La mañana del 11 de Octubre de 1962, 2540 cardenales, obispos y patriarcas, provenientes de todas las partes del mundo, se disponían en una solemne fila de hábitos blancos y sotanas rojo púrpura para entrar en la Basílica de San Pedro y dar inicio a uno de los principales acontecimientos religiosos del siglo XX, destinado a cambiar la cara de la iglesia católica: el Concilio Vaticano II (CV II).
El vigésimo primero concilio ecuménico se desarrolló entre Octubre de 1962 y Diciembre de 1965, bajo los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI. Su asamblea deliberativa, la más numerosa de la historia de la iglesia, reformó la liturgia eclesiástica, introduciendo las lenguas nacionales en el rito de la misa, e inició el diálogo con las religiones no cristianas, mediante la declaración del principio de libertad religiosa. A diferencia de los concilios precedentes, el de Trento en 1545-63 y el CV I en 1869-70, surgidos de la exigencia de responder a dos eventos que habían sacudido la iglesia, las heridas que siguieron a la reforma protestante y el proceso de secularización generado por la Revolución Francesa, el CV II surgió, en cambio, de la necesidad de expresar una nueva fase pastoral, con el objetivo de revitalizar las instituciones católicas y adaptarlas mejor a las exigencias de los nuevos tiempos en curso.
La opción preferencial por los pobres
No obstante, como observan la mayoría de comentaristas, a partir de los años setenta, se interrumpieron las reformas iniciadas. Otra cosa sucedió en Sudamérica, donde las transformaciones del CV II encontraron un terreno más fértil para germinar.
En aquellos años, efectivamente, mientras en los países capitalistas más avanzados tuvo lugar un mejora de las condiciones de vida hasta para las clases trabajadoras, en América latina las desigualdades sociales aumentaron y los índices de pobreza crecieron todavía más. Guiados por la ilusoria concepción de un tiempo histórico unilineal, que debería reproducir los mismos estadios de desarrollo en todas las sociedades, expertos de diversos organismos internacionales elaboraron planes de desarrollo para el Cono Sur. En 1961, por ejemplo, la administración Kennedy promovió la Alianza para el Progreso (AP), proyecto al que fueron destinados 20 mil millones de dólares a fin de eliminar “las bases de comunismo”, peligro que se antojó aun más concreto después de la revolución castrista en Cuba. Sin embargo, la operación fue un sonado fracaso, contestada no sólo por los latifundistas locales, sino también por las compañías norteamericanas, y el periodo de la AP se caracterizó por los golpes de estado, casi todos avalados por los USA, que sumieron todo el continente en una espiral de violencia y muerte.
En este contexto, tomaron cuerpo, con distintas formas, alianzas entre los sectores más progresistas del mundo cristiano y del marxismo. Desde Camilo Torres, el famoso sacerdote desaparecido en 1966 tras haberse unido al Ejército de Liberación Nacional de Colombia, a los Cristianos por el socialismo, movimiento nacido en Chile en 1972 durante el gobierno de Salvador Allende. De la Patagonia a México surgieron grupos de fieles, a menudo comprometidos políticamente con la izquierda, que reclamaban una iglesia diferente, alejada del poder y solidaria con los más débiles.
Estas exigencias se manifestaron en el interior de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), organismo surgido en 1955 y que celebró en Medellín, en 1968, su segundo congreso, para reorganizarse en base a las decisiones tomadas en el CV II. Este encuentro supuso un verdadero cambio para la iglesia del continente. Aun cuando el término Teología de la Liberación (TdL) no fue nunca utilizado en sus documentos finales (había sido acuñado sólo pocas semanas antes por el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez), en Medellín nació una nueva forma de hacer teología. Una iglesia popular al servicio de los pobres basada en el protagonismo de la Comunidades Eclesiásticas de Base (CEB), grupos de personas que se reunían regularmente para leer el evangelio a la luz de la propia realidad social.
En los años siguientes se sucedieron iniciativas y reuniones para delinear mejor el carácter de este cambio. El texto principal, traducido más tarde a 20 idiomas e impreso en numerosas ediciones, que puso de manifiesto los preceptos centrales de la TdL se publicó en 1971 y fue obra del mismo Gutiérrez: Teología de la liberación. Perspectivas. Según el autor, el nudo central de la TdL residía en la “opción preferencial por los pobres”, quienes irrumpían por primera vez en la iglesia erigiéndose en interlocutores privilegiados y en sujeto protagonista de una posible transformación social. Con la TdL los pobres adquirían el derecho a pensar y no solo a experimentar y practicar su fe de manera pasiva. Mediante un proceso de “concienciación”, según la célebre expresión del pedagogo brasileño Paulo Freire, se transformaban en artífices de su propia liberación, que dejaba de confiarse al mas allá para devenir objetivo concreto a perseguir en la vida terrenal. Otra innovación de la TdL consistía en servirse de los instrumentos críticos de las ciencias sociales. Se le concedió una especial importancia a la “Teoría de la dependencia”, desarrollada, entre otros, por André Gunder Frank, Fernando Henrique Cardoso y Theotonio Dos Santos, que resaltaba la relación directa entre el subdesarrollo latinoamericano y la expansión capitalista de los países industrializados. Por último, según Gutiérrez, el otro elemento decisivo de la TdL consistía en concebir la teología como un “segundo acto”, que debía siempre presuponer la participación del hombre en el proceso de liberación (“primer acto”). De este modo, el compromiso junto al hombre pasó a ser una conditio sine qua non. Si Karl Marx había escrito: “cada paso del movimiento real es más importante que una docena de programas”, Gutiérrez sostenía que “todas las teologías políticas, de la esperanza, de la liberación, de la revolución, no valen lo que un gesto de solidaridad auténtica con las clases oprimidas”.
La influencia de la TdL en las CEB, que proliferaron sobre todo en Brasil, creció en importancia. Al magisterio tradicional impartido en las parroquias, se le añadió una difusa catequesis popular en las aéreas urbanas y rurales más marginales. El centralismo eclesiástico tradicional definido por la fórmula “fuera de la iglesia no hay salvación” se transmutó en “fuera del mundo (o sea lejos de los pobres) no hay salvación”. Leonardo Boff habló de una nueva génesis eclesiástica, un renacer de la iglesia a partir de la reapropiación de la Biblia mediante ministerios laicos.
Las reacciones fueron durísimas. La tercera reunión de la CELAM (Puebla, 1979), de la que fueron excluidos todos los principales exponentes de la TdL, sancionó el cambio de tendencia. Juan Pablo II, ascendido a Papa en 1978, introdujo el evento exhortando a vigilar la “pureza de la doctrina” contra la excesiva politización del evangelio y las jerarquías eclesiásticas se precipitaron sobre las CEB, consideradas un intolerable ministerio paralelo, mientras sus relecturas de la biblia fueron definidas como cristología de la guerrilla.
A la reacción interna de la iglesia se añadió la de los USA. El Documento de Santa Fe, la plataforma política de Ronald Reagan, contenía un explicita referencia a la TdL, considerada una peligrosa “doctrina política, desviada de la creencia religiosa, con un significado antipapal y antiliberal”. La administración Reagan se caracterizó por invertir millones de dólares, en forma de intelligence y mass media, para favorecer la difusión de sectas fundamentalistas, cargadas de fanatismo religioso, en todos los países latinoamericanos con “riesgo comunista”
El desencuentro con Roma
A principios de los años ochenta se agudizó la polarización en el seno de la iglesia, pero la TdL, gracias al incesante trabajo de divulgación de textos y reflexiones iniciado en el decenio anterior, logró mantener una presencia significativa en todo el continente latinoamericano. Además, el asesinato de Oscar Romero, arzobispo de San Salvador, y la participación de algunos sacerdotes en el gobierno revolucionario sandinista de Nicaragua constituyeron dos episodios, de extrema crueldad el primero y de enorme esperanza el segundo, que dieron lugar a manifestaciones de solidaridad en todo el mundo.
A pesar de todo, los equilibrios internos del Vaticano habían cambiado. El clima de restauración se hizo evidente con la elección del conservador López Trujillo para la presidencia de la CELAM. A nivel general, Wojtyla favoreció el ascenso a las altas esferas del Vaticano de los ultrarreaccionarios del Opus Dei, organización transformada en prelado personal en 1982, es decir, una institución especial que puede evadir la autoridad de las diócesis territoriales, y las determinaciones eclesiásticas golpearon cada vez más los “elementos desafectos”.
De este modo, surgió un clima de excomulgación. En 1984, el prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (SCDF) y entonces cardenal Joseph Ratzinger publicó la Instrucción sobre algunos aspectos de la “teología de la liberación”. En este documento afirmaba que la TdL debía “ser criticada, bajo pena de graves desviaciones ideológicas, no por sus afirmaciones particulares, sino por el punto de vista de clase que adopta a priori y que actúa como principio hermenéutico determinante”. La diferencia entre las dos concepciones era abismal. Para Ratzinger, sirva como ejemplo un tema fundamental, “las múltiples esclavitudes de orden cultural, económico, social y político derivan, en definitiva, del pecado”. Para Gutiérrez, por el contrario: “el pecado nace de la explotación del hombre por el hombre, hunde sus raíces en una situación de injusticia y explotación y es imposible entender el primero sin lo segundo”.
La SCDF invitó al episcopado peruano a aislar Gutiérrez, acusado de “admitir la concepción marxista de la historia” y al episcopado brasileño a criticar a Boff, condenado a un año de silencio por sus tesis eclesiásticas declaradas “insostenibles y peligrosas para la fe”. De nada sirvieron las aclaraciones ofrecidas por los teólogos de la liberación para demostrar que Marx no era el padrino de la TdL (pantomima que ridiculizaba tanto las teorías de uno como de la otra) y que, por el contrario, el marxismo se había tomado críticamente para comprender el mundo, ya que, so pena de mistificar la realidad, después de Marx, la teología no podía permitirse infravalorar el peso de las condiciones materiales en la existencia de los individuos.
En los últimos veinte años, el capitalismo ha desplegado su incontestable hegemonía en todas las esferas de la vida social y también la religión se ha plegado a las “exigencias del mercado”. La desaparición y normalización de muchas CEB y el debilitamiento de la TdL han ido de la mano de la proliferación de fenómenos de televenta de la fe made in USA. La tentativa de refundar globalmente la religión católica desde la periferia y por parte de los condenados ha sido rechazada. Pero la crisis actual ha reabierto viejas heridas y nuevas contradicciones y el mensaje de emancipación de la “teología militante que lucha por hacer bajar a los pobres de la cruz” interroga nuevamente todas las conciencias críticas.
Marcello
Musto