectan a los fines
La profunda fractura entre revolucionarios y reformistas creció hasta convertirse en un abismo estratégico después del nacimiento de la Unión Soviética. El movimiento comunista mundial tomó a la Unión Soviética como un punto de referencia de la revolución proletaria internacional, aunque en Moscú estaba empezando a desarrollarse la teoría del «socialismo en un solo país». De acuerdo con la perspectiva que habían sostenido Bujarin y Stalin en los años 1920, la prioridad absoluta del movimiento comunista debía ser la consolidación del socialismo en Rusia.

El crecimiento del dogmatismo ideológico de los años 1920 y 1930 terminó imposibilitando toda alianza de la Internacional Comunista (1919-1943) y de los partidos socialdemócratas y socialistas europeos contra el militarismo. La única excepción a este dogmatismo fue la de León Trotski, que convocó a un frente único antifascista en oposición a la línea oficial de Moscú, cuya posición era que «todos los partidos de Alemania —desde los nazis hasta los socialdemócratas— no son más que variedades de fascismo y están desarrollando el mismo programa».

El apoyo a la guerra de los partidos que estaban construyendo la Internacional Obrera y Socialista (1923-1940) hizo que perdieran crédito a ojos de los comunistas. La idea leninista de «convertir la guerra imperialista en guerra civil» todavía encontraba eco en Moscú, donde muchos políticos y teóricos pensaban que era inevitable que se produjera un «nuevo 1914». Por lo tanto, ambos bandos estaban más concentrados en pensar qué hacer en caso de que irrumpiera una nueva guerra que en evitar que eso sucediera.

Las reivindicaciones y las declaraciones de principios diferían sustancialmente en cuanto a las expectativas y a la acción política. Entre las voces críticas del campo comunista estaban las de Nikolái Bujarin, que proponía la reivindicación «lucha por la paz» y que estaba convencido de que la paz era «uno de los temas clave del mundo contemporáneo», y la de Gueorgi Dimitrov, que argumentaba que no todas las grandes potencias tenían la misma responsabilidad en la guerra y apostaba a un acercamiento con los partidos reformistas para construir un amplio frente popular. Ambos puntos de vista contrastaban con la letanía de la ortodoxia soviética que, lejos de actualizar el análisis teórico, repetía que la responsabilidad por el riesgo de guerra recaía equitativamente y sin ninguna distinción sobre todas las potencias imperialistas.

La posición de Mao Tse-Tung era bastante diferente. En Sobre la guerra prolongada (1938), respaldándose en su experiencia a la cabeza del movimiento de liberación contra la invasión japonesa, escribió que las «guerras justas» —en las que los comunistas deben participar activamente— estaban «dotadas de un poder tremendo, capaz de transformar muchas cosas o de allanar el camino que conduce a su transformación». La estrategia propuesta por Mao era «oponer una guerra justa a una guerra injusta» y «continuar la guerra hasta alcanzar su objetivo político». Los argumentos a favor de la «omnipotencia de la guerra revolucionaria» son recurrentes en Guerra y estrategia (1938), donde el dirigente chino escribe que «solo con las armas es posible transformar todo el mundo» y que «la toma del poder por la fuerza armada, la liquidación del problema por medio de la guerra, es el objetivo principal y la forma de revolución más elevada».

La escalada de la violencia del frente nazi-fascista, en su país de origen y en el extranjero, y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, crearon un escenario todavía más oscuro que el de la guerra de 1914-1918. Después de que, en 1941, las tropas de Hitler atacaron la Unión Soviética, la Gran Guerra Patria que culminó con la derrota del nazismo se convirtió en un elemento tan importante de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y sigue vigente en la actualidad.

Con la repartición resultante de la posguerra, que segmentó el mundo en dos bloques, Iósif Stalin pretendió mostrar que el objetivo principal del movimiento comunista internacional era proteger a la Unión Soviética. Uno de los pilares centrales de esa política fue la creación de un área de defensa que incluía a ocho países de Europa Oriental. Durante el mismo período, la Doctrina Truman marcó el surgimiento de un nuevo tipo de guerra: la Guerra Fría. Con su apoyo a las fuerzas anticomunistas en Grecia, el Plan Marsall (1948) y la creación de la OTAN (1949), Estados Unidos se hizo con un bastión fundamental contra el avance de las fuerzas progresistas en Europa Occidental. La Unión Soviética respondió con el Pacto de Varsovia (1955). Esta configuración condujo a una enorme carrera armamentística que implicó, aun cuando el recuerdo de Hiroshima y Nagasaki todavía estaba fresco, la proliferación de armas nucleares.

A partir de 1961, bajo dirección de Nikita Jrushchov, la Unión Soviética adoptó un nuevo rumbo político que terminó siendo conocido como la «coexistencia pacífica». Se suponía que este giro, con el énfasis en la no intervención y el respeto de la soberanía nacional, además de la cooperación con los países capitalistas, serviría para evitar el riesgo de una tercera guerra mundial (cuya plausibilidad dejó en claro la crisis de los misiles cubana de 1962), y fortalecería el argumento de que la guerra no era inevitable.

Sin embargo, el programa de cooperación constructiva no apuntaba solamente a Estados Unidos y a los países del «socialismo realmente existente». En 1956 la Unión Soviética había aplastado una revuelta en Hungría y los partidos comunistas de Europa Occidental, no solo no habían condenado la intervención militar, sino que la habían justificado en nombre de la seguridad del bloque socialista. Por ejemplo, Palmiro Togliatti, secretario del Partido Comunista Italiano, dijo: «Apoyamos nuestro propio campo aun cuando esté cometiendo un error». La mayoría de los que compartieron esta posición terminaron arrepintiéndose amargamente a los pocos años, cuando comprendieron los efectos devastadores de la operación soviética.

Y en 1968, en el punto más álgido de la coexistencia pacífica, se repitieron hechos similares en Checoslovaquia. Frente a las reivindicaciones de democratización de la «Primavera de Praga», el politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética decidió unánimemente enviar al país medio millón de soldados y miles de tanques. Leonid Brézhnev explicó esta acción haciendo referencia a lo que denominaba la «soberanía limitada» de los países firmantes del Pacto de Varsovia: «Cuando fuerzas hostiles al socialismo intentan torcer el desarrollo de un país socialista hacia el capitalismo, el problema no solo concierne al país en cuestión, sino a todos los países socialistas». De acuerdo con esta lógica antidemocrática, la definición de lo que era y no era «socialismo» quedaba sujeta al arbitrio de los líderes soviéticos.

Pero esta vez los críticos de la izquierda tuvieron más visibilidad y representaron la voluntad de la mayoría. A pesar de que casi todos los partidos comunistas, incluso el chino, y todas las fuerzas de la «nueva izquierda» desaprobaban las acciones comunistas, los rusos no retrocedieron y concretaron el proceso que denominaron «normalización». La Unión Soviética siguió destinando una parte considerable de sus recursos económicos al gasto militar y reforzó así una cultura autoritaria a nivel social. De esa manera, perdió para siempre la buena voluntad del movimiento por la paz, que creció todavía más con las movilizaciones extraordinarias contra la guerra de Vietnam.

Una de las guerras más importantes de la década siguiente comenzó con la invasión soviética de Afganistán. En 1979, el Ejército Rojo volvió a convertirse en el instrumento de la política exterior moscovita, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que definía como su propia «zona de seguridad». Una mala decisión terminó convirtiéndose en una aventura agotadora que se extendió por más de diez años y causó muchas muertes y el exilio de millones de refugiados. En esta ocasión, el movimiento comunista internacional fue mucho menos reticente de lo que había sido en relación con las invasiones soviéticas de Hungría y Checoslovaquia. Sin embargo, la nueva guerra terminó exponiendo todavía más ante la opinión pública internacional la división entre el «socialismo realmente existente» y la alternativa política que defendía la paz y se oponía al militarismo.

Tomadas en su conjunto, estas intervenciones militares no solo representaban un atentado contra toda política de reducción del armamento, sino que desacreditaban y debilitaban el socialismo a nivel mundial, además de atentar contra su autoridad en materia de guerra. La Unión Soviética empezó a ser concebida cada vez más como una potencia imperial similar a los Estados Unidos, que, desde el inicio de la Guerra Fría, habían respaldado, más o menos secretamente, golpes de Estado, y habían colaborado con el derrocamiento de gobiernos democráticamente electos en más de veinte países. Como si no fuera suficiente, las «guerras socialistas» de 1977-1979 entre Camboya y Vietnam, y China y Vietnam (que estallaron en el contexto del conflicto sino-soviético) disiparon toda posibilidad «marxista-leninista» de atribuir la responsabilidad de la guerra exclusivamente a los desequilibrios del capitalismo.

Ser de izquierda es estar contra la guerra
El final de la Guerra Fría no conllevó el final de la guerra. Muchas de las intervenciones militares que realizó Estados Unidos en los últimos veinticinco años —a veces definidas absurdamente, sin mandato de las Naciones Unidas, como «humanitarias»— demuestran que la división bipolar del mundo entre dos superpotencias no cedió paso a la época de libertad y progreso que prometía el mantra neoliberal del Nuevo Orden Mundial. En ese mismo contexto, muchas fuerzas políticas que reivindican los valores de la izquierda terminaron participando de varias guerras. Desde Kosovo hasta Irak y Afganistán —por mencionar solo las guerras principales de la OTAN desde la caída del Muro de Berlín—, las fuerzas en cuestión respaldaron conflictos armados y difuminaron así la línea que las separaba de la derecha.

La guerra ruso-ucraniana pone de nuevo a la izquierda frente al dilema de tomar posición cuando la soberanía de un país está bajo amenaza. No condenar la invasión de Rusia a Ucrania es un error político que hace que muchos gobiernos de izquierda estén perdiendo credibilidad y que debilitará cualquier denuncia contra los ataques de Estados Unidos en el futuro. Como le escribió Marx a Lasalle n 1869, «en política exterior, clichés como “reaccionario” y “revolucionario” tienen poco que ofrecer», y una política «subjetivamente reaccionaria [puede terminar siendo] una política exterior objetivamente revolucionaria». Pero las fuerzas de izquierda deberían haber aprendido del siglo pasado que las alianzas con el «enemigo del enemigo» suelen llevar a acuerdos poco productivos, especialmente cuando el frente progresivo es el más débil en términos políticos, el que está más desorientado y el que cuenta con menos apoyo de masas.

Retomando las palabras que Lenin escribió en «La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación»: «La circunstancia de que la lucha por la libertad nacional contra una potencia imperialista pueda ser aprovechada, en determinadas condiciones, por otra “gran” potencia en beneficio de sus finalidades, igualmente imperialistas, no puede obligar a la socialdemocracia a renunciar al reconocimiento del derecho de las naciones a la autodeterminación». Más allá de los intereses geopolíticos y de las intrigas que suelen jugar en estos casos, las fuerzas de la izquierda sostuvieron históricamente el principio de la autodeterminación nacional y defendieron el derecho de los Estados individuales a establecer sus propias fronteras en función de la voluntad expresa de sus poblaciones.

La izquierda se opuso a las guerras y a las «anexiones» porque era consciente de que estas conducen a conflictos dramáticos entre los obreros del país dominante y los obreros del país oprimido, y terminan creando condiciones propicias para que ambos se unan a sus burguesías nacionales considerando que sus hermanos de clase son sus enemigos. En «Resultados de la discusión sobre la autodeterminación», Lenin escribió: «Si una revolución socialista triunfara en Petrogrado, Berlín y Varsovia, el gobierno socialista polaco, igual que los gobiernos socialistas ruso y alemán, deberían renunciar a la “retención forzada” de, pongamos por caso, los ucranianos que estuvieran dentro de las fronteras del Estado polaco».

Entonces, ¿por qué actuar distinto cuando se trata del gobierno nacionalista de Vladimir Putin?

Por otro lado, muchas personas de izquierda ceden a la tentación de convertirse —directa o indirectamente— en beligerantes, alimentando una nueva «Unión Sagrada» (expresión acuñada en 1914, cuando, apenas iniciada la Primera Guerra Mundial, la izquierda francesa decidió respaldar la participación del gobierno en el conflicto). La historia muestra que, cuando no se oponen a la guerra, las fuerzas progresistas pierden una parte fundamental de su razón de ser y terminan empantanándose en la ideología del campo opuesto. Esto sucede cada vez que los partidos de izquierda convierten su participación en el gobierno en una vara para medir su acción política, como hicieron los comunistas italianos cuando apoyaron las intervenciones de la OTAN en Kosovo y Afganistán, o como hace hoy Unidas Podemos, que suma su voz al coro unánime de todo el arco parlamentario español, en favor del envío armas al ejército ucraniano.

Bonaparte no es democracia
En los años 1850, Marx redactó una serie de artículos brillantes sobre la Guerra de Crimea que contienen muchos paralelos interesantes y útiles con el presente. En Revelaciones sobre la historia diplomática secreta del siglo XVIII (1857), refiriéndose al gran monarca moscovita del siglo XV —el que unificó Rusia y sentó las bases de su autocracia—, Marx dijo: «Basta reemplazar una serie de nombres y fechas por otros y quedará claro que las políticas de Iván III […] y las de la Rusia contemporánea no solo son similares, sino que son idénticas».

En otro texto de 1854, esta vez haciendo referencia a la guerra de Crimea y en contra de los demócratas liberales que exaltaban la coalición antirrusa, Marx escribió: «Es un error definir la guerra contra Rusia como una guerra entre la libertad y el despotismo. Además del hecho de que, si ese fuera el caso, la libertad estaría representada paradójicamente en la figura de Bonaparte, el objeto explícito de la guerra es el sostenimiento […] de los tratados de Viena, los mismos que anulan la libertad y la independencia de las naciones». Si reemplazamos a Bonaparte por los Estados Unidos de América y a los tratados de Viena por la OTAN, la observación parece pertinente frente a los hechos actuales.

El pensamiento de quienes se oponen al nacionalismo ruso y al ucraniano, como así también a la expansión de la OTAN, no expresa ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Durante las últimas semanas, muchos especialistas explicaron pacientemente las raíces del conflicto (que no se reduce en absoluto a la barbarie de la invasión rusa), y está claro que la posición de no alineación es el modo más efectivo de terminar pronto con la guerra y garantizar que se cobre la menor cantidad de vidas posible. No es cuestión de comportarse como esa «alma bella» empapada de idealismo abstracto que Hegel consideraba incapaz de enfrentar las contradicciones mundanas de la realidad. Por el contrario: el punto está en hacer real el único antídoto verdadero contra la expansión ilimitada de la guerra. Son incesantes las voces que convocan a incrementar el gasto militar y reclutar más jóvenes, o las que, como el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, suponen que la tarea de Europa es proveer a Ucrania de las «armas necesarias para la guerra». En contraste a esas posiciones, es necesario promover acciones diplomáticas fundadas en dos principios: el cese de la violencia y la neutralidad de la Ucrania independiente.

A pesar de que la OTAN ganó mucho apoyo con la invasión rusa, es necesario poner un gran empeño en garantizar que la opinión pública no termine postulando que la máquina de guerra más importante y agresiva del mundo —la OTAN— es la solución a los problemas de la seguridad mundial. Debemos mostrar que es una organización ineficaz y peligrosa que, con su impulso a la expansión y a la dominación unipolar, alimenta las tensiones que conducen a la multiplicación de las guerras en todo el mundo.

En El socialismo y la guerra, Lenin argumenta que los marxistas se distinguen de los pacifistas y de los anarquistas porque «consideran que es históricamente necesario (desde el punto de vista del materialismo dialéctico [¡sic!] de Marx) estudiar cada guerra por separado». Más adelante, dice que: «A pesar de todos los horrores, atrocidades, aflicciones y sufrimiento que acompañan inevitablemente a todas las guerras, en la historia hubo algunas que fueron progresivas, es decir, beneficiaron el desarrollo de la humanidad».

Pero aun si hubo un momento en que esa tesis tenía sentido, es una estupidez repetirla en el caso de las sociedades contemporáneas, donde pululan las armas de destrucción masiva. Rara vez una guerra —que no debe ser confundida con una revolución— tuvo el efecto democratizador que esperaban los teóricos del socialismo. En efecto, con frecuencia demostraron ser el peor modo de hacer una revolución, tanto a causa de sus costos humanos como de la destrucción de las fuerzas productivas que implican. Las guerras diseminan una ideología violenta, que se combina muchas veces con los sentimientos nacionalistas que dividieron históricamente al movimiento obrero. Muy pocas veces fomentan prácticas de autogestión y democracia directa. En cambio, suelen incrementar el poder de las instituciones autoritarias. Esta es una lección que la izquierda moderada tampoco debería olvidar.

En uno de los fragmentos más ricos de Reflexiones sobre la guerra (1933), Simone Weil se pregunta si es posible que «una revolución evite la guerra». Desde su punto de vista, es una «posibilidad frágil», pero es la única que tenemos si no queremos «perder toda esperanza». La guerra revolucionaria suele convertirse en la «tumba de la revolución» porque los «ciudadanos en armas no pueden hacer la guerra sin que haya también un aparato de control, la presión policial, una justicia de excepción y castigos por deserción». Más que cualquier otro fenómeno social, la guerra intensifica los aparatos militar, burocrático y policial. «Lleva a la desaparición total del individuo frente a la burocracia estatal». Por lo tanto, «si la guerra no termina inmediata y permanentemente […] el resultado solo será una de esas revoluciones que, como decía Marx, perfeccionan el aparato de Estado en vez de destruirlo», o, más claro todavía, «implicará incluso prolongar bajo otra forma el régimen que queremos eliminar». Entonces, en caso de guerra, «debemos elegir entre obstruir el funcionamiento de una máquina militar en la que nosotros mismos somos los engranajes, o ayudar a que esa máquina aplaste ciegamente vidas humanas».

Para la izquierda, la guerra no puede ser «la continuación de la política por otros medios», según afirma la célebre fórmula de Clausewitz. En realidad, la guerra solo certifica el fracaso de la política. Si la izquierda desea volver a ser hegemónica y está dispuesta a servirse virtuosamente de su historia, debe escribir con tinta indeleble en sus banderas las consignas «Antimilitarismo» y «¡No a la guerra!».

 

Traducción: Valentín Huarte

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La izquierda y la guerra

Mientras que la ciencia política indaga las motivaciones ideológicas, políticas, económicas e incluso psicológicas que movilizan a la guerra, uno de los aportes más convincentes de la teoría socialista está en haber sacado a luz el nexo que vincula la multiplicación de las guerras con el desarrollo del capitalismo.

En los debates de la Primera Internacional, César de Paepe, uno de los dirigentes más importantes, formuló una tesis que se convirtió en la posición clásica del movimiento obrero sobre el tema, a saber, que las guerras son inevitables bajo un régimen de producción capitalista. En la sociedad contemporánea no es la ambición de los monarcas ni la de otros individuos la que provocan las guerras: es el modelo socioeconómico dominante. La enseñanza del movimiento obrero, que tuvo enormes consecuencias civilizatorias, surgió de la creencia en que toda guerra debía ser considerada una «guerra civil», es decir, un choque violento entre trabajadores que carecen de los medios necesarios que garantizan su supervivencia.

Karl Marx no dejó ningún escrito donde desarrolle su concepción —fragmentaria y a veces contradictoria— de la guerra, ni estableció pautas de acción que definieran los márgenes de una posición política correcta ante este tipo de conflictos. Aunque en El capital argumentó que la violencia era una potencia económica, «la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva», no pensaba que la guerra pudiera convertirse en un atajo que llevara a la transformación revolucionaria de la sociedad, y dedicó gran parte de su actividad política a comprometer a los trabajadores con el principio de la solidaridad internacional.

En cambio, la guerra era una cuestión tan importante para Friedrich Engels, que este terminó dedicándole uno de sus últimos escritos. En «¿Es posible que Europa deponga las armas?» notó que hacía más de veinticinco años que cada potencia intentaba superar militarmente a sus rivales. Eso había conducido a una producción de armamento sin precedente y colocaba el Viejo Mundo ante la posibilidad de «una guerra de destrucción de magnitudes nunca antes vistas». Según Engels, «el sistema de ejércitos permanentes llega a tales extremos en toda Europa que debe, o bien provocar una catástrofe económica en los pueblos que enfrentan el enorme gasto militar que implica, o bien degenerar en una guerra de exterminio generalizada». En su análisis, Engels no dejó de destacar que los Estados mantenían a los ejércitos permanentes tanto por motivos políticos internos como por motivos militares externos. De hecho, afirmó que que los ejércitos estaban hechos para «brindar protección, no tanto contra el enemigo externo, como contra el interno», y el desarrollo de sus instrumentos y de sus habilidades tenía por fin principal la represión de las luchas obreras y del proletariado en general. Como los costos de la guerra recaían principalmente, por medio de los impuestos y del reclutamiento, sobre las espaldas de los sectores populares, el movimiento obrero debía luchar por la «reducción gradual de los plazos del servicio [militar] mediante un tratado internacional» y por el desarme como única «garantía de paz» efectiva.

Experimentos y colapso
No pasó mucho tiempo hasta que este debate teórico pacífico se convirtió en el asunto político más apremiante de la época. Los representantes del movimiento obrero tuvieron que oponerse concretamente a la guerra en muchas ocasiones. En el conflicto franco-prusiano de 1870 (que antecedió a la Comuna de París), Wilhelm Liebknecht y August Bebel, diputados socialdemócratas, condenaron los objetivos anexionistas de la Alemania de Bismarck y votaron contra los créditos de guerra. Su decisión de «rechazar el proyecto de ley que concedía más fondos para continuar la guerra» los llevó a cumplir una condena a prisión de dos años por alta traición, pero también sirvió para mostrarle a la clase obrera una forma alternativa de intervenir en la crisis.

Mientras las principales potencias europeas continuaban con su expansión imperialista, la polémica sobre la guerra adquiría cada vez más peso en los debates de la Segunda Internacional. Una resolución adoptada durante el congreso fundacional había consagrado la paz como «precondición necesaria de toda emancipación obrera». Cuando la Weltpolitik —la agresiva política de la Alemania imperial, que buscaba incrementar su poder en la arena internacional— empezó a modificar la configuración geopolítica, los principios antimilitaristas fortalecieron sus raíces en el movimiento obrero y acrecentaron su influencia en los debates sobre conflictos armados. La izquierda dejó de pensar que la guerra era un fenómeno que abría oportunidades revolucionarias y anunciaba el colapso del sistema (idea que remontaba a la máxima de Robespierre, «Ninguna revolución sin revolución»). En cambio, empezó a concebirla como un peligro y a temer las consecuencias penosas que tenía sobre el proletariado: hambre, miseria y desempleo.

La resolución «Sobre militarismo y conflictos internacionales», adoptada por la Segunda Internacional en el Congreso de Stuttgart de 1907, recapitulaba todos los puntos clave que a esa altura se habían convertido en la herencia común del movimiento obrero. Destacaban el voto contra los presupuestos que incrementaban el gasto militar, la antipatía frente a los ejércitos permanentes y la preferencia por un sistema de milicias populares. Con el paso de los años, la Segunda Internacional perdió poco a poco su compromiso con una política de acción pacífica y la mayoría de los partidos socialistas europeos terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias fueron desastrosas. Con la idea de que no había que dejar que los capitalistas monopolizaran los «beneficios del progreso», el movimiento obrero llegó a compartir los objetivos expansionistas de las clases dominantes y hundió sus pies en el pantano de la ideología nacionalista. La Segunda Internacional demostró ser completamente impotente frente al conflicto y fracasó en uno de sus objetivos principales: la conservación de la paz.

Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin fueron quienes se opusieron más firmemente a la guerra. Luxemburgo amplió la comprensión teórica de la izquierda y mostró que el militarismo era una aspecto clave del Estado. Dando muestras de una convicción y coherencia con pocos parangones en el movimiento comunista, argumentó que la consigna «¡Guerra contra la guerra!» debía convertirse en la «piedra angular de la política de la clase obrera». Como escribió en La crisis de la socialdemocracia, la Segunda Internacional había estallado porque no había logrado que el proletariado aplicara en todos los países «una táctica y una acción comunes». De ahí en adelante, el «objetivo principal» del proletariado debía ser «luchar contra el imperialismo y evitar toda conflagración, en tiempos de paz y en tiempos de guerra».

En El socialismo y la guerra, igual que en muchos otros textos escritos durante la Primera Guerra Mundial, Lenin tuvo el mérito de identificar dos cuestiones fundamentales. La primera concernía a la «falsificación histórica» mediante la cual la burguesía intentaba atribuir un «sentido progresivo de liberación nacional» a lo que en realidad eran guerras de «saqueo», llevadas a cabo con el único objetivo de decidir cuál de los países beligerantes tendría derecho a oprimir a más pueblos extranjeros, incrementando así las desigualdades del capitalismo. La segunda era el enmascaramiento de las contradicciones en el que incurrían los reformistas, que habían dejado de lado la lucha de clases con la intención de «morder un poco de las ganancias que sus burguesías nacionales obtenían del pillaje de otros países». La tesis más famosa de este panfleto —que los revolucionarios debían «convertir la guerra imperialista en una guerra civil»— implicaba que aquellos que realmente querían una «paz democrática duradera» debían llevar a cabo «una guerra civil contra sus gobiernos y contra la burguesía». Lenin estaba convencido de una idea que la historia terminó refutando: que toda lucha de clases conducida de manera consistente en tiempos de guerra suscitaría «inevitablemente» el espíritu revolucionario entre las masas.

Líneas de demarcación
La Primera Guerra Mundial no solo produjo divisiones en la Segunda Internacional: también enfrentó a distintas tendencias en el interior del movimiento anarquista. En un artículo publicado poco tiempo después del estallido de la guerra, Piotr Kropotkin escribió que «la tarea de cualquier persona que confíe mínimamente en la idea de progreso humano es aplastar la invasión alemana de Europa Occidental». En respuesta a Kropotkin, el anarquista italiano Enrico Malatesta argumentó que «la victoria alemana seguramente conllevaría el triunfo del militarismo, pero que el triunfo de los aliados garantizaría la dominación ruso-británica en toda Europa y Asia».

En el Manifiesto de los dieciséis, Kropotkin planteó la necesidad de «resistir a un agresor que representa la destrucción de todas nuestras expectativas de liberación». Argumentó que, aun si no dejaba de atentar contra las libertades existentes, la victoria de la Triple Entente contra Alemania representaba el mal menor. Del otro lado, Malatesta y los compañeros que firmaron con él El manifiesto antiguerra de la Internacional Anarquista, declararon: «Es imposible establecer una distinción entre guerras ofensivas y guerras defensivas». Además, añadieron que «Ninguno de los países beligerantes tiene derecho de reivindicar la civilización, igual que ninguno puede afirmar que actúa en defensa propia».

Las actitudes frente a la guerra también despertaron debates en el movimiento feminista. La necesidad de reemplazar a los hombres en empleos que durante largos años habían sido un monopolio masculino, alentó la propagación de una ideología chauvinista en buena parte del recién nacido movimiento sufragista. La exposición de la hipocresía de los gobiernos —que bajo la excusa de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad, utilizaban la guerra para eliminar reformas sociales fundamentales— fue uno de los logros más importantes de Rosa Luxemburgo y de las comunistas feministas de aquella época. Fueron las primeras en aventurarse con lucidez y coraje en el camino que enseñó a las generaciones venideras la relación que guardan la lucha contra el militarismo y la lucha contra el patriarcado. Más tarde, el rechazo de la guerra se convirtió en una parte distintiva del Día Internacional de la Mujer y la oposición contra los presupuestos de guerra cada vez que hubo un nuevo conflicto se convirtió en una constante de las muchas plataformas del movimiento feminista internacional.

La escalada de la violencia del frente nazi-fascista, en su país de origen y en el extranjero, y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, crearon un escenario todavía más oscuro que el de la guerra de 1914-1918. Después de que, en 1941, las tropas de Hitler atacaron la Unión Soviética, la Gran Guerra Patria que culminó con la derrota del nazismo se convirtió en un elemento tan importante de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y sigue vigente en la actualidad.

Con la repartición resultante de la posguerra, que segmentó el mundo en dos bloques, Iósif Stalin pretendió mostrar que el objetivo principal del movimiento comunista internacional era proteger a la Unión Soviética. Uno de los pilares centrales de esa política fue la creación de un área de defensa que incluía a ocho países de Europa Oriental. A partir de 1961, bajo dirección de Nikita Jrushchov, la Unión Soviética adoptó un nuevo rumbo político que terminó siendo conocido como la «coexistencia pacífica». Sin embargo, el programa de cooperación constructiva no apuntaba solamente a Estados Unidos y a los países del «socialismo realmente existente». En 1956, la Unión Soviética había aplastado brutalmente la Revolución húngara. Y en 1968 hizo lo mismo en Checoslovaquia. Frente a las reivindicaciones de democratización de la «Primavera de Praga», el politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética decidió unánimemente enviar al país medio millón de soldados y miles de tanques. Leonid Brézhnev explicó esta acción haciendo referencia a lo que denominaba la «soberanía limitada» de los países firmantes del Pacto de Varsovia: «Cuando fuerzas hostiles al socialismo intentan torcer el desarrollo de un país socialista hacia el capitalismo, el problema no solo concierne al país en cuestión, sino a todos los países socialistas». De acuerdo con esta lógica antidemocrática, la definición de lo que era y no era «socialismo» quedaba sujeta al arbitrio de los líderes soviéticos.

En 1979, con la invasión de Afganistán, el Ejército Rojo volvió a convertirse en el instrumento de la política exterior moscovita, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que definía como su propia «zona de seguridad». Estas intervenciones militares no solo representaban un atentado contra toda política de reducción del armamento, sino que desacreditaban y debilitaban el socialismo a nivel mundial. La Unión Soviética empezó a ser concebida cada vez más como una potencia imperial que actuaba de forma similar a los Estados Unidos, que, desde el inicio de la Guerra Fría, habían respaldado, más o menos secretamente, golpes de Estado, y habían colaborado con el derrocamiento de gobiernos democráticamente electos en más de veinte países.

Ser de izquierda es estar contra la guerra
El fin de la Guerra Fría no mermó la magnitud de la interferencia de las potencias en los asuntos internos de otros países, ni tampoco conllevó un aumento de la libertad de todos los pueblos a la hora de elegir el régimen político bajo el que viven. La guerra ruso-ucraniana pone de nuevo a la izquierda frente al dilema de tomar posición cuando la soberanía de un país es puesta bajo amenaza. El gobierno de Venezuela comete un error al no condenar la invasión de Rusia a Ucrania y hace que pierdan credibilidad sus denuncias contra posibles ataques de Estados Unidos en el futuro. Retomando las palabras que Lenin escribió en «La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación»: «La circunstancia de que la lucha por la libertad nacional contra una potencia imperialista pueda ser aprovechada, en determinadas condiciones, por otra “gran” potencia en beneficio de sus finalidades, igualmente imperialistas, no puede obligar a la socialdemocracia a renunciar al reconocimiento del derecho de las naciones a la autodeterminación». Más allá de los intereses geopolíticos y de las intrigas que suelen jugar en estos casos, las fuerzas de la izquierda sostuvieron históricamente el principio de la autodeterminación nacional y defendieron el derecho de los Estados individuales a establecer sus propias fronteras en función de la voluntad expresa de sus poblaciones. En «Resultados de la discusión sobre la autodeterminación», Lenin escribió: «Si una revolución socialista triunfara en Petrogrado, Berlín y Varsovia, el gobierno socialista polaco, igual que los gobiernos socialistas ruso y polaco, deberían renunciar a la “retención forzada” de, pongamos por caso, los ucranianos que estuvieran dentro de las fronteras del Estado polaco». Entonces, ¿por qué actuar distinto cuando se trata del gobierno nacionalista de Vladimir Putin?

Muchas personas de izquierda ceden a la tentación de convertirse —directa o indirectamente— en beligerantes, alimentando una nueva «Unión Sagrada». Pero hoy esa posición solo sirve a los fines de borrar la distinción entre atlantismo y pacifismo. La historia muestra que, cuando no se oponen a la guerra, las fuerzas progresistas pierden una parte fundamental de su razón de ser y terminan empantanándose en la ideología del campo opuesto. Esto sucede cada vez que los partidos de izquierda convierten su participación en el gobierno en una vara para medir su acción política, como hicieron los comunistas italianos cuando apoyaron las intervenciones de la OTAN en Kosovo y Afganistán, o como hace hoy Unidas Podemos, que suma su voz al coro unánime de todo el arco parlamentario español, en favor del envío de armas al ejército ucraniano.

Bonaparte no es democracia
En 1854, Marx, haciendo referencia a la guerra de Crimea y en contra de los demócratas liberales que exaltaban la coalición antirrusa, escribió: «Es un error definir la guerra contra Rusia como una guerra entre la libertad y el despotismo. Además del hecho de que, si ese fuera el caso, la libertad estaría representada paradójicamente en la figura de Bonaparte, el objeto explícito de la guerra es el sostenimiento […] de los tratados de Viena, los mismos que anulan la libertad y la independencia de las naciones». Si reemplazamos a Bonaparte por los Estados Unidos de América y a los tratados de Viena por la OTAN, la observación parece pertinente frente a los hechos actuales.

El pensamiento de quienes se oponen al nacionalismo ruso y al ucraniano, como así también a la expansión de la OTAN, no expresa ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Durante las últimas semanas, muchos especialistas explicaron pacientemente las raíces del conflicto (que no se reduce en absoluto a la barbarie de la invasión rusa), y está claro que la posición de no alineación es el modo más efectivo de terminar pronto con la guerra y garantizar que se cobre la menor cantidad de vidas posible. Es necesario promover acciones diplomáticas fundadas en dos principios: el cese de la violencia y la neutralidad de la Ucrania independiente.

A pesar de que la OTAN ganó mucho apoyo con la invasión rusa, es necesario poner un gran empeño en garantizar que la opinión pública no termine postulando que la máquina de guerra más importante y agresiva del mundo —la OTAN— es la solución a los problemas de la seguridad mundial. Debemos mostrar que es una organización ineficaz y peligrosa que, con su impulso a la expansión y a la dominación unipolar, alimenta las tensiones que conducen a la multiplicación de las guerras en todo el mundo.

Para la izquierda, la guerra no puede ser «la continuación de la política por otros medios», según afirma la célebre fórmula de Clausewitz. En realidad, la guerra solo certifica el fracaso de la política. Si la izquierda desea volver a ser hegemónica y está dispuesta a servirse virtuosamente de su historia, debe escribir con tinta indeleble en sus banderas las consignas «Antimilitarismo» y «¡No a la guerra!».

Traducción: Valentín Huarte

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Μιλιταρισμός και πόλεμος στη Σοβιετική Ενωση και τη Ρωσία

Μετά την επίθεση των στρατευμάτων του Χίτλερ στη Σοβιετική Ενωση το 1941, ο Ιωσήφ Στάλιν κάλεσε για έναν Μεγάλο Πατριωτικό Πόλεμο που έληξε στις 9 Μαΐου με την ήττα της Γερμανίας, της Ιταλίας και της Ιαπωνίας. Αυτή η ημερομηνία έγινε τόσο κεντρικό στοιχείο της ρωσικής εθνικής ενότητας, που επέζησε από την πτώση του Τείχους του Βερολίνου και κράτησε μέχρι τις μέρες μας. Αλλά κάτω από το πρόσχημα του αγώνα κατά του ναζισμού, κρύβεται μια επικίνδυνη ιδεολογία εθνικισμού και μιλιταρισμού – σήμερα περισσότερο από ποτέ.

Με τη μεταπολεμική διαίρεση του κόσμου σε δύο μπλοκ, οι ηγέτες του Κομμουνιστικού Κόμματος της Σοβιετικής Ενωσης (ΚΚΣΕ) αποφάσισαν ότι το κύριο καθήκον του διεθνούς κομμουνιστικού κινήματος ήταν να διαφυλάξει την ύπαρξη της Σοβιετικής Ενωσης. Την ίδια περίοδο, το Δόγμα Τρούμαν σηματοδότησε την έλευση ενός νέου τύπου πολέμου: του Ψυχρού Πολέμου. Με την υποστήριξή τους στις αντικομμουνιστικές δυνάμεις στην Ελλάδα, με το Σχέδιο Μάρσαλ (1948) και τη δημιουργία του ΝΑΤΟ (1949), οι ΗΠΑ συνέβαλαν στην αναχαίτιση των προοδευτικών δυνάμεων στη Δυτική Ευρώπη. Η Σοβιετική Ενωση απάντησε με το Σύμφωνο της Βαρσοβίας (1955). Αυτή η εξέλιξη οδήγησε σε μια τεράστια κούρσα εξοπλισμών, η οποία, παρά τη φρέσκια μνήμη της Χιροσίμα και του Ναγκασάκι, περιλάμβανε πολλές πυρηνικές δοκιμές.

Με μια πολιτική στροφή που αποφάσισε ο Νικήτα Χρουστσόφ το 1961, η Σοβιετική Ενωση ξεκίνησε μια περίοδο «ειρηνικής συνύπαρξης». Ωστόσο, αυτή η προσπάθεια εποικοδομητικής συνεργασίας ήταν γεμάτη αντιφάσεις. Το 1956, η Σοβιετική Ενωση είχε ήδη καταπνίξει βίαια μια εξέγερση στην Ουγγαρία. Τα Κομμουνιστικά Κόμματα της Δυτικής Ευρώπης δικαιολόγησαν τη στρατιωτική επέμβαση στο όνομα της προστασίας του σοσιαλιστικού μπλοκ. Παρόμοια γεγονότα έγιναν στο απόγειο της ειρηνικής συνύπαρξης, το 1968, στην Τσεχοσλοβακία. Αυτή τη φορά οι επικρίσεις της Αριστεράς ήταν πιο έντονες. Η Σοβιετική Ενωση, όμως, δεν υπαναχώρησε. Συνέχισε να δεσμεύει ένα σημαντικό μέρος των οικονομικών της πόρων για στρατιωτικές δαπάνες και αυτό βοήθησε στην ενίσχυση μιας αυταρχικής κουλτούρας στην κοινωνία.
Ενας από τους σημαντικότερους πολέμους της επόμενης δεκαετίας ξεκίνησε με τη σοβιετική εισβολή στο Αφγανιστάν που κράτησε περισσότερα από δέκα χρόνια, προκαλώντας τεράστιο αριθμό θανάτων και δημιουργώντας εκατομμύρια πρόσφυγες.

Σε αυτήν την περίπτωση, το διεθνές κομμουνιστικό κίνημα ήταν πολύ λιγότερο επιφυλακτικό από ό,τι ήταν σε σχέση με προηγούμενες σοβιετικές εισβολές. Ωστόσο, αυτός ο νέος πόλεμος αποκάλυψε ακόμη πιο ξεκάθαρα στη διεθνή κοινή γνώμη τη διαίρεση μεταξύ του «υπαρκτού σοσιαλισμού» και μιας πολιτικής εναλλακτικής που βασίζεται στην ειρήνη και στην αντίθεση στον μιλιταρισμό.

Στο σύνολό τους, αυτές οι στρατιωτικές επεμβάσεις λειτούργησαν ενάντια σε μια γενική μείωση των εξοπλισμών και χρησίμευσαν στην απαξίωση του σοσιαλισμού. Η Σοβιετική Ενωση θεωρούνταν ολοένα και περισσότερο ως μια αυτοκρατορική δύναμη που ενεργούσε με τρόπους όχι διαφορετικούς από αυτούς των Ηνωμένων Πολιτειών, οι οποίες, από την έναρξη του Ψυχρού Πολέμου, υποστήριζαν τα πραξικοπήματα και βοήθησαν στην ανατροπή δημοκρατικά εκλεγμένων κυβερνήσεων σε περισσότερες από είκοσι χώρες σε όλο τον κόσμο.

Ο Μαρξ δεν ανέπτυξε σε κανένα από τα κείμενά του μια συνεκτική θεωρία του πολέμου, ούτε πρότεινε κατευθυντήριες γραμμές για τη σωστή στάση που πρέπει να τηρηθεί απέναντί του. Ωστόσο, όταν επέλεξε ανάμεσα σε αντίπαλα στρατόπεδα, η μόνη του σταθερά ήταν η αντίθεσή του στην τσαρική Ρωσία, την οποία έβλεπε ως το φυλάκιο της αντεπανάστασης και ένα από τα κύρια εμπόδια στη χειραφέτηση της εργατικής τάξης.

Στις «Αποκαλύψεις για τη Διπλωματική Ιστορία του 18ου αιώνα», ένα βιβλίο που εκδόθηκε από τον Μαρξ το 1857 αλλά δεν μεταφράστηκε ποτέ στη Σοβιετική Ενωση, μιλώντας για τον Ιβάν Γ΄, τον επιθετικό Μοσχοβίτη μονάρχη του 15ου αιώνα, που ένωσε τη Ρωσία και έβαλε τα θεμέλια για την αυτοκρατορία της, έγραφε: «Απλώς χρειάζεται να αντικαταστήσει κανείς μια σειρά ονομάτων και ημερομηνιών με άλλες και γίνεται σαφές ότι οι πολιτικές του Ιβάν Γ΄ και της Ρωσίας σήμερα δεν είναι απλώς παρόμοιες, αλλά ταυτόσημες». Δυστυχώς, αυτές οι παρατηρήσεις φαίνονται σαν να γράφτηκαν για σήμερα, σε σχέση με τη ρωσική εισβολή στην Ουκρανία.

Οι πόλεμοι μεταδίδουν μια ιδεολογία βίας, συχνά σε συνδυασμό με τα εθνικιστικά αισθήματα που διέλυσαν το εργατικό κίνημα. Οι πόλεμοι αυξάνουν τη δύναμη των αυταρχικών θεσμών, διογκώνουν τον στρατιωτικό, γραφειοκρατικό και αστυνομικό μηχανισμό. Οδηγούν στην εξάλειψη της κοινωνίας μπροστά στην κρατική γραφειοκρατία. Στις «Σκέψεις για τον πόλεμο» (1933), η φιλόσοφος Σιμόν Βέιλ (1909-1943) υποστήριξε ότι «ανεξάρτητα από το όνομα που μπορεί να πάρει –φασισμός, δημοκρατία ή δικτατορία του προλεταριάτου– ο κύριος εχθρός παραμένει ο διοικητικός, αστυνομικός και στρατιωτικός μηχανισμός· όχι ο εχθρός πέρα από τα σύνορα, ο οποίος είναι εχθρός μας μόνο στο βαθμό που είναι εχθρός των αδελφών μας, αλλά αυτός που ισχυρίζεται ότι είναι ο υπερασπιστής μας ενώ μας κάνει σκλάβους του».

Αυτό είναι ένα δραματικό μάθημα που η Αριστερά δεν πρέπει ποτέ να ξεχάσει.

* καθηγητής Κοινωνιολογίας στο Πανεπιστήμιο York (Τορόντο-Καναδάς), τακτικού συνεργάτη της «Εφ.Συν.»

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A culture of war from the Soviets to Russia

The escalating violence of the Nazi-Fascist front in the 1930s brought the outbreak of the Second World War and created an even more nefarious scenario than the one that destroyed Europe between 1914 and 1918. After Hitler’s troops attacked the Soviet Union in 1941, Joseph Stalin called for a Great Patriotic War that ended on May 9 with the defeat of Germany, Italy and Japan. This date became such a central element in Russian national unity that it survived the fall of the Berlin Wall and has lasted until our own days. Under the guise of the fight against Nazism, a dangerous ideology of nationalism and militarism is hidden – today more than ever.

With the post-war division of the world into two blocs, the leaders of the Communist Party of the Soviet Union (CPSU) decided that the main task of the international Communist movement was to safeguard the existence of the Soviet Union. In the same period, the Truman Doctrine marked the advent of a new type of war: the Cold War. In its support of anti-communist forces in Greece, in the Marshall Plan (1948) and the creation of Nato (1949), the United States of America contributed to avoiding the advance of progressive forces in Western Europe. The Soviet Union responded with the Warsaw Pact (1955). This configuration led to a huge arms race, which, despite the fresh memory of Hiroshima and Nagasaki, also involved a proliferation of nuclear bomb tests.

With a political turn decided by Nikita Khrushchev in 1961, the Soviet Union began a period of “peaceful coexistence”. This change, with its emphasis on non-interference and respect for national sovereignty, as well as economic cooperation with capitalist countries, was supposed to avert the danger of a third world war (which the Cuban missiles crisis showed to be a possibility in 1962) and to support the argument that war was not inevitable. However, this attempt at constructive cooperation was full of contradictions.

In 1956, the Soviet Union had already violently crushed a revolt in Hungary. The Communist parties of Western Europe had not condemned but justified the military intervention in the name of protecting the socialist bloc and Palmiro Togliatti, the secretary of the Italian Communist Party, declared: “We stand with our own side even when it makes a mistake”. Most of those who shared this position regretted it bitterly in later years when they understood the devastating effects of the Soviet operation.

Similar events took place at the height of peaceful coexistence, in 1968, in Czechoslovakia. The Politburo of the CPSU sent in half a million soldiers and thousands of tanks to suppress the demands for democratization of the “Prague Spring”. This time critics on the Left were more forthcoming and even represented the majority. Nevertheless, although disapproval of the Soviet action was expressed not only by New Left movements but by a majority of Communist parties,

including the Chinese, the Russians did not pull back but carried through a process that they called “normalization”. The Soviet Union continued to earmark a sizable part of its economic resources for military spending, and this helped to reinforce an authoritarian culture in society. In this way, it lost forever the goodwill of the peace movement, which had become even larger through the extraordinary mobilizations against the war in Vietnam.

One of the most important wars in the next decade began with the Soviet invasion of Afghanistan. In 1979, the Red Army again became a major instrument of Russian foreign policy, which continued to claim the right to intervene in “their security zone”. The ill-starred decision turned into an exhausting adventure that stretched over more than ten years, causing a huge number of deaths and creating millions of refugees. On this occasion, the international Communist movement was much less reticent than it had been in relation to previous Soviet invasions. Yet this new war revealed even more clearly to international public opinion the split between “actually existing socialism” and a political alternative based on peace and opposition to militarism.

Taken as a whole, these military interventions worked against a general arms reduction and served to discredit socialism. The Soviet Union was increasingly seen as an imperial power acting in ways, not unlike those of the United States, which, since the onset of the Cold War, had more or less secretly backed coups d’état and helped to overthrow democratically elected governments in more than twenty countries around the world.

Lastly, the “socialist wars” in 1977-1979 between Cambodia and Vietnam and China and Vietnam, against the backdrop of the Sino- Soviet conflict, dissipated whatever

leverage “Marxist-Leninist” ideology (already remote from the original foundations laid by Karl Marx and Friedrich Engels) had in attributing war exclusively to the economic imbalances of capitalism.

Marx did not develop in any of his writings a coherent theory of war, nor did he put forward guidelines for the correct attitude to be taken towards it. However, when he chose between opposing camps, his only constant was his opposition to Tsarist Russia, which he saw as the outpost of counter-revolution and one of the main barriers to working-class emancipation.

In Revelations of the Diplomatic History of the 18th Century – a book published by Marx in 1857 but never translated into the Soviet Union –, speaking of Ivan III, the aggressive Muscovite monarch of the fifteenth century who unified Russia and laid the ground for its autocracy, he stated: “one merely needs to replace one series of names and dates with others and it becomes clear that the policies of Ivan III, and those of Russia today, are not merely similar but identical”. Unfortunately, these observations seem as if written for today, in relation to the Russian invasion of Ukraine.

Wars disseminate an ideology of violence, often combined with the nationalist sentiments that have torn the workers’ movement apart. Rarely favouring practices of democracy, they instead increase the power of authoritarian institutions. Wars swell the military, bureaucratic and police apparatus. They lead to the effacement of society before state bureaucracy. In Reflections on War, the philosopher Simone Weil argued that: “no matter what name it may take – fascism, democracy, or dictatorship of the proletariat – the principal enemy remains the administrative, police, and military apparatus; not the enemy across the border, who is our enemy only to the extent that they are our brothers and sisters’ enemy, but the one who claims to be our defender while making us its slaves”. This is a dramatic lesson that the Left should never forget.

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Sean Sayers, Emancipations. A journal of critical social analysis

In the final years of his life, Marx suffered repeated attacks of bronchitis and other illnesses. On doctor’s orders, he spent weeks on end convalescing by the sea, forbidden to exert himself. In the past, most biographers have passed over this period of Marx’s life very briefly, treating it as barren and unproductive. They can be forgiven for doing so, they had little to go on. Marx published very little in these
years, and only a few of his letters were known.
This situation has changed dramatically in recent years. A steady stream of archive material is becoming available with the regular appearance of new volumes of Die Marx-Engels-Gesamtausgabe (MEGA). This is a massive project to publish an “historical-critical” edition of all Marx and Engels’ writings in their original languages, including not only their published works, but also all their letters, drafts and notes (with all their variations, crossings out, corrections, etc.) – indeed, everything they
wrote, just as they wrote it.
This has been a very long time coming, some of this material dates back to the 1830s. The first attempt at such a publication was made soon after the Russian Revolution, by David Riazanov, the great Marx scholar and founder of the MarxEngels Institute in Moscow. He was removed from the project in 1931 (and he was
executed after a brief show trial in 1938). Publication of the volumes of this first MEGA – MEGA1 – was suspended after only 12 of the projected 42 volumes had appeared. The war against the Nazi invasion of the Soviet Union then intervened and the project was abandoned. It was revived in a new and expanded form by Soviet and German scholars in the 1970s. The first volume of the second MEGA –
MEGA2 – appeared in 1975. After the collapse of the Soviet Union, responsibility for the project was transferred to a group of international scholars based in Amsterdam.
114 volumes are now planned (scaled back from the original 164), 52 volumes have appeared so far.
This new material is transforming our knowledge and understanding of some important aspects of Marx and Engels’ lives and work. It has shed a flood of new light on the last two years of Marx’s life, the subject of this book. Musto has used it to produce an exceptionally well researched picture of what was previously a little known period of Marx’s work. The book was originally published in Italian in 2016.
Since then, it has been translated into seven other languages. Now, at last, it is available in a very readable English translation by Patrick Camiller.
As Musto observes, most previous intellectual biographies of Marx have focused disproportionately on his early years. Musto cover only the final two years of Marx’s life, 1881-1883. Musto goes in detail through Marx’s correspondence and his notebooks to construct a detailed picture of what Marx was reading, writing, thinking
about and doing during this period. It is a fascinating and remarkably impressive story.
In 1881, Marx was not yet the “towering figure” (77) on the left that he was later to become. His work was familiar only to small band of followers and was only just beginning to reach a wider audience. Only a few of the works by which he is now known had been published and widely circulated, most notably the Communist Manifesto and the first volume of Capital.
Finishing Capital The main task facing Marx was to complete Capital. As Musto observes, there is no definitive edition even of Volume 1 of this work. It first appeared in German in 1867 with a second revised edition in 1873. Marx oversaw and contributed many further revisions and changes to the French translation, which appeared in instalments from 1872-1875. He planned to revise the book thoroughly for a third
German edition incorporating these changes, but he was not able to complete this.
In the 1870s he was working on Volume 2, and he produced a couple of fairly full drafts, as well as more fragmentary drafts of Volume 3. In 1879, however, because of repeated illness, his doctor ordered him to shorten his working day, and he did little further work on these manuscripts. They were edited and completed for publication by Engels after Marx’s death, Volume 2 appearing in 1885, Volume 3 in
1894.
Musto sees no evidence for the widely canvassed view that Marx was unable to complete Capital because of contradictions and problems that he encountered for his views. Marx was a notoriously meticulous author, never happy to publish until he had taken account the latest ideas and developments and incorporated them into his work.
Marx was in the habit of making notes on and copying out passages from the books that he was reading. With the publication of his notes in MEGA2 , we are now getting a very detailed record of this. He studied a remarkable range of topics. In this period, he read works on political economy, Russian society, collective property systems, anthropology, recent developments in the natural sciences (particularly
chemistry and physics) and even mathematics. Some of this reading was connected with his work on Capital, some was research to further his understanding of the genesis of capitalism, and some simply to satisfy his insatiable intellectual curiosity and desire for knowledge.
He had long decided not to attempt to reply to or correct the many
misinterpretations of his views that were in circulation, but in 1880 he read and wrote extensive critical comments on Adolph Wagner’s Manual of Political Economy (1879). [1]
He also kept up to date with many areas of the natural sciences, partly to find out about developments in organic chemistry relevant to agriculture that he was writing about in Capital, Volume 2, and partly from sheer interest. This extended even to mathematics. His study of mathematics had started in connection with economics but later acquired a life of its own. He said he thought about mathematics
for “relaxation” (35). He was particularly intrigued by problems with the calculus and wrote numerous and lengthy notes on this topic. [2]
In the late 1870s, he read a number of works on anthropology. He studied with great attention Lewis Morgan’s Ancient Society (1877), a pioneering work on American Indian tribal societies. He was particularly interested in the way Morgan showed that social relations change with the development of the productive forces.
He was also concerned to refute the then influential view, put forward by Henry Maine, in his Lectures on the Early History of Institutions, 1875, and others, that the nuclear family was the original building block of society, and to demonstrate that it was a product of later development. Engels later made extensive use of these notes, as he acknowledges, to write his account of the evolution of the family in The Origin of the Family, Private Property and the State (1884). [3]

Developments in Russia
One of the main topics that occupied Marx’s attention during this period were economic, social and political developments in Russia. Earlier in his life, Marx had regarded Russia as the main centre of reaction in Europe, but after the abolition of serfdom in 1861 it became clear that things were changing. In 1869, he taught himself to read Russian, and he began to read about developments in Russia in
detail. By the final years of his life, he had studied Russian conditions very thoroughly and was in correspondence with a number of progressive Russian social thinkers.
The theory of historical development that Marx had put forward from the time he and Engels composed the writings that make up The German Ideology (1845-6), implied that a socialist society could come about only on the basis of a highly socialised system of production, of the sort that was being created by capitalism in Britain and other Western European countries. Although capitalism increased
exploitation and misery, it also created the conditions for overcoming capitalism by transforming production from an individual to a social process. This was a fundamental aspect of Marx’s theory of history, and he held to it throughout his work.
Whether and how these ideas applied to Russia was hotly debated in this period. Some maintained that the rural communes (obshchina) that still existed among the peasantry in Russia provided a basis of common ownership that would enable it to pass directly to socialism. Others argued that Russia would first have to go through a capitalist stage. Marx was often invoked in support of this latter position.
An influential writer who did so was N. K. Mikhailovsky. In November 1877, Marx had drafted a lengthy letter in reply to an article by him in a Russian periodical.
In the end Marx did not send this letter, and it came to light only after his death. In it, Marx denied that he had put forward a universal theory of history, and insisted that he never claimed that a capitalist phase of historical development was inevitable. He accused Mikhailovsky of transforming,

my historical sketch of the genesis of capitalism in Western Europe into a historico-philosophical theory of general development, imposed by fate on all peoples, whatever the historical circumstances in which they are placed, in order to eventually attain this economic formation which, with a tremendous leap of the productive forces of social labour, assures the most integral development of every individual producer. [4]

The issue was raised again in 1881 when he received a letter from Vera Zasulich, a socialist activist, asking him to set out his views on whether the rural commune in Russia could provide the basis for socialism. He drew on the letter to Mikhailovich that he had drafted in composing his response. This occupied him for the best part of a month and went through four full drafts, before the final version was sent off at
beginning of March.
Marx again insisted that his view that a stage of capitalist private property was inevitable applied only to Western Europe. Other paths were possible elsewhere. To understand real historical transformations, Marx insisted, it is essential to study individual phenomena separately. There is no “all-purpose formula of a general historico-philosophical theory”. [5]
Some have seized on Marx’s comments to argue that Marx entirely altered his views about the transition to socialism as a result of his studies of Russia in his final years. Musto sees no evidence of that. “The drafts of Marx’s letter to Zasulich show no glimpse of the dramatic break with his former positions that some scholars have
detected.” (69)
Although Marx denies that he ever suggested that all societies must inevitably pass through a capitalist stage, he did believe that socialism could be based only on highly socialised forces of production. He didn’t rule out the possibility that Russia could make a transition to socialism without going through a capitalist stage, but he did not positively endorse this view. And he disassociated himself from those, like Bakunin and Herzen, who did. Part of his hesitancy in responding to Zasulich was due to the care he took in expressing his views with precision. In particular, he argued, since Russia was,

Contemporary with a higher culture; it is linked to a world market dominatedby capitalist production. By appropriating the positive results of this mode of production, it is thus in a position to develop and transform the still archaic form of its rural commune, instead of destroying it. [6]

Just as Russia did not have “to pass through a long incubation period in the engineering industry … in order to utilize machines, steam engines, railways, etc.” – so it might be possible to introduce immediately “the entire mechanism of exchange … which it took the West centuries to devise” (67-8). Nevertheless, the rural commune was an archaic form, very different from socialism as he conceived of it,
and Marx remained sceptical that it could provide a basis for socialist development on its own. He returned to these questions in the Preface to the Second Russian edition of the Communist Manifesto written jointly with Engels in 1882. Again, he maintained that socialist transformation of the obshchina was possible, but that would depend on favourable historical conditions. He remained doubtful that it could simply be adapted as a basis for socialism. Russia would be able to avoid a capitalist stage before it could create a socialist society only,

If the Russian Revolution becomes the signal for a proletarian revolution in the West, so that two complement each other, the present Russian common ownership of land may serve as the starting point for communist development. [7]

Marx and Engels
The joint authorship of this Preface by Marx and Engels is a clear indication of their agreement on these questions. Musto, however, insists on emphasising their differences. He continually contrasts the “flexibility” of Marx’s thinking, with Engels’ “overly schematic” views (27). Engels is dismissed as a precursor of “Second International” thinking that “produced a kind of fatalistic passivity, which … weakened the social and political action of the proletariat”. (32) Marx, by contrast, “rejected the siren calls of a one-way historicism and preserved his own complex, flexible, and variegated conception.” (32)
All this has a comfortingly warm and fuzzy feel about it, but Marx’s importance as a thinker is not like this. It lies in his ability to comprehend particular conditions within the structure of a quite specific and definite over-arching theory.
Marx’s “life purpose”, we are told, was “to provide the worker’s movement with the theoretical basis to destroy capitalism” (11).
The idea that Marx was champing to be at the barricades misrepresents
Marx’s character as it is revealed here. What comes out so strikingly from the picture that Musto draws is that Marx was driven, not so much by a restless activism, as by an insatiable intellectual curiosity and a desire for understanding and truth, often simply for its own sake. This is repeatedly demonstrated by the story that Musto tells,
but when he comes to summarise Marx’s attitudes in general terms, particularly in contrast to Engels, he tends to forget this and resort to platitudes. His asides about Engels constitute an unfortunate descent into caricature and stereotyping. His denigration of Engels is unwarranted and seems designed mainly to praise Marx by
comparison. It does nothing to enhance Musto’s picture of Marx and is the weakest aspect of the book. As my mother used to tell me, you can’t build yourself up by belittling your brother, and the same principle applies here.

Life and death
In the final chapter, Musto turns his attention increasingly to the domestic circumstances of Marx’s life. By 1881, Marx and his household – his wife Jenny, his youngest daughter Eleanor and their long-term servant Helene Demuth, together with three dogs – had moved from a spacious house at 1 Maitland Park Road in the
Chalk Farm area of North London into a more modest terraced house further along the same road, 41 Maitland Park Road (both have now been demolished). The house was full of books. When he was younger and poorer, Marx had relied on the British Museum Library, which was within walking distance of his homes. In his later years, he began to acquire books of his own in many languages, often donated by
admirers. Engels had by then retired from his job in Manchester and moved to an altogether grander house at 122 Regent’s Park Road, facing Primrose Hill, a 15 minute walk away. They saw each other regularly and corresponded frequently when either of them was out of London. His, wife, Jenny, was suffering from cancer of the liver. Her condition worsened in the summer of 1881, and she died in December, leaving Marx bereft.
They had been together for almost 40 years. Marx’s condition worsened. His doctor advised longer and more frequent visits to the coast to benefit from the sea air. He stayed for several weeks in Ventnor in the Isle of Wight. Then a trip further south for warmth and sun was recommended and in February 1882 he embarked on a journey to Algeria, stopping off on the way to visit his elder daughter, Jenny Longuet, and her family in Argenteuil, just outside Paris. This trip was not a success. When he got to Algeria, the weather was unseasonably cold and wet, and he suffered from a lack of
intellectual stimulation. After ten weeks he cut short his stay, and moved to Monaco on the French Riviera, and then back to England, again via Argenteuil.
He was staying again in Ventnor when he received news that his eldest
daughter, Jenny, had died of cancer. Marx was distraught. He returned to London. In the final months of his life, he was looked after by Eleanor, his youngest daughter, and their servant, Helene Demuth. He died peacefully sitting in the chair by his desk on March 24, 1883.
Musto combines a fascinating and detailed intellectual biography with an informative account of Marx’s life in his final years. His book is exceptionally well researched. In a running commentary, much of it in footnotes, he provides a detailed account of the scholarly literature in all the main European languages on the topics he is discussing. He writes in a clear and pleasing style. His book makes a major contribution to our understanding Marx’s life and work. It is highly recommended.

 

[1] Previously published as (Marx 1975).
[2] Previously published as (Marx 1983).
[3] Extended extracts from Marx’s original notes were published in (Marx 1974).
[4] MECW 24, 200. Marx and Engels works are cited from (Marx and Engels 1975),
abbreviated as MECW.
[5] MECW 24, 201.
[6] MECW 24, 362.
[7] MECW 24, 426.

References
Marx, Karl. 1974. The Ethnological Notebooks of Karl Marx: (Studies of Morgan, Phear, Maine, Lubbock). Edited by Lawrence Krader. Assen: Van Gorcum.
Marx, Karl. 1975. “Notes on Adolph Wagner (1879-80).” In Texts on Method, 179– 219. Oxford: Blackwell.
Marx, Karl. 1983. Mathematical Manuscripts of Karl Marx. London : New York: New Park Publications.
Marx, Karl, and Frederick Engels. 1975. Collected Works [MECW]. 50 vols. London: Lawrence & Wishart.

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Militarismo y cultura de guerra en la URSS y Rusia

La escalada de violencia del frente nazi-fascista en la década de 1930 provocó el estallido de la Segunda Guerra Mundial y creó un escenario aún más nefasto que el que destruyó Europa entre 1914 y 1918. Después de que las tropas de Hitler atacaran la Unión Soviética en 1941, Joseph Stalin convocó a una Gran Guerra Patriótica que finalizó el 9 de mayo con la derrota de Alemania, Italia y Japón. Esta fecha se convirtió en un elemento tan central de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y perdura hasta nuestros días. Bajo el pretexto de la lucha contra el nazismo, se oculta, hoy más que nunca, una peligrosa ideología nacionalista y militarista.

Guerra fría y carrera de armamentos

Con la división del mundo en dos bloques después de la guerra, los líderes del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) decidieron que la tarea principal del movimiento comunista internacional era salvaguardar la existencia de la Unión Soviética. En el mismo período, la Doctrina Truman marcó el advenimiento de un nuevo tipo de guerra: la Guerra Fría. Con su apoyo a las fuerzas anticomunistas en Grecia, el Plan Marshall (1948) y la creación de la OTAN (1949), los Estados Unidos de América contribuyeron a evitar el avance de las fuerzas progresistas en Europa Occidental. La Unión Soviética respondió con el Pacto de Varsovia (1955). Esta configuración condujo a una gran carrera armamentista que, a pesar del recuerdo aun fresco de Hiroshima y Nagasaki, también implicó una proliferación de pruebas de bombas nucleares.

Con el giro político decidido por Nikita Khrushchev en 1961, la Unión Soviética inició un período de “coexistencia pacífica”. Se suponía que este cambio, con su énfasis en la no injerencia y el respeto por la soberanía nacional, así como la cooperación económica con los países capitalistas, evitaría el peligro de una tercera guerra mundial (que la crisis de los misiles cubanos mostró ser una posibilidad en 1962) y apoyaría el argumento de que la guerra no era inevitable. Sin embargo, este intento de cooperación constructiva estuvo lleno de contradicciones.

En 1956, la Unión Soviética ya había aplastado violentamente una sublevación en Hungría. Los partidos comunistas de Europa Occidental no condenaron sino que justificaron la intervención militar en nombre de la protección del bloque socialista y Palmiro Togliatti, el secretario del Partido Comunista Italiano, declaró: “estamos con nuestro lado incluso cuando comete un error”. . La mayoría de los que compartían esta posición lo lamentaron amargamente en años posteriores, cuando comprendieron los devastadores efectos de la operación soviética. Acontecimientos similares tuvieron lugar en el apogeo de la coexistencia pacífica, en 1968, en Checoslovaquia. El Politburó del PCUS envía medio millón de soldados y miles de tanques para reprimir las exigencias de democratización de la “Primavera de Praga”. Esta vez los críticos de la izquierda fueron más abiertos e incluso representaron a la mayoría. Sin embargo, aunque la desaprobación de la acción soviética fue expresada no solo por los movimientos de la Nueva Izquierda, sino también por la mayoría de los partidos comunistas, incluido el chino, los rusos no retrocedieron sino que llevaron a cabo un proceso que llamaron “normalización”. La Unión Soviética siguió destinando una parte importante de sus recursos económicos al gasto militar, lo que contribuyó a reforzar una cultura autoritaria en la sociedad. De esta manera, perdió para siempre la simpatia del movimiento por la paz, que se había hecho aún más grande a través de las extraordinarias movilizaciones contra la guerra de Vietnam.

Otro poder imperial

Una de las guerras más importantes de la década siguiente comenzó con la invasión soviética de Afganistán. En 1979, el Ejército Rojo volvió a convertirse en un importante instrumento de la política exterior rusa, que siguió reclamando el derecho a intervenir en “su zona de seguridad”. La desafortunada decisión se convirtió en una aventura agotadora que se prolongó durante más de diez años, provocando un gran número de muertos y creando millones de refugiados. En esta ocasión, el movimiento comunista internacional se mostró mucho menos reticente que en anteriores invasiones soviéticas. Sin embargo, esta nueva guerra reveló aún más claramente a la opinión pública internacional la división entre el “socialismo realmente existente” y una alternativa política basada en la paz y la oposición al militarismo.

Tomadas en su conjunto, estas intervenciones militares dificultaron una reducción general de armamentos y sirvieron para desacreditar al socialismo. La Unión Soviética fue vista cada vez más como una potencia imperial que actuaba de una manera no muy diferente a la de Estados Unidos, que, desde el comienzo de la Guerra Fría, había respaldado golpes de estado más o menos en secreto y ayudado a derrocar gobiernos elegidos democráticamente en más de veinte países de todo el mundo. Por último, las “guerras socialistas” de 1977-1979 entre Camboya y Vietnam y entre China y Vietnam, en el contexto del conflicto chino-soviético, disiparon cualquier influencia de la ideología “marxista-leninista” (ya alejada de los cimientos originales establecidos por Karl Marx y Friedrich Engels) a la hora de atribuir la guerra exclusivamente a los desequilibrios económicos del capitalismo.

Marx contra la Rusia contrarrevolucionaria

Marx no desarrolló en ninguno de sus escritos una teoría coherente de la guerra, ni planteó pautas sobre la actitud correcta a tomar frente a ella. Sin embargo, cuando eligió entre campos opuestos, su única constante fue su oposición a la Rusia zarista, que vio como la vanguardia de la contrarrevolución y una de las principales barreras para la emancipación de la clase trabajadora.

En sus Revelaciones de la historia diplomática del siglo XVIII –un libro publicado por Marx en 1857 pero nunca traducido en la Unión Soviética–, al hablar de Iván III, el agresivo monarca moscovita del siglo XV que unificó Rusia y sentó las bases de su autocracia, afirmó: “solo se necesita reemplazar una serie de nombres y fechas con otros y queda claro que las políticas de Iván III, y las de Rusia hoy, no son simplemente similares sino idénticas”. Desafortunadamente, estas observaciones parecen escritas para hoy, en relación con la invasión rusa de Ucrania.

Las guerras difunden una ideología de violencia, a menudo combinada con los sentimientos nacionalistas que han desgarrado al movimiento obrero. Raramente favorecen las prácticas de la democracia, pero aumentan en cambio el poder de las instituciones autoritarias. Las guerras engrosan el aparato militar, burocrático y policial. Conducen a la anulación de la sociedad ante la burocracia estatal. En Reflexiones sobre la guerra, la filósofa Simone Weil argumentó que: “cualquiera que sea el nombre que tome —fascismo, democracia o dictadura del proletariado—, el principal enemigo sigue siendo el aparato administrativo, policial y militar; no el enemigo al otro lado de la frontera, que es nuestro enemigo sólo en la medida en que es enemigo de nuestros hermanos y hermanas, sino el que dice ser nuestro defensor mientras nos convierte en sus esclavos”. Esta es una lección dramática que la izquierda nunca debería olvidar.

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