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Totalidad de la producción y alienación en Marx

1. La concepción de la producción en la “Introducción” de 1857
A pesar de su carácter provisional y el corto período de composición (apenas una semana), la llamada “Introducción” de 1857 contiene el pronunciamiento más extenso y detallado que Marx haya realizado sobre cuestiones epistemológicas relacionadas con la producción. Con observaciones sobre el empleo y la articulación de categorías teóricas, esas páginas contienen una serie de formulaciones esenciales. De acuerdo con su estilo, Marx alternó en la “Introducción” entre la exposición de sus propias ideas y la crítica a sus oponentes teóricos. El texto está dividido en cuatro secciones:

  1. Producción en general.
  2. Relación general entre producción, distribución, intercambio y consumo.
  3. El método de la economía política.
  4. Medios (fuerzas) de producción y relaciones de producción, relaciones de producción y relaciones de circulación, etcétera.

La primera parte de este artículo tratará la concepción de producción de Marx expuesta en las dos primeras secciones de este texto, mientras que la segunda parte presentará la concepción de alienación de Marx. La primera sección comienza con una declaración de intenciones, especificando inmediatamente el campo de estudio y señalando el criterio histórico: “El objeto ante nosotros a considerar, en primer término, la producción material. Individuos productores en sociedad –o sea la producción de los individuos socialmente determinada– es naturalmente el punto de partida”. El objetivo polémico de Marx eran “las robinsonadas del siglo XVIII”, el mito de Robinson Crusoe como el paradigma del homo oeconomicus, o la proyección de fenómenos típicos de la era burguesa a todas las demás sociedades que han existido desde los primeros tiempos. Tales concepciones representaban el carácter social de la producción como una constante en cualquier proceso laboral, no como una peculiaridad de las relaciones capitalistas. Del mismo modo, la sociedad civil (bürgerliche Gesellschaft), cuya emergencia en el siglo XVIII había creado las condiciones a través de las cuales el “individuo aparece como desprendido de los lazos naturales, etc., que en las épocas históricas precedentes hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano determinado y circunscripto”, fue retratado como siempre existiendo.

En realidad, el individuo aislado simplemente no existía antes de la época capitalista. Como lo expresó Marx en otro pasaje de Grundrisse: “Originalmente aparece como un ser genénico, ser tribal, animal gregario”. Esta dimensión colectiva es la condición para la apropiación de la tierra, “el gran taller, el arsenal que proporciona tanto los medios y como el material de trabajo, como también la sede, la base de la comunidad [Basis des Gemeinwesens]”. En presencia de estas relaciones primarias, la actividad de los seres humanos está directamente vinculada a la tierra; existe una “unidad natural del trabajo con sus presupuestos materiales”, y el individuo vive en simbiosis con otros como él. Del mismo modo, en todas las formas económicas posteriores basadas en la agricultura, donde el objetivo es crear valores de uso y aún no valores de cambio, la relación del individuo con “las condiciones objetivas de su trabajo está mediada por su presencia como miembro de la comuna”; él siempre es solo un eslabón en la cadena. En este sentido, Marx escribe en la “Introducción”:

Cuanto más lejos nos remontamos en la historia, tanto más aparece el individuo –y por consiguiente también el individuo productor– como dependiente [unselbstständig] y formando parte de un todo mayor: en una manera aún más natural, de la familia y de esa familia ampliada que es la tribu [Stamm]; más tarde, de las comunidades en sus distintas formas, resultado del antagonismo y de la fusión de las tribus.

Consideraciones similares aparecen en El capital, vol. I. Aquí, al hablar de “la Edad Media europea, envuelta en la oscuridad”, Marx argumenta que “en lugar del hombre independiente, encontramos a todos dependientes, siervos y señores, vasallos y soberanos, laicos y clérigos. La dependencia personal aquí caracteriza las relaciones sociales de producción tanto como las otras esferas de la vida organizadas sobre la base de esa producción” (MECW 35: 88). Y, cuando examinó la génesis del intercambio de productos, recordó que comenzó con contactos entre diferentes familias, tribus o comunidades, “porque, al comienzo de la civilización, no son individuos privados sino familias, tribus, etc., quienes se encuentran sobre una base independiente” (MECW 35: 357). Por lo tanto, si el horizonte era el vínculo primordial de la consanguinidad o el nexo medieval del señorío y el vasallaje, los individuos vivían en medio de “relaciones de producción limitadas [bornirter Productionsverhältnisse]”, unidas entre sí por lazos recíprocos.

Los economistas clásicos invirtieron esta realidad, sobre la base de lo que Marx consideraba fantasías con inspiración en la ley natural. En particular, Adam Smith había descripto una condición primaria en la que los individuos no solo existían, sino que eran capaces de producir fuera de la sociedad. Una división del trabajo dentro de las tribus de cazadores y pastores supuestamente había logrado la especialización de los oficios: la mayor destreza de una persona en el diseño de arcos y flechas, por ejemplo, o en la construcción de cabañas de madera, la había convertido en una especie de armero o carpintero, y la seguridad de poder intercambiar la parte no consumida del producto del trabajo de uno por el excedente de los demás “alienta a cada hombre a que se aplique a una ocupación particular”. David Ricardo fue culpable de un anacronismo similar cuando concibió la relación entre los cazadores y los pescadores en las primeras etapas de la sociedad como un intercambio entre los propietarios de los productos básicos en función del tiempo de trabajo objetivado en ellos.

De esta manera, Smith y Ricardo representaban un producto altamente desarrollado de la sociedad en la que vivían –el individuo burgués aislado– como si fuera una manifestación espontánea de la naturaleza. Lo que surgió de las páginas de sus obras fue un individuo mitológico e intemporal, un “postulado de la naturaleza”, cuyas relaciones sociales eran siempre las mismas y cuyo comportamiento económico tenía un carácter antropológico sin historia. Según Marx, los intérpretes de cada nueva época histórica se han engañado regularmente a sí mismos acerca de que las características más distintivas de su propia época han estado presentes desde tiempos inmemoriales.

Marx argumentó en cambio que “la producción de un individuo aislado fuera de la sociedad […] es tan absurdo como lo es el desarrollo del lenguaje sin individuos que viven juntos y hablan entre sí”. Y, contra quienes describieron al individuo aislado del siglo XVIII como el arquetipo de la naturaleza humana, “no como un resultado histórico sino como el punto de partida de la historia”, sostuvo que tal individuo surgió solo con las relaciones sociales más altamente desarrolladas. Marx no estaba totalmente en desacuerdo con que el hombre era un ζώον πολιτικόν (zoon politikon), un animal social, pero insistió en que era “un animal que solo puede individualizarse en medio de la sociedad”. Así, dado que la sociedad civil había surgido solo con el mundo moderno, el trabajador asalariado libre de la época capitalista había aparecido solo después de un largo proceso histórico. Él era, de hecho, “el producto en un lado de la disolución de las formas feudales de la sociedad, en el otro lado de las nuevas fuerzas de producción desarrolladas desde el siglo XVI”. Si Marx sintió la necesidad de repetir un punto que consideraba demasiado evidente, era solo porque las obras de Henry Charles Carey, Frédéric Bastiat y Pierre-Joseph Proudhon lo habían planteado para su discusión en los veinte años anteriores. Después de esbozar la génesis del individuo capitalista y demostrar que la producción moderna se ajusta solo a “una etapa definitiva de desarrollo social-producción por individuos sociales”, Marx señala un segundo requisito teórico: exponer la mistificación practicada por los economistas con respecto al concepto “producción en general” (Produktion im Allgemeinem). Esta es una abstracción, una categoría que no existe en ninguna etapa concreta de la realidad. Sin embargo, dado que “todas las épocas de producción tienen ciertos rasgos comunes, características comunes” (gemeinsame Bestimmungen), Marx reconoce que “la producción en general es una abstracción racional en la medida en que realmente resalta y fija el elemento común”, lo que ahorra repeticiones sin sentido para el estudioso que se compromete a reproducir la realidad a través del pensamiento.

Aunque la definición de los elementos generales de la producción se “segmenta muchas veces y se divide en diferentes determinaciones”, algunas de las cuales “pertenecen a todas las épocas, otras a solo unas pocas”, sin duda hay, entre sus componentes universales, trabajo humano y material proporcionado por la naturaleza. Porque, sin un sujeto productor y un objeto trabajado, no podría haber producción en absoluto. Pero los economistas introdujeron un tercer requisito general previo de la producción: “[U]n stock, previamente acumulado, de los productos de la mano de obra anterior”, es decir, capital. La crítica de este último elemento fue esencial para Marx, para revelar lo que él consideraba una limitación fundamental de los economistas. También le parecía evidente que no era posible la producción sin un instrumento de trabajo, aunque solo fuera la mano humana, o sin trabajo pasado acumulado, aunque solo fuera en forma de ejercicios repetitivos del hombre primitivo. Sin embargo, aunque estuvo de acuerdo en que el capital era mano de obra pasada y un instrumento de producción, no llegó a la conclusión, como Smith, Ricardo y Mill, de que siempre existió.

El punto se expone con mayor detalle en otra sección de los Grundrisse, donde la concepción del capital como “eterna” se ve como una forma de tratarlo solo como materia, sin tener en cuenta su esencial “determinación formal” (Formbestimmung). De acuerdo con esto, “el capital habría existido en todas las formas de la sociedad, lo que es cabalmente ahistórico […] El brazo, y sobre todo la mano, serían pues capital. El capital sería un nuevo nombre para una cosa tan vieja como el género humano, ya que todo tipo de trabajo, incluso el menos desarrollado, la caza, la pesca, etc., presupone que se utilice el producto del trabajo precedente como medio para el trabajo vivo e inmediato […] Si de este modo se hace abstracción de la forma determinada del capital y solo se pone el énfasis en el contenido […] nada más fácil, naturalmente, que demostrar que el capital es una condición necesaria de toda producción humana. Se aporta la prueba correspondiente mediante la abstracción [Abstraktion] de los aspectos específicos que hacen del capital momento de una etapa histórica, particularmente desarrollada, de la producción humana. [Moment einer besonders entwickelten historischen Stufe der menschlichen Production]”.

De hecho, Marx ya había criticado la falta de sentido histórico de los economistas en Miseria de la filosofía:

Los economistas tienen un método singular de procedimiento. Solo hay dos tipos de instituciones para ellos, unas artificiales y otras naturales. Las instituciones del feudalismo son artificiales, las de la burguesía son naturales. En esto se parecen a los teólogos, quienes también establecen dos tipos de religión. Toda religión que no es de ellos es una invención de los hombres, mientras que la suya es una emanación de Dios. Cuando los economistas dicen que las relaciones actuales –las relaciones de producción burguesa– son naturales, dan a entender que se trata de relaciones en las que se crea riqueza y se desarrollan fuerzas productivas de conformidad con las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, estas relaciones son leyes naturales independientes de la influencia del tiempo. Son leyes eternas que siempre deben gobernar la sociedad. Por lo tanto, ha habido historia, pero ya no la hay. (MECW 6: 174)

Para que esto sea plausible, los economistas describieron las circunstancias históricas antes del nacimiento del modo de producción capitalista como “resultados de su presencia” con sus propias características. Como Marx lo pone en el Grundrisse:

Los economistas burgueses, que consideran al capital como una forma productiva eterna y conforme a la naturaleza (no a la historia), tratan siempre de justificarlo tomando las condiciones de su devenir por las condiciones de su realización actual. Es decir, tratan de hacer pasar los momentos en los que el capitalista practica la apropiación como no-capitalista, porque tan solo deviene tal, por las mismas condiciones en las que se apropia como capitalista.

Desde un punto de vista histórico, la profunda diferencia entre Marx y los economistas clásicos es que, en su opinión, “el capital no comenzó el mundo desde el principio, sino que encontró la producción y los productos ya presentes, antes de subyugarlos bajo su proceso”. Porque “las nuevas fuerzas productivas y las relaciones de producción no se desarrollan de la nada, ni caen del cielo, ni del seno de la Idea puesta a-sí-misma; sino interiormente y en contra del desarrollo existente de la producción y las relaciones de propiedad tradicionales heredadas”. Del mismo modo, la circunstancia por la cual los sujetos productores se separan de los medios de producción, que permite al capitalista encontrar trabajadores sin propiedades capaces de realizar trabajo abstracto (el requisito necesario para el intercambio entre capital y trabajo vivo), es el resultado de un proceso que los economistas cubren con silencio, la que “forma la historia de los orígenes del capital y el trabajo asalariado”.

Numerosos pasajes en los Grundrisse critican la forma en que los economistas retratan las realidades históricas como naturales. Es evidente para Marx, por ejemplo, que el dinero es un producto de la historia: “[S]er dinero no es un atributo natural del oro y la plata”, sino solo una determinación que adquieren primero en un momento preciso de desarrollo social. Lo mismo se aplica al crédito. Según Marx, pedir y tomar préstamos fue un fenómeno común a muchas civilizaciones, como lo fue la usura, pero “no constituyen más crédito que el trabajo que constituye el trabajo industrial o el trabajo asalariado libre. Y el crédito como una relación esencial y desarrollada de producción aparece históricamente solo en circulación basada en capital”. Los precios y el intercambio también existían en la sociedad antigua, “pero la creciente determinación de la primera por los costos de producción, así como el creciente dominio de la segunda sobre todas las relaciones de producción, solo se desarrollan plenamente […] en la sociedad burguesa, la sociedad de libre competencia”, o “lo que Adam Smith, en la verdadera manera del siglo XVIII, pone en el período prehistórico, el período que precede a la historia, es más bien un producto de la historia”. Además, al igual que criticó a los economistas por su falta de sentido histórico, Marx se burló de Proudhon y de todos los socialistas que pensaban que el trabajo productivo de valor de cambio podría existir sin convertirse en trabajo asalariado, que el valor de cambio podría existir sin convertirse en capital, o que podría haber capital sin capitalistas.

El principal objetivo de Marx en las páginas iniciales de la “Introducción” es, por lo tanto, afirmar la especificidad histórica del modo de producción capitalista: demostrar, como volvería a afirmar en El capital, vol. III, que “no es un modo absoluto de producción” sino “simplemente histórico, transitorio” (MECW 37: 240).

Este punto de vista implica una forma diferente de ver muchas preguntas, incluido el proceso laboral y sus diversas características. En los Grundrisse, Marx escribió que “los economistas burgueses están tan encerrados dentro de las nociones que pertenecen a una etapa histórica específica del desarrollo social que la necesidad de la objetivación de los poderes del trabajo social les parece inseparable de la necesidad de su alienación”. Marx repetidamente cuestionó esta presentación de las formas específicas del modo de producción capitalista como si fueran constantes del proceso de producción como tal. Retratar el trabajo asalariado no como una relación distintiva de una forma histórica de producción particular, sino como una realidad universal de la existencia económica del hombre, implicaba que la explotación y la alienación siempre habían existido y siempre seguirían existiendo.

La evasión de la especificidad de la producción capitalista, por lo tanto, tuvo consecuencias tanto epistemológicas como políticas. Por un lado, impidió la comprensión de los niveles históricos concretos de producción; por otro lado, al definir las condiciones actuales como inalteradas e inmutables, presentó la producción capitalista como la producción en general y las relaciones sociales burguesas como relaciones humanas naturales. En consecuencia, la crítica de Marx a las teorías de los economistas tenía un doble valor. Además de subrayar que una caracterización histórica era indispensable para comprender la realidad, tenía el objetivo político preciso de contrarrestar el dogma de la inmutabilidad del modo de producción capitalista. Una demostración de la historicidad del orden capitalista también sería prueba de su carácter transitorio y de la posibilidad de su eliminación.

Un eco de las ideas contenidas en esta primera parte de la “Introducción” se puede encontrar en las páginas finales del tercer libro de El capital, donde Marx escribe que “la identificación del proceso de producción social con el simple proceso laboral” es una “confusión” (MECW 37: 870). Pues, “en la medida en que el proceso laboral es únicamente un proceso entre hombre y naturaleza, sus elementos simples siguen siendo comunes a todas las formas sociales de desarrollo. Pero cada forma histórica específica de este proceso desarrolla aún más sus fundamentos materiales y formas sociales. Cada vez que se alcanza una cierta etapa de madurez, la forma histórica específica se descarta y deja paso a una superior” (ídem).

El capitalismo no es la única etapa en la historia humana, ni es la última. Marx prevé que será sucedido por una organización de la sociedad basada en la “producción comunitaria” (gemeinschaftliche Produktion), en la que el producto laboral es “desde el principio directamente general”.

2. La producción como totalidad
En las páginas siguientes de la “Introducción”, Marx pasa a una consideración más profunda de la producción y comienza con la siguiente definición: “Toda producción es apropiación [Aneignung] de la naturaleza por parte de un individuo dentro y a través de una forma específica de sociedad [bestimmten Gesellschaftsform]”. No hubo “producción en general”, ya que se dividió en agricultura, ganadería, manufactura y otras ramas, pero tampoco podría considerarse como “solo una producción particular”. Más bien, fue “siempre un cierto cuerpo social [Gesellschaftskörper], un sujeto social [gesellschaftliches], activo en una totalidad mayor o más escasa de ramas de producción”.

Aquí nuevamente Marx desarrolló sus argumentos a través de un encuentro crítico con los principales exponentes de la teoría económica. Los que eran sus contemporáneos habían adquirido la costumbre de presentar su trabajo con una sección sobre las condiciones generales de producción y las circunstancias que, en mayor o menor grado, aumentaron la productividad en diversas sociedades. Para Marx, sin embargo, tales teorías preliminares establecieron “tautologías superficiales” y, en el caso de John Stuart Mill, fueron diseñados para presentar la producción “como encerrada en leyes naturales eternas e independientes de la historia” y las relaciones burguesas como “leyes naturales inviolables sobre las cuales se funda la sociedad en abstracto”. Según Mill, “las leyes y condiciones de la producción de la riqueza comparten el carácter de las verdades físicas […] No es así con la distribución de la riqueza. Esa es una cuestión de instituciones humanas únicamente”. Marx consideró esto una “desgarramiento burdo de la producción y distribución y de su relación real”, ya que, como lo expresó en otras partes de los Grundrisse, “las leyes y condiciones” de la producción de la riqueza y las leyes de la “distribución de la riqueza” son las mismas leyes bajo diferentes formas, y ambas cambian, pasan por el mismo proceso histórico; son como tales solo “momentos de un proceso histórico”.

Después de señalar estos puntos, Marx continúa en la segunda sección de la “Introducción” y examina la relación general de la producción con la distribución, el intercambio y el consumo. Esta división de la economía política había sido hecha por James Mill, quien había usado estas cuatro categorías como encabezados de los cuatro capítulos que componen su libro de 1821 Elementos de economía política y, antes de él, en 1803, por Jean-Baptiste Say, quien había dividido su Traité d’économie politique en tres libros sobre la producción, distribución y consumo de riqueza.

Marx reconstruyó la interconexión entre las cuatro rúbricas en términos lógicos, de acuerdo con el esquema de universalidad-particularidad-individualidad de Hegel: “Producción, distribución, intercambio y distribución forman un silogismo regular; la producción es la universalidad, distribución e intercambio, la particularidad, y el consumo la individualidad en la que todo se une”. En otras palabras, la producción era el punto de partida de la actividad humana, la distribución y el intercambio eran el doble punto intermedio –la primera era la mediación operada por la sociedad, el segundo por el individuo– y el consumo se convertía en el punto final. Sin embargo, como esto era solo una “coherencia superficial”, Marx deseaba analizar más profundamente cómo se correlacionaban las cuatro esferas entre sí.

Su primer objeto de investigación fue la relación entre producción y consumo, que explicó como una de identidad inmediata: “la producción es consumo” y “el consumo es producción”. Con la ayuda del principio toda determinación es una negación de Baruch Spinoza, demostró que la producción también era consumo, en la medida en que el acto productivo agotaba los poderes del individuo y las materias primas. De hecho, los economistas ya habían resaltado este aspecto con sus términos “consumo productivo” y diferenciado esto de “producción consuntiva”. Esto último ocurrió solo después de que el producto fue distribuido, reingresando a la esfera de la reproducción y constituyendo el “consumo adecuado”. En el consumo productivo “el productor se objetiva”, mientras que en la producción de consumo “el objeto que ha creado se personifica”.

Otra característica de la identidad de producción y consumo era discernible en el “movimiento mediador” recíproco que se desarrolló entre ellos. El consumo le da al producto su “último acabado” y, al estimular la propensión a producir, “crea la necesidad de una nueva producción”. Del mismo modo, la producción proporciona no solo el objeto de consumo, sino también “una necesidad del material”. Una vez que se deja atrás la etapa de inmediatez natural, el objeto mismo genera la necesidad: “La producción no solo crea un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto”, es decir, un consumidor. Entonces, “la producción produce consumo (1) creando el material para ello; (2) determinando la forma de consumo, y (3) creando los productos, inicialmente planteados por él como objetos, en la forma de una necesidad sentida por el consumidor. Produce así el objeto de consumo, la forma de consumo y el motivo del consumo”.

Para recapitular: hay un proceso de identidad inmediata entre producción y consumo; estos también se median entre sí y se crean entre sí a medida que se realizan. Sin embargo, Marx pensó que era un error considerar a los dos como idénticos, como lo hicieron Say y Proudhon, por ejemplo. Porque, en último análisis, “el consumo como necesidad es el mismo momento interno de la actividad productiva”” .

Luego, Marx analiza la relación entre producción y distribución. La distribución, escribe, es el vínculo entre producción y consumo, y “de acuerdo con las leyes sociales” determina qué parte de los productos se debe a los productores. Los economistas lo presentan como una esfera autónoma de la producción, de modo que en sus tratados las categorías económicas siempre se plantean de manera dual. La tierra, el trabajo y el capital figuran en la producción como agentes de distribución, mientras que en la distribución, en forma de renta del suelo, salarios y ganancias, aparecen como fuentes de ingresos. Marx se opone a esta división, que considera ilusoria y errónea, ya que la forma de distribución “no es un arreglo arbitrario, que podría ser diferente; es, más bien, postulado por la forma de producción misma”. En la “Introducción” expresa su pensamiento de la siguiente manera:

Un individuo que participa en la producción bajo la forma de trabajo asalariado, participa en los productos bajo la forma de salarios, en los resultados de la producción. La estructura de la distribución está completamente determinada por la organización de la producción. La distribución es ella misma un producto de la producción, no solo en lo que se refiere al objeto, solamente pueden distribuirse los resultados de la producción, sino también en lo que se refiere a la forma, ya que el modo determinado de participación en la producción determina las formas particulares de la distribución, el modo bajo el cual se participa en la distribución. Es del todo una ilusión ubicar la tierra en la producción, la renta del suelo en la distribución, etcétera.

Quienes vieron la distribución como autónoma de la producción la concibieron como una mera distribución de productos. En realidad, incluía dos fenómenos importantes que eran anteriores a la producción: distribución de los instrumentos de producción y distribución de los miembros de la sociedad entre varios tipos de producción, o lo que Marx definió como “subsunción de los individuos bajo relaciones específicas de producción”.

Estos dos fenómenos significaron que, en algunos casos históricos, por ejemplo, cuando un pueblo conquistador somete a los vencidos al trabajo esclavo, o cuando una redivisión de propiedades terratenientes da lugar a un nuevo tipo de producción –“la distribución es no estructurada y determinada por la producción, sino más bien lo contrario, producción por distribución”–. Los dos estaban estrechamente vinculados entre sí, ya que, como lo expresa Marx en otra parte de Grundrisse, “estos modos de distribución son las relaciones de producción en sí, pero sub especie distributionis”. Por lo tanto, en palabras de la “Introducción”, “examinar la producción sin tener en cuenta esta distribución interna dentro de ella es obviamente una abstracción vacía”.

El vínculo entre producción y distribución, tal como lo concibió Marx, arroja luz no solo su aversión a la forma en que John Stuart Mill separó rígidamente los dos, sino también su aprecio por Ricardo por haber planteado la necesidad de “comprender la estructura social específica de producción moderna”. El economista inglés sostuvo que “determinar las leyes que regulan esta distribución es el principal problema en la economía política”, y por lo tanto hizo de la distribución uno de sus principales objetos de estudio, ya que “concibió las formas de distribución como la expresión más específica dentro de la cual se lanzan los agentes de producción de una sociedad dada”. Para Marx, también, la distribución no era reducible al acto a través del cual las partes del excedente se distribuían entre los miembros de la sociedad; fue un elemento decisivo del ciclo productivo completo. Sin embargo, esta convicción no anuló su tesis de que la producción siempre fue el factor principal dentro del proceso de producción en su conjunto:

La pregunta de la relación entre esta distribución y la producción que determina pertenece evidentemente a la producción misma […] Producción sí tiene sus determinantes y precondiciones, que forman sus momentos. Al principio pueden aparecer como espontáneos, naturales. Pero por el proceso de producción en sí mismo, se transforman de naturales en históricamente determinantes, y si aparecen en una época como presuposiciones naturales de producción, son su producto histórico para otra.

Para Marx, entonces, aunque la distribución de los instrumentos de producción y los miembros de la sociedad entre las diversas ramas productivas “aparece como una presuposición del nuevo período de producción, esto es […] a su vez un producto de producción, no solo de producción histórica en general, sino del modo histórico específico de producción”.

Cuando Marx examinó por última vez la relación entre producción e intercambio, también consideró que este último era parte del primero. No solo el “intercambio de actividades y habilidades” entre la fuerza laboral y las materias primas necesarias para preparar el producto terminado era una parte integral de la producción; el intercambio entre distribuidores también estaba totalmente determinado por la producción y constituía una “actividad productora”. El intercambio se vuelve autónomo de la producción solo en la fase en que “el producto se intercambia directamente por consumo”. Aun así, sin embargo, su intensidad, escala y características están determinadas por el desarrollo y la estructura de la producción, de modo que “en todos sus momentos […] el intercambio aparece como directamente comprendido en la producción o determinado por él” .

Al final de su análisis de la relación de la producción con la distribución, el intercambio y el consumo, Marx saca dos conclusiones: 1) la producción debe considerarse como una totalidad, y 2) la producción como una rama particular dentro de la totalidad predomina sobre los otros elementos. Sobre el primer punto, escribe: “La conclusión a la que llegamos no es que producción, distribución, intercambio y consumo sean idénticos, sino que todos forman los miembros de una totalidad, distinciones dentro de una unidad”. Empleando el concepto hegeliano de totalidad, Marx agudizó un instrumento teórico, más efectivo que los procesos limitados de abstracción utilizados por los economistas; uno capaz de mostrar, a través de la acción recíproca entre partes de la totalidad, que el concreto era una unidad diferenciada de determinaciones y relaciones plurales, y que las cuatro rúbricas separadas de los economistas eran arbitrarias e inútiles para comprender las relaciones económicas reales. En la concepción de Marx, sin embargo, la definición de producción como una totalidad orgánica no apuntaba a un todo estructurado y autorregulado dentro del cual la uniformidad siempre estaba garantizada entre sus diversas ramas. Por el contrario, como escribió en una sección de Grundrisse que trata el mismo argumento: los momentos individuales de producción “pueden encontrarse o no, equilibrarse, corresponder entre sí. La necesidad interna de los momentos que van de la mano, y su existencia indiferente e independiente entre sí, ya son una base de contradicciones”. Marx argumentó que siempre era necesario analizar estas contradicciones en relación con la producción capitalista (no la producción en general), que no era en absoluto “la forma absoluta para el desarrollo de las fuerzas de producción”, como proclamaron los economistas, pero tenía su “contradicción fundamental” en la sobreproducción.

La segunda conclusión de Marx hizo de la producción el “momento predominante” (übergreifendes Moment) sobre las otras partes de la “totalidad de la producción” (Totalität der Produktion). Era el “punto de partida real” (Ausgangspunkt), desde el cual “el proceso siempre vuelve a comenzar de nuevo”, por lo que “una producción definida determina un consumo, distribución e intercambio definidos, así como relaciones definidas entre estos diferentes momentos”. Pero tal predominio no canceló la importancia de los otros momentos, ni su influencia en la producción. La dimensión del consumo, las transformaciones de la distribución y el tamaño de la esfera de intercambio, o del mercado, fueron factores que definieron e impactaron conjuntamente en la producción.

Aquí, nuevamente, las ideas de Marx tenían un valor tanto teórico como político. En oposición a otros socialistas de su tiempo, que sostenían que era posible revolucionar las relaciones de producción prevalecientes transformando el instrumento de circulación, argumentó Marx que esto demostraba claramente el “malentendido” de estos acerca de “las conexiones internas entre las relaciones de producción de distribución y de circulación”. Porque no solo un cambio en la forma del dinero dejaría inalteradas las relaciones de producción y las demás relaciones sociales determinadas por ellos; también resultaría una tontería, ya que la circulación podría cambiar solo junto con un cambio en las relaciones de producción. Marx estaba convencido de que “el mal de la sociedad burguesa no debe remediarse «transformando» a los bancos o fundando un «sistema monetario»” racional, ni a través de paliativos insípidos como la concesión de crédito gratuito, ni a través de la quimera del giro trabajadores en capitalistas. La cuestión central seguía siendo la superación del trabajo asalariado y, en primer lugar, la producción.

3. Alienación: de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 a El capital
La superación del trabajo asalariado estaba estrictamente relacionada con otro concepto clave para Marx: la alienación. El evento decisivo que finalmente revolucionó la difusión del concepto de alienación fue la aparición, en 1932, de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, un texto inédito de la juventud de Marx. Rápidamente se convirtió en uno de los escritos filosóficos más ampliamente traducidos, circulados y discutidos del siglo XX, revelando el papel central que Marx le había dado a la teoría de la alienación durante un período importante para la formación de su pensamiento económico: el descubrimiento de la economía política. Porque, con su categoría de trabajo enajenado (entfremdete Arbeit), Marx no solo amplió el problema de la alienación de la esfera filosófica, religiosa y política a la esfera económica de la producción material; también demostró que la esfera económica era esencial para comprender y superar la alienación en las otras esferas. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, la alienación se presenta como el fenómeno a través del cual el producto laboral confronta al trabajo “como algo extraño, como un poder independiente del productor”. Para Marx, “la alienación [Entäusserung] del trabajador en su producto significa no solo que su trabajo se convierte en un objeto, una existencia externa, sino que existe fuera de él, independientemente de él y ajeno a él, y comienza a confrontarlo como un poder autónomo; que la vida que ha otorgado al objeto lo confronta como hostil y ajeno”.

Junto con esta definición general, Marx enumeró cuatro formas en que el trabajador se aliena en la sociedad burguesa: 1) del producto de su trabajo, que se convierte en “un objeto extraño que tiene poder sobre él”; 2) de su actividad laboral, que percibe como “dirigida contra sí mismo”, como si “no le perteneciera”; 3) del “ser de la especie del hombre”, que se transforma en “un ser ajeno a él”, y 4) de otros seres humanos, y en relación con su trabajo y el objeto de su trabajo.

Para Marx, en contraste con Hegel, la alienación no coincidía con la objetivación como tal, sino con un fenómeno particular dentro de una forma precisa de economía: es decir, el trabajo asalariado y la transformación de productos laborales en objetos que se oponen a los productores. La diferencia política entre estas dos posiciones es enorme. Mientras que Hegel presentaba la alienación como una manifestación ontológica del trabajo, Marx la concibió como característica de una época de producción particular, la capitalista, y pensó que sería posible superarla mediante “la emancipación de la sociedad de la propiedad privada”. En los cuadernos que contienen extractos de los Elementos de economía política de James Mill estableció puntos similares:

El trabajo sería la libre expresión y, por lo tanto, el disfrute de la vida. En el marco de la propiedad privada, es la alienación de la vida, ya que trabajo para vivir, para procurarme los medios de vida. Mi trabajo no es la vida. Además, en mi trabajo se afirmaría el carácter específico de mi individualidad porque sería mi vida individual. El trabajo sería auténtico, activo, propiedad. En el marco de la propiedad privada, mi individualidad se ha alejado hasta el punto en que detesto esta actividad, es una tortura para mí. De hecho, no es más que la apariencia de actividad y por eso es solo un trabajo forzado que se me impone, no a través de una necesidad interna sino a través de una necesidad arbitraria externa.

Entonces, incluso en estos primeros escritos fragmentarios y a veces vacilantes, Marx siempre discutió la alienación desde un punto de vista histórico, no natural. En la segunda mitad de la década de 1840, Marx ya no hacía uso frecuente del término “alienación”; las principales excepciones fueron su primer libro, La Sagrada Familia (1845), escrito junto con Engels, donde aparece en algunas polémicas contra Bruno y Edgar Bauer, y un pasaje en La ideología alemana (1845-1846), también escrito con Engels. Una vez que abandonó la idea de publicar La ideología alemana, volvió a la teoría de la alienación en Trabajo asalariado y capital, una colección de artículos basados en conferencias que dio en la Liga Alemana de los Trabajadores en Bruselas en 1847, pero el término en sí no aparecería en ellos, porque habría tenido un marco demasiado abstracto para su público objetivo. En estos textos escribió que el trabajo asalariado no entra en la “actividad de vida propia” del trabajador, sino que representa un “sacrificio de su vida”. La fuerza de trabajo es una mercancía que el trabajador se ve obligado a vender “para vivir”, y “el producto de su actividad [no] es el objeto de su actividad” (MECW 9: 202):

[E]l trabajador, que durante doce horas teje, hace girar, perfora, da vueltas, construye, palas, rompe piedras, porta carga, etc., ¿considera estas doce horas de tejido, hilado, perforación, torneado, construcción, palear, romper piedras como una manifestación de su vida, como vida? Por el contrario, la vida comienza para él donde estas actividades cesan, en la mesa, en la casa pública, en la cama. Las doce horas de trabajo, por otro lado, no tienen significado para él como tejer, hilar, perforar, etc., sino como ganancias, que lo llevan a la mesa, a la casa pública, a la cama. Si el gusano de seda girara para continuar su existencia como oruga, sería un trabajador asalariado completo. (MECW 9: 203)

Hasta finales de la década de 1850 no había más referencias a la teoría de la alienación en el trabajo de Marx. Tras la derrota de las revoluciones de 1848, se vio obligado a exiliarse en Londres; una vez allí, concentró todas sus energías en el estudio de la economía política y, aparte de algunas obras cortas con un tema histórico, no publicó otro libro. Sin embargo, cuando comenzó a escribir sobre economía nuevamente, en los Fundamentos de la crítica de la economía política (más conocido como Grundrisse), más de una vez usó el término “alienación”. Este texto recordaba en muchos aspectos los análisis de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, aunque casi una década de estudios en la Biblioteca Británica le habían permitido profundizarlos considerablemente:

El carácter social de la actividad, así como la forma social del producto, y la participación de los individuos en la producción aquí aparecen como algo extraño y objetivo, confrontando a los individuos, no como su relación entre sí, sino como su subordinación a la relación, funciones que subsisten independientemente de ellas y que surgen de colisiones entre individuos mutuamente indiferentes. El intercambio general de actividades y productos, que se ha convertido en una condición vital para cada individuo, su interconexión mutua, aquí aparece como algo ajeno para ellos, autónomo, como una cosa. En el valor de cambio, la conexión social entre personas se transforma en una relación social entre las cosas; capacidad personal en riqueza objetiva.

La explicación de la alienación en los Grundrisse, entonces, se enriquece con una mayor comprensión de las categorías económicas y con un análisis social más riguroso. El vínculo que establece entre la alienación y el valor de cambio es un aspecto importante de esto. Y, en uno de los pasajes más deslumbrantes sobre este fenómeno de la sociedad moderna, Marx vincula la alienación con la oposición entre el capital y la “fuerza de trabajo viva”:

Las condiciones objetivas del trabajo vivo aparecen como valores separados e independientes [verselbständigte] frente a la capacidad del trabajo vivo como ser subjetivo […] Las condiciones objetivas de la capacidad laboral viva se presuponen como teniendo una existencia independiente de ella, como la objetividad de un sujeto distinto de vivir la capacidad laboral y oponerse independientemente a ella; la reproducción y realización, es decir, la expansión de estas condiciones objetivas, es, por ende, al mismo tiempo, su propia reproducción y nueva producción, como la riqueza de un sujeto ajeno que se opone indiferente e independientemente a la capacidad laboral. Lo que se reproduce y produce de nuevo no es solo la presencia de estas condiciones objetivas de trabajo vivo, sino también su presencia como valores independientes, es decir, valores pertenecientes a un sujeto ajeno, que confrontan esta capacidad de trabajo vivo. Las condiciones objetivas del trabajo alcanzan una existencia subjetiva frente a la capacidad de trabajo vivo: el capital se convierte en capitalista.

Los Grundrisse no fue el único texto de la madurez de Marx en presentar un relato sobre la alienación. Cinco años después de su composición, los “Resultados del proceso inmediato de producción”, también conocido como El capital, volumen 1, libro 1, capítulo VI inédito (1863-1864), trajeron los análisis económicos y políticos de la alienación más estrechamente juntos. “El dominio del capitalista sobre el trabajador”, escribió Marx, “es el dominio de las cosas sobre el hombre, del trabajo muerto sobre los vivos, del producto sobre el productor” (MECW 35: 990). En la sociedad capitalista, en virtud de “la transposición de la productividad social del trabajo en los atributos materiales del capital” (ibíd.: 1058), existe una verdadera “personificación de las cosas y reificación de las personas”, creando la apariencia de que “las condiciones materiales del trabajo no están sujetas al trabajador, sino a él” (ibíd.: 1054). En realidad, argumentó:

El capital no es una cosa, como tampoco lo es el dinero. En el capital, como en el dinero, ciertas relaciones sociales específicas de producción entre las personas aparecen como relaciones de las cosas con las personas, o bien ciertas relaciones sociales aparecen como las propiedades naturales de las cosas en la sociedad. Sin una clase que dependa de los salarios, en el momento en que los individuos se confrontan entre sí como personas libres, no puede haber producción de plusvalía; sin la producción de plusvalía no puede haber producción capitalista y, por lo tanto, ¡no hay capital ni capitalista! El capital y el trabajo asalariado (es así que designamos el trabajo del trabajador que vende su propia fuerza de trabajo) solo expresan dos aspectos de la misma relación. El dinero no puede convertirse en capital a menos que se cambie por mano de obra, una mercancía vendida por el propio trabajador. Por el contrario, el trabajo solo puede ser trabajo asalariado cuando sus propias condiciones materiales lo confrontan como poderes autónomos, propiedad ajena, valor existente para sí mismo y para mantenerse, en resumen, como capital. Si el capital en sus aspectos materiales, es decir, en los valores de uso en los que tiene su ser, debe depender para su existencia de las condiciones materiales del trabajo, estas condiciones materiales también deben, por el lado formal, confrontar el trabajo como poderes autónomos ajenos, como valor –trabajo objetivado– que trata el trabajo vivo como un mero medio para mantenerse y aumentar. (MECW 35: 1005)

En el modo de producción capitalista, el trabajo humano se convierte en un instrumento del proceso de valorización del capital que, “al incorporar la fuerza de trabajo vivo en los constituyentes materiales del capital […] se convierte en un monstruo animado y […] comienza a actuar «como si fuera consumido por amor»” (MECW 35: 1007). Este mecanismo sigue expandiéndose en escala, hasta que la cooperación en el proceso de producción, los descubrimientos científicos y el despliegue de maquinaria, todos ellos procesos sociales que pertenecen al colectivo, se convierten en fuerzas del capital que aparecen como sus propiedades naturales, confrontando a los trabajadores en el proceso de producción en la forma del orden capitalista:

Las fuerzas productivas […] desarrolladas [por] el trabajo social […] aparecen como las fuerzas productivas del capitalismo […] Unidad colectiva en la co-operación, combinación en la división del trabajo, el uso de las fuerzas de la naturaleza y las ciencias, de los productos del trabajo, como maquinaria: todo esto confronta a los trabajadores individuales como algo ajeno, objetivo, confeccionado, existente sin su intervención, y con frecuencia incluso hostil a ellos. Todos aparecen simplemente como las formas prevalecientes de los instrumentos del trabajo. Como objetos son independientes de los trabajadores a los que dominan. Aunque el taller es, en cierta medida, el producto de la combinación de los trabajadores, de toda su inteligencia y parecerá estar incorporada en el capitalista o sus secuestradores, y los trabajadores se enfrentan a las funciones del capital que vive en el capitalista. (MECW 35: 1054)

A través de este proceso, el capital se convierte en algo “altamente misterioso”. “Las condiciones de trabajo se acumulan frente al trabajador como fuerzas sociales, y asumen una forma capitalizada” (MECW, 35: 1056). A partir de la década de 1960, la difusión de El capital, volumen I, libro 1, capítulo VI, inédito, y, sobre todo, de los Grundrisse allanó el camino para una concepción de la alienación diferente de la que entonces era hegemónica en sociología y psicología. Era una concepción orientada a la superación de la alienación en la práctica, a la acción política de los movimientos sociales, los partidos y los sindicatos para cambiar las condiciones de trabajo y de vida de la clase trabajadora. La publicación de lo que (después de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 en la década de 1930) puede considerarse como la “segunda generación” de los escritos de Marx sobre la alienación, por lo tanto, proporcionó no solo una base teórica coherente para nuevos estudios de la alienación, sino sobre todo una plataforma ideológica anticapitalista para el extraordinario movimiento político y social que explotó en el mundo durante esos años. La alienación abandonó los libros de filósofos y las salas de conferencias de las universidades, salió a la calle y al espacio de las luchas de los trabajadores, y se convirtió en una crítica de la sociedad burguesa en general.

4. Fetichismo de la mercancía y desalienación
Uno de los mejores relatos de alienación de Marx está contenido en la famosa sección de El capital sobre “El fetichismo de la mercancía y su secreto” donde muestra que en la sociedad capitalista las personas están dominadas por los productos que han creado. Aquí, las relaciones entre ellos aparecen no “como relaciones sociales directas entre personas […] sino como relaciones materiales entre personas y relaciones sociales entre cosas” (MECW 35: 166).

El carácter misterioso de la forma mercantil consiste […] en el hecho de que la mercancía refleja el carácter social del trabajo propio de los hombres como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades socionaturales de estas cosas. Por lo tanto, también refleja la relación social de los productores con la suma total de trabajo como una relación social entre los objetos, una relación que existe aparte y fuera de los productores. Por medio de este quid pro quo [sustitución] los productos del trabajo se convierten en mercancías, cosas sensibles que son al mismo tiempo suprasensibles o sociales […] Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es solo la relación social determinada existente entre aquellos. Para, por lo tanto, encontrar una analogía, debemos volar al reino nebuloso de la religión. Allí, los productos del cerebro humano aparecen como figuras autónomas dotadas de una vida propia, que entablan relaciones tanto entre sí como con el género humano. Así es en el mundo de los productos básicos con los productos de las manos de los hombres. A esto lo llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo tan pronto como se producen como mercancías y, por lo tanto, es inseparable de la producción de mercancías. (MECW, 35: 164 s.)

Dos elementos en esta definición marcan una línea divisoria clara entre la concepción de alienación de Marx y la que sostienen la mayoría de los otros autores que hemos estado discutiendo. Primero, Marx concibe el fetichismo no como un problema individual sino como un fenómeno social, no como un asunto de la mente sino como un poder real, una forma particular de dominación, que se establece en la economía de mercado como resultado de la transformación de los objetos en sujetos. Por esta razón, su análisis de la alienación no se limita a la inquietud de mujeres y hombres individuales, sino que se extiende a los procesos sociales y las actividades productivas subyacentes. Segundo, para Marx el fetichismo se manifiesta en una realidad histórica precisa de la producción, la realidad del trabajo asalariado; no es parte de la relación entre las personas y las cosas como tales, sino más bien de la relación entre el hombre y un tipo particular de objetividad: la forma de la mercancía.

En la sociedad burguesa, las cualidades y relaciones humanas se convierten en cualidades y relaciones entre las cosas. Esta teoría de lo que Lukács llamaría reificación ilustra la alienación desde el punto de vista de las relaciones humanas, mientras que el concepto de fetichismo lo trata en relación con las mercancías. Para quienes niegan que una teoría de la alienación esté presente en el trabajo maduro de Marx, debemos enfatizar que el fetichismo de las mercancías no reemplazó la alienación sino que fue solo un aspecto.

Sin embargo, el avance teórico de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 a El capital y sus materiales relacionados no consiste solo en la mayor precisión de su explicación de la alienación. También hay una reformulación de las medidas que Marx considera necesarias para superarla. Mientras que en 1844 había argumentado que los seres humanos eliminarían la alienación aboliendo la producción privada y la división del trabajo, el camino hacia una sociedad libre de alienación era mucho más complicado en El capital y sus manuscritos preparatorios. Marx sostuvo que el capitalismo era un sistema en el cual los trabajadores estaban sujetos al capital y las condiciones que imponía. Sin embargo, había creado las bases para una sociedad más avanzada y, al generalizar sus beneficios, la humanidad podría progresar más rápido a lo largo del camino de desarrollo social que había abierto. Según Marx, un sistema que produjo una enorme acumulación de riqueza para unos pocos y privación y explotación para la masa general de trabajadores debe ser reemplazado por “una asociación de hombres libres, trabajando con los medios de producción en común y gastando sus muchas formas diferentes de fuerza de trabajo en plena autoconciencia como una sola fuerza de trabajo social” (MECW 35: 171). Este tipo de producción diferiría del trabajo asalariado porque colocaría sus factores determinantes bajo la gobernanza colectiva, asumiría un carácter general inmediato y convertiría el trabajo en una verdadera actividad social. Esta fue una concepción de la sociedad en el polo opuesto de la “guerra de todos contra todos” de Thomas Hobbes, y su creación no requirió un proceso meramente político, sino que necesariamente implicaría la transformación de la esfera de la producción. Pero tal cambio en el proceso laboral tenía sus límites:

La libertad, en esta esfera, puede consistir solo en esto, que el hombre socializado, los productores asociados, gobiernen el metabolismo humano con la naturaleza de una manera racional, llevándolo bajo su control colectivo en lugar de ser dominado por él como un poder ciego; para lograrlo con el menor gasto de energía y en las condiciones más dignas y apropiadas para su naturaleza humana. (MECW 35: 959)

Este sistema de producción poscapitalista, junto con el progreso científico-tecnológico y la consiguiente reducción de la jornada laboral, crea la posibilidad de una nueva formación social en la que el trabajo coercitivo, enajenado impuesto por el capital y sujeto a sus leyes se reemplaza gradualmente con actividad consciente y creativa más allá del yugo de la necesidad, y en la cual las relaciones sociales completas toman el lugar del intercambio aleatorio e indiferenciado dictado por las leyes de las mercancías y el dinero. Ya no es el reino de la libertad para el capital sino el reino de la verdadera libertad humana.

Traducción del inglés: Roberto Vargas Muñoz

Referencias
1. Karl Marx, Grundrisse: Foundations of the critique of political economy (rough draft), Harmondsworth, Penguin, 1973, p. 13.
2. Ibíd., p. 83.
3. Véase Ian Watt, “Robinson Crusoe as a myth”, Essays in Criticism, 1 (2), 1951: 95-119.
4. Karl Marx, Grundrisse, p. 83.
5. Ibíd., p. 496.
6. Ibíd., p. 472.
7. Véase ibíd., p. 471.
8. Véase ibíd., pp. 471-513. Marx trató estos temas en detalle en la sección de los Grundrisse dedicada a “Formas que preceden a la producción capitalista”.
9. Ibíd., p. 486.
10. Ibíd., p. 84. Esta concepción de una matriz aristotélica, la familia que precede al nacimiento de la aldea, se repite en El capital, vol. I, pero luego se dijo que Marx se había alejado de él. Friedrich Engels señaló en una nota a la tercera edición alemana de 1883: “[E]l estudio posterior muy minucioso de las condiciones primitivas del hombre condujo al autor [por ejemplo Marx] a la conclusión de que no fue la familia la que originalmente se convirtió en la tribu, sino que, por el contrario, la tribu era la forma primitiva y espontáneamente desarrollada de asociación humana, sobre la base de la relación de sangre, que a partir del primer desprendimiento incipiente de los lazos tribales, se desarrollaron las muchas y diversas formas de la familia” (MECW 35: 356). Engels se refería a los estudios de historia antigua realizados por él mismo en ese momento y por Marx durante los últimos años de su vida. Los principales textos que leyó o resumió en sus cuadernos antropológicos, que aún no se han publicado, fueron Researches into the Early History of Mankind and the Development of Civilization de Edward Burnett Tylor, Ancient Society de Lewis Henry Morgan, The Aryan Village in India and Ceylon de John Budd Phear, Además, conferencias sobre la historia temprana de las instituciones por Henry Summer Maine y The Origin of Civilization and the Primitive Condition de John Lubbock.
11. Karl Marx, Grundrisse, p. 162. Esta dependencia mutua no debe confundirse con la que se establece entre los individuos en el modo de producción capitalista: el primero es el producto de la naturaleza, el último de la historia. En el capitalismo, la independencia individual se combina con una dependencia social expresada en la división del trabajo (véase Karl Marx, “Original text of the second and the beginning of the third chapter of A Contribution to the Critique of Political Economy”, en MECW 29: 465). En esta etapa de producción, el carácter social de la actividad se presenta no como una simple relación de individuos entre sí “sino como su subordinación a relaciones que subsisten independientemente de ellos y que surgen de colisiones entre individuos mutuamente indiferentes. El intercambio general de actividades y productos, que se ha convertido en una condición vital para cada individuo, su interconexión mutua, aquí aparece como algo extraño para ellos, autónomo, como una cosa” (Karl Marx, Grundrisse, p. 157).
12. Adam Smith, The Wealth of Nations, Londres, Methuen, 1961, vol. 1, p. 19.
13. David Ricardo, The Principles of Political Economy and Taxation, Londres, J. M. Dent & Sons, 1973, p. 15; MECW 29: 300.
14. Véase Karl Marx, Grundrisse, p. 83.
15. El economista que, en opinión de Marx, había evitado esta ingenua suposición fue James Steuart. Marx comentó sobre numerosos pasajes del trabajo principal de Steuart –Una investigación sobre los principios de la economía política– en un cuaderno que llenó con extractos de él en la primavera de 1851 (Karl Marx, “Exzerpte aus James Steuart: An inquiry into the principles of political economy”, en MEGA IV/8: 304, 312-325, 332-349, 373-380, 400-401, 405-408, 429-445).
16. Karl Marx, Grundrisse, p. 84. En otra parte de los Grundrisse, Marx declaró que “un individuo aislado no podía tener más propiedades en la tierra y en el suelo de las que podía hablar” (p. 485); y que el lenguaje “como producto de un individuo es imposible. Lo mismo vale para la propiedad” (p. 490).
17. Ibíd., p. 83.
18. Ídem.
19. Ibíd., p. 83.
20. Ibíd., p. 85.
21. Véase ídem.
22. John Stuart Mill, Principles of Political Economy, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1965, vol. I, p. 55.
23. Karl Marx, Grundrisse, p. 257 s.
24. Karl Marx, Grundrisse, p. 460.
25. Ídem.
26. Ibíd., p. 675.
27. Ibíd., p. 278.
28. Ibíd., p. 489
29. Ibíd., p. 239.
30. Ibíd., p. 535.
31. Ibíd., p. 156.
32. Ibíd., p. 248.
33. Karl Marx, Grundrisse, p. 832.
34. Karl Marx, Grundrisse, p. 172.
35. Ibíd., p. 87.
36. Ibíd., p. 86.
37. Ídem.
38. Ibíd., p. 87.
39. John Stuart Mill, Principles of Political Economy, p. 199. Estas declaraciones despertaron el interés de Marx, y en septiembre de 1850 escribió notas sobre ellas en uno de sus cuadernos de extractos. Sin embargo, algunas líneas más adelante, Mill rechazó en parte su afirmación categórica, aunque no en el sentido de una historización de la producción. “La distribución”, escribió, “depende de las leyes y costumbres de la sociedad”, y dado que estas son el producto de “las opiniones y los sentimientos de la humanidad”, en sí mismas, no son más que “consecuencias de las leyes fundamentales de la naturaleza humana”, las leyes de distribución “son tan poco arbitrarias y tienen tanto el carácter de las leyes físicas como las leyes de la producción” (ibíd., p. 200). Sus “Observaciones preliminares” al principio del libro pueden ofrecer una posible síntesis: “[A] diferencia de las leyes de producción, las de distribución son en parte de la institución humana: ya que la forma en que se distribuye la riqueza en una sociedad determinada depende de los estatutos o usos prevalecientes en ellos.” (ibíd., p. 21).
40. Karl Marx, Grundrisse, p. 87.
41. Ibíd., p. 832. Por lo tanto, aquellos como Mill que consideran las relaciones de producción como eternas y solo sus formas de distribución como históricas “muestra que no entienden ni lo uno ni lo otro” (ibíd., p. 758).
42. Marx conocía muy bien ambos textos: estaban entre las primeras obras de economía política que estudió, y copió muchos extractos de ellos en sus cuadernos.
43. Georg W. F. Hegel, Science of Logic, Londres, George Allen & Unwin, 1969, p. 666 s.
44. Karl Marx, Grundrisse, p. 89.
45. Baruch Spinoza, “Letter to Jarig Jellis, 2 June 1674”, en On the Improvement of the Understanding and Other Works, Nueva York, Dover, 1955, p. 370.
46. Karl Marx, Grundrisse, p. 90 s.
47. Ibíd., p. 91.
48. Ibíd., p. 92.
49. Ídem.
50. Ibíd., p. 94
51. Ídem.
52. Ibíd., p. 594.
53. Ibíd., p. 95.
54. Ibíd., p. 96.
55. Ídem.
56. Ídem.
57. Ibíd., p. 832.
58. Ibíd., p. 96.
59. David Ricardo, The Principles of Political Economy, p. 3.
60. Karl Marx, Grundrisse, p. 96.
61. Ibíd., p. 97. [Traducción basada en las modificaciones del autor. N. del T.]
62. Ibíd., p. 98.
63. Ídem.
64. Ibíd., p. 99.
65. “[P]orque lo verdadero solo es desarrollándose dentro de sí como concreto y tomándose y reteniéndose todo junto en unidad, es decir, solo es como totalidad, y solamente mediante la distinción y determinación de sus distinciones puede ser la necesidad de ellas y la libertad del todo” (Georg W. F. Hegel, Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse, en Gesammelte Werke, 5, Hamburgo, Meiner, 2001, § 14).
66. Stuart Hall, “Marx’s notes on method: A «reading» of the «1857 Introduction»”, Cultural Studies, 17 (2), 2003: 127.
67. Karl Marx, Grundrisse, p. 415.
68. Ibíd., p. 86.
69. Ibíd., p. 94.
70. Ibíd., p. 99.
71. Ibíd., p. 122.
72. Ibíd., p. 134.
73. Karl Marx, Economic and Philosophical Manuscripts (1844), en Early Writings, Londres, Penguin, 1992, p. 324.
74. Ibíd., p. 327. Para una descripción de la tipología de alienación de cuatro partes de Marx, véase Bertell Ollman, Alienation, Nueva York, Cambridge University Press, 1971, pp. 136-152.
75. Ibíd., p. 330.
76. Karl Marx, Economic and Philosophical Manuscripts (1844), p. 333.
77. Karl Marx, “Excerpts from James Mill’s Elements of Political Economy”, en Early Writings, p. 278.
78. Ver El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Revelaciones sobre el proceso de los comunistas en Colonia y Revelaciones sobre la historia diplomática del siglo XVIII.
79. Karl Marx, Grundrisse, p. 157.
80. Ibíd., p. 461 s.
81. Véase Adam Schaff, Alienation as a Social Phenomenon, Oxford, Pergamon Press, 1980, p. 81.

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Introduction: The Making and the Dissemination of Le Capital

Capital: An Unfinished Masterpiece
In February 1867, after several years of hard work, Marx was finally able to give Engels the long-awaited news that Volume I of his masterpiece was finished. Marx went to Hamburg to deliver the manuscript and, in agreement with his editor Otto Meissner, it was decided that Capital would appear in 3 volumes. The first of them – ‘The Process of Production of Capital’ – was put on sale on 14 September. A few months before that date, Marx had written to his friend Johann Philipp Becker that the publication of his book was, ‘without question, the most terrible missile that has yet been hurled at the heads of the bourgeoisie (landowners included)’ (Marx to Becker, 17 April 1867, Marx and Engels 1987: 358).

Following the final modifications, the table of contents was as follows:

Preface
1. Commodity and money
2. The transformation of money into capital
3. The production of absolute surplus value
4. The production of relative surplus value
5. Further research on the production of absolute and relative surplus value
6. The process of accumulation of capital
Appendix to Part 1, 1: The form of value.
(Marx 1983: 9-10)

Despite the long labour of composition before 1867, the structure of Capital would be considerably expanded over the coming years, and various further modifications would be made to the text. Volume I therefore continued to absorb significant energies on Marx’s part even after its publication.

In October 1867, Marx returned to Capital, Volume II. But this brought a recurrence of his health issues: liver pains, insomnia and carbuncles (see Musto 2018). The new year began much as the old one had ended and at times he was even unable to attend to his correspondence. As soon as he could return to work, he took a great interest in questions of history, agriculture and ecology, compiling notebooks of extracts from works by various authors. Particularly important for him were the Introduction to the Constitutive History of the German Mark, Farm, Village, Town and Public Authority (1854), by the political theorist and legal historian Georg Ludwig von Maurer, and three German works by Karl Fraas: Climate and the Vegetable World throughout the Ages, a History of Both (1847), A History of Agriculture (1852) and The Nature of Agriculture (1857).

While affording Marx a little energy for these new scientific studies, the state of his health continued its ups and downs. Anyway, he was able to put together a group of preparatory manuscripts on the relationship between surplus value and rate of profit, the law of the tendency of the rate of profit to decline, and the metamorphoses of capital – which occupied him until the end of 1868 (See Musto 2019: 26-7). The next year, however, the carbuncles flared up with exhausting regularity and his liver took another turn for the worse. Despite his plan to finish Volume II by September 1869, which had once seemed realistic, his continuing misfortunes over the following years prevented him from ever completing the second part of his magnum opus.

There were, of course, also theoretical reasons for the delay. From Autumn 1868 to Spring 1869, determined to get on top of the latest developments in capitalism, Marx compiled copious excerpts from texts on the finance and money markets that appeared in The Money Market Review, The Economist and similar publications. His ever-growing interest in developments on the other side of the Atlantic drove him to seek out the most up-to-date information. He wrote to his friend Sigfrid Meyer that ‘it would be of great value […] if [he] could dig up some anti-bourgeois material about landownership and agrarian relations in the United States’. He explained that, ‘since [he would] be dealing with rent in [his] 2nd volume, material against H. Carey’s “harmonies” would be especially welcome’ (Marx to Meyer, 4 July 1868, Marx and Engels 1988: 61). Moreover, in Autumn 1869, having become aware of recent literature on socio-economic changes in Russia, he decided to learn Russian so that he could study it for himself. He pursued this new interest with his usual rigour.

The Search for the Definitive Version of Volume I and Le Capital
After many more interruptions and a period of intense political activity for the International Working Men’s Association, following the birth of the Paris Commune, Marx turned to work on a new edition of Capital, Volume I. Dissatisfied with the way in which he had expounded the theory of value, he spent December 1871 and January 1872 rewriting the 1867 appendix (See Musto 2018: 167-8). This led him to address again the first chapter itself, resulting in the manuscript known as ‘Additions and Changes to Capital, Volume I’ (Marx 1983: 1-55). During the revision of the 1867 edition, Marx inserted a number of additions and clarifications and also refined the structure of the entire book. Some of these changes concerned surplus value, the difference between constant capital and variable capital, and the use of machinery and technology. He also expanded the new edition from six chapters to seven books containing 25 chapters, themselves subdivided into more detailed sections. The new edition came out in 1872, with a print run of three thousand copies.

The year 1872 was a year of fundamental importance for the dissemination of Capital, since April saw the appearance of the Russian translation – the first in a long series (Musto and Amini, forthcoming 2023). Begun by German Lopatin and completed by the economist Nikolai Danielson, it was regarded by Marx as ‘masterly’ (Marx to Davidson, 28 May 1872, Marx and Engels 1989: 385).

In this year, too, the publication of the French edition of Capital got under way. Entrusted to Joseph Roy, who had previously translated some of Ludwig Feuerbach’s texts, it was scheduled to appear in batches with the French publisher Maurice Lachâtre, between 1872 and 1875. Marx agreed that it would be good to bring out a ‘cheap popular edition’ (Marx to Lafargue, 18 December 1871, Marx and Engels 1989: 283). ‘I applaud your idea of publishing the translation […] in periodic instalments’, he wrote. ‘In this form the work will be more accessible to the working class and for me that consideration outweighs any other.’ Aware, however, that there was a ‘reverse side’ of the coin, he anticipated that the ‘method of analysis’ he had used would ‘make for somewhat arduous reading in the early chapters’, and that readers might ‘be put off’ when they were ‘unable to press straight on in the first place’. He did not feel he could do anything about this ‘disadvantage’, ‘other than alert and forewarn readers concerned with the truth. There is no royal road to learning and the only ones with any chance of reaching its sunlit peaks are those who do not fear exhaustion as they climb the steep upward paths” (Letter 4 in Part IV of this volume; also Marx to Lachâtre, 18 March 1872, Marx and Engels 1989: 344).

In the end, Marx had to spend much more time on the translation than he had planned for the proof correction. As he wrote to Danielson, Roy had ‘often translated too literally’ and forced him to ‘rewrite whole passages in French, to make them more palatable to the French public’ (Marx to Danielson, 28 May 1872, Marx and Engels 1989: 385). Earlier that month, his daughter Jenny had told Kugelmann that her father was ‘obliged to make numberless corrections’, rewriting ‘not only whole sentences but entire pages’ (Jenny Marx to Kugelmann, 3 May 1872, Marx and Engels 1989: 578) – and a month later she added that the translation was so ‘imperfect’ that he had been ‘obliged to rewrite the greater part of the first chapter’ (Jenny Marx to Kugelmann, 27 June 1872, Marx and Engels 1989: 582). Subsequently, Engels wrote in similar vein to Kugelmann that the French translation had proved a ‘real slog’ for Marx and that he had ‘more or less had to rewrite the whole thing from the beginning’ (Engels to Kugelmann, 1 July 1873, Marx and Engels 1989: 515).

In revising the translation, moreover, Marx decided to introduce some additions and modifications. These mostly concerned the section on the process of capital accumulation, but also some specific points such as the distinction between ‘concentration’ and ‘centralization’ of capital. In the postscript to Le Capital, he did not hesitate to attach to it ‘a scientific value independent of the original’ (Marx 1996: 24). It was no accident that in 1877, when an English edition already seemed a possibility, Marx wrote to Sorge that a translator ‘must without fail […] compare the 2nd German edition with the French edition, in which [he had] included a good deal of new matter and greatly improved [his] presentation of much else’ (Marx to Sorge, 27 September 1877, Marx and Engels 1991: 276). In a letter of November 1878, in which he weighed the positive and negative sides of the French edition, he wrote to Danielson that it contained ‘many important changes and additions’, but that he had ‘also sometimes been obliged – principally in the first chapter – to simplify [aplatir] the matter’ (Marx to Danielson, 15 November 1878, Marx and Engels 1991: 343). For this reason, he felt it necessary to clarify later in the month that the chapters ‘Commodities and Money’ and ‘The Transformation of Money into Capital’ should be ‘translated exclusively from the German text’ (Marx to Danielson, 28 November 1878, Marx and Engels 1991: 346).

The drafts of Capital, Volume II, which were left in anything but a definitive state, present a number of theoretical problems. The manuscripts of Capital, Volume III have a highly fragmentary character, and Marx never managed to update them in a way that reflected the progress of his research. It should also be borne in mind that he was unable to complete a revision of Capital, Volume I that included the changes and additions he intended to improve his book. In fact, neither the French edition of 1872-75 nor the German edition of 1881 can be considered the definitive version that Marx would have liked it to be.

Marx through Le Capital
Following its original appearance in German in 1867, Capital was published in its entirety in only three more editions during Marx’s lifetime. All of them came out, at least in part, in 1872: the Russian translation in the month of March, the revised second German edition – in nine parts – between Spring of that year and January 1873, and the series of 44 instalments of the French translation, from September 1872 to May 1875.

The appearance of Le Capital, translated by Joseph Roy and revised by Marx himself, had considerable importance for the diffusion of his work around the world. It was used for the translation of many extracts into various languages – the first in English and Spanish, for example – as well as for compendia such as the one put together in 1879 by the Italian anarchist Carlo Cafiero, which received Marx’s approval and achieved a wide circulation. More generally, Le Capital represented the first gateway to Marx’s work for readers in various countries. The first Italian translation – published in instalments between 1882 and 1884 and then as a book in 1886 – was made directly from the French edition, as was the translation that appeared in another Mediterranean country (Greece) in 1927. In the case of Spanish, Le Capital made it possible to bring out some partial editions and two complete translations: one in Madrid, in 1967, and one in Buenos Aires, in 1973. Since French was more widely known than German, it was thanks to this version that Marx’s critique of political economy was able to reach many countries in Latin America more rapidly. Much the same was true for Portuguese-speaking countries. In Portugal itself, Capital circulated only through the small number of copies available in French, until an abridged version appeared in Portuguese shortly before the fall of the Salazar dictatorship. In general, political activists and researchers in both Portugal and Brazil found it easier to approach Marx’s work via the French translation than in the original. The few copies that found their way into Portuguese-speaking African countries were also in that language.

Colonialism also partly shaped the mechanisms whereby Capital became available in the Arab world. While in Egypt and Iraq it was English that featured most in the spread of European culture, the French edition played a more prominent role elsewhere, especially in Algeria, which in the 1960s was a significant center for the circulation of Marxist ideas in the Maghreb, as well as in the Levant, where two full Arabic translations of Capital appeared in Syria and Lebanon, in 1956 and 1970 respectively. Moreover, between 1966 and 1970, a serialized Farsi edition was produced in exile, in the German Democratic Republic.

The great significance of Le Capital stretched to other parts of Asia. The first Vietnamese translation of Volume I, published between 1959 and 1960, was based on the Roy edition. The highly rigorous studies of Marx in Japan in the second half of the twentieth century enabled a Japanese translation of Capital to appear there in 1979, preceded by two anastatic reprints of the French edition in 1967 and 1976. As to China, a Mandarin translation first came out in 1983 – in a series of publications to commemorate the hundredth anniversary of Marx’s death.

Thus, as well as being often consulted by translators around the world and checked against the fourth German edition – published by Engels in 1890 –, Le Capital has until now served as the basis for complete translations into eight languages, to which we should add numerous partial editions in various countries (Marcello Musto and Babak Amini forthcoming 2023). One hundred and fifty years since its first publication, it continues to be a source of stimulating debate among people interested in Marx’s work.

In a letter to Friedrich Adolph Sorge, the last general secretary of the International Working Men’s Association, Marx himself remarked that with Le Capital he had ‘consumed so much of [his] time that [he would] not again collaborate in any way on a translation’ (Marx to Sorge, 27 September 1877, Marx and Engels 1991: 276). The toil and trouble that he put into producing the best possible French version were remarkable indeed. But we can certainly say they were well rewarded.

References
1. Still unpublished, these notes are included in the IISH notebooks, Marx-Engels Papers, B 108, B 109, B 113 and B 114.
2. In early 1870 Marx’s wife told Engels that, ‘instead of looking after himself, [he had begun] to study Russian hammer and tongs, went out seldom, ate infrequently, and only showed a carbuncle under his arm when it was already very swollen and had hardened’ (Jenny Marx to Engels, 17 January 1870, Marx and Engels 1988: 551). Engels hastened to write to his friend, trying to persuade him that ‘in the interests of the Volume II’ he needed ‘a change of life-style’; otherwise, if there was ‘constant repetition of such suspensions’, he would never finish the book (Engels to Marx, 19 January 1870, Marx and Engels 1988: 408). The prediction was spot on.
3. In 1867 Marx had divided Capital, Volume I, into chapters. In 1872 these became sections, each with much more detailed subdivisions.
4. For a list of the additions and modifications in the French translation that were not included in the third and fourth German editions, see Marx 1983: 732-83.
5. The editorial work that Engels undertook after his friend’s death to prepare the unfinished parts of Capital for publication was extremely complex. The various manuscripts, drafts and fragments of volumes II and III, written between 1864 and 1881, correspond to approximately 2,350 pages of the MEGA2. Engels successfully published Volume II, in 1885, and Volume III, in 1894. However, it must be borne in mind that these two volumes emerged from the reconstruction of incomplete texts, often consisting of heterogeneous material. They were written in more than one period in time and thus include different, and sometimes contradictory, versions of Marx’s ideas.
6. See, for example, Marx to Danielson, 13 December 1881: ‘In the first instance I must first be restored to health, and in the second I want to finish off the 2nd vol. […] as soon as possible. […] I will arrange with my editor that I shall make for the 3d edition only the fewest possible alterations and additions. […] When these 1,000 copies forming the 3d edition are sold, then I may change the book in the way I should have done at present under different circumstances’ (Marx and Engels 1993: 161).
7. See the section ‘The Early Dissemination of Capital in Europe’ in Musto 2020: 77-85.

Bibliography
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Marx, Karl (1983 [1867]) Das Kapital. Kritik der Politischen Ökonomie. Erster Band, Hamburg 1867 Marx Engels Gesamtausgabe (MEGA2), vol. II/5, Berlin: Dietz Verlag.
Marx, Karl (1996 [1875]) ‘Afterword to the French Edition’, in Marx Engels Collected Works, vol. 35: Karl Marx, Capital, Volume I, Moscow: Progress Publishers, p. 24.
Marx, Karl, IISH, Marx-Engels Papers, B 108, B 109, B 113 and B 114.
Marx, Karl and Engels, Friedrich (1987) Marx Engels Collected Works, vol. 42: Letters, 1864–68, Moscow: Progress Publishers.
Marx, Karl and Engels, Friedrich (1988) in Marx Engels Collected Works, vol. 43: Letters 1868–70, Moscow: Progress Publishers.
Marx, Karl and Engels, Friedrich (1989) in Marx Engels Collected Works, vol. 44: Letters 1870–73, Moscow: Progress Publishers.
Marx, Karl and Engels, Friedrich (1991) in Marx Engels Collected Works, vol. 45: Letters 1874–79, Moscow: Progress Publishers.
Marx, Karl and Engels, Friedrich (1993) in Marx Engels Collected Works, vol. 46: Letters 1880–83, Moscow: Progress Publishers.
Musto, Marcello (2018), Another Marx: Early Manuscripts to the International, London–New York: Bloomsbury.
Musto, Marcello (2019) “Introduction: The Unfinished Critique of Capital”, in Marcello Musto (Ed.), Marx’s Capital after 150 Years: Critique and Alternative to Capitalism, London–New York: Routledge, pp. 1-35.
Musto, Marcello (2020) The Last Years of Karl Marx: An Intellectual Biography, Stanford: Stanford University Press.
Musto, Marcello and Amini, Babak eds. (2023 forthcoming), The Routledge Handbook of Marx’s ‘Capital’: A Global History of Translation, Dissemination and Reception, London-New York: Routledge.

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Sociedades Pré-Capitalistas, Consequências do Colonialismo e Países Não Europeus

Introdução
Apesar dos graves problemas de saúde e dos múltiplos problemas familiares que teve de enfrentar durante a última fase de sua vida, Marx continuou a ocupar seus dias incansavelmente com pesquisas, trabalhando sempre que as circunstâncias lhe permitiam. Mesmo assim − ao contrário das afirmações da maioria de seus biógrafos de que sua curiosidade intelectual e perspicácia teórica enfraqueceram em seus anos finais −, ele não apenas prosseguiu seus estudos, mas sobretudo os estendeu para novas áreas.

O último período de trabalho de Marx foi certamente difícil, muitas vezes tortuoso, mas também foi muito importante teoricamente. Sua principal esperança era terminar O capital, cujo volume dois estava em preparação desde a publicação do volume um em 1867. No entanto, como sua energia intelectual era frequentemente reduzida e os problemas teóricos a resolver para a conclusão do livro ainda eram relevantes, de 1879 a 1882, ele preencheu dezenas de novos cadernos com notas e trechos de vários volumes que leu. A mente enciclopédica de Marx sempre foi guiada por uma curiosidade insaciável, e isso o levou a continuar atualizando seus conhecimentos e a ficar a par dos mais recentes desenvolvimentos científicos, em uma série de disciplinas e em muitas línguas. Além disso, além de livros e periódicos, ele vasculhou registros parlamentares, material estatístico, relatórios e publicações do governo.

As pesquisas que ele conduziu nesses anos sobre sociedades pré-capitalistas, as consequências do colonialismo e países não europeus estão entre as partes mais inexploradas de sua obra e têm uma relevância significativa para uma reavaliação abrangente de algumas de suas ideias-chave. As considerações críticas de Marx desenvolvidas nessa fase sobre a propriedade da terra, o colonialismo europeu, o desenvolvimento do capitalismo em escala global, a concepção materialista da história e as novas possibilidades para a revolução dissipam o mito de que ele deixou de escrever em seus últimos anos, além disso, desafiam a deturpação duradoura de ser um pensador eurocêntrico e economista que se fixava apenas no conflito de classes. Elas também mostram como Marx escapou da armadilha do determinismo econômico em que muitos de seus seguidores caíram.
Ainda que totalmente absorvido por intensos estudos teóricos, Marx nunca deixou de se interessar pelos acontecimentos econômicos e políticos internacionais de sua época, tentando prever os novos cenários que estes poderiam ter produzido para a emancipação da classe trabalhadora. Além de ler os principais jornais “burgueses”, ele recebia e consultava regularmente a imprensa operária alemã e francesa. Curioso como usual, Marx sempre começava o dia lendo as notícias para ficar por dentro do que estava acontecendo no mundo. A correspondência com importantes figuras políticas e intelectuais de vários países era frequentemente outra fonte valiosa de informação, dando-lhe novos estímulos e conhecimento mais profundo sobre uma ampla gama de assuntos.

O tempo que Marx dedicou a atualizar seus conhecimentos sobre assuntos que conhecia muito bem e, ao mesmo tempo, a abrir novos campos de pesquisa foi notável também nos últimos anos de sua vida. Não evitou a dúvida, mas a confrontou abertamente, preferiu prosseguir os estudos a se refugiar na autocerteza e desfrutar da adulação acrítica dos primeiros “marxistas” (ver MUSTO, 2018).

Propriedade da terra em países colonizados
Em setembro de 1879, Marx leu com grande interesse, em russo, Common landownership: the causes, course and consequences of its decline (1879), de Maksim Kovalevsky (1851-1916), e compilou trechos das partes que tratam da propriedade de terras em países sob regra estrangeira. Marx resumiu as várias formas através das quais os espanhóis na América Latina, os britânicos na Índia e os franceses na Argélia regulamentavam os direitos de posse (ver KRADER, 1975, p. 343). Ao considerar essas três áreas geográficas, suas primeiras reflexões relacionam-se com as civilizações pré-colombianas. Ele observou que com o início dos impérios Asteca e Inca, ‘a população rural continuou, como antes, a possuir terras em comum, mas ao mesmo tempo teve que subtrair parte de sua renda na forma de pagamentos em espécie aos seus governantes’. De acordo com Kovalevsky, esse processo lançou ‘as bases para o desenvolvimento dos latifúndios, em detrimento dos interesses de propriedade dos proprietários das terras comuns. A dissolução da terra comum só foi acelerada com a chegada dos espanhóis’ (MARX, 1977, p. 28). As terríveis consequências de seu império colonial foram condenadas tanto por Kovalevsky − a ‘política original de extermínio contra os Redskins’ − como por Marx, que acrescentou, por sua própria mão, que ‘depois que os [espanhóis] saquearam o ouro que encontraram lá, os Índios [foram] condenados a trabalhar nas minas’ (MARX, 1977, p. 29).

No final dessa seção de trechos, Marx observou que ‘a sobrevivência (em grande medida) da comuna rural’ era em parte devido ao fato de que, ‘[…] ao contrário das Índias Orientais Britânicas, não havia legislação colonial estabelecendo regulamentos que daria aos membros do clã a possibilidade de vender suas propriedades’ (MARX, 1977, p. 38).
Mais da metade dos trechos de Marx retirados de Kovalevsky foram sobre a Índia sob o domínio britânico. Ele prestou atenção especial às partes do livro que reconstruíram as formas de propriedade comum da terra na Índia contemporânea, bem como nos rajás hindus. Usando o texto de Kovalevsky, ele observou que a dimensão coletiva permaneceu viva mesmo após o parcelamento introduzido pelos britânicos: ‘Entre esses átomos, certas conexões continuam a existir, reminiscentes dos antigos grupos de proprietários de terras comunais’ (MARX, 1977, p. 388).

Apesar de sua hostilidade compartilhada ao colonialismo britânico, Marx foi crítico de alguns aspectos do relato histórico de Kovalevsky que projetou erroneamente os parâmetros do contexto europeu para a Índia. Em uma série de comentários breves, mas detalhados, ele o censurou por homogeneizar dois fenômenos distintos, pois embora “a concessão (farm-out) de ofícios − de forma alguma simplesmente feudal, como Roma atesta − e commendatio [foram] encontrados na Índia”, isso não significa que o “feudalismo no sentido do termo na Europa Ocidental” se desenvolveu lá. Na opinião de Marx, Kovalevsky omitiu o fato importante de que a “servidão” essencial ao feudalismo não existia na Índia (cf. MARX, 1977, p. 383). Além disso, uma vez que “de acordo com a lei indiana, o poder governante não [estava] sujeito à divisão entre os filhos, portanto, uma grande fonte de feudalismo europeu [foi] obstruída” (MARX, 1977, p. 376). Em conclusão, Marx era altamente cético quanto à transferência de categorias interpretativas entre contextos históricos e geográficos completamente diferentes (cf. HARSTICK, 1977). As percepções mais profundas que ele obteve do texto de Kovalevsky foram posteriormente integradas por meio de seu estudo de outras obras sobre a história indiana.

Por fim, no que diz respeito à Argélia, Marx não deixou de destacar a importância da propriedade comum da terra antes da chegada dos colonos franceses, ou das mudanças por eles introduzidas. De Kovalevsky, ele copiou: “A formação da propriedade privada da terra (aos olhos da burguesia francesa) é uma condição necessária para todo o progresso na esfera política e social. A continuação da manutenção da propriedade comunal ‘como forma que apoia as tendências comunistas nas mentes é perigosa tanto para a colônia quanto para a pátria’” (MARX, 1977, p. 405). Ele também extraiu os seguintes pontos de Communal landownership: the causes, course and consequences of its decline:

[…] a distribuição das propriedades do clã é encorajada, até mesmo prescrita, primeiro, como meio de enfraquecer as tribos subjugadas que estão sempre sob o impulso de revolta; segundo, como a única forma de uma transferência posterior da propriedade da terra das mãos dos nativos para as dos colonos. A mesma política foi seguida pelos franceses sob todos os regimes. […] O objetivo é sempre o mesmo: a destruição da propriedade coletiva indígena e sua transformação em objeto de livre compra e venda, e assim a passagem final facilitada para as mãos dos colonos franceses (MARX, 1977, p. 405).

Quanto à legislação sobre a Argélia proposta pelo republicano de esquerda Jules Warnier (1826-1899) e aprovada em 1873, Marx endossou a afirmação de Kovalevsky de que seu único propósito era “[…] expropriar o solo da população nativa pelos colonos e especuladores europeus” (MARX, 1977, p. 411). A afronta dos franceses chegou ao ponto de “roubo direto” ou conversão em “propriedade do governo” (MARX, 1977, p. 412) de todas as terras não cultivadas em comum para uso nativo. Esse processo foi pensado para produzir outro resultado importante: a eliminação do perigo de resistência por parte da população local. Novamente por meio das palavras de Kovalevsky, Marx (1977, p. 408 e 412) observou: […] a fundação da propriedade privada e o assentamento de colonos europeus entre os clãs árabes seriam os meios mais poderosos para acelerar o processo de dissolução das uniões de clãs. […] A expropriação dos árabes pretendida pela lei tinha dois propósitos: 1) fornecer aos franceses o máximo de terra possível; e 2) arrancar os árabes de seus laços naturais com o solo para quebrar a última força das uniões de clãs que estão sendo dissolvidas e, portanto, qualquer perigo de rebelião.

Marx (1977, p. 412) comentou que esse tipo de ‘individualização da propriedade da terra’ não só garantiu enormes benefícios econômicos para os invasores, mas também alcançou um ‘objetivo político […]: destruir os alicerces dessa sociedade’.
A seleção de pontos de Marx, bem como as poucas, mas diretas palavras condenando as políticas coloniais europeias que ele acrescentou aos trechos do texto de Kovalevsky, demonstra sua recusa em acreditar que a sociedade indiana ou argelina estava destinada a seguir o mesmo curso de desenvolvimento da Europa (cf. KRADER, 1975, p. 343). Enquanto Kovalevsky pensava que a propriedade da terra seguiria o exemplo europeu como uma lei da natureza, passando do comum ao privado em todos os lugares, Marx sustentava que a propriedade coletiva poderia durar em alguns casos e que certamente não desapareceria como resultado de alguma inevitabilidade histórica (cf. WHITE, 2018, p. 37-40).

Tendo examinado as formas de propriedade da terra na Índia por meio de um estudo da obra de Kovalevsky, do outono de 1879 ao verão de 1880, Marx compilou uma série de Notebooks on Indian history (Cadernos de história da Índia) (664-1858). Esses compêndios, cobrindo mais de mil anos de história, foram tirados de uma série de livros, em particular de Analytic history of India (1870) (História Analítica da Índia), de Robert Sewell (1845-1925), e History of India (1841) (História da Índia), de Mountstuart Elphinstone.

Marx dividiu suas anotações em quatro períodos. O primeiro conjunto apresenta uma cronologia bastante básica, desde uma conquista muçulmana, começando com a primeira penetração árabe em 664, até o início do século XVI. Um segundo conjunto cobriu o Império Moghul, fundado em 1526 por Zahīr ud-Dīn Muhammad que durou até 1761; também continha um breve levantamento das invasões estrangeiras da Índia e um esquema de quatro páginas da atividade mercantil europeia de 1497 a 1702. Do livro de Sewell, Marx copiou alguns pontos específicos sobre Murshid Quli Khan (1660-1727), o primeiro Nawab de Bengala e arquiteto de um novo sistema tributário. Marx o descreveu como “[…] um sistema de extorsão e opressão sem escrúpulos, que criou um grande excedente [dos] impostos de Bengala que foram devidamente enviados para Delhi” (MARX, 2001, p. 58). De acordo com Quli Khan, foi essa receita que manteve todo o Império Moghul à tona.

O terceiro e mais substancial conjunto de notas, cobrindo o período de 1725 a 1822, referia-se à presença da Companhia Britânica das Índias Orientais (British East India Company). Marx não se limitou aqui à transcrição dos principais eventos, datas e nomes, mas acompanhou com mais detalhes o curso dos eventos históricos, particularmente no que diz respeito ao domínio britânico na Índia. O quarto e último conjunto de notas foi dedicado à revolta dos Sepoys, de 1857, e ao colapso da Companhia Britânica das Índias Orientais (British East India Company) no ano seguinte.

Em Notes on Indian history (664-1858), Marx deu muito pouco espaço para suas reflexões pessoais, mas suas anotações marginais fornecem pistas importantes para seus pontos de vista. Os invasores foram frequentemente descritos com termos como “cães britânicos” (MARX, 2001, p. 165, 176 e 180), “usurpadores” (MARX, 2001, p. 155-156 e 163), “hipócritas ingleses” ou “intrusos ingleses” (MARX, 2001, p. 81). Em contraste, as lutas de resistência dos indianos sempre foram acompanhadas de expressões de solidariedade. Não foi por acaso que Marx sempre substituiu o termo “amotinados” de Sewell por “insurgentes” (MARX, 2001, p. 163-164 e 184). Sua condenação direta do colonialismo europeu era inconfundível.

Marx defendeu um ponto de vista semelhante também em sua correspondência. Em uma carta escrita a Nikolai Danielson, em fevereiro de 1881, ele discutiu os principais eventos que estavam acontecendo na Índia e chegou ao ponto de prever que ‘complicações sérias, se não um surto geral, [estavam] reservadas para o governo britânico’ (MARX, 1881, p. 63). O grau de exploração tornou-se cada vez mais intolerável:

O que os ingleses tiram deles anualmente na forma de aluguel, dividendos por ferrovias inúteis para os hindus, pensões para militares e funcionários públicos, para o Afeganistão e outras guerras, etc. etc. − o que eles tiram deles sem equivalente e totalmente à parte pelo que eles se apropriam anualmente na Índia, falando apenas do valor das mercadorias que os indianos têm que gratuita e anualmente enviar para a Inglaterra, isso equivale a mais do que a soma total da renda dos 60 milhões de trabalhadores agrícolas e industriais de Índia! Este é um processo de sangramento que requer vingança! Os anos de fome pressionam-se mutuamente e em dimensões até agora desconhecidas na Europa! Existe uma conspiração real em que hindus e muçulmanos cooperam; o governo britânico está ciente de que algo está “fermentando”, mas esse povo superficial (quero dizer, os homens do governo), entorpecido por suas próprias formas parlamentares de falar e pensar, nem mesmo deseja ver com clareza, compreender toda a extensão do perigo iminente! Iludir os outros e iludi-los para iludir a si mesmo − isto é: sabedoria parlamentar em poucas palavras! Tão bem! (MARX, 1881, p. 63-64).

Finalmente, nesse período, Marx voltou sua atenção para a Austrália, mostrando particular interesse na organização social de suas comunidades aborígenes. De Some account of central Australia (1880), do etnógrafo Richard Bennett, ele adquiriu o conhecimento crítico necessário para usar contra aqueles que argumentavam que não havia leis nem cultura na sociedade aborígene. Ele também leu outros artigos na The Victorian Review sobre o estado da economia do país, incluindo “The Commercial Future of Australia” (1880) e “The Future of North-East Australia” (1880).
As investigações de Marx sobre a propriedade da terra em países colonizados foram úteis, e o ajudaram a expandir seu conhecimento sobre argumentos e áreas geográficas que eram apenas marginais em O capital, volume um, e que, portanto, geralmente não tinham sido associados a suas teorias. Esse tema não foi a única novidade em seus estudos da época, já que na década de 1880 ele mergulhou em muitos outros novos caminhos de pesquisa.

Laços familiares, gênero e relações de propriedade nas sociedades antigas
Entre dezembro de 1880 e junho de 1881, os interesses de pesquisa de Marx se concentraram na antropologia. Ele começou com Ancient society (1877), um trabalho do antropólogo americano Lewis Morgan (1818-1881). O que mais impressionou Marx foi a maneira como Morgan tratava os fatores de produção e tecnológicos como pré-condições do progresso social, e ele se sentiu motivado a reunir uma compilação de uma centena de páginas densamente compactadas. Estas constituem a maior parte do que é conhecido como The ethnological notebooks (1880-1881). Elas também contêm trechos de outras obras: Java, ou how to manage a colony (1861) por James Money (1818-1890), um advogado e especialista em Indonésia; The Aryan village in India and Ceylon (1880) por John Phear (1825-1905), presidente da Suprema Corte do Ceilão; e Lectures on the early history of institutions (1875), do historiador Henry Maine (1822-1888), totalizando mais cem folhas.

Em sua pesquisa anterior, Marx já havia examinado e comentado extensivamente sobre as formas socioeconômicas passadas − na primeira parte de A ideologia alemã (The German ideology), na longa seção de Grundrisse intitulada “Formas que precedem a produção capitalista” (“Forms which precede capitalist production”), e em O capital, volume um. Em 1879, sua leitura de Common land ownership de Kovalevsky o direcionou mais uma vez ao assunto. Mas foi somente com Os cadernos etnológicos (The ethnological notebooks) que ele se engajou em um estudo mais abrangente e atualizado.

O objetivo da nova pesquisa de Marx era ampliar seu conhecimento de períodos históricos, áreas geográficas e tópicos temáticos que ele considerava essenciais para sua crítica contínua da economia política. Isso também lhe permitiu adquirir informações específicas sobre as características sociais e instituições de um passado remoto, familiarizando-o com material que não estava em sua posse quando escreveu os manuscritos das décadas de 1850 e 1860. Finalmente, familiarizou-se com as últimas teorias apresentadas pelos mais eminentes estudiosos contemporâneos.

O objetivo teórico-político preciso por trás desses estudos era reconstruir a sequência mais provável em que os diferentes modos de produção se sucederam ao longo do tempo, focando particularmente o nascimento do capitalismo. Ele acreditava que isso daria bases históricas mais sólidas à sua teoria da possível transformação comunista da sociedade. Em Os cadernos etnológicos, Marx, portanto, reuniu compilações e notas interessantes sobre: a pré-história, o desenvolvimento dos laços familiares, a condição das mulheres, as origens das relações de propriedade, as práticas comunitárias nas sociedades pré-capitalistas, a formação e a natureza do poder do Estado, o papel do indivíduo e aspectos mais modernos, como as conotações racistas de certas abordagens antropológicas e os efeitos do colonialismo.

Sobre o tema particular da pré-história e o desenvolvimento dos laços familiares, Marx tirou uma série de indicações inestimáveis da obra de Morgan. Conforme Henry Hyndman (1842-1921) lembrou: “quando Lewis H. Morgan provou para a satisfação de Marx em sua Ancient Society que a gens e não a família era a unidade social do antigo sistema tribal e da sociedade antiga em geral, Marx imediatamente abandonou suas opiniões anteriores” (HYNDMAN, 1911, p. 253-254). Foi a pesquisa de Morgan sobre a estrutura social dos povos primitivos que lhe permitiu superar os limites das interpretações tradicionais de parentesco, incluindo aquela apresentada pelo historiador alemão Barthold Niebuhr (1786-1831) em História romana (Roman history) (1811-1812). Em contraste com todas as hipóteses anteriores, Morgan mostrou que foi um erro grave sugerir que a gens “era posterior à família monogâmica” e era o resultado de “[…] um agregado de famílias” (MORGAN, 1877, p. 515).

Seus estudos da sociedade pré-histórica e antiga o levaram à conclusão de que a família patriarcal não deveria ser vista como a unidade básica original da sociedade, mas como uma forma de organização social mais recente do que geralmente se acreditava. Era uma organização “[…] fraca demais para enfrentar sozinha as dificuldades da vida” (MORGAN, 1877, p. 472). Era muito mais plausível supor a existência de uma forma como a dos povos nativos americanos, a família sindiásmica, que praticava um “[…] comunismo no ato de viver” (MARX, [1880-1882], p. 115).

Por outro lado, Marx constantemente polemizava contra Maine, que em suas Lectures on the early history of institutions (1875) visualizou “a família privada” como “a base a partir da qual a seita e o clã se desenvolveram”. O desprezo de Marx por essa tentativa de reverter a flecha do tempo ao transpor a era vitoriana para a pré-história o levou a afirmar que esse “[…] inglês imbecil não começou na gens, mas no Patriarca, que mais tarde se tornou o chefe − que bobagens!” (MARX, [1880-1882], p. 292). Sua zombaria gradualmente cresce: “Maine, afinal, não consegue tirar a família privada inglesa de sua cabeça” (MARX, [1880-1882], p. 309); ele “[…] transporta a família ‘patriarcal’ romana para o início das coisas” (MARX, [1880-1882], p. 324). Marx também não poupou Phear, de quem disse: “O asno baseia tudo em famílias privadas!” (MARX, [1880-1882], p. 281).

Morgan deu a Marx mais matéria para reflexão com suas observações sobre o conceito de família, uma vez que em seu “significado original” a palavra família − que tem a mesma raiz de famulus ou servo – “não tinha relação com o casal ou seus filhos”, mas com o corpo de escravos e servos que trabalhavam para sua manutenção e estavam sob o poder do “pater familias” (MORGAN, 1877, p. 469). Sobre isso, Marx ([1880-1882], p. 120) observou:

A família moderna contém o germe não só do servitus (escravidão), mas também da servidão, pois contém desde o início uma relação com os serviços para a agricultura. Ela contém em miniatura todos os antagonismos dentro de si, que mais tarde se desenvolverão amplamente na sociedade e em seu Estado. […] A família monogâmica pressupunha, para ter uma existência separada das outras, uma classe doméstica que em toda parte era diretamente constituída por escravos.

Desenvolvendo suas próprias ideias em outras partes do compêndio, Marx ([1880-1882], p. 210) escreveu: “[…] a propriedade em casas, terras e rebanhos […]” estava ligada à “[…] família monogâmica”. Na verdade, como sugeria o Manifesto do Partido Comunista (Manifesto of the Communist Party), este foi o ponto de partida da história como “[…] a história da luta de classes” (MARX; ENGELS, 1845-1848, p. 482).
Em A origem da família, da propriedade privada e do Estado (The origin of the family, private property and the State) (1884) − um livro que o autor descreveu como “o cumprimento de uma ordem” e não mais do que um “substituto insuficiente” para o que seu “querido amigo” não viveu para escrever (ENGELS, 1882-1889, p. 131) −, Engels concluiu a análise de Marx em Os cadernos etnológicos (The ethnological notebooks). Monogamia, ele argumentou, representava:

[…] a sujeição de um sexo pelo outro, como a proclamação de um conflito entre os sexos até então desconhecido ao longo da história anterior. Em um antigo manuscrito não publicado, a minha obra junto com Marx em 1846, encontro o seguinte: “A primeira divisão do trabalho é entre o homem e a mulher para a criação dos filhos”. E hoje posso acrescentar: A antítese de primeira classe que aparece na história coincide com o desenvolvimento do antagonismo entre homem e mulher no casamento monogâmico e a opressão de primeira classe com a do sexo feminino pelo masculino. A monogamia [é] a forma celular da sociedade civilizada, na qual já podemos estudar a natureza das antíteses e contradições, que se desenvolve plenamente nesta última (ENGELS, 1882-1889, p. 173-174).

A tese de Engels postulou uma relação excessivamente esquemática entre conflito econômico e opressão de gênero, que estava ausente nas fragmentárias e altamente intrincadas anotações de Marx.

Marx também prestou muita atenção às considerações de Morgan sobre a paridade entre os sexos, que argumentava que as sociedades antigas pré-gregas eram mais progressistas no que diz respeito ao tratamento e ao comportamento das mulheres. Marx copiou as partes do livro de Morgan que mostravam como, entre os gregos, “a mudança de descendência da linha feminina para a masculina era prejudicial para a posição e os direitos da esposa e da mulher”. Na verdade, Morgan tinha uma avaliação muito negativa do modelo social grego: “Os gregos permaneceram bárbaros no tratamento que dispensavam às mulheres no auge de sua civilização; sua educação superficial, […] sua inferioridade inculcada como princípio sobre elas, até que passou a ser aceita como um fato pelas próprias mulheres”. Além disso, havia “um princípio de egoísmo estudado entre os homens, tendendo a diminuir a apreciação pelas mulheres, dificilmente encontrado entre os selvagens”. Pensando no contraste com os mitos do mundo clássico, Marx acrescentou uma observação aguda: “A condição das deusas no Olimpo é uma lembrança da posição das mulheres, antes mais livres e influentes. Juno ávida por poder, a deusa da sabedoria nasce da cabeça de Zeus (MARX, [1880-1882], p. 121)” Para Marx, a memória das divindades livres do passado fornecia um exemplo para uma possível emancipação no presente.

Dos vários autores que estudou, Marx registrou muitas observações importantes sobre o papel das mulheres na sociedade antiga. Por exemplo, referindo-se à obra Matriarcado (Matriarchy) (1861) do antropólogo suíço Johann Bachofen (1815-1887), ele observou: “As mulheres eram a grande potência entre a gens e em todos os outros lugares. Elas não hesitavam, quando necessário, em ‘arrancar os chifres’, como era tecnicamente chamado, da cabeça de um chefe e mandá-lo de volta às fileiras de guerreiros. A nomeação original dos chefes também sempre ficou com elas” (MARX, [1880-1882], p. 116).

A leitura de Morgan feita por Marx também lhe deu um ângulo sobre outra questão importante: a origem das relações de propriedade, pois o célebre antropólogo estabeleceu uma relação causal entre os vários tipos de estrutura de parentesco e formas socioeconômicas. Em sua opinião, os fatores da história ocidental que explicaram a afirmação do sistema descritivo − que descrevia parentes de sangue e especificava o parentesco de todos (por exemplo, “filho do irmão para sobrinho, irmão do pai para tio, filho do irmão do pai para primo”) − e o declínio do sistema classificatório − que agrupava parentes de sangue em categorias sem especificar proximidade ou distância em relação ao Ego (por exemplo, “meu próprio irmão e os filhos do irmão de meu pai são em igual grau meus irmãos”’) − tiveram a ver com o desenvolvimento da propriedade e do Estado.

O livro de Morgan é dividido em quatro partes: (1) Crescimento da Inteligência por meio de Invenções e Descobertas; (2) Crescimento da Ideia de Governo; (3) Crescimento da Ideia da Família; e (4) Crescimento da Ideia de Propriedade. Marx mudou a ordem para (1) invenções, (2) família, (3) propriedade e (4) governo, a fim de tornar mais claro o nexo entre os dois últimos.

O livro de Morgan (1877, p. 551) argumentou que, embora “os direitos de riqueza, de posição e de posição oficial” tenham prevalecido por milhares de anos sobre “justiça e inteligência”, havia ampla evidência de que “as classes privilegiadas” eram uma influência “onerosa” da sociedade. Marx copiou quase na íntegra uma das páginas finais de Ancient society sobre as distorções que a propriedade pode gerar. Funcionava com conceitos que o impressionaram profundamente:

[…] desde o advento da civilização, o crescimento da propriedade tem sido tão imenso, suas formas tão diversificadas, seus usos tão expandidos e sua gestão tão inteligente no interesse de seus proprietários, que se tornou, por parte do povo, uma incontrolável potência. A mente humana fica perplexa na presença de sua própria criação. Chegará o tempo, entretanto, em que a inteligência humana se elevará ao domínio da propriedade e definirá as relações do Estado com a propriedade que protege, bem como as obrigações e os limites dos direitos de seus proprietários. Os interesses da sociedade são primordiais para os interesses individuais, e os dois devem ser colocados em relações justas e harmoniosas (MORGAN, 1877, p. 551-552).

Morgan se recusou a acreditar que o “destino final da humanidade” era a mera busca de riquezas. Ele emitiu um aviso severo:

A dissolução da sociedade parece ser o fim de uma carreira para a qual a propriedade é o fim e o objetivo; porque tal carreira contém os elementos de autodestruição. A democracia no governo, a fraternidade na sociedade, a igualdade de direitos e privilégios e a educação universal prenunciam o próximo plano superior da sociedade para o qual a experiência, a inteligência e o conhecimento tendem continuamente. Ele [um plano superior de sociedade ] será um renascimento, em uma forma superior [de sociedade], da liberdade, igualdade e fraternidade das antigas gentes (MORGAN, 1877, p. 551-552.

A “civilização” burguesa, então, foi ela própria uma fase transitória. Surgiu no final de duas longas épocas, o “estado selvagem” e o “estado bárbaro” (os termos correntes na época), que seguiram a abolição das formas comunais de organização social. Essas formas implodiram após o acúmulo de propriedade e riqueza e o surgimento das classes sociais e do Estado. Mas, mais cedo ou mais tarde, a pré-história e a história estavam destinadas a se juntar novamente.

Morgan considerou as sociedades antigas muito democráticas e solidárias. Por enquanto, ele se limitou a uma declaração de otimismo sobre o progresso da humanidade, sem invocar a necessidade de luta política. Marx, no entanto, não previu um renascimento socialista do “mito do nobre selvagem”. Ele nunca esperou por um retorno ao passado, mas − como ele deixou claro ao copiar o livro de Morgan − esperava o advento de uma “forma superior de sociedade” (MARX, [1880-1882], p. 139) baseada em um novo modo de produção e consumo. Isso não aconteceria por meio da evolução mecânica, mas apenas pela luta consciente da classe trabalhadora.

Toda a leitura antropológica de Marx teve uma influência sobre as origens e as funções do Estado. Os trechos retirados de Morgan resumiram seu papel na transição da barbárie para a civilização, enquanto suas notas sobre o Maine se concentraram na análise das relações entre o indivíduo e o Estado (cf. KRADER, [1880-1882], p. 19). Consistente com seus textos teóricos mais significativos sobre o assunto, desde a Crítica da filosofia do direito de Hegel (Critique of Hegel’s Philosophy of Law) (1843) até A Guerra Civil na França (The Civil War in France) (1871), Os cadernos ttnológicos (The ethnological notebooks) também apresentam o Estado como um poder que subjuga a sociedade, uma força que impede a plena emancipação do indivíduo.

Nas notas que escreveu em 1881, Marx destacou o caráter parasitário e transitório do Estado:

Maine ignora o ponto muito mais profundo: que a aparente existência suprema independente do Estado é apenas aparente e que é em todas as suas formas uma excrescência da sociedade; assim como seu próprio aparecimento surge apenas em um determinado estágio de desenvolvimento social, ele desaparece novamente assim que a sociedade atinge um estágio ainda não alcançado (MARX, [1880-1882], p. 329).

Marx seguiu com uma crítica da condição humana sob as circunstâncias históricas dadas. A formação da sociedade civilizada, com sua transição de um regime de propriedade comum para a individual, gerou uma ‘ainda unilateral […] individualidade’ (MARX, [1880-1882], p. 329). Se a “verdadeira natureza [do Estado] aparece apenas quando analisamos seu conteúdo”, ou seja, seus “interesses”, isso mostra que esses interesses “são comuns a certos grupos sociais” e são, portanto, “interesses de classe”. Para Marx, “o Estado é construído sobre classes e pressupõe classes”. Portanto, a individualidade que existe nesse tipo de sociedade é “uma individualidade de classe”, que em última análise é “baseada em pressupostos econômicos” (MARX, [1880-1882], p. 329).
Em Os cadernos etnológicos (The ethnological notebooks), Marx também fez uma série de observações sobre as conotações racistas de muitos dos relatórios antropológicos que estava estudando (cf. KRADER, [1880-1882], p. 37; e GAILEY, 2006, p. 36). Sua rejeição a tal ideologia foi categórica, e ele comentou causticamente os autores que a expressaram dessa forma. Assim, quando Maine usou epítetos discriminatórios, ele firmemente interpôs: “De novo esse absurdo!” Além disso, expressões como o “que o diabo pegue esse jargão ‘ariano’!” (MARX, [1880-1882], p. 324) continuaram recorrentes.

Referindo-se a Java ou How to manage a colony de Money e The Aryan village in India and Ceylon de Phear, Marx estudou os efeitos negativos da presença europeia na Ásia. Ele não estava nem um pouco interessado nas opiniões de Money sobre a política colonial, mas achou seu livro útil pelos detalhes que deu sobre o comércio . Ele adotou uma abordagem semelhante à do livro de Phear, focando principalmente o que ele relatou sobre o Estado em Bengala e ignorando suas fracas construções teóricas.
Os autores que Marx leu e resumiu em Os cadernos etnológicos (The ethnological notebooks) foram todos influenciados − com várias nuances − pelas concepções evolucionistas da época, e alguns também se tornaram defensores firmes da superioridade da civilização burguesa. Mas um exame de Os cadernos etnológicos (The ethnological notebooks) mostra claramente que suas afirmações ideológicas não tiveram influência sobre Marx. As teorias do progresso, hegemônicas no século XIX e amplamente compartilhadas por antropólogos e etnólogos, postularam que os eventos seguiriam um curso predeterminado por causa de fatores externos à ação humana. Uma sequência rígida de etapas teve o mundo capitalista como destino único e uniforme.

No espaço de alguns anos, uma crença ingênua no avanço automático da história também se enraizou na Segunda Internacional. A única diferença com a versão burguesa era a previsão de que um estágio final se seguiria ao inevitável “colapso” do sistema capitalista: a saber, o advento do socialismo (posteriormente definido como “marxista!”). Essa análise não era apenas cognitivamente inadequada; ela produziu uma espécie de passividade fatalista, que se tornou um fator estabilizador da ordem existente e enfraqueceu a ação social e política do proletariado. Opondo-se a essa abordagem que tantos consideravam “científica”, a qual era comum às visões burguesa e socialista de progresso, Marx rejeitou os cantos de sereia de um historicismo de mão única e preservou sua própria concepção complexa, flexível e diversificada. Considerando que, em comparação com os oráculos darwinistas, a voz de Marx pode parecer incerta e hesitante, ele realmente escapou da armadilha do determinismo econômico em que muitos de seus seguidores e continuadores ostensivos tendiam a cair − uma posição anos-luz das teorias que afirmavam tê-los inspirado, o que levaria muitos a uma das piores caracterizações do “marxismo”.

Em seus manuscritos, cadernos e cartas a camaradas e ativistas, Marx perseverou em seus esforços para reconstruir a complexa história da passagem da Antiguidade ao capitalismo. Ele valorizava as informações e os dados históricos, mas não compartilhava dos esquemas rígidos que sugeriam uma sequência inescapável de estágios na história humana.
Marx rejeitou qualquer vinculação rígida das mudanças sociais apenas às transformações econômicas. Em vez disso, ele destacou a especificidade das condições históricas, as múltiplas possibilidades que a passagem do tempo oferecia e a centralidade da intervenção humana na formação da realidade e na realização da mudança (cf. GAILEY, 2006, p. 35 e 44). Essas foram as características salientes da elaboração teórica de Marx nos anos finais de sua vida.

O caso da Rússia e a questão de se contornar o capitalismo
No final de sua vida, Marx olhou para o potencial revolucionário da classe trabalhadora de uma forma menos esquemática do que na época da fundação da Associação Internacional dos Trabalhadores. Na Grã-Bretanha, o capitalismo criou o maior número proporcional de operários de fábrica do mundo (cf. MUSTO, 2015, p. 171-208), que começaram a desfrutar de melhores condições de vida, em parte com base na exploração colonial. Marx estava ciente de que o movimento dos trabalhadores britânicos havia se enfraquecido e sofrido o condicionamento negativo do reformismo sindical (cf. MUSTO, 2014). Portanto, ele acreditava que outros países pareciam mais propensos a produzir uma revolução do que a Grã-Bretanha. As investigações de Marx sobre a Rússia foram úteis para o desenvolvimento de suas ideias sobre esse assunto.

Em fevereiro de 1881, quando o crescente interesse de Marx por formas arcaicas de comunidade o levou a estudar antropólogos contemporâneos, e como suas reflexões constantemente alcançavam além da Europa, um acontecimento fortuito o encorajou a aprofundar seu estudo da Rússia. Ele recebeu uma carta breve, mas intensa e envolvente, da militante populista Vera Zasulich (1848-1919) sobre o futuro da obshchina − a comunidade camponesa russa. Grande admiradora de Marx, ela enfatizou que ele, “melhor do que ninguém”, podia entender a urgência do problema e acrescentou: “[…] até mesmo o destino pessoal de nossos socialistas revolucionários dependia” (ZASULICH, 1984, p. 98-99) de sua resposta. Zasulich, então, resumiu os dois pontos de vista diferentes que surgiram nas discussões:

A comuna rural, livre de exorbitantes cobranças de impostos, pagamento à nobreza e administração arbitrária, pode ser capaz de se desenvolver em uma direção socialista, isto é, organizar gradativamente sua produção e distribuição em bases coletivistas. Nesse caso, o socialista revolucionário deve dedicar todas as suas forças à libertação e ao desenvolvimento da comuna.

Se, no entanto, a comuna está destinada a perecer, tudo o que resta para o socialista, como tal, são cálculos mais ou menos infundados sobre quantas décadas levará para que as terras dos camponeses russos passem para as mãos da burguesia, e quantos séculos levará para o capitalismo na Rússia atingir algo parecido com o nível de desenvolvimento já alcançado na Europa Ocidental (ZASULICH, 1984, p. 98-99).

Zasulich apontou ainda que alguns dos envolvidos na discussão argumentaram que “a comuna rural é uma forma arcaica condenada a perecer pela história, pelo socialismo científico e, em suma, por tudo que está acima do debate”. Aqueles que defendiam essa visão se autodenominavam “discípulos por excelência” de Marx: “Marxistas”. Seu argumento mais forte era frequentemente: “Marx disse”.

A questão colocada por Zasulich chegou no momento certo, exatamente quando Marx estava absorvido no estudo das comunidades pré-capitalistas. Sua mensagem, portanto, o induziu a analisar um caso histórico real de grande relevância contemporânea, intimamente relacionado aos seus interesses teóricos da época. Por quase três semanas, Marx permaneceu imerso em seus papéis, bem ciente de que deveria fornecer uma resposta a uma questão teórica altamente significativa e expressar sua posição sobre uma questão política crucial. Os frutos de seu trabalho foram quatro rascunhos − três deles muito longos e às vezes contendo argumentos contraditórios − e a resposta final que ele enviou a Zasulich.

No primeiro e mais longo dos quatro rascunhos, Marx analisou o que considerou o “único argumento sério” no qual a “dissolução da comuna camponesa russa” deveria ser inevitável. “Voltando muito atrás, a propriedade comunal de um tipo mais ou menos arcaico podia ser encontrada em toda a Europa Ocidental; em todos os lugares ele desapareceu com o aumento do progresso social. Por que deveria ser capaz de escapar do mesmo destino apenas na Rússia?” (MARX, 1874-1883, p. 349). Em sua resposta, Marx repetiu que ele “[…] não levaria este argumento em consideração, exceto na medida em que é baseado em experiências europeias” (MARX, 1874-1888, p. 365). Com a relação à Rússia:

Se a produção capitalista deve estabelecer seu domínio na Rússia, a grande maioria dos camponeses, ou seja, do povo russo, deve ser convertida em assalariados e, consequentemente, expropriada pela abolição antecipada de sua propriedade comunista. Mas, em qualquer caso, o precedente ocidental não provaria absolutamente nada! (MARX, 1874-1888, p. 361).

Marx não excluiu a possibilidade de que a comuna rural se desintegrasse e encerrasse sua longa existência. Mas se isso acontecesse, não seria por causa de alguma predestinação histórica (cf. também SHANIN, 1984, p. 16). Referindo-se a seus próprios seguidores que argumentavam que o advento do capitalismo era inevitável, ele comentou com Zasulich com seu típico sarcasmo: “Os ‘marxistas’ russos de quem você fala são completamente desconhecidos para mim. Até onde sei, os russos com quem estou em contato pessoal têm pontos de vista diametralmente opostos” (MARX, 1874-1888, p. 361).

Essas constantes referências às experiências ocidentais foram acompanhadas por uma observação política de grande valor. Considerando que, no início dos anos 1850, em seu artigo do New-York Tribune, “Os resultados futuros do domínio britânico na Índia” (“The future results of British rule in India”) (1853), ele sustentou que “[…] a Inglaterra tem de cumprir uma dupla missão na Índia: uma destrutiva, a outra regenerando a aniquilação da velha sociedade asiática e lançando as bases materiais da sociedade ocidental na Ásia […]” (MARX, 1853-1854, p. 217-218), houve uma mudança evidente de perspectiva em suas reflexões sobre a Rússia.

Já em 1853, ele não tinha ilusões sobre as características básicas do capitalismo. Marx sabia muito bem que a burguesia nunca “[…] realizou um progresso sem arrastar indivíduos e povo através do sangue e da sujeira, da miséria e da degradação” (MARX, 1853-1854, p. 221). Mas ele também estava convencido de que, por meio do comércio mundial, do desenvolvimento das forças produtivas e da transformação da produção em algo cientificamente capaz de dominar as forças da natureza, “[…] a indústria e o comércio burgueses [haviam] criado as condições materiais de um novo mundo” (MARX, 1853-1854, p. 222).

Leituras limitadas e às vezes superficiais viram isso como evidência do eurocentrismo ou orientalismo de Marx, mas na realidade não refletia mais do que uma visão parcial e ingênua do colonialismo sustentada por um homem que escreveu um artigo jornalístico com apenas 35 anos de idade. Em nenhuma parte das obras de Marx há a sugestão de uma distinção essencialista entre as sociedades do Oriente e do Ocidente. Em 1881, após três décadas de profunda pesquisa teórica e observação cuidadosa das mudanças na política internacional, para não falar de suas enormes sinopses nos Os cadernos etnológicos (The ethnological notebooks), ele tinha uma visão bastante diferente da transição das formas comunais do passado para o capitalismo. Assim, referindo-se às “Índias Orientais”, ele observou: ”

Todos, exceto Sir Henry Maine e outros de sua laia, percebem que a supressão da propriedade comunal de terras não foi nada além de um ato de vandalismo inglês, empurrando o povo nativo não para a frente, mas para trás” (MARX, 1874-1888, p. 365). Tudo o que os britânicos “[…] conseguiram fazer foi arruinar a agricultura nativa e dobrar o número e a gravidade das fomes” (MARX, 1874-1888, p. 368).

Assim, a obshchina russa não estava predestinada a sofrer o mesmo destino que formas semelhantes da Europa Ocidental nos séculos anteriores, onde “[…] a transição de uma sociedade fundada na propriedade comunal para uma sociedade fundada na propriedade privada” (MARX, 1874-1888, p. 367) era mais ou menos uniforme. À pergunta se isso era inevitável na Rússia, Marx respondeu secamente: “Certamente não”. Para Marx, o campesinato “[…] pode, assim, incorporar as aquisições positivas planejadas pelo sistema capitalista sem passar por suas forcas caudinas” (MARX, 1874-1888, p. 368). Dirigindo-se àqueles que negavam a possibilidade de saltos e viam o capitalismo como um palco indispensável também para a Rússia, Marx perguntou ironicamente se a Rússia teve “[…] que passar por um longo período de incubação na indústria de engenharia […] a fim de utilizar máquinas, motores a vapor, ferrovias, etc.”. Da mesma forma, não teria sido possível “[…] introduzir num piscar de olhos todo o mecanismo de troca (bancos, instituições de crédito, etc.) que o Ocidente levou séculos para conceber?”” (MARX, 1874-1888, p. 349).

Marx criticou o “isolamento” das comunas agrícolas arcaicas, pois, fechadas em si mesmas e sem contato com o mundo exterior, eram politicamente falando a forma econômica mais condizente com o regime czarista reacionário: “A falta de conexão entre a vida de uma comuna e a das outras, este microcosmo localizado, […] sempre dá origem ao despotismo central para além das comunas” (MARX, 1874-1888, p. 353). Marx certamente não mudou seu complexo julgamento crítico sobre as comunas rurais na Rússia, e a importância do desenvolvimento individual e da produção social permaneceu intacta em sua análise. Ele não se convenceu de repente de que as comunas rurais arcaicas eram um lócus de emancipação mais avançado para o indivíduo do que as relações sociais existentes sob o capitalismo. Ambos permaneceram distantes de como ele concebia a sociedade comunista.

Os rascunhos da carta de Marx a Zasulich não mostram nenhum vislumbre da ruptura dramática com suas posições anteriores que alguns estudiosos detectaram. Marx não sugeriu, como uma questão de princípio teórico, que a Rússia ou outros países onde o capitalismo ainda estava subdesenvolvido deviam se tornar o lócus especial para o início da revolução; nem pensava que os países com um capitalismo mais atrasado estivessem mais próximos do objetivo do comunismo do que outros com um desenvolvimento produtivo mais avançado. Para ele, rebeliões esporádicas ou lutas de resistência não devem ser confundidas com o estabelecimento de uma nova ordem socioeconômica de base comunista. A possibilidade que ele considerou em um momento muito particular da história da Rússia, quando surgiram oportunidades favoráveis para uma transformação progressiva das comunas agrárias, não poderia ser elevada a um modelo mais geral. A Argélia governada pela França ou a Índia britânica, por exemplo, não exibiam as condições especiais que a Rússia tinha naquela conjuntura histórica particular, e a Rússia do início da década de 1880 não podia ser comparada com o que poderia acontecer lá no futuro. O novo elemento no pensamento de Marx foi uma abertura teórica cada vez maior, que lhe permitiu considerar outros caminhos possíveis para o socialismo que ele nunca havia levado a sério ou considerado inatingíveis.

O que Marx escreveu é muito semelhante ao que Nikolai Chernyshevsky (1828-1889) havia escrito no passado. Essa alternativa era possível e, certamente, era mais adequada ao contexto socioeconômico da Rússia do que “[…] agricultura capitalizada no modelo inglês” (MARX, 1874-1888, p. 358). Mas ela poderia sobreviver apenas se “o trabalho coletivo suplantasse o trabalho por parcela − a fonte de apropriação privada”. Para que isso acontecesse, eram necessárias duas coisas: “[…] a necessidade econômica de tal mudança e as condições materiais para realizá-la” (MARX, 1874-1888, p. 356). O fato de a comuna agrícola russa ser contemporânea do capitalismo na Europa ofereceu a ela “[…] todas as condições necessárias para o trabalho coletivo” (MARX, 1874-1888, p. 356), enquanto a familiaridade do camponês com o artel facilitaria a verdadeira transição para o “trabalho cooperativo” (MARX, 1874-1888, p. 356).

Marx voltou a temas semelhantes em 1882. Em janeiro, no “Prefácio à segunda edição russa do Manifesto do Partido Comunista”, de sua coautoria com Engels, o destino da comuna rural russa está ligado às lutas do proletariado na Europa Ocidental:

Na Rússia encontramos, face a face com a fraude capitalista em rápido desenvolvimento e a propriedade da terra burguesa, que está apenas começando a se desenvolver, mais da metade das terras possuídas em comum pelos camponeses. Agora a questão é: pode a obshchina russa, uma forma de propriedade comum primordial da terra, mesmo se muito minada, passar diretamente para a forma superior de propriedade comum comunista? Ou deve, ao contrário, primeiro passar pelo mesmo processo de dissolução que constitui o desenvolvimento histórico do Ocidente? A única resposta possível hoje é esta: se a Revolução Russa se tornar o sinal para uma revolução proletária no Ocidente, de forma que as duas se complementem, a atual propriedade comum russa da terra pode servir de ponto de partida para o desenvolvimento comunista (MARX, 1874-1888, p. 426).

A tese básica que Marx frequentemente expressara no passado permanecia a mesma, mas agora suas ideias estavam mais relacionadas com o contexto histórico e os vários cenários políticos que eles abriram.

As considerações densamente discutidas de Marx sobre o futuro da obshchina são polos distantes da equação do socialismo com as forças produtivas − uma concepção que envolve tons nacionalistas e simpatia pelo colonialismo, que se afirmou dentro da Segunda Internacional e dos partidos social-democratas. Eles também diferem profundamente do suposto “método científico” de análise social preponderante no século XX no movimento comunista internacional.

Compreendendo a história mundial e a oposição ao colonialismo no norte da África
Entre o outono de 1881 e o inverno de 1882, uma grande parte das energias intelectuais de Marx foi para os estudos históricos. Ele trabalhou intensamente nos Extratos cronológicos (Chronological extracts), uma linha do tempo anotada ano a ano de eventos mundiais a partir do primeiro século a.C., resumindo suas causas e características salientes.
Marx queria testar se suas concepções eram bem fundamentadas à luz dos principais desenvolvimentos políticos, militares, econômicos e tecnológicos do passado. Por algum tempo, ele tinha consciência de que o esquema de progressão linear através dos “modos de produção asiáticos, antigos, feudais e modernos da burguesia” (MARX, 1857-1861, p. 263), que ele havia desenhado no Prefácio a Uma contribuição para a crítica da economia política (A contribution to the critique of political economy) (1859), era completamente inadequado para uma compreensão do movimento da história, e que era realmente aconselhável evitar qualquer filosofia da história. O frágil estado de saúde o impediu de realizar outro encontro com os manuscritos inacabados de O capital. Ele provavelmente pensou que havia chegado a hora de voltar sua atenção novamente para a história mundial, particularmente a questão-chave da relação entre o desenvolvimento do capitalismo e o nascimento dos Estados modernos.

Marx baseou-se particularmente em dois textos principais para sua cronologia. O primeiro foi a História dos povos da Itália (History of the peoples of Italy) (1825), do historiador italiano Carlo Botta (1766-1837); e o segundo foi a amplamente lida e aclamada História mundial para o povo alemão (World history for the German people) (1844-1857), de Friedrich Schlosser (1776-1861), que em vida foi considerado o principal historiador alemão. Marx preencheu quatro grossos cadernos com anotações sobre essas duas obras, em uma caligrafia, quase ilegível, ainda menor do que de costume. As capas trazem os títulos que Engels lhes deu quando estava examinando a propriedade de seu amigo: “Extratos cronológicos. I: 96 a c. 1320; II: c. 1300 a c. 1470; III: c. 1470 a c. 1580; IV: c. 1580 a c. 1648”. Em alguns casos, Marx acrescentou considerações críticas sobre figuras significativas ou apresentou suas próprias interpretações de eventos históricos importantes, a partir dos quais podemos inferir sua discordância com a fé no progresso e os julgamentos morais expressos por Schlosser. Essa nova imersão na história não parou na Europa, mas se estendeu à Ásia, ao Oriente Médio, ao mundo islâmico e às Américas.

No primeiro caderno de seus Extratos cronológicos, baseando-se principalmente em Botta, Marx preencheu 143 páginas com uma cronologia de alguns dos principais eventos entre 91 a.C. e 1370 d.C. Começando com a Roma antiga, ele passou a considerar a queda do Império Romano, a ascensão da França, a importância histórica de Carlos Magno (742-814), o Império Bizantino e as várias características e desenvolvimento do feudalismo. Após a publicação de O capital, volume um, Marx já havia se ocupado várias vezes com a Idade Média, e seu conhecimento sobre ela havia aumentado consideravelmente em 1868, quando ele se interessou por questões históricas e agrícolas e compilou cadernos de trechos de obras de vários autores nesses campos. Particularmente importante para ele foi a Introdução à História constitutiva do marco, fazenda, vila, cidade e autoridade pública alemã (Introduction to the constitutive history of the German mark, farm, village, town and public authority) (1854) pelo teórico político e historiador jurídico Georg von Maurer.

Marx disse a Engels que considerou os livros de Maurer ”extremamente significativos”, uma vez que abordavam de uma forma totalmente diferente, “[…] não apenas a era primitiva, mas também todo o desenvolvimento posterior das cidades imperiais livres, dos proprietários de terras com imunidade, da autoridade pública, e da luta entre o campesinato livre e a servidão” (MARX, 1864-1868, p. 557). Marx anotou atentamente tudo o que pôde ser útil para ele na análise dos sistemas tributários em vários países e épocas. Ele também teve grande interesse no papel especial da Sicília, nas margens do mundo árabe e da Europa, e nas repúblicas marítimas italianas e sua importante contribuição para o desenvolvimento do capitalismo mercantil. Finalmente, enquanto consultava outros livros que o ajudaram a integrar as informações fornecidas por Botta, Marx escreveu muitas páginas de notas sobre a conquista islâmica na África e no Oriente, as Cruzadas e os califados de Bagdá e Mosul.

No segundo caderno, compreendendo 145 páginas no período de 1308 a 1469, Marx continuou a transcrever notas sobre as cruzadas finais na “Terra Santa”. No entanto, a parte mais extensa novamente dizia respeito às repúblicas marítimas italianas e aos avanços econômicos na Itália, que Marx pensava como o início do capitalismo moderno. Também com base em Maquiavel, ele resumiu os principais acontecimentos nas lutas políticas da República de Florença. Ao mesmo tempo, com base na História Mundial de Schlosser para o Povo Alemão, Marx se debruçou sobre a situação política e econômica alemã nos séculos XIV e XV, bem como a história do Império Mongol durante e após a vida de Gengis Khan.

No terceiro caderno, de 141 páginas, Marx tratou dos principais conflitos políticos e religiosos do período de 1470 a c. 1580. Ele teve um interesse especial no confronto entre a França e a Espanha, as lutas dinásticas tumultuadas da monarquia inglesa, e a vida e influência de Girolamo Savonarola (1452-1498). Claro, ele também refez a história da Reforma Protestante, observando o apoio dado a ela pela classe burguesa emergente.
Finalmente, no quarto caderno de 117 páginas, Marx enfocou principalmente os numerosos conflitos religiosos na Europa entre 1580 e 1648. A seção mais longa tratou da Alemanha antes da eclosão da Guerra dos Trinta Anos (1618-1648) e fez uma análise profunda deste período. Marx discorreu sobre os papéis do rei sueco Gustavus Adolphus (1594-1632), do cardeal Richelieu (1585-1642) e do cardeal Mazarin (1602-1661). Uma seção final é dedicada à Inglaterra após a morte de Elizabeth I (1533-1603).

Apesar de a Europa estar compreensivelmente no centro desses estudos, os quatro cadernos preenchidos durante esse período continham várias referências a países não europeus. Assim como em seus estudos econômicos, o velho continente não foi a única preocupação da pesquisa de Marx. Ele provavelmente deixou de lado o projeto de completar os Extratos cronológicos por causa dos graves problemas de saúde que estava sofrendo e, em fevereiro de 1882, foi convencido por seus amigos e médicos a visitar Argel para curar sua bronquite severa.

Nesse período, Marx também teve uma forte posição anticolonial. Na guerra de 1882, que se opôs às forças egípcias comandadas por Ahmad Urabi (1841-1911) e às tropas do Reino Unido, ele não poupou aqueles que se mostravam incapazes de manter uma posição de classe autônoma, e advertiu que isso era absolutamente necessário para os trabalhadores se oporem às instituições e à retórica do Estado. Quando Joseph Cowen (1829-1900), um MP e presidente do Congresso Cooperativo − Marx o considerava “o melhor dos parlamentares ingleses” −, justificou a invasão britânica do Egito, Marx expressou sua total desaprovação. Acima de tudo, ele criticou o governo britânico: “Muito bom! Na verdade, não poderia haver exemplo mais flagrante de hipocrisia cristã do que a ‘conquista’ do Egito − conquista no meio da paz!”

Mas Cowen, em um discurso em 8 de janeiro de 1883 em Newcastle, expressou sua admiração pela “façanha heroica dos britânicos” e pelo “deslumbramento de nossa parada militar”; ele também “não poderia deixar de sorrir com a pequena perspectiva fascinante de todas aquelas posições ofensivas fortificadas entre o Atlântico e o Oceano Índico e, na barganha, um ‘Império Africano-Britânico’ do Delta ao Cabo”. Era o “estilo inglês”, caracterizado pela “responsabilidade”, pelo “interesse doméstico”. Em política externa, concluiu Marx, Cowen era um exemplo típico dos “[…] pobres burgueses britânicos, que gemem ao assumirem cada vez mais ‘responsabilidades’ no serviço de sua missão histórica, enquanto protestam em vão contra ela” (MARX, 1880-1883a, p. 422-423).

Conclusões
Por meio de seu estudo das mudanças sociais e políticas nos Estados Unidos e na Rússia, suas esperanças de um fim à opressão colonial, sua análise do capitalismo e especulações sobre a próxima crise econômica possível, Marx observou constantemente os sinais de conflito social se desenvolvendo em todas as latitudes ao redor do mundo. Ele tentou acompanhar esses sinais onde quer que surgissem. Não sem razão, poderia dizer de si mesmo: “Sou um cidadão do mundo e ajo onde quer que esteja” (LAFARGUE, 1957, p. 73). Os últimos anos de sua vida não desmentiram esse modo de existência.

Os trabalhos finais de Marx foram certamente difíceis, mas também foram importantes teoricamente. Em contraste com o autor deturpado por seus biógrafos por tanto tempo, Marx não havia exaurido sua curiosidade intelectual e parado de trabalhar. De 1879 a 1882, ele não apenas continuou suas pesquisas, mas também as estendeu a novas disciplinas. Além disso, Marx examinou novos conflitos políticos (como a luta do movimento populista na Rússia após a abolição da servidão, a oposição à opressão colonial na Argélia, Egito e Índia, ou a discriminação contra trabalhadores migrantes chineses na Califórnia); novas questões teóricas (como formas comunais de propriedade em sociedades pré-capitalistas, a possibilidade de revolução socialista em países não capitalisticamente desenvolvidos ou o nascimento do Estado moderno); e novas áreas geográficas (como Rússia, Norte da África ou Índia).

A investigação dessas questões permitiu-lhe desenvolver conceitos mais matizados, influenciados pelas particularidades de países fora da Europa Ocidental. A publicação de materiais até então desconhecidos de Marx (cf. MUSTO, 2007; 2020a). juntamente a interpretações inovadoras de sua obra, está abrindo novos horizontes de pesquisa e demonstrando, mais claramente do que no passado, sua capacidade de examinar as contradições da sociedade capitalista em escala global e em esferas além do conflito entre capital e trabalho. É também claro que Marx sempre destacou a especificidade das condições históricas e a centralidade da intervenção humana na formação da realidade e na realização da mudança e, portanto, sua diferença com muitos “marxismos” dogmáticos do século XX.

Os avanços da pesquisa, juntamente às condições políticas alteradas, sugerem que a renovação da interpretação do pensamento de Marx é um fenômeno destinado a continuar. Publicações recentes têm mostrado que Marx se aprofundou em muitos assuntos − muitas vezes subestimados, ou mesmo ignorados, pelos estudiosos de sua obra − que estão adquirindo importância crucial para a agenda política de nosso tempo. Entre eles, estão a questão ecológica, a migração, a crítica do nacionalismo, a liberdade individual na esfera econômica e política, a emancipação do gênero, o potencial emancipatório da tecnologia e as formas de propriedade coletiva não controladas pelo Estado. Ainda há muito a aprender com Marx (cf. MUSTO, 2020b). Hoje é possível fazer isso não apenas estudando o que ele escreveu em suas obras publicadas, mas também as questões e dúvidas contidas em seus manuscritos inacabados.

References
1. Uma seção das notas de Marx sobre Kovalevsky, que inclui algumas das citações fornecidas aqui, ainda não foi traduzida para o inglês.
2. Anderson (2010, p. 223-224) sugeriu que a diferença com a Índia se deve em parte ao fato de que “a Índia foi colonizada em um período posterior por uma potência capitalista avançada, a Grã-Bretanha, que ativamente tentou criar propriedade privada individual nas aldeias)”.
3. Ver Marx (1975, p. 388). As palavras adicionadas por Marx estão entre aspas simples. Kevin Anderson (2010, p. 233) oas relacionou ao significado das “formas comunais da Índia” para Marx como “locais potenciais de resistência ao colonialismo e ao capital”.
4. O ato pelo qual um homem livre se coloca em uma relação de dependência (implicando certas obrigações de serviço) de um poder superior em troca de “proteção” ou reconhecimento de sua propriedade na terra.
5. Para uma análise das posições de Kovalevsky e de certas diferenças com as de Marx, consulte o capítulo “Kovalevsky sobre a comunidade da aldeia e propriedade da terra no Oriente”, em Krader (1975, p. 190-213), e Hudis (2010, p. 84). As palavras entre colchetes são de Marx.
6. As palavras entre aspas simples são dos Annales de Assemblée Nationale, VIII, Paris, 1873, incluídos no livro de Kovalevsky.
7. De acordo com Anderson (2010, p. 216 e 218), “essas passagens indicam uma mudança da visão [Marx] de 1853 da passividade indiana em face da conquista”; ele “muitas vezes ridiculariza ou exclui […] passagens de Sewell retratando a conquista britânica da Índia como uma luta heroica contra a barbárie asiática”. Desde os artigos sobre a revolta dos Sepoys, que Marx publicou no New-York Tribune em 1857, sua “simpatia” pela resistência indiana “apenas aumentou”.
8. Marx se referia à Segunda Guerra Afegã (1878-1880) e ao conflito sangrento na África do Sul conhecido como Guerra Anglo-Zulu (1879).
9. Este título foi dado postumamente por Lawrence Krader (1919-1998), o editor desses manuscritos. No entanto, o conteúdo desses estudos está mais relacionado à antropologia.
10. As partes de Phear e Maine foram incluídas em Marx (1972, p. 243-336).
11. De acordo com Bloch (1983), Marx queria antes de tudo “reconstruir uma história geral e uma teoria da sociedade para explicar o surgimento do capitalismo”.
12. A gens era uma unidade “[…] consistindo em parentes de sangue com uma descendência comum […]”, ver Morgan (1877, p. 35).
13. Neste trabalho, Engels realmente publicou alguns dos comentários de Marx sobre o livro de Morgan.
14. Cf. Dunayevskaya (1991, p. 173): “Marx […] mostrou que os elementos de opressão em geral, e das mulheres em particular, surgiram de dentro do comunismo primitivo, e não apenas relacionados à mudança do ‘matriarcado’”.
15. Cf. Brown (2013, p. 172): “Na Grécia antiga […] as mulheres eram claramente oprimidas, mas, para Marx, sua mitologia tinha o potencial de ilustrar para elas […] o quanto elas poderiam ser mais livres”.
16. Brown (2013) compilou diligentemente muitas outras considerações que atraíram a atenção de Marx.
17. Brown (2013, p. 123, 104, 164 e 136). Id., ibid., p. 123 e 104; id., ibid., p. 164 e 136. Veja Godelier (1977a, p. 67-68 e 101-102).
18. As palavras entre colchetes foram adicionadas por Marx. Ver Marx([1880-1882], p. 139).
19. Ver Godelier (1977b, p. 124). Para uma crítica de qualquer possível “retorno a um estado original de unidade”, ver Webb (2000).
20. Engels erroneamente acreditava que as posições políticas de Morgan eram muito progressistas. Veja, por exemplo, Friedrich Engels para Friedrich Adolph Sorge, 7 de março de 1884, onde ele escreveu que a Sociedade Antiga foi “uma exposição magistral dos tempos primitivos e seu comunismo. [Morgan] redescobriu a teoria da história de Marx por conta própria, […] tirando inferências comunistas em relação aos dias atuais” (ENGELS, 1883-1886, p. 115-116). Marx nunca se expressou nesses termos. Sobre o pensamento do antropólogo americano, ver Moses (2009).
21. De acordo com Krader ([1880-1882, p. 14): “Marx deixou claro, ao contrário de Morgan, que esse processo de reconstituição ocorrerá em outro nível que o antigo, que é um esforço humano, do homem para e por si mesmo, que os antagonismos da civilização são não estáticos ou passivos, mas são constituídos por interesses sociais que se articulam a favor e contra o resultado da reconstituição, e esta será determinada de forma ativa e dinâmica”. Como Godelier (2012, p. 78) apontou, em Marx nunca houve qualquer “’ideia de um primitivo’ El Dorado”. Ele nunca se esqueceu de que nas “sociedades sem classes” primitivas havia “pelo menos três formas de desigualdade: entre homens e mulheres, entre as gerações mais velhas e mais novas, e entre autóctones e estrangeiros”.
22. Neste trabalho, Marx analisou a “oposição” entre “sociedade civil” e “o Estado”. O Estado não está “dentro” da sociedade, mas fica “contra ela”. “Na democracia, o Estado como particular é meramente particular. […] Os franceses interpretaram isso recentemente como significando de que na verdadeira democracia o Estado político é aniquilado. Isso é correto na medida em que o Estado político […] não passa mais para o todo” (MARX, 1843-1844, p. 30). Sobre o ‘jovem Marx’ ver também Musto (2019).
23. Trinta anos depois, a crítica é mais contundente: “No mesmo ritmo em que o progresso da indústria moderna se desenvolveu, se alargou, intensificou o antagonismo de classe entre capital e trabalho, o poder do Estado assumiu cada vez mais o caráter de poder nacional de capital sobre o trabalho, de uma força pública organizada para a escravidão social, de uma máquina de despotismo de classe” (MARX, 1870-1871, p. 329). Ver também Musto (2005, p. 161-178).
24. Ver Tichelman (1983, p. 18). Ver também a visão de Engels sobre o dinheiro: “Seria uma coisa boa se alguém se desse ao trabalho de lançar luz sobre a proliferação do estado socialismo, recorrendo a um exemplo extremamente florescente da prática em Java. Todo o material encontra-se em Java, How to Manage a Colony […]. Aqui se vê como os holandeses, com base no comunismo secular das comunidades, organizaram a produção para o benefício do Estado e garantiram que o povo desfrutasse do que é, em sua própria avaliação, uma existência bastante confortável; a consequência é que as pessoas são mantidas em um estado de estupidez primitiva e o tesouro holandês arrecada 70 milhões de marcos por ano“ (cf. ENGELS, 1883-1886, p. 102-103, Friedrich Engels a Karl Kautsky, 16 de fevereiro de 1884).
25. Walicki (1969, p. 192) observa corretamente que os estudos de Marx sobre a Sociedade Antiga de Morgan “permitiram-lhe olhar de novo para o populismo russo, que era então a tentativa mais significativa de encontrar o que há de mais novo no mais antigo”.
26. Ver, por exemplo, Said (1995, p. 153-156). Said (1935-2003) não apenas argumentou que “as análises econômicas de Marx são perfeitamente ajustadas […] a um empreendimento orientalista padrão”, mas também insinuou que dependiam da “distinção milenar entre Oriente e Ocidente” (SAID, 1995, p. 154). Na realidade, a leitura de Said da obra de Marx foi unilateral e superficial. O primeiro a revelar as falhas em sua interpretação foi Sadiq Jalal al-Azm (1934-2016) que, no artigo “Orientalism and orientalism”, escreveu: ‘”Este relato das visões e análises de Marx de processos e situações históricas altamente complexas é uma farsa. […] não há nada específico para a Ásia ou o Oriente no ‘corpo da obra’ de Marx” (AL-AZM, 1980, p. 14-15). No que diz respeito a “capacidades produtivas, organização social, ascendência histórica, poder militar e desenvolvimento tecnológico, […] Marx, como qualquer outra pessoa, sabia da superioridade da Europa moderna sobre o Oriente. Mas acusá-lo […] de transformar este fato contingente em uma realidade necessária para sempre é simplesmente absurdo” (AL-AZM, 1980, p. 15-16). Da mesma forma, Ahmad (1992) bem demonstrou, como Said, “citações descontextualizadas” da obra de Marx, com pouco sentido para o que a passagem em questão representava, simplesmente para encaixá-las em seu “arquivo orientalista” (AHMAD, 1992, p. 231 e 223). Sobre as limitações dos artigos jornalísticos de Marx de 1853, ver Lindner (2010, p. 27-41).
27. Para Hobsbawm (1964, p. 50): “A crescente preocupação de Marx com o comunalismo primitivo: seu ódio e desprezo crescentes pela sociedade capitalista. […] Parece provável que Marx, que antes havia saudado o impacto do capitalismo ocidental como uma força desumana, mas historicamente progressiva, nas estagnadas economias pré-capitalistas, ficou cada vez mais chocado com essa desumanidade “.
29. Veja as interpretações de Wada (1984, p. 60), nas quais é argumentado que os rascunhos mostraram uma “mudança significativa” desde a publicação de O capital em 1867. Da mesma forma, Dussel (1990) falou de uma “mudança de curso” (WADA, 1984, p. 260, 268-269). Outros autores sugeriram uma leitura “terceiro-mundista” do falecido Marx, em que os sujeitos revolucionários não são mais os trabalhadores da fábrica, mas as massas do campo e da periferia. Reflexões e várias interpretações sobre essas questões também podem ser encontradas em Melotti (1977); Mohri (1979, p. 32-43); e Tible (2018).
30. Veja Sawer (1977, p. 67): “O que aconteceu, em particular na década de 1870, não foi que Marx mudou de ideia sobre o caráter das comunidades das aldeias, ou decidiu que elas podiam servir de base para o socialismo como eram; em vez disso, ele chegou a considerar a possibilidade de que as comunidades pudessem ser revolucionadas não pelo capitalismo, mas pelo socialismo. […] Ele parece ter nutrido seriamente a esperança de que, com a intensificação da comunicação social e a modernização dos métodos de produção, o sistema de vilas pudesse ser incorporado a uma sociedade socialista. Em 1882, isso ainda parecia a Marx uma alternativa genuína para a desintegração completa da obshchina sob o impacto do capitalismo”.
31. Cf. Venturi (1972, p. XLI): “Em suma, Marx acabou aceitando as ideias de Chernyshevsky”. Isso é semelhante à visão de Walicki (1969) em Controversy over capitalismo: “O raciocínio de Marx tem muita semelhança com a Crítica dos preconceitos filosóficos contra a propriedade comunal da terra de Chernyshevsky”. Se os populistas tivessem sido capazes de ler os rascunhos preliminares da carta a Zasulich, “[…] eles sem dúvida teriam visto neles uma justificativa confiável e inestimável de suas esperanças” (VENTURI, 1972, p. 189).
32. A forma artel de associação cooperativa, de origem tártara, baseava-se em laços consanguíneos e atendia à responsabilidade coletiva de seus associados perante o Estado e terceiros.
33. Segundo Walicki (1969, p. 180), o breve texto de 1882 “reafirmou a tese de que o socialismo tem uma chance melhor nos países altamente desenvolvidos, mas ao mesmo tempo pressupõe [d] que o desenvolvimento econômico dos países atrasados pode ser essencialmente modificado sob a influência das condições internacionais”.
34. Veja, ao contrário, Musto (2008, p. 3-32).
35. Veja Krätke (2018, p. 123) que, em sua reconstrução desses quatro cadernos, argumenta que Marx concebeu o nascimento dos Estados modernos como um processo relacionado ao “[…] desenvolvimento do comércio, agricultura, mineração, fiscalismo e infraestrutura espacial”. Krätke (2018, p. 92) também argumentou que Marx compilou essas notas na crença de longa data de que ele estava “[…] dando ao movimento socialista uma base científica social sólida em vez de uma filosofia política”.
36. Em alguns casos, o conteúdo dos cadernos difere ligeiramente das datas indicadas por Engels. A única parte publicada compreende aproximadamente um sexto do total do terceiro e do quarto cadernos, sendo a maior parte das páginas retiradas deste último. Esses materiais apareceram em 1953, em uma antologia sem referências textuais preparada por Harich (1953). Oito anos depois, o título mudou para Karl Marx e Friedrich Engels, Über Deutschland und die deutsche Arbeiterbewegung. As seções extraídas dos Chronological extracts estão incluídas no Band 1: Von der Frühzeit bis zum 18. Jahrhundert. Berlim: Dietz, 1973. p. 285-516.
37. Krätke (2018, p. 104) argumentou que “Marx não deu espaço ao eurocentrismo; ele considerou a história mundial de forma alguma, sinônimo de ’história europeia’”.
38. Veja o publicado recentemente MARX, Karl. Exzerpte aus Georg Ludwig von Maurer: Einleitung zur Geschichte der Mark-, Hof-, Dorf- und Stadt-Verfassung und der öffentlichen Gewalt. MEGA2, v. IV/18, p. 542-559, p. 563-577, p. 589-600.
39. Sobre o estudo de Marx sobre a obra de Maurer, veja Saito (2017, p. 264-265).
40. Krätke (2018, p. 111) sustentou que Marx situou “[…] os primórdios do capitalismo moderno […]” no “[…] desenvolvimento econômico das cidades-repúblicas italianas no final do século XIII”.
41. Krätke (2018, p. 112) argumentou que a queda do Estado mongol “[…] convida [d] Marx a refletir sobre os limites do poder político sobre vastos territórios”.
42. As partes desses extratos publicados na edição de Harich em 1953 totalizaram mais de 90 páginas: ver Marx e Engels (1978, p. 424-516).
43. Krätke (2018, p. 6) afirmou que o quarto caderno dos Extratos cronológicos mostra “a força de Marx como um cientista social historicamente bem informado, que facilmente alterna do desenvolvimento interno de países específicos para as principais políticas europeias e internacionais sem, no entanto, perder de vista os fundamentos econômicos do todo”. Junto aos quatro cadernos de trechos de Botta e Schlosser, Marx compilou outro caderno com as mesmas características, contemporâneo dos demais e relacionado à mesma pesquisa. Ele usou a História da República de Florença (1875) de Gino Capponi (1792-1876) e a História do povo inglês (1877) de John Green (1837-1883). O estado flutuante de sua saúde não lhe permitiu avançar mais. Suas anotações pararam com as crônicas da Paz de Westfália, que pôs fim à Guerra dos Trinta Anos em 1648.
44. A guerra de 1882 terminou com a batalha de Tell al-Kebir (13 de setembro de 1882), que pôs fim à chamada revolta de Urabi, iniciada em 1879, e permitiu aos britânicos estabelecer um protetorado sobre o Egito.

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Preface

1. Which Marx?
The return to Marx following the economic crisis of 2008 has been distinct from the renewed interest in his critique of economics. Many authors, in a whole series of newspapers, journals, books and academic volumes, have observed how indispensable Marx’s analysis has proved to be for an understanding of the contradictions and destructive mechanisms of capitalism. In the last few years, however, there has also been a reconsideration of Marx as a political figure and theorist.

The publication of previously unknown manuscripts in the German MEGA2 edition, along with innovative interpretations of his work, have opened up new research horizons and demonstrated more clearly than in the past his capacity to examine the contradictions of capitalist society on a global scale and in spheres beyond the conflict between capital and labour. It is no exaggeration to say that, of the great classics of political, economic and philosophical thought, Marx is the one whose profile has changed the most in the opening decades of the twenty-first century.

As it is well known, Capital remained unfinished because of the grinding poverty in which Marx lived for two decades and because of his constant ill health connected to daily worries. But Capital was not the only project that remained incomplete. Marx’s merciless self-criticism increased the difficulties of more than one of his undertakings and the large amount of time that he spent on many projects he wanted to publish was due to the extreme rigor to which he subjected all his thinking. When Marx was young, he was known among his university friends for his meticulousness. There are stories that depict him as somebody who refused ‘to write a sentence if he was unable to prove it in ten different ways’. This is why the most prolific young scholar in the Hegelian Left still published less than many of the others. Marx’s belief that his information was insufficient, and his judgements immature, prevented him from publishing writings that remained in the form of outlines or fragments. But this is also why his notes are extremely useful and should be considered an integral part of his oeuvre. Many of his ceaseless labours had extraordinary theoretical consequences for the future.

This does not mean that his incomplete texts can be given the same weight of those that were published. One should distinguish five types of writings: published works, their preparatory manuscripts, journalistic articles, letters, and notebooks of excerpts. But distinctions must also be made within these categories. Some of Marx’s published texts should not be regarded as his final word on the issues at hand. For example, the Manifesto of the Communist Party was considered by Friedrich Engels and Marx as a historical document from their youth and not as the definitive text in which their main political conceptions were stated. Or it must be kept in mind that political propaganda writings and scientific writings are often not combinable. These kinds of errors are very frequent in the secondary literature on Marx. Not to mention the absence of the chronological dimension in many reconstructions of his thought.

The texts from the 1840s cannot be quoted indiscriminately alongside those from the 1860s and 1870s, since they do not carry equal weight of scientific knowledge and political experience. Some manuscripts were written by Marx only for himself, while others were actual preparatory materials for books to be published. Some were revised and often updated by Marx, while others were abandoned by him without the possibility of updating them (in this category there is Capital, Volume III). Some journalistic articles contain considerations that can be considered as a completion of Marx’s works. Others, however, were written quickly in order to raise money to pay the rent. Some letters include Marx’s authentic views on the issues discussed. Others contain only a softened version, because they were addressed to people outside Marx’s circle, with whom it was sometimes necessary to express himself diplomatically. Finally, there are the more than 200 notebooks containing summaries (and sometimes commentaries) of all the most important books read by Marx during the long-time span from 1838 to 1882. They are essential for an understanding of the genesis of his theory and of those elements he was unable to develop as he would have wished.

2. New Profiles of a Classic Who Has Still A Lot To Say
Recent research has refuted the various approaches that reduce Marx’s conception of communist society to superior development of the productive forces. In particular, it has shown the importance he attached to the ecological question: on repeated occasions, he denounced the fact that expansion of the capitalist mode of production increases not only the theft of workers’ labour but also the pillage of natural resources. Another question in which Marx took a close interest was migration. He showed that the forced movement of labour generated by capitalism was a major component of bourgeois exploitation and that the key to fighting this was class solidarity among workers, regardless of their origins or any distinction between local and imported labour.

Furthermore, Marx undertook thorough investigations of societies outside Europe and expressed himself unambiguously against the ravages of colonialism. These considerations are all too obvious to anyone who has read Marx, despite the skepticism nowadays fashionable in certain academic quarters.

The first and preeminent key to understand the wider variety of geographical interests in Marx’s research, during the last decade of his life, lies in his plan to provide a more ample account of the dynamics of the capitalist mode of production on a global scale. England had been the main field of observation of Capital, Volume I; after its publication, he wanted to expand the socio-economic investigations for the two volumes of Capital that remained to be written. It was for this reason that he decided to learn Russian in 1870 and was then constantly demanding books and statistics on Russia and the United States of America. He believed that the analysis of the economic transformations of these countries would have been very useful for an understanding of the possible forms in which capitalism may develop in different periods and contexts. This crucial element is underestimated in the secondary literature on the – nowadays trendy – subject ‘Marx and Eurocentrism’.

Another key question for Marx’s research into non-European societies was whether capitalism was a necessary prerequisite for the birth of communist society and at which level it had to develop internationally. The more pronounced multilinear conception, that Marx assumed in his final years, led him to look more attentively at the historical specificities and unevenness of economic and political development in different countries and social contexts. Marx became highly skeptical about the transfer of interpretive categories between completely different historical and geographical contexts and, as he wrote, also realized that ‘events of striking similarity, taking place in different historical contexts, lead to totally disparate results’. This approach certainly increased the difficulties he faced in the already bumpy course of completing the unfinished volumes of Capital and contributed to the slow acceptance that his major work would remain incomplete. But it certainly opened up new revolutionary hopes.

Marx went deeply into many other issues which, though often underestimated, or even ignored, are acquiring crucial importance for the political agenda of our times. Among these are individual freedom in the economic and political sphere, gender emancipation, the critique of nationalism, and forms of collective ownership not controlled by the state. Thus, thirty years after the fall of the Berlin wall, it has become possible to read a Marx very unlike the dogmatic, economistic and Eurocentric theorist who was paraded around for so long. One can find in Marx’s massive literary bequest several statements suggesting that the development of the productive forces is leading to dissolution of the capitalist mode of production. But it would be wrong to attribute to him any idea that the advent of socialism is a historical inevitability. Indeed, for Marx the possibility of transforming society depended on the working class and its capacity, through struggle, to bring about social upheavals that led to the birth of an alternative economic and political system.

3. Alternative to Capitalism
Across Europe, North America, and many other regions of the world, economic and political instability is now a persistent feature of contemporary social life. Globalization, financial crises, the ascendance of ecological issues, and the recent global pandemic, are just a few of the shocks and strains producing the tensions and contradictions of our time. For the first time since the end of the Cold War, there is a growing global consensus about the need to rethink the dominant organizing logic of contemporary society and develop new economic and political solutions.

In contrast to the equation of communism with dictatorship of the proletariat, which many of the real world socialisms espoused in their propaganda, it is necessary to look again at Marx’s reflections on communist society. He once defined it as ‘an association of free individuals’. If communism aims to be a higher form of society, it must promote the conditions for ‘the full and free development of every individual’.

In Capital, Marx revealed the mendacious character of bourgeois ideology. Capitalism is not an organization of society in which human beings, protected by impartial legal norms capable of guaranteeing justice and equity, enjoy true freedom and live in an accomplished democracy. In reality, they are degraded into mere objects, whose primary function is to produce commodities and profit for others.

To overturn this state of affairs, it is not enough to modify the distribution of consumption goods. What is needed is radical change at the level of the productive assets of society: ‘the producers can be free only when they are in possession of the means of production’. The socialist model that Marx had in mind did not allow for a state of general poverty but looked to the achievement of greater collective wealth and greater satisfaction of needs.

This collective volume presents a Marx in many ways different from the one familiar from the dominant currents of twentieth-century socialism. Its dual aim is to reopen for discussion, in a critical and innovative manner, the classical themes of Marx’s thought, and to develop a deeper analysis of certain questions to which relatively little attention has been paid until now. Today, of course, the Left cannot simply redefine its politics around what Marx wrote more than a century ago. But nor should it commit the error of forgetting the clarity of his analyses or fail to use the critical weapons he offered for fresh thinking about an alternative society to capitalism.

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The Experience of the Paris Commune and Marx’s Reflections on Communism

1. The Transformation of Political Power
The bourgeois of France had always come away with everything. Since the revolution of 1789, they had been the only ones to grow rich in periods of prosperity, while the working class had regularly borne the brunt of crises. But the proclamation of the Third Republic would open new horizons and offer an opportunity for a change of course. Napoleon III, having been defeated in battle at Sedan, was taken prisoner by the Prussians on 4 September 1870. In the following January, after a four-month siege of Paris, Otto von Bismarck obtained a French surrender and was able to impose harsh terms in the ensuing armistice. National elections were held and Adolphe Thiers installed at the head of the executive power, with the support of a large Legitimist and Orleanist majority. In the capital, however, where the popular discontent was greater than elsewhere, radical republican and socialist forces swept the board. The prospect of a right-wing government that would leave social injustices intact, heaping the burden of the war on the least well-off and seeking to disarm the city, triggered a new revolution on 18 March. Thiers and his army had little choice but to decamp to Versailles.

To secure democratic legitimacy, the insurgents decided to hold free elections at once. On 26 March, an overwhelming majority of Parisians (190,000 votes against 40,000) approved the motivation for the revolt, and 70 of the 85 elected representatives declared their support for the revolution. The 15 moderate representatives of the parti des maires, a group comprising the former heads of certain arrondissements, immediately resigned and did not participate in the council of the Commune; they were joined shortly afterwards by four Radicals. The remaining 66 members – not always easy to distinguish because of dual political affiliations – represented a wide range of positions. Among them were twenty or so neo-Jacobin republicans (including the renowned Charles Delescluze and Félix Pyat), a dozen followers of Auguste Blanqui, 17 members of the International Working Men’s Association (both mutualist partisans of Pierre-Joseph Proudhon and collectivists linked to Karl Marx, often at odds with each other), and a couple of independents. Most leaders of the Commune were workers or recognized representatives of the working class, 14 originating in the National Guard. In fact, it was the central committee of the latter that invested power in the hands of the Commune – the prelude, as it turned out, to a long series of disagreements and conflicts between the two bodies.

On 28 March a large number of citizens gathered in the vicinity of the Hôtel de Ville for festivities celebrating the new assembly, which now officially took the name of the Paris Commune. Although it would survive for no more than 72 days, it was the most important political event in the history of the nineteenth-century workers’ movement, rekindling hope among a population exhausted by months of hardship. Committees and groups sprang up in the popular quarters to lend support to the Commune, and every corner of the metropolis hosted initiatives to express solidarity and to plan the construction of a new world. One of the most widespread sentiments was a desire to share with others. Militants like Louise Michel exemplified the spirit of self-abnegation – Victor Hugo wrote of her that she ‘did what the great mad souls do […] glorified those who are crushed and downtrodden’. But it was not the impetus of a leader or a handful of charismatic figures that gave life to the Commune; its hallmark was its clearly collective dimension. Women and men came together voluntarily to pursue a common project of liberation. Self-government was not seen as a utopia. Self-emancipation was thought of as the essential task.

Two of the first emergency decrees to stem the rampant poverty were a freeze on rent payments and on the selling of items valued below 20 francs in pawn shops. Nine collegial commissions were also supposed to replace the ministries for war, finance, general security, education, subsistence, labour and trade, foreign relations and public service. A little later, a delegate was appointed to head each of these departments.

On 19 April, three days after further elections to fill 31 seats that became almost immediately vacant, the Commune adopted a Declaration to the French People that contained an ‘absolute guarantee of individual liberty, of liberty of conscience, and liberty of labour’ as well as ‘the permanent intervention of citizens in communal affairs’. The conflict between Paris and Versailles, it affirmed, ‘cannot be ended by illusory compromises’; the people had a right and ‘duty to struggle and to conquer!’. Even more significant than this text – a somewhat ambiguous synthesis to avoid tensions among the various political tendencies – were the concrete actions through which the Communards fought for a total transformation of political power. A set of reforms addressed not only the modalities but the very nature of political administration. The Commune provided for the recall of elected representatives and for control over their actions by means of binding mandates (though this was by no means enough to settle the complex issue of political representation).

Magistracies and other public offices, also subject to permanent control and possible recall, were not to be arbitrarily assigned, as in the past, but to be decided following an open contest or elections. The clear aim was to prevent the public sphere from becoming the domain of professional politicians. Policy decisions were not left up to small groups of functionaries and technicians, but had to be taken by the people. Armies and police forces would no longer be institutions set apart from the body of society. The separation between state and church was also a sine qua non.

But the vision of political change was not confined to such measures: it went more deeply to the roots. The transfer of power into the hands of the people was needed to drastically reduce bureaucracy. The social sphere should take precedence over the political – as Henri de Saint-Simon had already maintained – so that politics would no longer be a specialized function but become progressively integrated into the activity of civil society. The social body would thus take back functions that had been transferred to the state. To overthrow the existing system of class rule was not sufficient; there had to be an end to class rule as such. All this would have fulfilled the Commune’s vision of the republic as a union of free, truly democratic associations promoting the emancipation of all its components. It would have added up to self-government of the producers.

2. The Commune as Synonym of Revolution and Social Reforms
The Commune held that social reforms were even more crucial than political change. They were the reason for its existence, the barometer of its loyalty to its founding principles, and the key element differentiating it from the previous revolutions in 1789 and 1848. The Commune passed more than one measure with clear class connotations. Deadlines for debt repayments were postponed by three years, without additional interest charges. Evictions for non-payment of rent were suspended, and a decree allowed vacant accommodation to be requisitioned for people without a roof over their heads. There were plans to shorten the working day (from the initial 10 hours to the eight hours envisaged for the future), the widespread practice of imposing specious fines on workers simply as a wage-cutting measure was outlawed on pain of sanctions, and minimum wages were set at a respectable level. As much as possible was done to increase food supplies and to lower prices. Nightwork at bakeries was banned, and a number of municipal meat stores were opened. Social assistance of various kinds was extended to weaker sections of the population – for example, food banks for abandoned women and children – and discussions were held on how to end the discrimination between legitimate and illegitimate children.

All the Communards sincerely believed that education was an essential factor for individual emancipation and any serious social and political change. School attendance was to become free and compulsory for girls and boys alike, with religiously inspired instruction giving way to secular teaching along rational, scientific lines. Specially appointed commissions and the pages of the press featured many compelling arguments for investment in female education. To become a genuine ‘public service’, education had to offer equal opportunities to ‘children of both sexes’. Moreover, ‘distinctions on grounds of race, nationality, religion or social position’ should be prohibited. Early practical initiatives accompanied such advances in theory, and in more than one arrondissement thousands of working-class children entered school buildings for the first time and received classroom material free of charge.

The Commune also adopted measures of a socialist character. It decreed that workshops abandoned by employers who had fled the city, with guarantees of compensation on their return, should be handed over to cooperative associations of workers. Theatres and museums – open for all without charge – were collectivized and placed under the management of the Federation of Parisian Artists, which was presided over by the painter and tireless militant Gustave Courbet. Some three hundred sculptors, architects, lithographers and painters (among them Édouard Manet) participated in this body – an example taken up in the founding of an Artists’ Federation bringing together actors and people from the operatic world.

All these actions and provisions were introduced in the amazing space of just 54 days, in a Paris still reeling from the effects of the Franco-Prussian War. The Commune was able to do its work only between 29 March and 21 May, in the midst of heroic resistance to attacks by the Versaillais that also required a great expenditure of human energy and financial resources. Since the Commune had no means of coercion at its disposal, many of its decrees were not applied uniformly in the vast area of the city. Yet they displayed a remarkable drive to reshape society and pointed the way to possible change.

The Commune was much more than the actions approved by its legislative assembly. It even aspired to redraw urban space, as demonstrated by the decision to demolish the Vendôme Column, considered a monument to barbarism and a reprehensible symbol of war, and to secularize certain places of worship by handing them over for use by the community. If the Commune managed to keep going, it was thanks to an extraordinary level of mass participation and a solid spirit of mutual assistance. In this spurning of authority, the revolutionary clubs that sprang up in nearly every arrondissement played a noteworthy role. There were at least 28 of them, representing one of the most eloquent examples of spontaneous mobilization. Open every evening, they offered citizens the opportunity to meet after work to discuss freely the social and political situation, to check what their representatives had achieved, and to suggest alternative ways of solving day-to-day problems. They were horizontal associations, which favoured the formation and expression of popular sovereignty as well as the creation of genuine spaces of sisterhood and fraternity, where everyone could breathe the intoxicating air of control over their own destiny.

This emancipatory trajectory had no place for national discrimination. Citizenship of the Commune extended to all who strove for its development, and foreigners enjoyed the same social rights as French people. The principle of equality was evident in the prominent role played by the 3,000 foreigners active in the Commune. Leo Frankel, a Hungarian member of the International Working Men’s Association, was not only elected to the Council of the Commune but served as its ‘minister’ of labour – one of its key positions. Similarly, the Poles Jaroslaw Dombrowski and Walery Wroblewski were distinguished generals at the head of the National Guard.

Women, though still without the right to vote or to sit on the council of the Commune, played an essential role in the critique of the social order. In many cases, they transgressed the norms of bourgeois society and asserted a new identity in opposition to the values of the patriarchal family, moving beyond domestic privacy to engage with the public sphere. The Women’s Union for the Defence of Paris and Care for the Wounded, whose origin owed a great deal to the tireless activity of the First International member Elisabeth Dmitrieff, was centrally involved in identifying strategic social battles. Women achieved the closure of licensed brothels, won parity for female and male teachers, coined the slogan ‘equal pay for equal work’, demanded equal rights within marriage and the recognition of free unions, and promoted exclusively female chambers in labour unions. When the military situation worsened in mid-May, with the Versaillais at the gates of Paris, women took up arms and formed a battalion of their own. Many would breathe their last on the barricades. Bourgeois propaganda subjected them to the most vicious attacks, dubbing them les pétroleuses and accusing them of having set the city ablaze during the street battles.

The genuine democracy that the Communards sought to establish was an ambitious and difficult project. Popular sovereignty required the participation of the greatest possible number of citizens. From late March on, Paris witnessed the mushrooming of central commissions, local subcommittees, revolutionary clubs and soldiers’ battalions, which flanked the already complex duopoly of the Council of the Commune and the central committee of the National Guard. The latter had retained military control, often acting as a veritable counter-power to the Council. Although direct involvement of the population was a vital guarantee of democracy, the multiple authorities in play made the decision-making process particularly difficult and meant that the implementation of decrees was a tortuous affair.

The problem of the relationship between central authority and local bodies led to quite a few chaotic, at times paralysing, situations. The delicate balance broke down altogether when, faced with the war emergency, indiscipline within the National Guard and the growing inefficacy of government, Jules Miot proposed the creation of a five-person Committee of Public Safety, along the lines of Maximilien Robespierre’s dictatorial model in 1793. The measure was approved on the first of May, by a majority of 45 to 23. It proved to be a dramatic error, which marked the beginning of the end for a novel political experiment and split the Commune into two opposing blocs. The first of these, made up of neo-Jacobins and Blanquists, leaned towards the concentration of power and, in the end, to the primacy of the political over the social dimension. The second, including a majority of members of the International Working Men’s Association, regarded the social sphere as more significant than the political. They thought that a separation of powers was necessary and insisted that the republic must never call political freedoms into question. Coordinated by Eugène Varlin, this latter bloc sharply rejected the authoritarian drift and did not take part in the elections to the Committee of Public Safety.

In its view, the centralization of powers in the hands of a few individuals would flatly contradict the founding postulates of the Commune, since its elected representatives did not possess sovereignty – that belonged to the people – and had no right to cede it to a particular body. On 21 May, when the minority again took part in a session of the Council of the Commune, a new attempt was made to weave unity in its ranks. But it was already too late.

The Paris Commune was brutally crushed by the armies of Versailles. During the Semaine sanglante, the week of blood-letting between 21 and 28 May, a total of 17,000 to 25,000 citizens were slaughtered. The last hostilities took place along the walls of Père Lachaise cemetery. It was one of the bloodiest massacre in the history of France. Only 6,000 managed to escape into exile in England, Belgium and Switzerland. The number of prisoners taken was 43,522. One hundred of these received death sentences, following summary trials before courts martial, and another 13,500 were sent to prison or forced labour, or deported to remote areas such as New Caledonia.

The spectre of the Commune intensified the anti-socialist repression all over Europe. Passing over the unprecedented violence of the Thiers state, the conservative and liberal press accused the Communards of the worst crimes and expressed great relief at the restoration of the ‘natural order’ and bourgeois legality, as well as satisfaction with the triumph of ‘civilization’ over anarchy. Those who had dared to violate the authority and attack the privileges of the ruling class were punished in exemplary fashion. Women were once again treated as inferior beings, and workers, with dirty, calloused hands who had brazenly presumed to govern, were driven back into positions for which they were deemed more suitable.

And yet, the insurrection in Paris gave strength to workers’ struggles and pushed them in more radical directions. The Commune had shown that the aim had to be one of building a society radically different from capitalism and embodied the idea of social-political change and its practical application. It became synonymous with the very concept of revolution, with an ontological experience of the working class.

3. The International After the Paris Commune
Although Mikhail Bakunin had urged the workers to turn patriotic war into revolutionary war, the General Council of the International Working Men’s Association in London initially opted for silence. It charged Karl Marx with the task of writing a text in the name of the International, but he delayed its publication for complicated, deeply held reasons. Well aware of the real relationship of forces on the ground as well as the weaknesses of the Commune, he knew that it was doomed to defeat. He had even tried to warn the French working class back in September 1870, in his Second Address on the Franco–Prussian War:

Any attempt at upsetting the new government in the present crisis, when the enemy is almost knocking at the doors of Paris, would be a desperate folly. The French workmen […] must not allow themselves to be swayed by the national souvenirs of 1792 […]. They have not to recapitulate the past, but to build up the future. Let them calmly and resolutely improve the opportunities of republican liberty, for the work of their own class organization. It will gift them with fresh herculean powers for the regeneration of France, and our common task – the emancipation of labour. Upon their energies and wisdom hinges the fate of the republic.

A fervid declaration hailing the victory of the Commune would have risked creating false expectations among workers throughout Europe, eventually becoming a source of demoralization and distrust. Marx therefore decided to postpone delivery and stayed away from meetings of the General Council for several weeks. His grim forebodings soon proved all too well founded, and on 28 May, little more than two months after its proclamation, the Paris Commune was drowned in blood. Two days later, he reappeared at the General Council with a manuscript entitled The Civil War in France. It was read and unanimously approved, then published over the names of all the Council members. The document had a huge impact over the next few weeks, greater than any other document of the workers’ movement in the nineteenth century. Three English editions in quick succession won acclaim among the workers and caused uproar in bourgeois circles. It was also translated fully or partly into a dozen other languages, appearing in newspapers, magazines and booklets in various European countries and the United States.

Despite Marx’s passionate defense, and despite the claims both of reactionary opponents and of dogmatic Marxists eager to glorify the International, it is out of the question that the General Council actually pushed for the Parisian insurrection. Marx himself pointed out that ‘the majority of the Commune was in no sense socialist, nor could it have been’.

After the defeat of the Paris Commune, the International was at the eye of the storm, held to blame for every act against the established order. ‘When the great conflagration took place at Chicago’, Marx mused with bitter irony, ‘the telegraph round the world announced it as the infernal deed of the International; and it is really wonderful that to its demoniacal agency has not been attributed the hurricane ravaging the West Indies’.

Marx had to spend whole days answering press slanders about the International and himself: ‘at this moment’, he wrote, [he was] ‘the best calumniated and the most menaced man of London’. Meanwhile, governments all over Europe sharpened their instruments of repression, fearing that other uprisings might follow the one in Paris. Thiers immediately outlawed the International and asked the British prime minister, William Ewart Gladstone, to follow his example; it was the first diplomatic exchange relating to a workers’ organization. Pope Pius IX exerted similar pressure on the Swiss government, arguing that it would a serious mistake to continue tolerating ‘that International sect which would like to treat the whole of Europe as it treated Paris. Those gentlemen […] are to be feared, because they work on behalf of the eternal enemies of God and mankind’. Giuseppe Mazzini – who for a time had looked to the International with hope – had similar views and considered that principles of the International had become those of ‘denial of God, […] the fatherland, […] and all individual property’.

Criticism of the Paris Commune even spread to sections of the workers’ movement. Following the publication of The Civil War in France, both the trade union leader George Odger and the old Chartist Benjamin Lucraft resigned from the International, bending under the pressure of the hostile press campaign. However, no trade union withdrew its support for the organization – which suggests once again that the failure of the International to grow in Britain was due mainly to political apathy in the working class.

Despite the bloody denouement in Paris and the wave of calumny and government repression elsewhere in Europe, the International grew stronger and more widely known in the wake of the Commune. For the capitalists and the middle classes it represented a threat to the established order, but for the workers it fuelled hopes in a world without exploitation and injustice. Insurrectionary Paris fortified the workers’ movement, impelling it to adopt more radical positions and to intensify its militancy. The experience showed that revolution was possible, that the goal could and should be to build a society utterly different from the capitalist order, but also that, in order to achieve this, the workers would have to create durable and well-organized forms of political association.

This enormous vitality was apparent everywhere. Newspapers linked to the International – such as L’Égalité in Geneva, Der Volksstaat in Leipzig, La Emancipación in Madrid, Il Gazzettino Rosa in Milan, Socialisten in Copenhagen, and La Réforme Sociale in Rouen – increased in both number and overall sales. Finally, and most significantly, the International continued to expand in Belgium and Spain – where the level of workers’ involvement had already been considerable before the Paris Commune –, opened new sections in Portugal and Denmark, and experienced a real breakthrough in Italy. Many Mazzinians, disappointed with the positions taken by their erstwhile leader, joined forces with the organization and Giuseppe Garibaldi, although he had only a vague idea of the International, declared: ‘The International is the sun of the future!’.

4. The Civil War in France and Marx’s Reflections on Communism
In a letter to Wilhelm Liebknecht, Marx complained of ‘too great honesty’ of the Parisian revolutionaries. In trying to avoid ‘the appearance of having usurped power’, they had ‘lost precious moments’ by organizing the election of the Commune. Their ‘folly’ had been ‘not wanting to start a civil war – as if Thiers had not already started it by his attempt at forcibly disarming Paris’. He made similar points to his friend Ludwig Kugelmann a week later: ‘The right moment was missed because of conscientious scruples […] Second mistake: The Central Committee surrendered power too soon, to make way for the Commune. Again from a too honourable scrupulousness’.

At any event, alongside critical observations on the course of events in France, Marx never failed to highlight the exceptional combative spirit and political ability of the Communards. He continued:

What resilience, what historical initiative, what a capacity for sacrifice in these Parisians! After six months of hunger and ruin, caused rather by internal treachery than by the external enemy, they rise, beneath Prussian bayonets, as if there had never been a war between France and Germany and the enemy were not still at the gates of Paris! History has no like example of a like greatness.

Marx understood that, whatever the outcome of the revolution, the Commune had opened a new chapter in the history of the workers’ movement:

The present rising in Paris – even if it be crushed by the wolves, swine and vile curs of the old society – is the most glorious deed of our Party since the June Insurrection in Paris. Compare these Parisians, storming the heavens, with the slaves to heaven of the German-Prussian Holy Roman Empire, with its posthumous masquerades reeking of the barracks, the Church, the cabbage Junkers and above all, of the philistines.

Marx continued these reflections a few days later in another letter to Kugelmann. Whereas his close friend had wrongly compared the fighting in Paris to ‘petty-bourgeois demonstrations’ like those of 13 June 1849 in Paris, Marx again exalted the courage of the Communards: ‘World history’, he wrote, ‘would indeed be very easy to make if the struggle were taken up only on condition of infallibly favourable chances’. His thinking here shows just how remote he was from the kind of fatalist determinism that his critics attributed to him:

[History] would, on the other hand, be of a very mystical nature if ‘accidents’ played no part. These accidents themselves fall naturally into the general course of development and are compensated again by other accidents. But acceleration and delay are very dependent upon such ‘accidents’, which include the ‘accident’ of the character of those who first stand at the head of the movement.

The circumstance that worked against the Commune was the presence of the Prussians on French soil, allied with the ‘bourgeois riff-raff of Versailles’. Bolstered by their understanding with the Germans, the Versaillais ‘presented the Parisians with the alternative of taking up the fight or succumbing without a struggle’. In the latter case, ‘the demoralization of the working class would have been a far greater misfortune than the fall of any number of “leaders”’. Marx concluded: ‘The struggle of the working class against the capitalist class and its state has entered upon a new phase with the struggle in Paris. Whatever the immediate results may be, a new point of departure of world-historic importance has been gained’.

A fervid declaration hailing the victory of the Paris Commune would have risked creating false expectations among workers throughout Europe, eventually becoming a source of demoralization and distrust. Marx therefore decided to postpone delivery and stayed away from meetings of the General Council for several weeks. His grim forebodings soon proved all too well founded, and on 28 May, little more than two months after its proclamation, the Paris Commune was drowned in blood. Two days later, he reappeared at the General Council with a manuscript entitled The Civil War in France. It was read and unanimously approved, then published over the names of all the Council members.

The document had a huge impact over the next few weeks, greater than any other document of the workers’ movement in the 19th century. Speaking of the Paris Commune, Marx wrote:

The few but important functions which would still remain for a central government were not to be suppressed, as has been intentionally misstated, but were to be discharged by Communal and thereafter responsible agents. The unity of the nation was not to be broken, but, on the contrary, to be organized by Communal Constitution, and to become a reality by the destruction of the state power which claimed to be the embodiment of that unity independent of, and superior to, the nation itself, from which it was but a parasitic excresence. While the merely repressive organs of the old governmental power were to be amputated, its legitimate functions were to be wrested from an authority usurping pre-eminence over society itself, and restored to the responsible agents of society.

The Paris Commune had been an altogether novel political experiment:

It was essentially a working-class government, the product of the struggle of the producing against the appropriating class, the political form at last discovered under which to work out the economical emancipation of labour. Except on this last condition, the Communal Constitution would have been an impossibility and a delusion. The political rule of the producer cannot coexist with the perpetuation of his social slavery. The Commune was therefore to serve as a lever for uprooting the economical foundation upon which rests the existence of classes, and therefore of class rule. With labour emancipated, every man becomes a working man, and productive labour ceases to be a class attribute.

For Marx, the new phase of class struggle that opened with the Paris Commune could be successful – and therefore produce radical changes – only through the realization of a clearly anticapitalist programme:

the Commune intended to abolish […] class property which makes the labour of the many the wealth of the few. It aimed at the expropriation of the expropriators. It wanted to make individual property a truth by transforming the means of production, land, and capital, now chiefly the means of enslaving and exploiting labour, into mere instruments of free and associated labour. […] If co-operative production is not to remain a sham and a snare; if it is to supersede the capitalist system; if united co-operative societies are to regulate national production upon common plan, thus taking it under their own control, and putting an end to the constant anarchy and periodical convulsions which are the fatality of capitalist production – what else, gentlemen, would it be but communism, ‘possible’ communism? The working class did not expect miracles from the Commune. They have no ready-made utopias to introduce by decree of the people. They know that in order to work out their own emancipation, and along with it that higher form to which present society is irresistibly tending by its own economical agencies, they will have to pass through long struggles, through a series of historic processes, transforming circumstances and men. They have no ideals to realize, but to set free the elements of the new society with which old collapsing bourgeois society itself is pregnant.

In communist society, along with transformative changes in the economy, the role of the state and the function of politics would also have to be redefined. In The Civil War in France, Marx was at pains to explain that, after the conquest of power, the working class would have to fight to ‘uproot the economical foundations upon which rests the existence of classes, and therefore of class rule’. Once ‘labour was emancipated, every man would become a working man, and productive labour [would] cease to be a class attribute’. The well-known statement that ‘the working class cannot simply lay hold of the ready-made state machinery and wield it for its own purposes’ was meant to signify, as Marx and Engels clarified in the booklet Fictitious Splits in the International, that ‘the functions of government [should] become simple administrative functions’. And in a concise formulation in his Conspectus on Bakunin’s Statism and Anarchy, Marx insisted that ‘the distribution of general functions [should] become a routine matter which entails no domination’. This would, as far as possible, avoid the danger that the exercise of political duties generated new dynamics of domination and subjugation.

Marx believed that, with the development of modern society, ‘state power [had] assumed more and more the character of the national power of capital over labour, of a public force organized for social enslavement, of an engine of class despotism’. In communism, by contrast, the workers would have to prevent the state from becoming an obstacle to full emancipation. It would be necessary to ‘amputate’ ‘the merely repressive organs of the old governmental power, [to wrest] its legitimate functions from an authority usurping pre-eminence over society itself, and restore [them] to the responsible agents of society’. In the Critique of the Gotha Programme, Marx observed that ‘freedom consists in converting the state from an organ superimposed upon society into one completely subordinate to it’, and shrewdly added that ‘forms of state are more free or less free to the extent that they restrict the ‘freedom of the state’’.

In the same text, Marx underlined the demand that, in communist society, public policies should prioritize the ‘collective satisfaction of needs’. Spending on schools, healthcare and other common goods would ‘grow considerably in comparison with present-day society and grow in proportion as the new society develop[ed]’. Education would assume front-rank importance and – as he had pointed out in The Civil War in France, referring to the model adopted by the Communards in 1871 – ‘all the educational institutions [would be] opened to the people gratuitously and […] cleared of all interference of Church and State’. Only in this way would culture be ‘made accessible to all’ and ‘science itself freed from the fetters which class prejudice and governmental force had imposed upon it’.

Unlike liberal society, where ‘equal right’ leaves existing inequalities intact, in communist society ‘right would have to be unequal rather than equal’. A change in this direction would recognize, and protect, individuals on the basis of their specific needs and the greater or lesser hardship of their conditions, since ‘they would not be different individuals if they were not unequal’. Furthermore, it would be possible to determine each person’s fair share of services and the available wealth. The society that aimed to follow the principle ‘From each according to their abilities, to each according to their needs’ had before it this intricate road fraught with difficulties. However, the final outcome was not guaranteed by some ‘magnificent progressive destiny’ (in the words of Leopardi), nor was it irreversible.

Marx attached a fundamental value to individual freedom, and his communism was radically different from the levelling of classes envisaged by his various predecessors or pursued by many of his epigones. In the Urtext, however, he pointed to the ‘folly of those socialists (especially French socialists)’ who, considering ‘socialism to be the realization of [bourgeois] ideas, […] purport[ed] to demonstrate that exchange and exchange value, etc., were originally […] a system of the freedom and equality of all, but [later] perverted by money [and] capital’. In the Grundrisse, he labelled it an ‘absurdity’ to regard ‘free competition as the ultimate development of human freedom’; it was tantamount to a belief that ‘the rule of the bourgeoisie is the terminal point of world history’, which he mockingly described as ‘an agreeable thought for the parvenus of the day before yesterday’.

In the same way, Marx contested the liberal ideology according to which ‘the negation of free competition [was] equivalent to the negation of individual freedom and of social production based upon individual freedom’. In bourgeois society, the only possible ‘free development’ was ‘on the limited basis of the domination of capital’. But that ‘type of individual freedom’ was, at the same time, ‘the most sweeping abolition of all individual freedom and the complete subjugation of individuality to social conditions which assume the form of objective powers, indeed of overpowering objects […] independent of the individuals relating to one another’.

The alternative to capitalist alienation was achievable only if the subaltern classes became aware of their condition as new slaves and embarked on a struggle to radically transform the world in which they were exploited. Their mobilization and active participation in this process could not stop, however, on the day after the conquest of power. The Paris Commune had been a remarkable revolutionary example to follow. Social mobilization would have to continue after the revolution, in order to avert any drift toward the kind of state socialism that Marx always opposed with the utmost tenacity and conviction.

In 1868, in a significant letter to the president of the General Association of German Workers, Marx explained that in Germany, ‘where the worker is regulated bureaucratically from childhood onwards, where he believes in authority, in those set over him, the main thing is to teach him to walk by himself’. He never changed this conviction throughout his life and it is not by chance that the first point of his draft of the Statutes of the International Working Men’s Association states: ‘The emancipation of the working classes must be conquered by the working classes themselves’. And they add immediately afterwards that the struggle for working-class emancipation ‘means not a struggle for class privileges and monopolies, but for equal rights and duties’.

References
1. This work was supported by the Social Science and Humanities Research Council of Canada (SSHRC), Insight Development Grant (Project n. 430-2020-00985).
2. On the main events leading up to the revolution, see Maurice Choury, Les origenes de la Commune (Paris: Éditions sociales, 1960); Alain Dalotel, Alain Faure, and Jean-Claude Freiermuth, Aux origines de la Commune. Le movement des reunions publiques à Paris, 1868–1870 (Paris: Maspero, 1980); and Pierre Milza, L’année terrible. I: La guerre franco–prussienne (septembre 1870-mars 1871) (Paris: Perrin, 2009).
3. See Jacques Rougerie, Paris libre 1871 (Paris: Seuil, 1971), p. 146; Pierre Milza, L’année terrible. II: La Commune (Paris: Perrin, 2009), pp. 236–44; and also the more recent Claude Latta, ‘Minorité et majorité au sein de la Commune (avril-mai 1871)’, in: Michel Cordillot (ed.), La Commune de Paris 1871. Les acteurs, l’événement, les lieux (Ivry-sur-Seine: Les Éditions de l’Atelier/Éditions Ouvrières, 2021).
4. Victor Hugo, ‘Viro Major’, in: Nic Maclellan (ed.), Louise Michel (New York: Ocean Press, 2004), p. 24.
5. Jacques Rougerie, La Commune de 1871 (Presses Universitaires de France, 1988), pp. 62–3.
6. The Commune of Paris, ‘Declaration to the French People’, in: Robert Tombs, The Paris Commune 1871 (London: Longman, 1999), pp. 218–9.
7. See Rougerie, Paris libre 1871, p. 100.
8. Cited in Hugues Lenoir, ‘La Commune de Paris et l’éducation’, in: Cordillot (ed.), La Commune de Paris 1871, pp. 495-8.
9. See Gonzalo J. Sanchez, Organizing Independence: The Artists Federation of the Paris Commune and its Legacy, 1871–1889 (Lincoln: University of Nebraska Press, 1997); and Hollis Clayson, Paris in Despair: Art and Everyday Life under Siege (1870–1871) (Chicago: University of Chicago Press, 2002).
10. For a list of the 28 clubs that existed at the time of the Paris Commune see Martin Philip Johnson, The Paradise of Association: Political Culture and Popular Organizations in the Paris Commune of 1871 (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1996), pp. 166–70.
11. See Edith Thomas, Les «Pétroleuses» (Paris: Gallimard, 1963); and Alain Dalotel, ‘La barricade des femmes, 1871’, in: Alain Corbin and Jean-Marie Mayeur (eds.), La barricade (Paris: Éditions la Sorbonne, 1997), pp. 341–55.
12. References on this topic include the classic study of Georges Bourgin, ‘La Commune de Paris et le Comité central (1871)’, Revue historique, vol. 1925, n. 150: 1–66; and the recent Pierre-Henri Zaidman, ‘Le Comité central contre la Commune?’, in: Cordillot, La Commune de Paris 1871, pp. 229–36.
13. Some who went there solidarized with and shared the fate of the Algerian leaders of the anticolonial Mokrani revolt, which had broken out at the same time as the Commune and also been drowned in blood by French troops.
14. On the morrow of its defeat, Eugène Pottier wrote what was destined to become the most celebrated anthem of the workers’ movement: ‘Let us group together and tomorrow / The Internationale / Will be the human race!’.
15. Cf. Henri Lefebvre, La proclamation de la Commune, 26 mars 1871 (Paris: La fabrique éditions, 2018), p. 355.
16. See Arthur Lehning, ‘Introduction’, in: Idem. (ed.), Bakunin – Archiv, vol. VI: Michel Bakounine sur la Guerre Franco–Allemande et la Révolution Sociale en France (1870–1871) (Leiden: Brill, 1977), p. xvi.
17. See Marcello Musto, ‘Introduction’, in: Marcello Musto (ed.), Workers Unite! The International 150 Years Later (New York: Bloomsbury, 2014), pp. 30–6.
18. Karl Marx, Second Address of the General Council of the International Working Men’s Association on the Franco–Prussian War, MECW, vol. 22, p. 269.
19. See Georges Haupt, Aspect of International Socialism 1871–1914 (Cambridge: Cambridge University Press, 1986), who warned against ‘the reshaping of the reality of the Commune in order to make it conform to an image transfigured by ideology’, p. 25.
20. Karl Marx to Domela Nieuwenhuis, 22 February 1881, MECW, vol. 46, p. 66.
21. Karl Marx, Report of the General Council to the Fifth Annual Congress of the International, in: Institute of Marxism-Leninism of the C.C., C.P.S.U. (ed.), The General Council of the First International 1871–1872: Minutes (Moscow: Progress, 1986), p. 461.
22. Karl Marx to Ludwig Kugelmann, 18 June 1871, MECW, vol. 44, p. 157.
23. Institute of Marxism-Leninism (ed.), The General Council of the First International 1871–1872, p. 460.
24. Giuseppe Mazzini, L’Internazionale, in: Gian Mario Bravo (ed.), La Prima Internazionale: Storia documentaria, vol. II (Roma: Editori Riuniti, 1978), pp. 499–501.
25. Henry Collins and Chimen Abramsky, Karl Marx and the British Labour Movement (London: MacMillan, 1965), p. 222.
26. See Georges Haupt, L’Internazionale socialista dalla Comune a Lenin (Torino: Einaudi, 1978), p. 28.
27. Ibid., pp. 93–5.
28. See Nello Rosselli, Mazzini e Bakunin (Torino: Einaudi, 1927), pp. 323–4.
29. Giuseppe Garibaldi to Giorgio Pallavicino, 14 November 1871, in: Enrico Emilio Ximenes, Epistolario di Giuseppe Garibaldi, vol. I (Milano: Brigola 1885), p. 350.
30. Karl Marx to Wilhelm Liebknecht, 6 April 1871, MECW, vol. 44, p. 193.
31. Marx is referring to the workers’ uprising of June 1848, which was drowned in blood by a conservative republican government.
32. Karl Marx to Ludwig Kugelmann, 12 April 1871, MECW, vol. 44, pp. 131–2.
33. Karl Marx to Ludwig Kugelmann, 17 April 1871, MECW, vol. 44, pp. 136–7.
34. See Karl Marx to Léo Frankel and Louis-Eugène Varlin (draft), 13 May 1871, MECW, vol. 44, p. 149: ‘The Prussians won’t hand over the forts to the Versailles people, but after the definitive conclusion of peace (26 May), they will allow the government to invest Paris with its gendarmes. […] Thiers & Co. had […] asked Bismarck to delay payment of the first instalment until the occupation of Paris. Bismarck accepted this condition. Prussia, being herself in urgent need of that money, will therefore provide the Versailles people with every possible facility to hasten the occupation of Paris. So be on your guard!’.
35. Karl Marx to Ludwig Kugelmann, 17 April 1871, MECW, vol. 44, p. 137.
36. See Marcello Musto, Another Marx: Early Manuscripts to the International (London: Bloomsbury, 2018), pp. 199-220.
37. Three English editions of The Civil War in France in quick succession won acclaim among the workers and caused uproar in bourgeois circles. It was also translated fully or partly into a dozen other languages, appearing in newspapers, magazines and booklets in various European countries and the United States.
38. Karl Marx, ‘On the Paris Commune’, in: Musto, Workers Unite!, pp. 215–6.
39. Ibid., pp. 217–8.
40. Ibid., pp. 218–9.
41. Karl Marx, The Civil War in France, MECW, vol. 22, pp. 334–5.
42. Karl Marx and Friedrich Engels, ‘Fictitious Splits in the International’, MECW, vol. 23, p. 121.
43. Marx, ‘Notes on Bakunin’s Book Statehood and Anarchy’, MECW, vol. 24 p. 519.
44. Marx, The Civil War in France, p. 329.
45. Ibid., pp. 332–3.
46. Marx, Critique of the Gotha Programme, MECW, vol. 24, p. 94.
47. Ibid., p. 85.
48. Marx, The Civil War in France, p. 332.
49. Marx, Critique of the Gotha Programme, p. 87.
50. See Marcello Musto, ‘Communism’, in: Marcello Musto (ed.), The Marx Revival: Key Concepts and New Interpretations(Cambridge: Cambridge University Press, 2020), pp. 24–50.
51. Karl Marx, Economic Manuscripts of 1857–58, MECW, vol. 28, p. 180.
52. Karl Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy (Rough Draft of 1857–58) [Second Instalment]’, MECW, vol. 29, p. 40.
1857-58) [Second Instalment]’
53. Ibid.
54. Karl Marx to J. B. von Schweitzer, 13 October 1868, MECW, vol. 43, p. 134.
55. Karl Marx, ‘Provisional Rules of the Association’, MECW, vol. 20, p. 14.

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Alienation Redux

I. The origin of the concept
Alienation was one of the most important and widely debated themes of the 20th century, and Marx’s theorization played a key role in the discussions. Yet, contrary to what one might imagine, the concept itself did not develop in a linear manner, and the publication of previously unknown texts containing Marx’s reflections on alienation defined significant moments in the transformation and dissemination of the theory.

The meaning of the term changed several times over the centuries. In theological discourse it referred to the distance between man and God; in social contract theories, to loss of the individual’s original liberty; and in English political economy, to the transfer of property ownership. The first systematic philosophical account of alienation was in the work of G.W.F. Hegel (1770–1831), who in The Phenomenology of Spirit (1807) adopted the terms Entäusserung (literally self-externalization or renunciation) and Entfremdung (estrangement) to denote spirit’s becoming other than itself in the realm of objectivity. The whole question still featured prominently in the writings of the Hegelian Left, and Ludwig Feuerbach’s (1804–1872) theory of religious alienation – that is, of man’s projection of his own essence onto an imaginary deity – elaborated in the book The Essence of Christianity (1841), contributed significantly to the development of the concept.

Alienation subsequently disappeared from philosophical reflection, and none of the major thinkers of the second half of the 19th century paid it any great attention. Even Marx rarely used the term in the works published during his lifetime, and it was entirely absent from the Marxism of the Second International (1889–1914).

During this period, however, several thinkers developed concepts that were later associated with alienation. In his Division of Labour (1893) and Suicide (1897), Émile Durkheim (1858–1917) introduced the term ‘anomie’ to indicate a set of phenomena whereby the norms guaranteeing social cohesion enter into crisis following a major extension of the division of labour. Social trends concomitant with huge changes in the production process also lay at the basis of the thinking of German sociologists: Georg Simmel (1858–1918), in The Philosophy of Money (1900), paid great attention to the dominance of social institutions over individuals and to the growing impersonality of human relations; while Max Weber (1864–1920), in Economy and Society (1922), dwelled on the phenomena of ‘bureaucratization’ in society and ‘rational calculation’ in human relations, considering them to be the essence of capitalism. But these authors thought they were describing unstoppable tendencies, and their reflections were often guided by a wish to improve the existing social and political order – certainly not to replace it with a different one.

II. The rediscovery of alienation
The rediscovery of the theory of alienation occurred thanks to György Lukács (1885–1971), who in History and Class Consciousness (1923) referred to certain passages in Marx’s Capital (1867) – especially the section on ‘commodity fetishism’ [Der Fetischcharakter der Ware] – and introduced the term ‘reification’ [Verdinglichung, Versachlichung] to describe the phenomenon whereby labour activity confronts human beings as something objective and independent, dominating them through external autonomous laws. In essence, however, Lukács’s theory was still similar to Hegel’s, since he conceived of reification as an ‘central structural problem’. Much later, after the appearance of a French translation by Kostas Axelos (1924–2010) and Jacqueline Bois (?) had given this work a wide resonance among students and left-wing activists, Lukács decided to republish it together with a long self-critical preface (1967), in which he explained that ‘History and Class Consciousness follows Hegel in that it too equates alienation with objectification’.

Another author who focused on this theme in the 1920s was Isaak Rubin (1886–1937), whose Essays on Marx’s Theory of Value (1928) argued that the theory of commodity fetishism was ‘the basis of Marx’s entire economic system, and in particular of his theory of value’. In the view of this Russian author, the reification of social relations was ‘a real fact of the commodity-capitalist economy.’ It involved ‘‘materialization’ of production relations and not only ‘mystification’ or illusion. This is one of the characteristics of the economic structure of contemporary society. […] Fetishism is not only a phenomenon of social consciousness, but of social being.’ Despite these insights – prescient if we consider the period in which they were written – Rubin’s work did not promote a greater familiarity with the theory of alienation. Its reception in the West began only with its translation into English in 1972 and then from English into other languages.

The decisive event that finally revolutionized the diffusion of the concept of alienation was the appearance in 1932 of the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, a previously unpublished text from Marx’s youth. It rapidly became one of the most widely translated, circulated and discussed philosophical writings of the 20th century, revealing the central role that Marx had given to the theory of alienation during an important period for the formation of his economic thought: the discovery of political economy. For, with his category of alienated labour [entfremdete Arbeit], Marx not only widened the problem of alienation from the philosophical, religious and political sphere to the economic sphere of material production; he also showed that the economic sphere was essential to understanding and overcoming alienation in the other spheres. In the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, alienation is presented as the phenomenon through which the labour product confronts labour ‘as something alien, as a power independent of the producer’. For Marx,

the alienation [Entäusserung] of the worker in his product means not only that his labor becomes an object, an external existence, but that it exists outside him, independently, as something alien to him, and that it becomes a power on its own confronting him; it means that the life which he has conferred on the object confronts him as something hostile and alien.

Alongside this general definition, Marx listed four ways in which the worker is alienated in bourgeois society: 1) from the product of his labour, which becomes ‘an alien object that has power over him’; 2) in his working activity, which he perceives as ‘directed against himself’, as if it ‘does not belong to him’; 3) from ‘man’s species-being’, which is transformed into ‘a being alien to him’; and 4) from other human beings, and in relation to ‘the other man’s labour and object of labour.’

For Marx, in contrast to Hegel, alienation was not coterminous with objectification as such, but rather with a particular phenomenon within a precise form of economy: that is, wage labour and the transformation of labour products into objects standing opposed to producers. The political difference between these two positions is enormous. Whereas Hegel presented alienation as an ontological manifestation of labour, Marx conceived it as characteristic of a particular, capitalist, epoch of production, and thought it would be possible to overcome it through ‘the emancipation of society from private property’. He would make similar points in the notebooks containing extracts from James Mill’s (1773–1836) Elements of Political Economy (1821):

My work would be a free manifestation of life, hence an enjoyment of life. Presupposing private property, my work is an alienation of life, for I work in order to live, in order to obtain for myself the means of life. My work is not my life. Secondly, the specific nature of my individuality, therefore, would be affirmed in my labour, since the latter would be an affirmation of my individual life. Labour therefore would be true, active property. Presupposing private property, my individuality is alienated to such a degree that this activity is instead hateful to me, a torment, and rather the semblance of an activity. Hence, too, it is only a forced activity and one imposed on me only through an external fortuitous need, not through an inner, essential one.

So, even in these fragmentary and sometimes hesitant early writings, Marx always discussed alienation from a historical, not a natural, point of view.

III. The other conceptions of alienation
Much time would elapse, however, before a historical, non-ontological, conception of alienation could take hold. In the early 20th century, most authors who addressed the phenomenon considered it a universal aspect of human existence. In Being and Time (1927), for instance, Martin Heidegger (1889–1976) approached it in purely philosophical terms. The category he used for his phenomenology of alienation was ‘fallenness’ [Verfallen], that is the tendency of Being-There [Dasein] – which in Heidegger’s philosophy indicates the ontologically constituted human existence – to lose itself in the inauthenticity and conformism of the surrounding world.

For Heidegger, ‘fallenness into the world means an absorption in Being-with-one-another, in so far as the latter is guided by idle talk, curiosity, and ambiguity’ – something truly quite different from the condition of the factory worker, which was at the centre of Marx’s theoretical preoccupations. Moreover, Heidegger did not regard this ‘fallenness’ as a ‘bad and deplorable ontical property of which, perhaps, more advanced stages of human culture might be able to rid themselves’, but rather as an ontological characteristic, ‘an existential mode of Being-in-the-world’.

Herbert Marcuse (1898–1979), who, unlike Heidegger, knew Marx’s work well, identified alienation with objectification as such, not with its manifestation in capitalist relations of production. In an essay he published in 1933, he argued that ‘the burdensome character of labor’ could not be attributed merely to ‘specific conditions in the performance of labor, to the social-technical structuring of labor’, but should be considered as one of its fundamental traits:

in laboring, the laborer is always ‘with the thing’: whether one stands by a machine, draws technical plans, is concerned with organizational measures, researches scientific problems, instructs people, etc. In his activity he allows himself to be directed by the thing, subjects himself and obeys its laws, even when he dominates his object. […] In each case he is not ‘with himself’ […] he is with an ‘Other than himself’ – even when this doing fulfils his own freely assumed life. This externalization and alienation of human existence […] is ineliminable in principle.

For Marcuse, there was a ‘primordial negativity of laboring activity’ that belonged to the ‘very essence of human existence’. The critique of alienation therefore became a critique of technology and labour in general, and its supersession was considered possible only in the moment of play, when people could attain a freedom denied them in productive activity: ‘In a single toss of a ball, the player achieves an infinitely greater triumph of human freedom over objectification than in the most powerful accomplishment of technical labor.’

In Eros and Civilization (1955), Marcuse took an equally clear distance from Marx’s conception, arguing that human emancipation could be achieved only through the abolition of labour and the affirmation of the libido and play in social relations. He discarded any possibility that a society based on common ownership of the means of production might overcome alienation, on the grounds that labour in general, not only wage labour, was

work for an apparatus which they [the vast majority of the population] do not control, which operates as an independent power to which individuals must submit if they want to live. And it becomes the more alien the more specialized the division of labor becomes. […] They work […] in alienation [… in the] absence of gratification [and in] negation of the pleasure principle.

The cardinal norm against which people should rebel was the ‘performance principle’ imposed by society. For, in Marcuse’s eyes:

the conflict between sexuality and civilization unfolds with this development of domination. Under the rule of the performance principle, body and mind are made into instruments of alienated labor; they can function as such instruments only if they renounce the freedom of the libidinal subject-object which the human organism primarily is and desires. […] Man exists […] as an instrument of alienated performance.

Hence, even if material production is organized equitably and rationally, ‘it can never be a realm of freedom and gratification […] It is the sphere outside labor which defines freedom and fulfilment.’ Marcuse’s alternative was to abandon the Promethean myth so dear to Marx and to draw closer to a Dionysian perspective: the ‘liberation of eros’. In contrast to Sigmund Freud (1856–1939), who had maintained in Civilization and Its Discontents (1929) that a non-repressive organization of society would entail a dangerous regression from the level of civilization attained in human relations, Marcuse was convinced that, if the liberation of the instincts took place in a technologically advanced ‘free society’ in the service of humanity, it would not only favour the march of progress but create ‘new and durable work relations’.

In this evolution of his thinking, a significant influence was exerted by the ideas of Charles Fourier (1772–1837) who, in his Theory of the Four Movements (1808), opposed advocates of the ‘commercial system’, to whom he used in a derogatory way the epithet of ‘civilized people’, and maintained that society would be free only when all its components had returned to expressing their passions. These were far more important to him than reason, ‘in the name of which were perpetrated all the massacres that history remembers’. According to Fourier, the main error of the political regime of his age was the repression of human nature. ‘Harmony’ would only be possible only if the individuals could have unleashed, as when they were in their natural state, all their instincts.

As for Marcuse, and his belief to oppose the technological domain in general, his indications about how the new society might come about were rather vague and utopian. He ended up opposing technological domination in general, so that his critique of alienation was no longer directed against capitalist relations of production, and his reflections on social change were so pessimistic as to include the working class among the subjects that operated in defence of the system.

The two leading figures in the Frankfurt School, Max Horkheimer (1895–1973) and Theodor Adorno (1903–1965), also developed a theory of generalized estrangement resulting from invasive social control and the manipulation of needs by the mass media. In Dialectic of Enlightenment (1944) they argued that ‘a technological rationale is the rationale of domination itself. It is the coercive nature of society alienated from itself.’ This meant that, in contemporary capitalism, even the sphere of leisure time – free and outside of work – was absorbed into the mechanisms reproducing consensus.

After World War II, the concept of alienation also found its way into psychoanalysis. Those who took it up started from Freud’s theory that man is forced to choose between nature and culture, and that, to enjoy the securities of civilization, he must necessarily renounce his impulses. Some psychologists linked alienation with the psychoses that appeared in certain individuals as a result of this conflict-ridden choice, thereby reducing the whole vast problematic of alienation to a merely subjective phenomenon.

The author who dealt most with alienation from within psychoanalysis was Erich Fromm (1900–1980). Unlike most of his colleagues, he never separated its manifestations from the capitalist historical context; indeed, his books The Sane Society (1955) and Marx’s Concept of Man (1961) used the concept to try to build a bridge between psychoanalysis and Marxism. Yet Fromm likewise always put the main emphasis on subjectivity, and his concept of alienation, which he summarized as ‘a mode of experience in which the individual experiences himself as alien’, remained too narrowly focused on the individual. Moreover, his account of Marx’s concept based itself only on the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 and showed a deep lack of understanding of the specificity and centrality of alienated labour in Marx’s thought. This lacuna prevented Fromm from giving due weight to objective alienation (that of the worker in the labour process and in relation to the labour product) and led him to advance positions that appear disingenuous in their neglect of the underlying structural relations.

Marx believed that the working class was the most alienated class. [… He] did not foresee the extent to which alienation was to become the fate of the vast majority of people. […] If anything, the clerk, the salesman, the executive, are even more alienated today than the skilled manual worker. The latter’s functioning still depends on the expression of certain personal qualities like skill, reliability, etc., and he is not forced to sell his ‘personality’, his smile, his opinions in the bargain.

One of the principal non-Marxist theories of alienation is that associated with Jean-Paul Sartre (1905–1980) and the French existentialists. Indeed, in the 1940s, marked by the horrors of war and the ensuing crise de conscience, the phenomenon of alienation – partly under the influence of Alexandre Kojève’s (1902–1968) neo-Hegelianism – became a recurrent reference both in philosophy and in narrative literature. Once again, however, the concept is much more generic than in Marx’s thought, becoming identified with a diffuse discontent of man in society, a split between human individuality and the world of experience, and an insurmountable condition humaine. The existentialist philosophers did not propose a social origin for alienation, but saw it as inevitably bound up with all ‘facticity’ (no doubt the failure of the Soviet experience favoured such a view) and human otherness. In 1955, Jean Hippolyte (1907–1968) set out this position in one of the most significant works in this tendency:

[alienation] does not seem to be reducible solely to the concept of the alienation of man under capitalism, as Marx understands it. The latter is only a particular case of a more universal problem of human self-consciousness which, being unable to conceive itself as an isolated cogito, can only recognize itself in a word which it constructs, in the other selves which it recognizes and by whom it is occasionally disowned. But this manner of self-discovery through the Other, this objectification, is always more or less an alienation, a loss of self and a simultaneous self-discovery. Thus, objectification and alienation are inseparable, and their union is simply the expression of a dialectical tension observed in the very movement of history.

Marx helped to develop a critique of human subjugation, basing himself on opposition to capitalist relations of production. The existentialists followed an opposite trajectory, trying to absorb those parts of Marx’s work that they thought useful for their own approach, in a merely philosophical discussion devoid of a specific historical critique.

IV. The debate on the conception of alienation in Marx’s early writings
The alienation debate that developed in France frequently drew upon Marx’s theories. As the Second World War gave way to a sense of profound anguish resulting from the barbarities of Nazism and fascism, the theme of the condition and destiny of the individual in society acquired great prominence. A growing philosophical interest in Marx was apparent everywhere in Europe. Often, however, it referred only to the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844; not even the sections of Capital that Lukács had used to construct his theory of reification were taken into consideration. Moreover, some sentences from the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 were taken out of context and transformed into sensational quotes supposedly proving the existence of a radically different ‘new Marx’, saturated with philosophy and free of the economic determinism that critics attributed to Capital – often without having read it. Again on the basis of the 1844 texts, the French existentialists laid by far the greatest emphasis on the concept of self-alienation [Selbstentfremdung], that is, the alienation of the worker from the human species and from others like himself – a phenomenon that Marx did discuss in his early writings, but always in connection with objective alienation.

The same error appears in a leading figure of post-war political theory, Hannah Arendt (1906–1975). In her The Human Condition (1958), she built her account of Marx’s concept of alienation around the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, even then isolating out only one of the types mentioned there by Marx: subjective alienation. This allowed her to claim:

expropriation and world alienation coincide, and the modern age, very much against the intentions of all the actors in the play, began by alienating certain strata of the population from the world. […] World alienation, and not self-alienation as Marx thought, has been the hallmark of the modern age.

Evidence of her scant familiarity with Marx’s mature work is the fact that, in conceding that Marx ‘was not altogether unaware of the implications of world alienation in capitalist economy’, she referred only to a few lines in his very early journalistic piece, ‘The Debates on the Wood Theft Laws’ (1842), not to the dozens of much more important pages in Capital and the preparatory manuscripts leading up to it. Her surprising conclusion was: ‘such occasional considerations play[ed] a minor role in his work, which remained firmly rooted in the modern age’s extreme subjectivism’. Where and how Marx prioritized ‘self-alienation’ in his analysis of capitalist society remains a mystery that Arendt never elucidated in her writings.

In the 1960s, the theory of alienation in the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 became the major bone of contention in the wider interpretation of Marx’s work. It was argued that a sharp distinction should be drawn between an ‘early Marx’ and a ‘mature Marx’ – an arbitrary and artificial opposition favoured both by those who preferred the early philosophical work and those for whom the only real Marx was the Marx of Capital (among them Louis Althusser (1918–1980) and the Russian scholars). Whereas the former considered the theory of alienation in the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 to be the most significant part of Marx’s social critique, the latter often exhibited a veritable ‘phobia of alienation’ and tried at first to downplay its relevance; or, when this strategy was no longer possible, the whole theme of alienation was written off as ‘a youthful peccadillo, a residue of Hegelianism’ that Marx later abandoned. Scholars in the first camp retorted that the 1844 manuscripts were written by a man of twenty-six just embarking on his major studies; but those in the second camp still refused to accept the importance of Marx’s theory of alienation, even when the publication of new texts made it clear that he never lost interest in it and that it occupied an important position in the main stages of his life’s work.

With the passage of time, successive supporters of the two positions engaged in lively debate, offering different answers concerning the ‘continuity’ of his thought. Were there in fact two distinct thinkers: an early Marx and a mature Marx? Or was there only one Marx, whose convictions remained substantially the same over the decades?

The opposition between these two views became ever sharper. The first, uniting Marxist-Leninist orthodoxy with those in Western Europe and elsewhere who shared its theoretical and political tenets, downplayed or dismissed altogether the importance of Marx’s early writings; they presented them as completely superficial in comparison with his later works and, in so doing, advanced a decidedly anti-humanist conception of his thought. The second view, advocated by a more heterogeneous group of authors, had as its common denominator a rejection of the dogmatism of official Communism and the correlation that its exponents sought to establish between Marx’s thought and the politics of the Soviet Union.

A couple of quotations from two major protagonists in the 1960s will do more than any possible commentary to elucidate the terms of the debate. For Althusser:

first of all, any discussion of Marx’s Early Works is a political discussion. Need we be reminded that Marx’s Early Works […] were exhumed by Social-Democrats and exploited by them to the detriment of Marxism-Leninism? […] This is the location of the discussion: the Young Marx. Really at stake in it: Marxism. The terms of the discussion: whether the Young Marx was already and wholly Marx.

Iring Fetscher (1922–2014), on the other hand, wrote that

the early writings of Marx centre so strongly on the liberation of man from every form of exploitation, domination and alienation, that a Soviet reader must have understood these comments as a criticism of his own situation under Stalinist domination. For this reason then, the early writings of Marx were never published in large, cheap editions in Russian. They were considered to be relatively insignificant works by the young Hegelian Marx who had not yet developed Marxism.

To argue, as so many did, that the theory of alienation in the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 was the central theme of Marx’s thought was so obviously wrong that it demonstrated no more than ignorance of his work. On the other hand, when Marx again became the most frequently discussed and quoted author in world philosophical literature because of his newly published pages on alienation, the silence from the Soviet Union on this whole topic, and on the controversies associated with it, provided a striking example of the instrumental use made of his writings in that country. For the existence of alienation in the Soviet Union and its satellites was dismissed out of hand, and any texts relating to the question were treated with suspicion. As Henri Lefebvre (1901–1991) put it, ‘in Soviet society, alienation could and must no longer be an issue. By order from above, for reasons of State, the concept had to disappear.’ Therefore, until the 1970s, very few authors in the ‘socialist camp’ paid any attention to the works in question.

A number of well-known Western authors also played down the complexity of the phenomenon. Lucien Goldmann (1913–1970), for instance, thought it possible to overcome alienation in the social-economic conditions of the time, and in his Dialectical Research (1959) argued that it would disappear, or recede, under the mere impact of planning. ‘Reification,’ he wrote, ‘is in fact a phenomenon closely bound up with the absence of planning and with production for the market’; Soviet socialism in the East and Keynesian policies in the West were resulting ‘in the first case in the elimination of reification, and in the second case in its progressive weakening’. History has demonstrated the faultiness of his predictions.

Whatever their academic discipline or political affiliation, interpreters of the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 may be divided into three groups. The first consists of all those who, in counterposing the Paris manuscripts to Capital, stress the theoretical pre-eminence of the former work. A second group attaches little significance in general to the manuscripts, while a third tends toward the thesis that there is a theoretical continuum between them and Capital.

Those who assumed a split between the ‘young’ and the ‘mature’ Marx, argued for the greater theoretical richness of the former, presented the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 as his most valuable text and sharply differentiated it from his later works. In particular, they tended to marginalize Capital often without studying it in any depth – a book altogether more demanding than the twenty odd pages on alienated labour in the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, about which almost all advanced various philosophical cogitations. In casting Marx’s thought as an ethical-humanist doctrine, these authors pursued the political objective of opposing the rigid orthodoxy of 1930s Soviet Marxism and contesting its hegemony within the workers’ movement. This theoretical offensive resulted in something very different, tending to enlarge the potential field of Marxist theory. Though the formulations were often hazy and generic, Marxism was no longer considered merely as an economic determinist theory and began to exert a greater attraction for large numbers of intellectuals and young people.

This approach began to make headway soon after the publication in 1932 of the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 and continued to win converts until the late 1950s, partly thanks to the explosive effect of a new text so unlike the dominant canon of Marxism. Its main sponsors were a motley group of heterodox Marxists, progressive Christians and existentialist philosophers, who interpreted Marx’s economic writings as a step back from what they saw as the centrality of the human person in his early theories.

The second group of interpreters, who regarded the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 as a transitional text of no special significance in the development of Marx’s thought. This was the most widely read account in the Soviet Union and its later satellite countries. The failure of the manuscripts to mention the ‘dictatorship of the proletariat’, together with the presence of themes such as human alienation and the exploitation of labour that highlighted some of the most glaring contradictions of ‘actually existing socialism’, led to their ostracization at the top of the ruling Communist parties. Not by chance were they excluded from editions of the works of Marx and Engels in various countries of the ‘socialist bloc’. Moreover, many of the authors in question wholly endorsed Vladimir Lenin’s (1870–1924) definition of the stages in the development of Marx’s thought – an approach later canonized by Marxism-Leninism, which, apart from being in many respects theoretically and politically questionable, made it impossible to account for Marx’s important work newly published for the first time eight years after the death of the Bolshevik leader.

As the influence of the Althusserian school grew in the 1960s, this reading also became popular in France and elsewhere in Western Europe. But, although its basic tenets are generally attributed to Althusser alone, the seeds were already there in Pierre Naville (1903–1993). He believed that Marxism was a science and that Marx’s early works, still imbued with the language and preoccupations of Left Hegelianism, marked a stage prior to the birth of a ‘new science’ in Capital. For Althusser, as we have seen, the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 represented the Marx most distant from Marxism.

A philologically unfounded contraposition of Marx’s early writings to the critique of political economy is shared by dissident or ‘revisionist’ Marxists eager to prioritize the former and by orthodox Communists focused on the ‘mature Marx’. Between them, they contributed to one of the principal misunderstandings in the history of Marxism: the myth of the ‘Young Marx’. This antagonism also gave rise to conflicts about the terminology and fundamental concepts of Marxian theory – for example, historical materialism versus historicism, or exploitation versus alienation.

The third and last group of interpreters of the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 consists of those who, from different political and theoretical standpoints, identified a substantive continuity in Marx’s work. The idea of an essential Marxian continuum, as opposed to a sharp theoretical break that completely discarded all that came before, was the inspiration for some of the best interpretations of the concept of alienation in the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844. Even then, however, there were a number of errors of interpretation – most notably, in certain authors, an underestimation of Marx’s huge advances of the 1850s and 1860s in the field of political economy. This went together with a diffuse tendency to reconstruct Marx’s thought through collections of quotations, without taking any account of the different periods in which the source texts had been written. All too often, the result was an author assembled out of pieces corresponding to the interpreter’s particular vision, passing backwards and forwards from Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 to Capital, as if Marx’s work were a single timeless and undifferentiated text.

To underline the importance of the concept of alienation in the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 for a better understanding of Marx’s development cannot involve drawing a veil of silence over the huge limits of this youthful text. Its author had scarcely begun to assimilate the basic concepts of political economy, and his conception of communism was no more than a confused synthesis of the philosophical studies he had undertaken until then. Captivating as they are, especially in the way they combine philosophical ideas of Hegel and Feuerbach with a critique of classical economic theory and a denunciation of working-class alienation, the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 are only a very first approximation, as is evident from their vagueness and eclecticism. They shed major light on the course Marx took, but an enormous distance still separates them from the themes and argument not only of the finished 1867 edition of Capital, Volume I, but also of the preparatory manuscripts for Capital, one of them published, that he drafted from the late 1850s on.

In contrast to analyses that either play up a distinctive ‘Young Marx’ or try to force a theoretical break in his work, the most incisive readings of the concept of alienation in the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 have known how to treat them as an interesting, but only initial, stage in Marx’s critical trajectory. Had he not continued his research but remained with the concepts of the Paris manuscripts, he would probably have been demoted to a place alongside Bruno Bauer (1809–1882) and Feuerbach in the sections of philosophy manuals devoted to the Hegelian Left.

V. The irresistible fascination of the theory of alienation
In the 1960s a real vogue began for theories of alienation, and hundreds of books and articles were published on it around the world. It was the age of alienation tout court. Authors from various political backgrounds and academic disciplines identified its causes as commodification, overspecialization, anomie, bureaucratization, conformism, consumerism, loss of a sense of self amid new technologies, even personal isolation, apathy, social or ethnic marginalization, and environmental pollution.

The concept of alienation seemed to express the spirit of the age to perfection, and indeed, in its critique of capitalist society, it became a meeting ground for anti-Soviet philosophical Marxism and the most democratic and progressive currents in the Catholic world. However, the popularity of the concept, and its indiscriminate application, created a profound terminological ambiguity. Within the space of a few years, alienation thus became an empty formula ranging right across the spectrum of human unhappiness – so all-encompassing that it generated the belief that it could never be modified.

With Guy Debord’s (1931–1994) book The Society of the Spectacle (1967), which became soon after its publication a veritable manifesto for the generation of students in revolt against the system, alienation theory linked up with the critique of immaterial production. Building on the theses of Horkheimer and Adorno, according to which the manufacturing of consent to the social order had spread to the leisure industry, Debord argued that the sphere of non-labour could no longer be considered separate from productive activity:

Whereas during the primitive stage of capitalist accumulation ‘political economy considers the proletarian only as a worker’, who only needs to be allotted the indispensable minimum for maintaining his labour power, and never considers him ‘in his leisure and humanity’, this ruling-class perspective is revised as soon as commodity abundance reaches a level that requires an additional collaboration from him. Once his workday is over, the worker is suddenly redeemed from the total contempt toward him that is so clearly implied by every aspect of the organization and surveillance of production, and finds himself seemingly treated like a grownup, with a great show of politeness, in his new role as a consumer. At this point the humanism of the commodity takes charge of the worker’s ‘leisure and humanity’ simply because political economy now can and must dominate those spheres.

For Debord, then, whereas the domination of the economy over social life initially took the form of a ‘degradation of being into having’, in the ‘present stage’ there had been a ‘general shift from having to appearing’. This idea led him to place the world of spectacle at the centre of his analysis: ‘The spectacle’s social function is the concrete manufacture of alienation’, the phenomenon through which ‘the fetishism of the commodity […] attains its ultimate fulfilment’. In these circumstances, alienation asserted itself to such a degree that it actually became an exciting experience for individuals, a new opium of the people that led them to consume and ‘identify with the dominant images’, taking them ever further from their own desires and real existence:

the spectacle is the stage at which the commodity has succeeded in totally colonizing social life. […] Modern economic production extends its dictatorship both extensively and intensively. […] With the ‘second industrial revolution’, alienated consumption has become just as much a duty for the masses as alienated production.

In the wake of Debord, Jean Baudrillard (1929–2007) has also used the concept of alienation to interpret critically the social changes that have appeared with mature capitalism. In The Consumer Society (1970), distancing himself from the Marxist focus on the centrality of production, he identified consumption as the primary factor in modern society. The ‘age of consumption’, in which advertising and opinion polls create spurious needs and mass consensus, was also ‘the age of radical alienation’.

Commodity logic has become generalized and today governs not only labour processes and material products, but the whole of culture, sexuality, and human relations, including even fantasies and individual drives. […] Everything is spectacularized or, in other words, evoked, provoked and orchestrated into images, signs, consumable models.

Baudrillard’s political conclusions, however, were rather confused and pessimistic. Faced with social ferment on a mass scale, he thought ‘the rebels of May 1968’ had fallen into the trap of ‘reifying objects and consumption excessively by according them diabolic value’; and he criticized ‘all the disquisitions on ‘alienation’, and all the derisive force of pop and anti-art’ as a mere ‘indictment [that] is part of the game: it is the critical mirage, the anti-fable which rounds off the fable’. Now a long way from Marxism, for which the working class is the social reference point for changing the world, he ended his book with a messianic appeal, as generic as it was ephemeral: ‘We shall await the violent irruptions and sudden disintegrations which will come, just as unforeseeably and as certainly as May 1968, to wreck this white Mass.’

VI. Alienation theory in North American sociology
In the 1950s, the concept of alienation also entered the vocabulary of North American sociology, but the approach to the subject there was quite different from the one prevailing in Europe at the time. Mainstream sociology treated alienation as a problem of the individual human being, not of social relations, and the search for solutions centred on the capacity of individuals to adjust to the existing order, not on collective practices to change society.

Here, too, there was a long period of uncertainty before a clear and shared definition took shape. Some authors considered alienation to be a positive phenomenon, a means of expressing creativity, which was inherent in the human condition in general. Another common view was that it sprang from the fissure between individual and society; Seymour Melman (1917–2004), for instance, traced alienation to the split between the formulation and execution of decisions, and considered that it affected workers and managers alike. In ‘A Measure of Alienation’ (1957), which inaugurated a debate on the concept in the American Sociological Review, Gwynn Nettler (1913–2007) used an opinion survey as a way of trying to establish a definition. But, in sharp contrast to the rigorous labour-movement tradition of investigations into working conditions, his questionnaire seemed to draw its inspiration more from the McCarthyite canons of the time than from those of scientific research. For in effect he identified alienation with a rejection of the conservative principles of American society: ‘consistent maintenance of unpopular and averse attitudes toward familism, the mass media and mass taste, current events, popular education, conventional religion and the telic view of life, nationalism, and the voting process’.

The conceptual narrowness of the American sociological panorama changed after the publication of Melvin Seeman’s (1918–2020) short article ‘On the Meaning of Alienation’ (1959), which soon became an obligatory reference for all scholars in the field. His list of the five main types of alienation – powerlessness, meaninglessness (that is, the inability to understand the events in which one is inserted), normlessness, isolation and self-estrangement – showed that he too approached the phenomenon in a primarily subjective perspective. Robert Blauner (1929–2016), in his book Alienation and Freedom (1964), similarly defined alienation as ‘a quality of personal experience which results from specific kinds of social arrangements’, even if his copious research led him to trace its causes to ‘employment in the large-scale organizations and impersonal bureaucracies that pervade all industrial societies’.

American sociology, then, generally saw alienation as a problem linked to the system of industrial production, whether capitalist or socialist, and mainly affecting human consciousness. This major shift of approach ultimately downgraded, or even excluded, analysis of the historical-social factors that determine alienation, producing a kind of hyper-psychologization that treated it not as a social problem but as a pathological symptom of individuals, curable at the individual level. Whereas in the Marxist tradition the concept of alienation had contributed to some of the sharpest criticisms of the capitalist mode of production, its institutionalization in the realm of sociology reduced it to a phenomenon of individual maladjustment to social norms. In the same way, the critical dimension that the concept had had in philosophy (even for authors who thought it a horizon that could never be transcended) now gave way to an illusory neutrality.

Another effect of this metamorphosis was the theoretical impoverishment of the concept. From a complex phenomenon related to man’s work activity and social and intellectual existence, alienation became a partial category divided up in accordance with academic research specializations. American sociologists argued that this methodological choice enabled them to free the study of alienation from any political connotations and to confer on it scientific objectivity. But, in reality, this a-political ‘turn’ had evident ideological implications, since support for the dominant values and social order lay hidden behind the banner of de-ideologization and value-neutrality.

So, the difference between Marxist and American sociological conceptions of alienation was not that the former were political and the latter scientific. Rather, Marxist theorists were bearers of values opposed to the hegemonic ones in American society, whereas the US sociologists upheld the values of the existing social order, skillfully dressed up as eternal values of the human species. In the American academic context, the concept of alienation underwent a veritable distortion and ended up being used by defenders of the very social classes against which it had for so long been directed.

VII. The concept of alienation in Capital and its preparatory manuscripts
Marx’s own writings played an important role for those seeking to counter this situation. The initial focus on the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 tended to shift after the publication of new texts and with them it was possible to reconstruct the path of his elaboration from the early writings to Capital.

In the second half of the 1840s, Marx no longer made frequent use of the term ‘alienation’. The main exceptions were The Holy Family (1845), The German Ideology (1845-46) and the Manifesto of the Communist Party (1848) all jointly authored with Engels.

In Wage-Labour and Capital (1849), a collection of articles based on lectures he gave to the German Workers’ League in Brussels in 1847, Marx returned to the theory of alienation. But the term itself did not appear in these texts, because it would have had too abstract a ring for his intended audience. He wrote that wage labour does not enter into the worker’s ‘own life activity’ but represents a ‘sacrifice of his life’. Labour-power is a commodity that the worker is forced to sell ‘in order to live’, and ‘the product of his activity, therefore, is not the aim of his activity’:

And the labourer who for twelve hours long, weaves, spins, bores, turns, builds, shovels, breaks stone, carries hods, and so on-is this twelve hours’ weaving, spinning, boring, turning, building, shovelling, stone-breaking, regarded by him as a manifestation of life, as life? Quite the contrary. Life for him begins where this activity ceases, at the table, at the tavern seat, in bed. The twelve hours’ work, on the other hand, has no meaning for him as weaving, spinning, boring, and so on, but only as earnings, which enable him to sit down at a table, to take his seat in the tavern, and to lie down in a bed. If the silk-warm’s object in spinning were to prolong its existence as caterpillar, it would be a perfect example of a wage-worker.

Until the late 1850s there were no more references to the theory of alienation in Marx’s work. Following the defeat of the 1848 revolutions, he was forced to go into exile in London; once there, he concentrated all his energies on the study of political economy and, apart from a few short works with a historical theme, did not publish another book. When he began to write about economics again, however, in the Foundations of the Critique of Political Economy (1857–58), better known as the Grundrisse, he more than once used the term ‘alienation’. This text recalled in many respects the analyses of the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, although nearly a decade of studies in the British Library had allowed him to make them considerably more profound:

The social character of activity, as well as the social form of the product, and the share of individuals in production here appear as something alien and objective, confronting the individuals, not as their relation to one another, but as their subordination to relations which subsist independently of them and which arise out of collisions between mutually indifferent individuals. The general exchange of activities and products, which has become a vital condition for each individual – their mutual interconnection – here appears as something alien to them, autonomous, as a thing. In exchange value, the social connection between persons is transformed into a social relation between things; personal capacity into objective wealth.

The account of alienation in the Grundrisse, then, is enriched by a greater understanding of economic categories and by more rigorous social analysis. The link it establishes between alienation and exchange-value is an important aspect of this. And, in one of the most dazzling passages on this phenomenon of modern society, Marx links alienation to the opposition between capital and ‘living labour-power’:

The objective conditions of living labour appear as separated, independent values opposite living labour capacity as subjective being. […] The objective conditions of living labour capacity are presupposed as having an existence independent of it, as the objectivity of a subject distinct from living labour capacity and standing independently over against it; the reproduction and realization, i.e. the expansion of these objective conditions, is therefore at the same time their own reproduction and new production as the wealth of an alien subject indifferently and independently standing over against labour capacity. What is reproduced and produced anew is not only the presence of these objective conditions of living labour, but also their presence as independent values, i.e. values belonging to an alien subject, confronting this living labour capacity. The objective conditions of labour attain a subjective existence vis-à-vis living labour capacity – capital turns into capitalist.

The Grundrisse was not the only text of Marx’s maturity to feature an account of alienation. Five years after it was composed, the ‘Results of the Immediate Process of Production’ – also known as ‘Capital, Volume I: Book 1, Chapter VI, unpublished’ (1863–64) – brought the economic and political analyses of alienation more closely together. ‘The rule of the capitalist over the worker,’ Marx wrote, ‘is the rule of things over man, of dead labour over the living, of the product over the producer.’ In capitalist society, by virtue of ‘the transposition of the social productivity of labour into the material attributes of capital’, there is a veritable ‘personification of things and reification of persons’, creating the appearance that ‘the material conditions of labour are not subject to the worker, but he to them’. In reality, he argued:

Capital is not a thing, any more than money is a thing. In capital, as in money, certain specific social relations of production between people appear as relations of things to people, or else certain social relations appear as the natural properties of things in society. Without a class dependent on wages, the moment individuals confront each other as free persons, there can be no production of surplus-value; without the production of surplus-value there can be no capitalist production, and hence no capital and no capitalist! Capital and wage-labour (it is thus we designate the labour of the worker who sells his own labour-power) only express two aspects of the self-same relationship. Money cannot become capital unless it is exchanged for labour-power, a commodity sold by the worker himself. Conversely, work can only be wage-labour when its own material conditions confront it as autonomous powers, alien property, value existing for itself and maintaining itself, in short as capital. If capital in its material aspects, i.e. in the use-values in which it has its being, must depend for its existence on the material conditions of labour, these material conditions must equally, on the formal side, confront labour as alien, autonomous powers, as value – objectified labour – which treats living labour as a mere means whereby to maintain and increase itself.

In the capitalist mode of production, human labour becomes an instrument of the valorization process of capital, which, ‘by incorporating living labour-power into the material constituents of capital, […] becomes an animated monster and […] starts to act as if consumed by love.’ This mechanism keeps expanding in scale, until co-operation in the production process, scientific discoveries and the deployment of machinery – all of them social processes belonging to the collective – become forces of capital that appear as its natural properties, confronting the workers in the shape of the capitalist order:

The productive forces […] developed [by] social labour […] appear as the productive forces of capitalism. […] Collective unity in co-operation, combination in the division of labour, the use of the forces of nature and the sciences, of the products of labour, as machinery – all these confront the individual workers as something alien, objective, ready-made, existing without their intervention, and frequently even hostile to them. They all appear quite simply as the prevailing forms of the instruments of labour. As objects they are independent of the workers whom they dominate. Though the workshop is to a degree the product of the workers’ combination, its entire intelligence and will seem to be incorporated in the capitalist or his understrappers, and the workers find themselves confronted by the functions of the capital that lives in the capitalist.

Through this process capital becomes something ‘highly mysterious’. ‘The conditions of labour pile up in front of the worker as social forces, and they assume a capitalized form.’

Beginning in the 1960s, the diffusion of ‘Capital, Volume I: Book 1, Chapter VI, unpublished’ and, above all, of the Grundrisse paved the way for a conception of alienation different from the one then hegemonic in sociology and psychology. It was a conception geared to the overcoming of alienation in practice – to the political action of social movements, parties and trade unions to change the working and living conditions of the working class. The publication of what, after the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 in the 1930s, may be thought of as the ‘second generation’ of Marx’s writings on alienation therefore provided not only a coherent theoretical basis for new studies of alienation, but above all an anti-capitalist ideological platform for the extraordinary political and social movement that exploded in the world during those years. Alienation left the books of philosophers and the lecture halls of universities, took to the streets and the space of workers’ struggles, and became a critique of bourgeois society in general.

VIII. Commodity fetishism
One of Marx’s best accounts of alienation is contained in the famous section of Capital on ‘The Fetishism of the Commodity and Its Secret’, where he shows that, in capitalist society, people are dominated by the products they have created . Here, the relations among them appear not ‘as direct social relations between persons […], but rather as material relations between persons and social relations between things’. As he famously wrote:

The mysterious character of the commodity-form consists […] in the fact that the commodity reflects the social characteristics of men’s own labour as objective characteristics of the products of labour themselves, as the socio-natural properties of these things. Hence it also reflects the social relation of the producers to the sum total of labour as a social relation between objects, a relation which exists apart from and outside the producers. Through this substitution, the products of labour become commodities, sensuous things which are at the same time supra-sensible or social. […] It is nothing but the definite social relation between men themselves which assumes here, for them, the fantastic form of a relation between things. In order, therefore, to find an analogy we must take flight into the misty realm of religion. There the products of the human brain appear as autonomous figures endowed with a life of their own, which enter into relations both with each other and with the human race. So, it is in the world of commodities with the products of men’s hands. I call this the fetishism which attaches itself to the products of labour as soon as they are produced as commodities, and is therefore inseparable from the production of commodities.

Two elements in this definition mark a clear dividing line between Marx’s conception of alienation and the one held by most of the other authors we have been discussing. First, Marx conceives of fetishism not as an individual problem but as a social phenomenon, not as an affair of the mind but as a real power, a particular form of domination, which establishes itself in market economy as a result of the transformation of objects into subjects. For this reason, his analysis of alienation does not confine itself to the disquiet of individual women and men, but extends to the social processes and productive activities underlying it. Second, for Marx fetishism manifests itself in a precise historical reality of production, the reality of wage labour; it is not part of the relation between people and things as such, but rather of the relation between man and a particular kind of objectivity: the commodity form.

As a consequence of this peculiarity of capitalism, individuals had value only as producers, and ‘human existence’ was subjugated to the act of the ‘production of commodities’. Hence ‘the process of production’ had ‘mastery over man, instead of being controlled by him’. Capital ‘care[d] nothing for the length of life of labour power’ and attached no importance to improvements in the living conditions of the proletariat. Capital ‘attains this objective by shortening the life of labour-power.’

In bourgeois society, human qualities and relations turn into qualities and relations among things. This theory of what Lukács would call reification illustrated alienation from the point of view of human relations, while the concept of fetishism treated it in relation to commodities. Pace those who deny that a theory of alienation is present in Marx’s mature work, we should stress that commodity fetishism did not replace alienation but was only one aspect of it.

The theoretical advance from the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 to Capital and its related materials does not, however, consist only in the greater precision of his account of alienation. There is also a reformulation of the measures that Marx considers necessary for it to be overcome. Whereas in 1844 he had argued that human beings would eliminate alienation by abolishing private production and the division of labour, the path to a society free of alienation was much more complicated in Capital and its preparatory manuscripts.

Marx held that capitalism was a system in which the workers were subject to capital and the conditions it imposed. Nevertheless, it had created the foundations for a more advanced society, and by generalizing its benefits humanity would be able to progress along the faster road of social development that it had opened up. One of Marx’s most analytic accounts of the positive effects of capitalist production is to be found towards the end of Capital, Volume I, in the section entitled ‘Historical Tendency of Capitalist Accumulation’. In the passage in question, he summarizes the six conditions generated by capitalism – particularly by its centralization – that constitute the basic prerequisites for the birth of communist society. These are: 1) the cooperative labour process; 2) the scientific-technological contribution to production; 3) appropriation of the forces of nature by production; 4) creation of machinery that workers can only operate in common; 5) the economizing of all means of production; and 6) the tendency to the creation of the world market. For Marx:

Hand in hand with this centralization, or this expropriation of many capitalists by a few, other developments take place on an ever-increasing scale, such as the growth of the co-operative form of the labour process, the conscious technical application of science, the planned exploitation of the soil, the transformation of the means of labour into forms in which they can only be used in common, the economizing of all means of production by their use as the means of production of combined, socialized labour, the entanglement of all peoples in the net of the world market, and, with this, the growth of the international character of the capitalist regime.

Marx well knew that the concentration of production in the hands of a small number of bosses increased ‘the mass of misery, oppression, slavery, degradation and exploitation’ for the working class, but he was also aware that ‘the co-operation of wage-labourers is entirely brought about by the capital that employs them.’ He was convinced that the extraordinary growth of the productive forces under capitalism, greater and faster than in all previously existing modes of production, had created the conditions to overcome the social-economic relations that capitalism had itself brought about – and therefore to achieve the transition to socialist society.

9. Communism, emancipation and freedom
According to Marx, a system that produced an enormous accumulation of wealth for the few and deprivation and exploitation for the general mass of workers must be replaced with an ‘association of free men, working with the means of production held in common, and expending their many different forms of labour-power in full self-awareness as one single social labour force.’ In Capital, Volume I, Marx explained that the ‘ruling principle’ of this ‘higher form of society’ would be ‘the full and free development of every individual’. In the Grundrisse he wrote that in communist society production would be ‘directly social’, ‘the offspring of association, which distributes labour internally’. It would be managed by individuals as their ‘common wealth’. The ‘social character of production’ [gesellschaftliche Charakter der Produktion] would ‘make the product into a communal, general product from the outset’; its associative character would be ‘presupposed’ and ‘the labour of the individual […] from the outset taken as social labour’. As Marx stressed in the Critique of the Gotha Programme (1875), in postcapitalist society ‘individual labour no longer exists in an indirect fashion but directly as a component part of the total labour.’ In addition, the workers would be able to create the conditions for the eventual disappearance of ‘the enslaving subordination of the individual to the division of labour’.

In Capital, Volume I, Marx highlighted that in communism, the conditions would be created for a form of ‘planned cooperation’ through which the worker ‘strips off the fetters of his individuality and develops the capabilities of his species’. In Capital, Volume II (1885), Marx pointed out that society would then be in a position to ‘reckon in advance how much labour, means of production and means of subsistence it can spend, without dislocation’, unlike in capitalism ‘where any kind of social rationality asserts itself only post festum’ and ‘major disturbances can and must occur constantly’.

This type of production would differ from wage labour because it would place its determining factors under collective governance, take on an immediately general character and convert labour into a truly social activity. This was a conception of society at the opposite pole from Thomas Hobbes’s (1588–1679) ‘war of all against all’. In referring to so-called free competition, or the seemingly equal positions of workers and capitalists on the market in bourgeois society, Marx stated that the reality was totally different from the human freedom exalted by apologists of capitalism. The system posed a huge obstacle to democracy, and he showed better than anyone else that the workers did not receive an equivalent for what they produced. In the Grundrisse, he explained that what was presented as an ‘exchange of equivalents’ was, in fact, appropriation of the workers’ ‘labour time without exchange’; the relationship of exchange ‘dropped away entirely, or it became a ‘mere semblance’. Relations between persons were ‘actuated only by self-interest’.

This ‘clash of individuals’ had been passed off as the ‘the absolute form of existence of free individuality in the sphere of production and exchange’. But for Marx ‘nothing could be further from the truth’, since ‘it is not individuals who are set free by free competition; it is, rather, capital which is set free’. In the Economic Manuscripts of 1863-67, he denounced the fact that ‘surplus labour is initially pocketed, in the name of society, by the capitalist’ – the surplus labour that is ‘the basis of society’s free time’ and, by virtue of this, the ‘material basis of its whole development and of civilization in general’. And in Capital, Volume I, he showed that the wealth of the bourgeoisie was possible only by ‘turning the whole lifetime of the worker and his family into labour-time’.

In the Grundrisse, Marx observed that in capitalism ‘individuals are subsumed under social production’, which ‘exists outside them as their fate’. This happens only through the attribution of exchange-value conferred on the products, whose buying and selling takes place post festum. Furthermore, ‘all social powers of production’ – including scientific discoveries, which appear as alien and external to the worker, are posited by capital. The very association of the workers, at the places and in the act of production, is ‘operated by capital’ and is therefore ‘only formal’. Use of the goods created by the workers ‘is not mediated by exchange between mutually independent labours or products of labour’, but rather ‘the social conditions of production within which the individual is active.’ Marx explained how productive activity in the factory ‘concerns only the product of labour, not labour itself’, since it ‘will occur initially only in a common location, under overseers, regimentation, greater discipline, regularity and the posited dependence in production itself on capital’.

In order to change these conditions, contrary to the view of many of Marx’s socialist contemporaries, a redistribution of consumption goods was not sufficient to reverse this state of affairs. A root-and-branch change in the productive assets of society was necessary. Thus, in the Grundrisse Marx noted that ‘the demand that wage labour be continued but capital suspended is self-contradictory, self-dissolving’. What was required was ‘dissolution of the mode of production and form of society based upon exchange value’. In the address published under the title Value, Price and Profit (1865), he called on workers to ‘inscribe on their banner’ not ‘the conservative motto: ‘A fair day’s wage for a fair day’s work!’ [but] the revolutionary watchword: ‘Abolition of the wages system!’’

Furthermore, the Critique of the Gotha Programme made the point that in the capitalist mode of production ‘the material conditions of production are in the hands of non-workers in the form of capital and land ownership, while the masses are only owners of the personal condition of production, of labour power’. Therefore, it was essential to overturn the property relations at the base of the bourgeois mode of production. In the Grundrisse, Marx recalled that ‘the laws of private property – liberty, equality, property – property in one’s own labour, and free disposition over it – tum into the worker’s propertylessness, and the dispossession of his labour, i.e. the fact that he relates to it as alien property and vice versa.’ And in 1869, in a report of the General Council of the International Working Men’s Association, he asserted that ‘private property in the means of production’ served to give the bourgeois class ‘the power to live without labour upon other people’s labour’. He repeated this point in another short political text, the Preamble to the Programme of the French Workers’ Party (1880), adding that ‘the producers cannot be free unless they are in possession of the means of production’ and that the goal of the proletarian struggle must be ‘the return of all the means of production to collective ownership’.

In Capital, Volume III (1894), Marx observed that when the workers had established a communist mode of production ‘private property of the earth by single individuals [would] appear just as absurd as private property of one human being by another’. He directed his most radical critique against the destructive possession inherent in capitalism, insisting that ‘even an entire society, a nation, or even all simultaneously existing societies taken together, are not the owners of the earth’. For Marx, human beings were ‘simply its possessors, its beneficiaries, and have to bequeath it in an improved state to succeeding generations, as good heads of the household [boni patres familias]’.

A different kind of ownership of the means of production would also radically change the life-time of society. In Capital, Volume I, Marx unfolded with complete clarity the reasons why in capitalism ‘the shortening of the working day is […] by no means what is aimed at in capitalist production, when labour is economized by increasing its productivity’. The time that the progress of science and technology makes available for individuals is in reality immediately converted into surplus value. The only aim of the dominant class is the ‘shortening of the labour-time necessary for the production of a definite quantity of commodities’. Its only purpose in developing the productive forces is the ‘shortening of that part of the working day in which the worker must work for himself, and the lengthening […] the other part […] in which he is free to work for nothing for the capitalist’. This system differs from slavery or the corvées due to the feudal lord, since ‘surplus labour and necessary labour are mingled together’ and make the reality of exploitation harder to perceive.

In the Grundrisse, Marx showed that ‘free time for a few’ is possible only because of this surplus labour time of the many. The bourgeoisie secures growth of its material and cultural capabilities only thanks to the limitation of those of the proletariat. The same happens in the most advanced capitalist countries, to the detriment of those on the periphery of the system. In the Economic Manuscript of 1861-63, Marx emphasized that the ‘free development’ of the dominant class is ‘based on the restriction of development’ among the working class’; ‘the surplus labour of the workers’ is the ‘natural basis of the social development of the other section’. The surplus labour time of the workers is not only the pillar supporting the ‘material conditions of life’ for the bourgeoisie; it also creates the conditions for its ‘free time, the sphere of [its] development’. Marx could not have put it better: ‘the free time of one section corresponds to the time in thrall to labour of the other section.’

For Marx communist society, by contrast, would be characterized by a general reduction in labour time. In the ‘Instructions for the Delegates of the Provisional General Council’, composed in August 1866 for the International Working Men’s Association , Marx wrote in forthright terms: ‘a preliminary condition, without which all further attempts at improvement and emancipation must prove abortive, is the limitation of the working day.’ It was needed not only ‘to restore the health and physical energies of the working class’ but also ‘to secure them the possibility of intellectual development, sociable intercourse, social and political action’.

Similarly, in Capital, Volume I, while noting that workers’ ‘time for education, for intellectual development, for the fulfilling of social functions, for social intercourse, for the free play of the vital forces of his body and his mind’ counted as pure ‘foolishness’ in the eyes of the capitalist class, Marx implied that these would be the basic elements of the new society. As he put it in the Grundrisse, a reduction in the hours devoted to labour – and not only labour to create surplus value for the capitalist class – would favour ‘the artistic, scientific etc. development of the individuals in the time set free, and with the means created, for all of them’.

On the basis of these convictions, Marx identified the ‘economy of time, along with the planned distribution of labour time among the various branches of production’ as ‘first economic law on the basis of communal production’. In Theories of Surplus Value (1862–63) he made it even clearer that ‘real wealth’ was nothing other than ‘disposable time’. In communist society, workers’ self-management would ensure that ‘a greater quantity of time’ was ‘not absorbed in direct productive labour but […] available for enjoyment, for leisure, thus giving scope for free activity and development’. In this text, so too in the Grundrisse, Marx quoted a short anonymous pamphlet entitled The Source and Remedy of the National Difficulties, Deduced from Principles of Political Economy, in a Letter to Lord John Russell (1821), whose definition of well-being he fully shared: that is, ‘truly wealthy a nation, if there is no interest or if the working day is 6 hours rather than 12’.

Wealth is not command over surplus labour time – the real wealth – ‘but disposable time, in addition to that employed in immediate production, for every individual and for the whole society.’ Elsewhere in the Grundrisse he asked rhetorically: ‘what is wealth other than the universality of individual needs, capacities, pleasures, productive forces […] the absolute working out of his creative potentialities?’ It is evident, then, that the socialist model in Marx’s mind did not involve a state of generalized poverty, but rather the attainment of greater collective wealth.

For Marx, living in a non-alienated society meant building a social organization in which a fundamental value was given to individual freedom. He attached a fundamental value to individual freedom, and his communism was radically different from the levelling of classes envisaged by his various predecessors or pursued by many of his epigones. In the Grundrisse however, he pointed to the ‘foolishness of those socialists (namely the French, who want to depict socialism as the realization of the ideals of bourgeois society articulated by the French revolution) who demonstrate that exchange and exchange value etc. are originally […] a system of universal freedom and equality, but that they have been perverted by money, capital’.

He labelled it an ‘absurdity’ to regard ‘free competition is the ultimate development of human freedom’; it was tantamount to a belief that ‘the rule of the bourgeoisie is the terminal point of world history’, which he mockingly described as ‘middle-class rule is the culmination of world history – certainly an agreeable thought for the parvenus of the day before yesterday’. In the same way, Marx contested the liberal ideology according to which ‘the negation of free competition [was] equivalent to the negation of individual freedom and of social production based upon individual freedom’. In bourgeois society, the only possible ‘free development’ was ‘on the limited basis of the domination of capital’. But that ‘type of individual freedom’ was, at the same time, ‘the most sweeping abolition of all individual freedom and the complete subjugation of individuality to social conditions which assume the form of objective powers, indeed of overpowering objects […] independent of the individuals relating to one another.’ As he wrote in Capital, Volume III:

The realm of freedom really begins only where labour determined by necessity and external expediency ends; it lies by its very nature beyond the sphere of material production proper. Just as the savage must wrestle with nature to satisfy his needs, to maintain and reproduce his life, so must civilized man, and he must do so in all forms of society and under all possible modes of production. This realm of natural necessity expands with his development, because his needs do too; but the productive forces to satisfy these expand at the same time.

Freedom, in this sphere, can consist only in this, that socialized man, the associated producers, govern the human metabolism with nature in a rational way, bringing it under their collective control instead of being dominated by it as a blind power; accomplishing it with the least expenditure of energy and in conditions most worthy and appropriate for their human nature. But this always remains a realm of necessity. The true realm of freedom, the development of human powers as an end in itself, begins beyond it, though it can only flourish with this realm of necessity as its basis. The reduction of the working day is the basic prerequisite.

This post-capitalist system of production, together with scientific-technological progress and a consequent reduction of the working day, creates the possibility for a new social formation in which the coercive, alienated labour imposed by capital and subject to its laws is gradually replaced with conscious, creative activity beyond the yoke of necessity, and in which complete social relations take the place of random, undifferentiated exchange dictated by the laws of commodities and money . It is no longer the realm of freedom for capital but the realm of genuine human freedom.

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Las investigaciones tardías de Marx sobre los países no europeos

1. Introducción
El examen de los estudios finales de Karl Marx, que prácticamente no han sido explorados, desmiente el mito de que Marx dejó de escribir en sus últimos años. El período final del trabajo de Marx sin duda fue difícil, pero también fue de gran importancia teórica. A finales de la década de 1870, Marx no solo continuó su trabajo de investigación, sino que lo amplió a nuevas disciplinas. Es más, Marx estudió nuevos conflictos políticos (como la lucha del movimiento populista ruso después de la abolición de la servidumbre de la gleba, o la oposición a la opresión colonialista en la India, Egipto y Argelia), nuevas cuestiones teóricas (tales como las formas de propiedad comunal en las sociedades precapitalistas o la posibilidad de revolución socialista en los países desarrollados de manera no capitalista) y nuevas zonas geográficas (como Rusia, la India o el norte de África).

A este período pertenecen no solo sus últimos manuscritos inconclusos sobre El capital sino también varios estudios de la propiedad comunal rural, en particular los pasajes que tratan de la obra de Maksim Kovalevski (1879-80) y el célebre análisis de la obschina en Rusia. Además, Marx escribió los Cuadernos etnológicos (1880-81) y realizó una profunda inmersión final en la historia, en particular la historia de la India y de Europa. Haber investigado todas estas cuestiones le permitió desarrollar conceptos más matizados influidos por las particularidades de los países fuera de la Europa occidental.

Además, este capítulo desafía la duradera y errónea representación de Marx como un pensador economicista y eurocéntrico interesado únicamente en la lucha de clases. Esto permite a los lectores repensar las ideas de Marx a la luz de comentarios tardíos sobre la antropología, las sociedades no occidentales y la crítica del colonialismo europeo, y señala cómo Marx evadió la trampa del determinismo económico en la que cayeron muchos de sus seguidores. Por el contrario, Marx resaltó la especificidad de las condiciones históricas y la centralidad de la intervención humana a la hora de moldear la realidad y posibilitar el cambio.

A pesar de que los estudios teóricos intensivos lo absorbían por completo, Marx nunca dejó de interesarse por los sucesos políticos y económicos internacionales de su época. Además de leer los principales periódicos «burgueses», recibía y leía con regularidad la prensa de clase trabajadora alemana y francesa. Siempre curioso, se mantenía al tanto de lo que ocurría en el mundo. A menudo, su correspondencia con importantes figuras políticas e intelectuales de diversos países le proporcionaba nuevos estímulos y un conocimiento más profundo de una amplia gama de temas.

2. La propiedad de la tierra en los países colonizados
En septiembre de 1879, Marx adquirió y leyó en ruso, con gran interés, Propiedad común de la tierra: Las causas, el curso y las consecuencias de su declive (1879) de Maksim Kovalevski (1851-1916). Los extractos que compiló mayormente provenían de las partes del libro que abordaban la propiedad de la tierra en los países sometidos a la dominación extranjera. Marx resumió las diversas formas en que los españoles en Latinoamérica, los británicos en la India y los franceses en Argelia habían regulado los derechos de posesión.

Al considerar estas tres zonas geográficas, las primeras reflexiones de Marx tuvieron que ver con las civilizaciones precolombinas. Marx observó que, en el comienzo de los imperios azteca e inca, «la población rural mantuvo la propiedad común de la tierra como antes, pero al mismo tiempo tuvo que resignar parte de sus ingresos para efectuar los pagos correspondientes a sus gobernantes». Según Kovalevski, este proceso sentó «las bases del desarrollo de los latifundios a expensas de los intereses propietarios de aquellos que eran dueños de la tierra comunal. Y la llegada de los españoles no hizo más que acelerar la disolución de la tierra comunal». Las terribles consecuencias de su imperio colonial fueron repudiadas tanto por Kovalevski—la «original política de exterminio de los pieles rojas»—como por Marx, que añadió de puño y letra: «después de haber saqueado el oro que encontraron allí, los [españoles] condenaron a los indios a trabajar en las minas». Al final de esta selección de extractos, Marx observó que «la supervivencia (en gran medida) de la comuna rural» se debió, en parte, al hecho de que, «a diferencia de [lo ocurrido] en las Indias Orientales británicas, no existía legislación colonial que regulara la posibilidad de que los integrantes de los clanes vendieran sus tierras».

Más de la mitad de los extractos de Kovalevski de Marx versan sobre la dominación británica de la India. Marx prestó especial atención a la partes del libro que rastreaban formas de propiedad común de la tierra en la India contemporánea, así como también en los tiempos de los rajás hindúes. Utilizando el texto de Kovalevski, observó que la dimensión colectiva permaneció viva incluso después de la parcelización introducida por los británicos: «siguen existiendo entre estos átomos algunas conexiones que guardan una relación distante con los antiguos grupos de propietarios de tierras de las aldeas». A pesar de la hostilidad que compartían respecto del colonialismo británico, Marx se mostró crítico de algunos aspectos del recorrido histórico de Kovalevski, que erróneamente proyectaban los parámetros del contexto europeo en la India. En una serie de comentarios breves pero detallados, Marx le reprochó haber homogeneizado dos fenómenos distintos. Porque, si bien «la distribución de puestos—de ningún modo exclusiva del feudalismo, como demuestra Roma—y la commendatio [existieron] en la India», ello no quería decir que el «feudalismo, tal como se lo conoció en Europa occidental», se hubiese desarrollado allí.

Para Marx, Kovalevski había dejado de lado el importante hecho de que la «servidumbre de la gleba» esencial para el feudalismo no existió en la India. Además, dado que «de acuerdo con la ley india, el poder del gobernante no [estaba] sujeto a la repartición entre los hijos varones, [se] obstruyó una gran fuente de feudalismo al estilo europeo». En suma, Marx se mostró muy escéptico ante la posibilidad de transferir categorías de interpretación entre contextos geográficos e históricos completamente diferentes. Más adelante, integró las perspectivas más completas que derivó del texto de Kovalevski mediante su estudio de otros trabajos sobre la historia de la India.

Por último, para el caso de Argelia, Marx no dejó de resaltar la importancia de la propiedad común de la tierra antes de la llegada de los colonos franceses, ni de los cambios que ellos introdujeron. Copió de Kovalevski: «La formación de la propiedad privada de la tierra (a los ojos de los burgueses franceses) es una condición necesaria para que se produzca el progreso en la esfera sociopolítica. La preservación de la propiedad comunal como forma que fomenta las tendencias comunistas en las mentes resulta peligrosa tanto para la colonia como para la metrópolis». Marx también seleccionó los siguientes puntos de Propiedad común de la tierra: Las causas, el curso y las consecuencias de su declive:

…se fomenta e incluso se prescribe la distribución de las posesiones de los clanes, en primer lugar con miras a debilitar a las tribus subyugadas donde nunca falta el impulso de rebelarse; y, en segundo lugar, como única manera de profundizar el traspaso de la propiedad de la tierra de las manos de los nativos a las de los colonizadores. Los franceses han aplicado esta misma política en todos sus regímenes. (…) El objetivo siempre es el mismo: la destrucción de la propiedad colectiva indígena y su transformación en un objeto de libre compra y venta, y por este medio se pretende facilitar su paso a manos de los colonizadores franceses.

En cuanto a la legislación para Argelia propuesta por el republicano de izquierda Jules Warnier (1826-1899) y promulgada en 1873, Marx coincidió con la postura de Kovalevski, que afirmó que el único propósito de dicha medida fue la «expropiación de la tierra de la población nativa por parte de los colonizadores y especuladores europeos». La afronta de los franceses llegó al extremo del «robo propiamente dicho»: la conversión en «propiedad del gobierno» de todas las tierras sin cultivar que hasta entonces los nativos administraban en común. Dicho proceso estaba diseñado para producir otro importante resultado: la eliminación del peligro de resistencia por parte de la población local. Una vez más, en palabras de Kovalevski, Marx señaló:

…la fundación de la propiedad privada y el asentamiento de los colonizadores europeos entre los clanes árabes [se transformaría] en la manera más efectiva de acelerar el proceso de disolución de las uniones entre los clanes. (…) La expropiación de los árabes que buscaba la ley tenía dos objetivos: 1) otorgarles a los franceses la mayor cantidad de tierra posible; y (2) despojar a los árabes de sus lazos naturales con la tierra para destruir la fuerza que les quedaba a las uniones entre los clanes, que así quedarían disueltas, y por consiguiente se disolvería todo riesgo de rebelión.

Marx comentó que este tipo de «individualización de la propiedad de la tierra» no solo había asegurado a los invasores altísimos márgenes económicos sino que además había cumplido «una meta política (…): destruir los cimientos de esta sociedad». La selección de ideas realizada por Marx, sumada a las escasas pero directas palabras de repudio de las políticas coloniales europeas que añadió a los extractos de Kovalevski, demuestran que se rehusaba a creer que tanto la sociedad india como la argelina estaban destinadas a seguir el mismo camino de desarrollo observado en Europa. A diferencia de Kovalevski, que consideraba que la propiedad de la tierra seguiría los pasos del ejemplo europeo como si de una ley natural se tratase, avanzando, en todas partes, de lo comunal a lo privado, Marx sostenía que, en algunos casos, la propiedad colectiva podría perdurar y que definitivamente no desaparecería a causa de una especie de inevitabilidad histórica.

Después de haber estudiado las formas de la propiedad de la tierra en la India mediante la atenta lectura de la obra de Kovalevski, del otoño de 1879 al verano de 1880 Marx compiló una serie de Cuadernos sobre la historia de la India (664-1858). Dichos compendios, que abarcan más de mil años de historia, fueron extraídos de varios libros, en particular de la Historia analítica de la India (1870), de Robert Sewell (1845-1925), y la Historia de la India (1841) de Mountstuart Elphinstone.

Marx dividió sus notas en cuatro períodos. El primer conjunto comprendía una cronología más bien básica desde la conquista musulmana, que comenzó con la primera penetración árabe en 664, hasta principios del siglo XVI. El segundo conjunto trataba el Imperio mogol, establecido en 1526 por Zahīr ud-Dīn Muhammad y que perduró hasta 1761; también contenía un panorama muy breve de las invasiones extranjeras sufridas por la India y un esquema de cuatro páginas de la actividad mercantil europea entre 1497 y 1702. Del libro de Sewell, Marx transcribió algunos puntos específicos que concernían a Murshid Quli Khan (1660-1727), el primer nabab de Bengala y el arquitecto de un nuevo sistema impositivo, que Marx describió como «un sistema de extorsión y opresión inescrupulosa que creó un amplio excedente [a partir de] los impuestos de Bengala que debidamente se enviaban a Delhi». Según Quli Khan, esa fue la fuente de ganancias que mantuvo a flote el Imperio mogol entero.

El tercer conjunto de notas, que es el más cuantioso, abarca el período de 1725 a 1822, referido a la presencia de la Compañía Británica de las Indias Orientales. En este caso, Marx no se limitó a transcribir los principales sucesos, nombres y fechas, sino que siguió con mayor detalle el curso de los sucesos históricos, en particular aquellos relativos a la dominación británica de la India. El cuarto y último conjunto de notas se aboca a la revuelta de los cipayos en 1857 y el colapso de la Compañía Británica de las Indias Orientales el año siguiente.

En las Notas sobre la historia de la India (664-1858), Marx les dedicó muy poco espacio a sus reflexiones personales, pero sus anotaciones marginales aportan pistas importantes sobre su opinión. Solía describir a los invasores con términos como «perros británicos», «usurpadores», «hipócritas ingleses» o «intrusos ingleses». En cambio, siempre acompañó la lucha de la resistencia india con expresiones de solidaridad. No es casual que Marx reemplazara sistemáticamente el término de Sewell, «amotinados», por la palabra «insurgentes». Su franco repudio del colonialismo europeo resulta inequívoco.

Marx también sostuvo un punto de vista similar en su correspondencia. En una carta escrita a Nikolái Danielson en febrero de 1881, Marx comentó los principales sucesos que estaban teniendo lugar en la India y llegó a predecir que «al gobierno británico le esperaban complicaciones serias o incluso un estallido generalizado». El grado de explotación se había vuelto más y más intolerable:

Lo que los ingleses les sustraen cada año en términos de rentas, dividendos de ferrocarriles inútiles para los hindúes, pensiones para militares y funcionarios civiles, para Afganistán y otras guerras, etcétera, etcétera: lo que les quitan sin ningún equivalente y aparte de todo aquello de lo que se apropian todos los años en la India, contando únicamente el valor de los bienes que los habitantes de la India tienen que enviar a Inglaterra gratuitamente cada año, ¡equivale a una suma mayor al total de los ingresos de 60 millones de trabajadores agrícolas e industriales de la India! ¡Este es un proceso de sangría feroz! ¡Los años de hambruna se acumulan y llegan a una magnitud hasta ahora insospechada en Europa! Existe una verdadera conspiración en la cual cooperan los hindúes y los musulmanes; el gobierno británico es consciente de que se está «cocinando» algo, pero estas personas superficiales (me refiero a los hombres del gobierno), anquilosados por sus propias formas parlamentarias de hablar y pensar, ¡ni siquiera desean percibir con claridad, es decir, tomar conciencia de la total magnitud del peligro inminente! Engañar a los demás y por ese mismo medio engañarse a uno mismo: ¡de eso se trata, en síntesis, la sabiduría parlamentaria! ¡Tanto mejor!

Por último, Marx se ocupó de Australia y se interesó especialmente por la organización social de sus comunidades aborígenes. A partir de «Relato de Australia central» (1880), del etnógrafo Richard Bennett (?), Marx adquirió los conocimientos críticos necesarios para oponerse a quienes alegaban que la sociedad aborigen no poseía leyes ni cultura propios. Además, leyó otros artículos en The Victorian Review relativos al estado de la economía de dicho país, entre ellos «El futuro del comercio australiano» (1880) y «El futuro del noreste australiano» (1880).

3. Rusia y la circunvalación del capitalismo
En sus escritos políticos, Karl Marx siempre había identificado a Rusia como uno de los principales obstáculos a la emancipación de la clase trabajadora europea. Con el transcurso del tiempo, Marx se mantuvo fiel a este juicio. Pero, en sus últimos años, comenzó a cambiar su percepción de Rusia, dado que reconoció en algunos cambios que se estaban produciendo allí posibles condiciones para una transformación social radical. De hecho, Rusia parecía más propensa a generar una revolución que Gran Bretaña, donde, en términos proporcionales, el capitalismo había creado la mayor cantidad de obreros fabriles de todo el mundo, pero a la vez, el movimiento obrero, que accedía a mejores condiciones de vida, en parte gracias a la explotación colonial, se había debilitado y había atravesado el condicionamiento negativo del reformismo sindical.

Marx observó atentamente—y recibió con gran aprobación—los movimientos campesinos rusos que precedieron a la abolición de la servidumbre de la gleba en 1861. A partir de 1870, después de haber aprendido a leer en ruso, Marx se mantuvo al tanto de los acontecimientos mediante la consulta de estadísticas y de textos más completos sobre los cambios socioeconómicos, y también mediante su correspondencia con académicos rusos destacados. Así se produjo un encuentro fundamental con la obra del escritor y filósofo socialista ruso Nikolái Chernishevski (1828-1889); Marx adquirió muchos de sus escritos, y la opinión de la principal figura del populismo ruso [Narodnichestvo] se transformó en una referencia que siempre le resultó útil para su propio análisis de los cambios sociales que se desarrollaban en Rusia. Marx consideraba «excelentes» las obras económicas de Chernishevski y, a principios de 1873, ya profesaba haberse «familiarizado con la mayor parte de sus escritos».

La lectura de Chernishevski fue, para Marx, uno de los principales incentivos para aprender ruso. Al estudiar la obra del autor que él mismo había calificado como «el gran académico y crítico ruso», Marx descubrió ideas originales acerca de la posibilidad de que, en algunas partes del mundo, el desarrollo económico circunvalase el modelo productivo capitalista y las terribles consecuencias sociales que había tenido para la clase trabajadora de Europa occidental. En particular, en su Crítica de los prejuicios filosóficos contra la propiedad comunal de la tierra (1859), Chernishevski se había preguntado «si un fenómeno social cualquiera necesariamente tiene que atravesar todos los momentos lógicos en la vida real de todas las sociedades». Su respuesta fue negativa, y así Chernishevski propuso «dos conclusiones» que ayudaron a definir las demandas políticas de los populistas rusos y a darles un fundamento científico:

  1. El estadio más alto del desarrollo coincide con su origen en términos de forma.
  2. Bajo la influencia del gran desarrollo que ha alcanzado determinado fenómeno de la vida social entre los pueblos más avanzados, el mismo fenómeno puede desarrollarse a gran velocidad en otros pueblos, y así avanzar directamente desde un estadio inferior a uno superior salteándose los momentos lógicos intermedios.

Cabe señalar que las teorías de Chernishevski diferían en gran medida de las de muchos otros pensadores eslavófilos de la época. Sin duda, él compartía con ellos la denuncia de los efectos del capitalismo y la oposición a la proletarización del trabajo rural ruso. Pero se opuso decididamente a la postura de los intelectuales aristocráticos, que ansiaban preservar las estructuras del pasado, y evitó describir la obschina como una modalidad idílica típica y exclusiva de los pueblos eslavos. Es más, no vio motivo para «enorgullecerse de la supervivencia de tales vestigios de antigüedad primitiva». Para Chernishevski, su persistencia en algunos países «solo daba fe de la lentitud y debilidad de la evolución histórica». En las relaciones agrarias, por ejemplo, «la preservación de la propiedad comunal, que en este sentido había desaparecido en otros pueblos» de ningún modo era indicio de superioridad, sino que demostraba que los rusos habían «vivido menos».

Chernishevski tenía la firme convicción de que el desarrollo de Rusia no podía progresar con independencia de los avances logrados en Europa occidental. Las características positivas de la comuna rural debían ser preservadas, pero solo podrían asegurar el bienestar de las masas campesinas si se insertaban en un contexto productivo diferente. La obschina solo podría contribuir a una etapa incipiente de la emancipación social si se transformaba en el embrión de una organización social nueva y radicalmente distinta. La propiedad comunal de la tierra tendría que ser respaldada por una modalidad colectiva de explotación agropecuaria y distribución. Es más, sin los descubrimientos científicos y las adquisiciones tecnológicas asociadas al ascenso del capitalismo, la obschina nunca se transformaría en un experimento de cooperativismo agrícola verdaderamente moderno.

Sobre esta base, los populistas plantearon dos objetivos para su programa: impedir el avance del capitalismo en Rusia y utilizar el potencial emancipatorio de las comunas rurales preexistentes. Chernishevski presentó esta posibilidad mediante una imagen impactante. «La historia», escribió, «como una abuela, le tiene muchísimo cariño a sus nietos más pequeños. A los rezagados no les da los huesos sino la médula, mientras que al tratar de romper los huesos Europa occidental se ha lastimado los dedos terriblemente».

Estudiar la obra de Chernishevski fue muy útil para Marx. En 1881, cuando su creciente interés en las formas comunales arcaicas lo llevó a estudiar a los antropólogos contemporáneos, y al tiempo que sus reflexiones trascendían sin cesar el ámbito europeo, un acontecimiento azaroso lo alentó a profundizar su estudio de Rusia.

A mediados de febrero de 1881, recibió una breve pero intensa y cautivadora carta de Vera Zasulich (1848-1919), una militante populista. Zasulich, una gran admiradora de Marx, enfatizó que él entendería «mejor que nadie» la urgencia del problema—una «cuestión de vida o muerte» para los revolucionarios rusos—y añadió que «incluso el destino individual de nuestros revolucionarios dependía» de la respuesta de Marx. A continuación, Zasulich resumió los dos puntos de vista diferentes que habían surgido en los debates:

Por un lado, puede que la comuna rural, una vez libre de las exigencias impositivas exorbitantes, los pagos a la nobleza y la administración arbitraria, sea capaz de desarrollarse hacia el socialismo, es decir, de organizar gradualmente su producción y distribución en una modalidad colectiva. En ese caso, el socialista revolucionario debe dedicar todo su esfuerzo a la liberación y el desarrollo de la comuna.

En cambio, si la comuna está destinada a desaparecer, todo lo que le queda al socialista son cálculos, más o menos infundados, relativos a cuántas décadas harán falta para que la tierra de los campesinos rusos pase a manos de la burguesía, y cuántos siglos harán falta para que el capitalismo alcance en Rusia un nivel de desarrollo similar al que ya se logró en Europa occidental. En ese caso, su deber consistirá en ejercer actividades propagandísticas solo entre trabajadores urbanos, trabajadores que, mientras tanto, se ahogarán continuamente en la masa campesina que, después de la disolución de las comunas, se verá obligada a recorrer las calles de las ciudades grandes en busca de un salario.

Zasulich también señaló que algunos participantes del debate afirmaron que «la comuna rural es una forma arcaica condenada a desaparecer por la historia, el socialismo científico y, en resumen, por todo aquello que no amerita debate». Quienes compartían esta postura se autodenominaban los «discípulos [de Marx] por excelencia»: los «marxistas». Su principal argumento solía ser: «Marx lo dijo».
La pregunta planteada por Zasulich llegó en el momento justo, precisamente cuando a Marx lo absorbía el estudio de las comunidades precapitalistas. Así, el mensaje de Zasulich lo indujo a analizar un caso histórico real de gran relevancia contemporánea y de estrecha relación con sus intereses teóricos en esa época. La complejidad de su respuesta solo puede ser plenamente apreciada si se tiene en cuenta el contexto de sus reflexiones sobre el capitalismo y la transición al socialismo.

La convicción de que la expansión del modelo productivo capitalista es un requisito sine qua non para el nacimiento de la sociedad comunista atraviesa la totalidad de la obra de Marx.
En la sección de El capital, volumen uno, titulada «Tendencia histórica de la acumulación capitalista», Marx resumió las seis condiciones generadas por el capitalismo—en particular, por su centralización—que constituyen los prerrequisitos básicos para el nacimiento de la sociedad comunista. Son las siguientes: 1) el proceso de trabajo cooperativo; 2) los aportes científico-tecnológicos a la producción; 3) la apropiación de las fuerzas de la naturaleza por parte de producción; 4) la creación de maquinaria que los trabajadores solo pueden operar de manera conjunta; 5) la economización de todos los medios de producción; y 6) la tendencia a la creación de un mercado mundial. Para Marx:

De la mano (…) de esta expropiación de muchos capitalistas por parte de unos pocos, se producen otros acontecimientos en una escala cada vez mayor, como el crecimiento de las formas cooperativas del proceso de trabajo, la aplicación técnica y consciente de la ciencia, la cultivación metódica de la tierra, la transformación de los instrumentos de trabajo en otros únicamente utilizables de manera conjunta, la economización de todos los medios de producción mediante su uso en el trabajo combinado y socializado, la captación de todos los pueblos en la red del mercado mundial y, por ende, el carácter internacional del régimen capitalista.

Marx estaba convencido de que «los elementos [necesarios] para la conformación de una sociedad nueva» maduran junto con «las condiciones materiales y la combinación de los procesos productivos en el plano social». Dichas «premisas materiales» resultan decisivas para el logro de una «síntesis mayor a futuro», y si bien la revolución nunca surge únicamente de dinámicas económicas sino que también requiere siempre algún factor político, el advenimiento del comunismo «exige a la sociedad cierta base material, o bien un conjunto de condiciones de existencia que, a su vez, son el producto espontáneo de un largo y doloroso proceso de desarrollo».

Algunas ideas similares, que confirman la continuidad del pensamiento de Marx, se encuentran en algunos escritos breves pero significativos, de carácter político, que produjo después de El capital. Por ejemplo, en la Crítica del programa de Gotha (1875), profundizó sus argumentos sobre la necesidad de «probar de manera concreta cómo la sociedad capitalista actual por fin ha creado las condiciones materiales, etcétera, que permiten y conminan a los trabajadores a deshacer esta maldición histórica».

Marx, que nunca mostró deseos de pronosticar cómo debería ser el socialismo, tampoco afirmó nunca, en sus reflexiones sobre el capitalismo, que la sociedad humana estuviese destinada a seguir el mismo camino o atravesar las mismas etapas en todas partes. No obstante, se vio obligado a confrontar la tesis, que falsamente se le atribuía, de que la modalidad productiva burguesa constituía una inevitabilidad histórica en todo el mundo. Este punto se evidencia con claridad en la controversia sobre la posibilidad del desarrollo capitalista en Rusia.

Se presume que, en noviembre de 1877, Marx había escrito el borrador de una larga carta a la redacción de Notas patrióticas [Otechestvennye Zapiski], donde se proponía responder a un artículo sobre el futuro de la comuna rural (obschina) en Rusia—«Karl Marx ante el tribunal del Sr. Zhukovsky»—escrito por el crítico literario y sociólogo Nikolái Mijailovski. Marx reescribió la carta un par de veces, pero al final la dejó en formato borrador, con eliminaciones visibles, y nunca la mandó. Sin embargo, el texto contiene algunos interesantes adelantos de los argumentos que Marx emplearía más adelante en su respuesta a Zasulich.

En una serie de ensayos, Mijailovski había planteado una pregunta muy similar, al margen de sus sutilezas, a la que se haría Zasulich cuatro años después. Para Zasulich, el quid de la cuestión era el impacto que tendrían los posibles cambios de la comuna rural en la actividad propagandística del movimiento socialista. Mijailovski, por su parte, se interesó por discutir en un plano más teórico las diversas posturas posibles en cuanto al futuro de la obschina, que incluían desde la tesis de los economistas liberales de que Rusia simplemente tenía que deshacerse de la obschina y adoptar un régimen capitalista hasta el argumento de que la comuna podría seguir desarrollándose y evitar los efectos negativos que acarreaba el modelo productivo capitalista para la población rural.

A diferencia de Zasulich, que se acercó a Marx para conocer su opinión y para recibir indicaciones relativas a acciones concretas, Mijailovski, representante destacado del ala más moderada y liberal del populismo ruso, claramente favorecía la segunda tesis y creía que Marx prefería la primera. Zasulich escribió que los «marxistas» proclamaban que el desarrollo del capitalismo era indispensable, pero Mijailovski fue un paso más allá y afirmó que el autor de esa tesis había sido el propio Marx en El capital. Mijailovski escribió:

Todavía tenemos presentes todas estas «mutilaciones de mujeres y niños» y, desde el punto de vista de la teoría histórica de Marx, no deberíamos protestar porque ello implicaría perjudicarnos a nosotros mismos. (…) El discípulo ruso de Marx (…) ha de limitarse a ejercer el papel de observador. (…) Si realmente comparte la postura histórico-filosófica de Marx, debería complacerse de ver a los productores divorciados de los medios de producción y debería tratar este divorcio como la primera fase de un proceso inevitable cuyo resultado, a la larga, será provechoso. En otras palabras, debe aceptar la destitución de los principios inherentes a su ideal. Dicha colisión entre el sentimiento moral y la inevitabilidad histórica debe resolverse, por supuesto, a favor de la segunda.

Pero Mijailovski fue incapaz de respaldar estas afirmaciones con citas precisas y, en cambio, citó la referencia polémica a Herzen efectuada por Marx. En la carta a Otechestvennye Zapiski, Marx fue contundente al declarar que no se podía tomar su polémica con Herzen por una falsificación de sus propios juicios, o bien, como había afirmado Mijailovski, por una desestimación de «los esfuerzos del pueblo ruso por encontrar un camino de desarrollo nacional diferente al camino por el que ha avanzado y avanza todavía Europa occidental». Marx pretendía «hablar sin tapujos» y expresar las conclusiones a las que había arribado después de muchos años de estudio. Comenzó con la siguiente oración, que después tachó en el manuscrito: «si Rusia continúa por la senda que viene siguiendo desde 1861, perderá la mejor oportunidad histórica que se le haya presentado a un pueblo y atravesará todas las fatídicas vicisitudes del régimen capitalista».

La primera aclaración clave de Marx tiene que ver con las áreas a las que se había referido en su análisis. Señaló que, en la sección de El capital titulada «La acumulación “primitiva”», había intentado describir cómo «la disolución de la estructura económica de la sociedad feudal» desbloqueó los componentes de «la estructura económica de la sociedad capitalista» en «Europa occidental». Por ende, el proceso no ocurrió en todo el mundo, sino solo en el Viejo Continente.

Marx se refirió a un pasaje de la edición francesa de El capital (1872-75) donde él había afirmado que la base de la separación de los productores y los medios de producción era la «expropiación de los productores agrícolas» y había agregado que «solo en Inglaterra [se había] logrado de manera radical» pero que «todos los otros países de Europa occidental [estaban] siguiendo sus pasos».

En lo que a Rusia respecta, en la «Carta a la redacción de Otechestvennye Zapiski», Marx compartía la visión de Mijailovski de que Rusia podría «desarrollar sus propias bases históricas y así, evitando todas las torturas del régimen [capitalista], apropiarse de sus frutos de todas maneras». Pero acusó a Mijailovski de «transformar [su] relato histórico de la génesis del capitalismo en Europa occidental en una teoría histórico-filosófica del curso general que se impondría fatalmente a todos los pueblos, sin importar las circunstancias históricas en las que se encontraran».

Para continuar su argumento, Marx subrayó que, en el análisis de El capital, la tendencia histórica de la producción capitalista residía en el hecho de que «creaba los componentes de un nuevo orden económico y les otorgaba el mayor ímpetu posible a las fuerzas productivas del trabajo social y al desarrollo cabal de cada productor individual»; en rigor, «ya descansaba sobre un modelo colectivo de producción» y «no le quedaba otra alternativa que transformarse en propiedad social».

Entonces, Mijailovski solo podía aplicar este recorrido histórico a Rusia de la siguiente manera: si Rusia tendía a transformarse en «una nación capitalista como las de Europa occidental»—y, según Marx, ya había estado avanzando en esa dirección en los años anteriores—no lo lograría «sino después de haber transformado a gran parte de sus campesinos en proletarios»; más adelante, una vez subsumida dentro de la órbita del régimen capitalista, Rusia [quedaría] sujeta a sus impiadosas leyes, al igual que otros pueblos profanos».

Lo que más le molestó a Marx fue la idea de que su crítico se había propuesto «transformar [su] relato histórico de la génesis del capitalismo en Europa occidental en una teoría histórico-filosófica del curso general que se impondría fatalmente a todos los pueblos, sin importar las circunstancias históricas en las que [se encontraran] insertos». Con un toque de sarcasmo, añadió: «Pero le pido disculpas. Eso implicaría honrarme y desacreditarme demasiado a la vez».

Así, Mijailovski, que no conocía bien la postura teórica real de Marx, la criticó de tal manera que pareció anticiparse a uno de los puntos cruciales del marxismo del siglo XX, que ya se estaba propagando insidiosamente entre los seguidores de Marx en Rusia y en otras partes del mundo. La crítica de Marx a esta conceptualización resultó doblemente importante porque tuvo que ver no solo con el presente sino también con el futuro. No obstante, nunca la publicó, y la idea de que Marx consideraba al capitalismo una etapa obligatoria también para Rusia se afianzó enseguida y tuvo consecuencias serias para lo que se transformaría en el marxismo ruso.

4. La carta a Zasulich (y sus borradores)
Con su carta a Zasulich ocurrió algo similar. Durante casi tres semanas, Marx estuvo absorto en sus papeles, plenamente consciente de que tenía que responder a una pregunta teórica de gran relevancia y expresar su postura sobre una cuestión política crucial. Los frutos de su trabajo fueron cuatro borradores—tres de ellos, muy extensos y, por momentos, contradictorios—y la respuesta que, finalmente, le envió a Zasulich.

En el primero de los cuatro borradores, que es el más extenso, Marx analizó lo que consideraba el «único argumento serio» para afirmar que la «disolución de la comuna campesina rusa» sería inevitable. «Si se retrocede bastante en el tiempo, es posible encontrar diversos tipos más o menos arcaicos de propiedad comunal en toda Europa occidental; en todas partes, ha desaparecido a medida que se profundiza el progreso social. ¿Por qué Rusia sería la única excepción a ese destino?» En su respuesta, Marx repitió que «tendría en cuenta ese argumento solamente en lo que concernía a las experiencias europeas en las que se basaba». Y en cuanto a Rusia:

Para que la producción capitalista pueda establecerse e imperar en Rusia, la gran mayoría de los campesinos, es decir, del pueblo ruso, tendrán que convertirse en asalariados y, en consecuencia, sufrir la expropiación mediante la abolición previa de su propiedad comunista. Pero, en cualquier caso, ¡el precedente occidental no probaría nada de nada!

Marx no descartó la posibilidad de que la comuna rural se disolviera y concluyera su larga existencia. Pero si eso ocurriera, no sería a causa de una predestinación histórica. En referencia a quienes se autodenominaban seguidores suyos y aducían que el advenimiento del capitalismo era inevitable, Marx le comentó a Zasulich, con su sarcasmo habitual: «Los “marxistas” rusos de los que habla me resultan totalmente desconocidos. Hasta donde yo sé, los rusos con los que yo tengo trato personal tienen una visión diametralmente opuesta».

Estas referencias constantes a las experiencias occidentales estaban acompañadas de una observación política muy valiosa. Si bien a principios de los años cincuenta, en su artículo para el New-York Tribune «Futuros resultados de la dominación británica en la India» (1853), Marx había afirmado que «Inglaterra debe cumplir una doble misión en la India: una destructiva y la otra regeneradora: la aniquilación de la antigua sociedad asiática y el asentamiento de las bases materiales de la sociedad occidental en Asia», en sus reflexiones sobre Rusia se produjo un cambio de perspectiva manifiesto.

Ya en 1853, había evitado autoengañarse en cuanto a las características básicas del capitalismo; sabía bien que la burguesía nunca «había progresado sin arrastrar a los individuos y las personas por la sangre y la mugre, la miseria y la degradación». Pero también se había mostrado convencido de que, mediante el comercio mundial, el desarrollo de las fuerzas productivas y la transformación de la producción en algo científicamente capaz de dominar a las fuerzas de la naturaleza, «la industria y el comercio burgueses [habían] creado las condiciones materiales de un mundo nuevo».

Algunas lecturas superficiales o limitadas han tomado esta idea como evidencia del eurocentrismo u orientalismo de Marx, pero, en realidad, es tan solo el reflejo de la visión parcial e ingenua del colonialismo de un joven de apenas treinta y cinco años escribiendo un artículo periodístico. En ninguna parte de la obra de Marx se sugiere siquiera una distinción esencialista entre las sociedades de Oriente y Occidente.

En 1881, después de tres décadas de profunda investigación teórica y de atenta observación de los cambios de la política internacional, sin mencionar sus extensísimas sinopsis en los Cuadernos etnológicos, tenía una visión bastante diferente de la transición desde las formas comunales del pasado hasta el capitalismo. Así, al referirse a las «Indias Orientales», expresó: «Todos menos sir Henry Maine y otros de su calaña son conscientes de que la supresión de la propiedad comunal de la tierra allí no fue más que un acto de vandalismo inglés, que no llevó al progreso de los nativos, sino a su atraso». Lo único que los británicos «lograron fue arruinar la agricultura nativa y duplicar la cantidad de hambrunas y su gravedad».

En consecuencia, la obschina no estaba predestinada a sufrir el mismo destino que otras formas similares de Europa occidental en siglos anteriores, donde «la transición de una sociedad fundada en la propiedad comunal a una sociedad fundada en la propiedad privada» había sido más o menos uniforme. Ante la pregunta de si era inevitable que lo propio ocurriera en Rusia, Marx, tajante, respondió: «Para nada».

Así, para Marx, el campesinado «puede incorporar las adquisiciones positivas ideadas por el sistema capitalista sin pasar por sus horcas caudinas». En respuesta a quienes negaban la posibilidad de saltear fases y veían al capitalismo como una etapa inevitable también para Rusia, Marx se preguntó, con ironía, si Rusia había tenido que «atravesar un largo período de incubación de la industria de la ingeniería (…) para poder utilizar las máquinas, los motores a vapor, los ferrocarriles, etcétera». Del mismo modo, ¿no había sido posible «introducir, en un abrir y cerrar de ojos, el mecanismo de intercambio completo (bancos, entidades de crédito, etcétera) que Occidente había ideado a lo largo de varios siglos?»

Marx criticó el «aislamiento» de las comunas agrícolas arcaicas, puesto que, al estar encerradas en sí mismas y no tener contacto con el mundo exterior, eran, en términos políticos, la forma económica que mejor se adecuaba al reaccionario régimen zarista: «la falta de conexión entre la vida de una comuna y la de las demás, este microcosmos localizado, […] siempre da lugar al surgimiento de despotismo centralizado que supera y domina a las comunas».

Definitivamente, Marx no había alterado su complejo juicio crítico de las comunas rurales rusas, y en su análisis la importancia del desarrollo individual y la producción social permaneció intacta. No es que de pronto se haya convencido de que las comunas rurales arcaicas eran un foco de emancipación más avanzado para el individuo que las relaciones sociales que existían dentro del capitalismo. Ambas posibilidades distaban mucho de su concepción de la sociedad comunista.

En los borradores de la carta de Marx a Zasulich no existe el menor indicio del quiebre dramático con sus posturas anteriores que han detectado algunos académicos. En concordancia con sus principios teóricos, Marx no sugirió que Rusia u otros países donde el capitalismo todavía estaba infradesarrollado tuviesen que transformarse en el foco primordial de un estallido revolucionario; ni tampoco pensaba que los países con un capitalismo más atrasado estuviesen más cerca del objetivo del comunismo que aquellos caracterizados por un desarrollo productivo más avanzado. En su opinión, no se debían confundir las rebeliones o luchas por la resistencia esporádicas con el establecimiento de un nuevo orden socioeconómico basado en el comunismo. La posibilidad que él había considerado en un momento muy particular de la historia de Rusia, cuando se dieron condiciones favorables para una transformación progresiva de las comunas agrarias, no podía elevarse al estatus de modelo general.

Ni en la Argelia dominada por los franceses ni en la India británica, por ejemplo, se observaban las condiciones especiales que Chernishevski había identificado, y la Rusia de principios de la década de 1880 no podía compararse con lo que pudiese llegar a ocurrir allí en tiempos futuros. El nuevo elemento en el pensamiento de Marx consistió en una apertura teórica cada vez mayor, que le permitió considerar otros caminos posibles al socialismo que anteriormente no había tomado en serio o que había considerado inalcanzables.

Lo que escribió Marx es muy similar a lo que había escrito Chernishevski antes que él. Esta alternativa era posible y, sin duda, se adecuaba mejor al contexto socioeconómico ruso que «la actividad agropecuaria capitalizada según el modelo inglés». Pero solo podría sobrevivir si «el trabajo colectivo reemplazaba el trabajo por parcelas, el origen de la apropiación privada». Para que ello ocurriera, hacían falta dos cosas: «la necesidad económica de que se produjera semejante cambio y las condiciones materiales necesarias para hacerlo realidad». La contemporaneidad de la comuna agrícola rusa con el capitalismo en Europa le proporcionaba «todas las condiciones necesarias para el trabajo colectivo», al tiempo que la familiaridad de los campesinos con el artel facilitaría la transición hacia el «trabajo cooperativo».

Marx volvió a tratar temas similares en 1882. En enero, en el «Prefacio a la segunda edición rusa del Manifiesto del partido comunista», que coescribió con Engels, se establece un vínculo entre el destino de la comuna rural rusa y el de las luchas proletarias en Europa occidental:

En Rusia, cara a cara con el veloz desarrollo de la estafa capitalista y con los bienes raíces burgueses, que apenas están empezando a desarrollarse, observamos que más de la mitad de la tierra está en manos de los campesinos, que la administran en común. Ahora bien, la pregunta es: la obschina rusa, una forma primigenia de propiedad común de la tierra, ¿puede, a pesar de encontrarse muy debilitada, convertirse directamente en una forma superior, la propiedad común comunista? ¿O, por el contrario, primero debe atravesar el mismo proceso de disolución que constituye el desarrollo histórico de Occidente? Hoy en día, la única respuesta posible es la siguiente: si la Revolución rusa se transforma en una señal para la revolución proletaria en Occidente, de modo tal que ambas se complementen mutuamente, la propiedad común de la tierra que hoy en día se observa en Rusia podría constituir el punto de partida del desarrollo comunista.

La tesis básica que Marx ya había expresado en muchas ocasiones anteriores seguía siendo la misma, pero ahora sus ideas se relacionaban más estrechamente con el contexto histórico y con los diversos escenarios políticos que posibilitaban.

Las consideraciones de alta densidad argumental de Marx sobre el futuro de la obschina se encuentran en las antípodas de la equiparación del socialismo con las fuerzas productivas, una concepción marcada por tintes nacionalistas y simpatías colonialistas que se hizo presente en la Segunda Internacional y los partidos socialdemócratas. También difieren en gran medida del supuesto «método científico» de análisis social preponderante en el movimiento comunista internacional del siglo XX.

5. Los Extractos cronológicos y los últimos intereses políticos de la década de 1880: Una perspectiva global
Entre el otoño de 1881 y el invierno de 1882, gran parte de la energía intelectual de Marx se canalizó en los estudios históricos. Trabajó de manera intensiva en los Extractos cronológicos, una línea de tiempo comentada que registra acontecimientos globales año a año desde el primer siglo AC en adelante y resume sus causas y características principales.

Para descubrir si sus conceptos estaban bien fundamentados, Marx quería ponerlos a prueba a la luz de los grandes acontecimientos políticos, militares, económicos y tecnológicos del pasado. Hacía tiempo ya que era consciente de que el esquema de progresión lineal a lo largo de «las modalidades de producción asiáticas, antiguas, feudales y burguesas modernas» que había trazado en el Prefacio a Contribución a la crítica de la economía política (1859) resultaba totalmente inadecuado para comprender el movimiento de la historia, y entendía que, de hecho, era aconsejable alejarse de la filosofía de la historia en todas sus formas. Su frágil estado de salud le impidió reencontrarse con los manuscritos inconclusos de El capital. Probablemente haya pensado que había llegado el momento de volver a ocuparse de la historia mundial y, en particular, de una cuestión central: la relación entre el desarrollo del capitalismo y el nacimiento de los Estados modernos.

Para su cronología, Marx mayormente consultó dos textos. El primero fue la Historia de los pueblos de Italia (1825), del historiador italiano Carlo Botta (1766–1837), y el segundo fue la muy difundida y consagrada Historia mundial para el pueblo alemán (1844-57), de Friedrich Schlosser (1776-1861), que en su época había sido considerado el historiador alemán más destacado. Marx llenó cuatro gruesos cuadernos de notas sobre esas dos obras redactadas en una letra apenas legible y más pequeña de lo normal. Las tapas llevan los títulos que les dio Engels cuando se dedicó a catalogar las posesiones de su amigo: «Extractos cronológicos. I: 96 a c. 1320; II: c. 1300 a c. 1470; III: c. 1470 a c. 1580; IV: c. 1580 a c. 1648». En algunos casos, Marx agregó consideraciones críticas sobre figuras significativas o propuso su propia interpretación de sucesos históricos importantes, por lo cual podemos inferir que no estaba de acuerdo con la fe en el progreso de Schlosser y sus juicios morales. Esta reinmersión en la historia no se limitó a Europa, sino que se extendió a Asia, el Medio Oriente, el mundo islámico y América.

En el primer cuaderno dedicado a los Extractos cronológicos, y mayormente basándose en Botta, Marx llenó 143 páginas con una cronología de algunos de los principales acontecimientos ocurridos entre 91 AC y 1370 DC. Empezó por la antigua Roma y más adelante estudió la caída del Imperio romano, el surgimiento de Francia, la importancia histórica de Carlomagno (742-814), el Imperio bizantino y las diversas manifestaciones y características del feudalismo.

Marx señaló atentamente todo lo que pudiese resultarle útil a fin de analizar sistemas impositivos en diversos países y épocas. También se interesó vivamente por el significativo rol de Sicilia, ubicada en los márgenes de Europa y del mundo árabe, y por las repúblicas marítimas italianas y su importante aporte al desarrollo del capitalismo mercantil. Por último, gracias a la consulta de otros libros que lo ayudaron a integrar la información provista por Botta, Marx escribió muchas páginas de notas sobre la conquista islámica de África y Oriente, las Cruzadas y los califatos de Bagdad y Mosul.

En el segundo cuaderno, que comprende 145 páginas relativas al período que va de 1308 a 1469, Marx siguió transcribiendo notas sobre las últimas cruzadas a la «Tierra Santa». No obstante, una vez más, la parte más extensa tiene que ver con las repúblicas marítimas italianas y los avances económicos en Italia, que Marx consideraba el principio del capitalismo moderno. Basándose también en Maquiavelo, Marx resumió los principales sucesos de las luchas políticas de la República de Florencia. Al mismo tiempo, a raíz de la lectura de la Historia mundial para el pueblo alemán, de Schlosser, Marx reflexionó sobre la situación política y económica de Alemania en los siglos XIV y XV, así como también sobre la historia del Imperio mongol durante la vida de Genghis Khan y en la etapa posterior.

En el tercer cuaderno, que posee 141 páginas, Marx se ocupó de los principales conflictos políticos y religiosos entre 1470 y c. 1580. Se interesó particularmente por el choque de Francia y España, los tumultuosos conflictos dinásticos de la monarquía inglesa y la vida e influencia de Girolamo Savonarola (1452-1498). Por supuesto, también rastreó la historia de la Reforma protestante y subrayó el apoyo que recibió de la emergente clase burguesa.

Finalmente, en el último cuaderno, de 117 páginas, Marx se concentró sobre todo en los numerosos conflictos religiosos en Europa entre 1580 y 1648. La sección más larga se ocupa de Alemania antes del estallido de la guerra de los Treinta Años (1618-1648) y analiza este período en profundidad. Marx reflexionó sobre el papel del rey sueco Gustavo II Adolfo (1594-1632), el cardenal Richelieu (1585-1642) y el cardenal Mazarino (1602-1661). La sección final está dedicada a Inglaterra y describe la muerte de Isabel I (1533-1603).

Además de los cuatro cuadernos de extractos de Botta y Schlosser, Marx compiló otro cuaderno con las mismas características, contemporáneo con los demás y relacionado con la misma investigación. En este caso, basándose en la Historia de la República de Florencia (1875) de Gino Capponi (1792-1876), Marx complementó el conocimiento que ya había adquirido sobre la etapa de 1135 a 1433. También compiló algunas notas más sobre el período que va de 449 a 1485 sobre la base de la Historia del pueblo inglés (1877) de John Green (1837-1883). Sin embargo, las fluctuaciones de su estado de salud no le permitieron seguir avanzando. Sus notas se acaban en las crónicas de la Paz de Westfalia, que terminó con la guerra de los Treinta Años en 1648.

A pesar de que Europa, lógicamente, ocupa un lugar central en estos estudios, los cuatro cuadernos utilizados durante este período contienen varias referencias a países no europeos. Al igual que sus estudios económicos, la investigación de Marx no se preocupaba solo por el Viejo Continente.

Es probable que Marx haya abandonado el proyecto de completar los Extractos cronológicos debido a los graves problemas de salud que lo aquejaban; en febrero de 1882, sus amigos y sus médicos lo convencieron de visitar Argel para curarse de una bronquitis grave. Este fue el único período de su vida que pasó fuera de Europa. Hubo muchos sucesos desfavorables que impidieron que Marx lograra conocer en profundidad la realidad argelina; y—como había anticipado Engels—tampoco le fue posible estudiar las características de «la propiedad común entre los árabes». Pero Marx realizó algunas observaciones interesantes durante los 72 días que vivió cerca del margen sur del Mediterráneo. Las que realmente se destacan son las que se ocupan de las relaciones sociales entre los musulmanes. Por ejemplo, Marx se maravilló de la escasa presencia del Estado:

«En ninguna otra ciudad que constituya a la vez la sede del gobierno central existe semejante laisser faire, laisser passer; la policía se reduce a un mínimo indispensable; la falta de humillación pública no tiene parangón; el responsable de esto es el elemento morisco. Para los musulmanes la subordinación no existe; ellos no son ni “súbditos” ni “ciudadanos” [administrés]; no existe la autoridad, excepto en la política, algo que los europeos han sido completamente incapaces de entender».

Marx atacó con desprecio los maltratos violentos y las provocaciones constantes de los europeos y, en especial, su «desvergonzada arrogancia y presunción en el trato con las “razas inferiores”, [y] una espantosa obsesión al estilo Moloch con la penitencia» respecto de cualquier acto de rebelión. También enfatizó que, en la historia comparada de la ocupación colonial, «los británicos y holandeses superan a los franceses». En la propia Argel, según le informó a Engels, su amigo, el juez Fermé, a lo largo de su carrera había observado con regularidad «un tipo de tortura (…) pensada para extraer confesiones a los árabes, llevada a cabo, por supuesto, (…) por la “policía” (como los ingleses en la India)».

«Por ejemplo, cuando una pandilla árabe comete un homicidio, en general con vistas a algún robo, y con el tiempo se arresta, enjuicia y ejecuta a los malhechores correspondientes con todas las de la ley, la familia del colonizador damnificado no lo considera penitencia suficiente. Como si esto fuera poco, exigen que también se “detenga” a por lo menos media docena de árabes inocentes. (…) Cuando un colonizador europeo vive entre las “razas inferiores”, ya sea como colono o simplemente para hacer negocios, suele autopercibirse como un sujeto más inviolable que el apuesto Guillermo I».

La firme postura anticolonialista de Marx en cuanto a Argelia no constituía un caso aislado. En la guerra de 1882, donde las fuerzas egipcias comandadas por Ahmad Urabi (1841-1911) se enfrentaron a las tropas del Reino Unido, Marx no dejó de criticar a quienes fueron incapaces de sostener una postura de clase autónoma, y advirtió que era absolutamente necesario que los trabajadores se opusieran a las instituciones y la retórica del Estado. Cuando Joseph Cowen (1829-1900), legislador y presidente del Congreso Cooperativo—Marx lo consideraba «el mejor de los parlamentarios ingleses»—justificó la invasión británica de Egipto, Marx expresó su desaprobación total. Por sobre todas las cosas, despotricó contra el gobierno británico: «¡Qué bien! En rigor, no puede haber un ejemplo más flagrante de la hipocresía cristiana que la “conquista” de Egipto: ¡conquista en tiempos de paz!»

Pero Cowen, en un discurso que pronunció el 8 de enero de 1883 en Newcastle, expresó su admiración por la «proeza heroica» de los británicos y «el esplendor de nuestro despliegue militar»; y no pudo «evitar sonreír al pensar en la fascinante perspectiva de todas esas posiciones ofensivas fortificadas entre el Atlántico y el océano Índico y, por si fuera poco, un “imperio afrobritánico” desde el Delta hasta el Cabo». Así era el «estilo inglés», caracterizado por la «responsabilidad» relativa a los «intereses internos». En términos de política extranjera, concluyó Marx, Cowen representaba un ejemplo típico de «esos pobres burgueses británicos que refunfuñan cuando asumen más y más “responsabilidades” al servicio de su misión histórica, al mismo tiempo que protestan en vano contra ella».

Marx también siguió con atención el aspecto económico de lo que ocurría en Egipto, como se observa en las ocho páginas que dedicó a extractos de «Finanzas egipcias» (1882), un artículo de Michael George Mulhall (1836-1900) que apareció en el número de octubre de la Contemporary Review de Londres. Sus notas se concentraron en dos aspectos. Por un lado, documentó el chantaje financiero llevado a cabo por los acreedores anglo-alemanes después de que el virrey otomano de Egipto, Ismail Pasha (1830-1895), sumiera al país en una deuda dramática. Es más, Marx describió el opresivo sistema impositivo ideado por Ismail Pasha, que demandaba un altísimo precio a la población, y observó con particular atención y solidaridad el desplazamiento forzoso de muchos campesinos egipcios.

6. Conclusiones
En sus últimos años, Marx se ocupó en profundidad de muchas otras cuestiones que, aunque suelen ser subestimadas o incluso ignoradas por académicos dedicados a su obra, están adquiriendo una importancia crucial en la agenda política de nuestros tiempos. Entre ellas se encuentran la libertad individual en la esfera política y económica, la emancipación de los géneros, la crítica del nacionalismo, el potencial emancipador de la tecnología y las formas de propiedad colectiva no controladas por el Estado.

Asimismo, Marx emprendió estudios exhaustivos de sociedades no europeas y se expresó categóricamente en contra de la devastación del colonialismo. Es un error sugerir lo contrario. Marx criticó a los pensadores que resaltaban las consecuencias destructivas del colonialismo y al mismo tiempo aplicaban categorías específicas del contexto europeo a sus análisis de áreas periféricas. Varias veces advirtió acerca de aquellos que no respetaron las distinciones necesarias entre los fenómenos; y, en particular, después de sus avances teóricos de la década de 1870, supo desconfiar, en gran medida, de la transferencia de categorías interpretativas entre etapas históricas o áreas geográficas completamente diferentes. Hoy en día no caben dudas sobre este punto, a pesar del escepticismo que aún está en boga en ciertos sectores académicos.

Así, treinta años después de la caída del muro de Berlín, se ha vuelto posible leer a un Marx muy diferente al teórico dogmático, economicista y eurocéntrico que durante tanto tiempo se presentó ante el mundo. Los últimos avances que se han logrado en los estudios marxistas apuntan a la probabilidad de que la exégesis de su obra se vuelva más y más refinada. Desde este punto de vista, los temas que abordó Marx durante esos años ofrecen a los lectores contemporáneos un amplio marco para la reflexión sobre las preguntas urgentes de la actualidad. Durante mucho tiempo, muchos marxistas priorizaron los escritos de juventud de Marx (principalmente los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 y La ideología alemana), al tiempo que el Manifiesto del Partido Comunista siguió siendo su texto más leído y citado. No obstante, en esos escritos tempranos se encuentran muchas ideas que fueron superadas en obras posteriores. Y, sobre todo, es en El capital y en sus borradores preliminares, así como también en los estudios de sus últimos años, donde encontramos las reflexiones más valiosas sobre la crítica de la sociedad burguesa. Dichas ideas representan las últimas conclusiones a las que Marx llegó, aunque no sean las definitivas. Si se las examina con ojo crítico a la luz de los cambios ocurridos en el mundo desde su muerte, puede que todavía resulten muy útiles para la tarea de teorizar un modelo socioeconómico alternativo al capitalismo.

References
1. A fin de concentrarnos exclusivamente en los estudios de Marx sobre los «países no europeos», los Cuadernos etnológicos no se analizarán en este capítulo.
2. Véase Lawrence Krader, The Asiatic Mode of Production: Sources, Development and Critique in the Writings of Karl Marx (Assen: Van Gorcum, 1975), 343.
3. Karl Marx, «Exzerpte aus M. M. Kovalevskij: Obschinnoe zemlevladenie», en Karl Marx, Über Formen vorkapitalistischer Produktion. Vergleichende Studien zur Geschichte des Grundeigentums 1879-80 (Frankfurt: Campus, 1977), 28. Parte de las notas de Marx que tienen que ver con Kovalevski, que incluyen algunas de las citas provistas en el presente texto, todavía no han sido traducidas al inglés.
4. Ibid., 29.
5. Ibid., 38. Kevin Anderson, Marx at the Margins. On Nationalism, Ethnicity, and Non-Western Societies (Chicago: University of Chicago Press, 2010), ha sugerido que la diferencia con la India se debe, en parte, al hecho de que «la India fue colonizada en un período posterior por un poder capitalista avanzado, Gran Bretaña, que intentó activamente crear propiedad privada individual en las aldeas» (ibid., 223-4).
6. Marx, «Excerpts from M. M. Kovalevsky», 388; «Exzerpte aus M. M. Kovalevskij», 82. Las palabras añadidas por Marx se indican entre corchetes. Kevin Anderson, en Marx at the Margins, las relacionó con la importancia, para Marx, de las «formas comunales de la India» como «posibles focos de resistencia al colonialismo y el capital» (ibid., 233).
7. El acto por el cual un hombre libre asume una relación de dependencia (que conlleva ciertas obligaciones en términos de servicio) con un poder superior a cambio de «protección» o del reconocimiento de sus derechos de propiedad de la tierra.
8. Cf. Marx, «Excerpts from M. M. Kovalevsky», 383; «Exzerpte aus M. M. Kovalevskij», 76.
9. Ibid., 376; ibid., 69. Para leer un análisis de las posturas de Kovalevski y de ciertas diferencias con las de Marx, véase el capítulo «Kovalevsky on the Village Community and Land-ownership in the Orient», en Krader, The Asiatic Mode of Production, 190-213. Cf. Peter Hudis, «Accumulation, Imperialism, and Pre-capitalist Formations. Luxemburg and Marx on the Non-Western World», Socialist Studies VI, nro. 2 (2010): 84.
10. De acuerdo a Hans-Peter Harstick, «Einführung. Karl Marx und die zeitgenössische Verfassungsgeschichtsschreibung», en Marx, Über Formen vorkapitalistischer Produktion, Marx prefería «un análisis diferenciado de la historia europea y la asiática y dirigía su polémica (…) principalmente a aquellos que no hacían más que transponer conceptos socioestructurales del modelo de Europa occidental a las relaciones sociales de Asia o de la India» (ibid., XIII).
11. Marx, «Excerpts from M. M. Kovalevsky», 405; «Exzerpte aus M. M. Kovalevskij», 100. Las palabras que se indican entre corchetes son de Marx, mientras que las que figuran entre comillas pertenecen a los Annales de Assemblée Nationale, 1873, VIII, París, 1873, incluidos en el libro de Kovalevski.
12. Marx, «Excerpts from M. M. Kovalevsky», 405; «Exzerpte aus M. M. Kovalevskij», 100-1.
13. Ibid., 411; ibid., 107.
14. Ibid., 412; ibid., 109.
15. Ibid., 408 and 412; ibid., 103 and 108.
16. Ibid., 412; ibid., 109.
17. Según Krader en The Asiatic Mode of Production, las notas sobre Kovalevski contienen pasajes donde Marx refuta «la aplicación de la teoría de la sociedad feudal a la India y a Argelia» (ibid., 343).
18. James White, Marx and Russia: The Fate of a Doctrine (Londres: Bloomsbury, 2018), 37-40.
19. Karl Marx, Notes on Indian History (1664-1858) (Honolulú: University Press of the Pacific, 2001), 58.
20. Ibid., 165, 176, 180.
21. Ibid., 155-56, 163.
22. Ibid., 81.
23. Marx, Notes on Indian History (1664-1858), 163-4, 184.
24. Karl Marx a Nikolái Danielson, 19 de febrero de 1881, MECW, 46:63; MEW, 35:157.
25. Marx se refería a la segunda guerra de Afganistán y al sangriento conflicto en Sudáfrica conocido como la guerra anglo-zulú.
26. Ibid., 63-4; ibid.
27. Véase la información incluida en el volumen Die Bibliotheken von Karl Marx und Friedrich Engels, MEGA2, IV/32:184-7. Para leer una recreación del descubrimiento de la obra de Chernishevski por parte de Marx, véase «Entstehung und Überlieferung», en Karl Marx, Exzerpte und Notizen: Februar 1864 bis Oktober 1868, November 1869, März, April, Juni 1870, Dezember 1872, MEGA2, IV/18, 1142-4.
28. Sobre el sentido izquierdista y anticapitalista del concepto de populismo en la Rusia del siglo XIX, véase: Richard Pipes, «Narodnichestvo: A Semantic Inquiry», Slavic Review XXIII, nro. 3 (1964): 421-58. Andrzej Walicki, en Controversy Over Capitalism: Studies in the Social Philosophy of the Russian Populists (Oxford: Clarendon Press, 1969), 27, ubica el nacimiento del populismo en 1869, cercano a la fecha de publicación de las Cartas históricas (1868-1870) de Pyotr Lavrov (1823-1900), ¿Qué es el progreso? (1869) de Nikolái Mijailovski (1842-1904) y La situación de la clase obrera en Rusia (1869) de Vasili Bervi Flerovski (1829-1918).
29. Karl Marx a Sigfrid Meyer, 21 de enero de 1871, MECW, 44:105; MEW, 33:173.
30. Karl Marx a Nikolái Danielson, 18 de enero de 1873, MECW, 44: 469; MEW, 33:599.
31. Karl Marx, «Afterword to the Second German Edition», en Marx, Capital, Volume One, MECW, 35:15; «Nachwort zur zweiten Auflage», Marx, Das Kapital, Erster Band, MEW, vol. 23:21.
32. Nikolái Chernishevski, «Kritika filosofskikh preubezhdenii protiv obshchinnogo vladeniya» [Crítica de los prejuicios filosóficos sobre la propiedad comunal de la tierra], en Chernishevski, Sobranie sochinenii, vol. 4, (Moscú: Ogonyok, 1974), 467.
33. Ibid., 470; Chernyshevskii, «A Critique of Philosophical Prejudices », 182.
34. Ibid.; ibid.
35. Marx ya había planteado una crítica similar de las tesis de Herzen en «Contribución a la crítica de la economía política», MECW, 29: 275; «Zur Kritik der Politischen Ökonomie», MEW, 13: 20. Como bien señala Franco Venturi en Roots of Revolution: A History of the Populist and Socialist Movements in Nineteenth Century Russia (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1960), Chernishevski no consideraba la obshchina «una institución típicamente rusa, característica del espíritu eslavo (…) sino [un ejemplo de] la supervivencia en Rusia de formas de organización social que ya habían desaparecido en otros lugares» (ibid., 148).
36. Nikolái Chernishevski, «Kritika filosofskikh preubezhdenii», 371.
37. Para Venturi en Roots of Revolution, este punto constituyó el tema central del comentario de Chernishevski sobre la comuna campesina: «La obschina debe ser revivida y transformada por el socialismo occidental; no debe ser representada como el modelo y el símbolo de la misión rusa» (ibid., 160).
38. Walicki, en Controversy Over Capitalism, sostiene que para Chernishevski el capitalismo representaba «un gran avance respecto de las formas sociales precapitalistas»; su «enemigo número uno» no era «el capitalismo sino el atraso ruso» (ibid., 20).
39. Chernishevski, «Kritika filosofskikh preubezhdenii», 466.
40. Vera Zasulich, «A Letter to Marx», en Late Marx and the Russian Road, ed. Shanin (Londres: Routledge, 1984), 98-9.
41. Ibid.
42. Como bien observa Walicki en Controversy Over Capitalism, el estudio que hizo Marx de La sociedad antigua, de Morgan, «le permitió ver con nuevos ojos el populismo ruso, que por ese entonces representaba el intento más significativo de “encontrar lo más nuevo en lo más viejo”» (ibid. 192).
43. Karl Marx, Capital, Volumen I, MECW, 35:749; Das Kapital, Erster Band, MEW, 23:790-1.
44. Ibid., MECW, 35:750; ibid., MEW, 23:790.
45. Ibid., MECW, 35:504-5; ibid., MEW, 23:526.
46. Ibid., MECW, 35:506; ibid., MEW, 23:528.
47. Ibid., MECW, 35:90-91; ibid., MEW, 23:94.
48. Karl Marx, «Critique of the Gotha Programme», MECW, 24:83; “Kritik des Gothaer Programms”, MEW, 19:17.
49. Véase James H. Billington, Mikhailovsky and Russian Populism (Oxford: Clarendon Press, 1958).
50. De acuerdo con Walicki en Controversy Over Capitalism, «Mijailovski no negaba que los gremios y los artels rusos contemporáneos habían limitado tanto la libertad individual como la posibilidad de desarrollo individual; no obstante, él creía que las consecuencias negativas de dichas limitaciones habían sido menos peligrosas que los resultados negativos del desarrollo capitalista. (…) Mijailovski concluyó que no se justificaba en absoluto afirmar que el capitalismo había “liberado al individuo”. (…) No es exagerado afirmar que entre los autores cuyos libros más contribuyeron a que Mijailovski aprobara dicha postura, Marx fue el más importante» (ibid., 59-60).
51. Nikolái Mijailovski, «Karl Marks pered sudom g. Yu. Zhukovskogo» (Karl Marx ante el tribunal del Sr. Yu. Zhukovsky), en Mijailovski, Sochinenija, vol. IV, San Petersburgo: B. M. Vol’f, 1897, 171, citado de la traducción presente en Walicki, Controversy Over Capitalism, 146. Este artículo se ocupa de las críticas a Marx que fueron publicadas en 1877 a nombre de Yuri Zhukovsky en el periódico El Mensajero Europeo [Vestnik Evropy] y la defensa de El capital efectuada por Nikolái Sieber en Otechestvennye Zapiski. Véase Cyril Smith, Marx at the Millennium (Londres: Pluto, 1996), 53-5. En 1894, en un artículo que escribió para Russkoe Bogatsvo [Riqueza Rusa], Mijailovski volvió a enunciar los argumentos de diecisiete años atrás.
52. Marx, «Letter to Otechestvennye Zapiski», MECW, 24:196; MEW,19:107.
53. Marx, «Letter to Otechestvennye Zapiski», MECW, 24:135; MEW, 19:108.
54. Marx, Capital, MECW, 35:704-761; MEW, 23:741-802.
55. Marx, «Letter to Otechestvennye Zapiski», MECW, 24:200; MEW,19:108. Véase también Karl Marx, Le capital, Paris 1872-1875, MEGA², II/7:634. Este agregado a la edición original de 1867, que Marx introdujo cuando revisó la traducción francesa de su libro, no fue incluida por Engels en la edición alemana de 1890, que más adelante se transformó en la versión estándar para las futuras traducciones de El capital. En una nota al pie en Karl Marx, Œuvres. Économie I (París: Gallimard, 1963), Maximilien Rubel, calificó a este pasaje como «uno de los agregados importantes» (ibid., 1701, n. 1) a la parte dedicada a «La acumulación “primitiva”». La edición publicada por Engels manifiesta que la historia de la acumulación primitiva «asume formas diferentes en cada país y atraviesa varias fases en distintos órdenes de sucesión y en distintas épocas históricas. Solo en Inglaterra, que hemos tomado de ejemplo, se observa su forma clásica». Marx, Capital, MECW, 35:707; MEW, 23:744.
56. Marx, «Letter to Otechestvennye Zapiski», MECW, 24:200; MEW,19:111.
57. Marx, «Letter to Otechestvennye Zapiski», MECW, 24:200; MEW,19:108, 111.
58. Ibid., 201; ibid., MEW, 19:111.
59. Ibid.; ibid.
60. Véase Pier Paolo Poggio, L’Obščina. Comune contadina e rivoluzione in Russia (Milán: Jaca Book, 1978), 148.
61. Muchos han intentado explicar por qué Marx no publicó su réplica a Mijailovski. En 1885, cuando Engels se la envió a los editores de Severnii Vestnik, declaró que «desconocía» los motivos por los cuales no había sido publicada, Friedrich Engels, «To the Editors of the Severny Vestnik», en MECW, 26: 311. No obstante, un año antes, en una carta a Vera Zasulich, había dicho: «Esta es la réplica que él escribió; lleva el sello de un artículo pensado para la publicación en Rusia, pero él nunca la mandó a Petersburgo por miedo a que la mera mención de su nombre pusiera en riesgo la existencia del periódico que publicara su réplica». Friedrich Engels a Vera Zasulich, 6 de marzo de 1884, MECW, 47: 112. Cabe señalar que no hay pruebas de que el periódico realmente hubiese estado en peligro si hubiese publicado un texto de Marx. Sin haber realizado las comprobaciones necesarias para fundamentar su tesis, Haruki Wada, «Marx and Revolutionary Russia», en Late Marx, ed. Shanin, afirmó que «el verdadero motivo (…) más bien tuvo que ver con que Marx, después de releer su carta, detectó defectos en su crítica de Mijailovski» (ibid., 60). White, en Marx and Russia, señaló que, en el número de Otechestvennye Zapiski inmediatamente posterior al artículo de Mijailovski, Sieber reafirmó que «el proceso formulado por Marx era universalmente obligatorio» (ibid., 33). La convicción de Sieber de que «el capitalismo era un fenómeno universal observado en todas las sociedades en determinada etapa de su desarrollo» (ibid., 45) es un ejemplo revelador de cómo se percibía a Marx en Rusia.
62. Karl Marx, «Drafts of the Letter to Vera Zasulich: First Draft», MECW, 24:349; «Brief von V. I. Sassulitsch: Erster Entwurf», MEW, 19:384-5.
63. Karl Marx, «Drafts of the Letter to Vera Zasulich: Third Draft», MECW, 24:365; «Brief von V. I. Sassulitsch: Dritter Entwurf», MEW, 19:402.
64. Marx, «Second Draft», MECW, 24:361; MEW, 19:397.
65. Véase también Teodor Shanin, «Late Marx: Gods and Craftsmen», en Late Marx, ed. Shanin, 16.
66. Marx, «Second Draft», MECW, 24:361; MEW, 19: 397.
67. Karl Marx, «The Future Results of British Rule in India», MECW, 12:217-18; «Die künftigen Ergebnisse der britischen Herrschaft in Indien», MEW, 9:221.
68. Ibid., MECW, 12:221; ibid., MEW, 9:224.
69. Ibid., MECW, 12:222; ibid., MEW, 9:226.
70. Véase, por ejemplo, Edward Said, Orientalism (Londres: Routledge, 1995), 153-6. Said (1935-2003) no solo afirmó que «los análisis económicos de Marx encajan perfectamente (…) con el proyecto orientalista estándar» sino que además insinuó que dependen de «la antigua distinción entre Oriente y Occidente», (ibid., 154). En rigor, la lectura de la obra de Marx realizada por Said es unilateral y superficial. El primero en subrayar los defectos de esta interpretación fue Sadiq Jalal al-Azm (1934-2016), que, en su artículo «Orientalismo y orientalismo a la inversa», Khamsin 8 (1980), escribió: «Esta descripción de las posturas y los análisis de Marx sobre procesos y situaciones históricos complejos es una farsa. (…) No hay ninguna referencia específica a Asia o al Oriente en el corpus de Marx» (ibid., 14-15). En cuanto a «las capacidades productivas, la organización social, la ascendencia histórica, el poderío militar y el desarrollo tecnológico, (…) Marx, como todos los demás, conocía la superioridad de la Europa moderna respecto de Oriente. Pero acusarlo (…) de transformar este hecho contingente en una realidad necesaria para todos los tiempos es, ni más ni menos, absurdo» (ibid., 15-16). En la misma línea, como bien demostró Aijaz Ahmad, en In Theory: Classes, Nations, Literatures (Londres: Verso, 1992), Said «descontextualizó citas» extraídas de la obra de Marx, con escasa conciencia de lo que representaba cada pasaje en cuestión, con el único objeto de insertarlas en su «archivo orientalista» (ibid., 231, 223). Otro texto que desmiente el supuesto eurocentrismo de Marx es el de Irfan Habib, «Marx’s Perception of India», en Karl Marx on India, ed. Iqbal Husain (Nueva Delhi: Tulika, 2006), XIX-LIV. Para conocer más sobre las limitaciones de los artículos periodísticos de Marx del año 1853, véase Kolja Lindner, «Marx’s Eurocentrism: Postcolonial Studies and Marx’s Scholarship», Radical Philosophy 161 (2010): 27-41.
71. Para Eric Hobsbawm, en la introducción a Pre-Capitalist Economic Formations de Karl Marx (Londres: Lawrence & Wishart 1964), «el interés cada vez mayor de Marx por el comunalismo primitivo: su odio y su desprecio, cada vez más pronunciado, por la sociedad capitalista. (…) Parece probable que Marx, que anteriormente había visto con buenos ojos el impacto del capitalismo occidental por considerarlo una fuerza inhumana pero históricamente progresiva para las economías precapitalistas estancadas, haya comenzado a sentir cada vez más consternación por su carácter inhumano» (ibid., 50).
72. Marx, «Third Draft», MECW, 24:365; MEW, 19:402.
73. Ibid., MECW, 24:368; ibid., MEW, 19:405.
74. Ibid., MECW, 24:367; ibid., MEW, 19:405.
75. Marx, «Third Draft», MECW, 24:368; MEW, 19:405.
76. Marx, «First Draft», MECW, 24:349; MEW, 19:385.
77. Marx, «First Draft», MECW, 24:353; MEW,19:389-90.
78. Véanse las interpretaciones de Wada, «Marx and Revolutionary Russia», en Late Marx, ed. Shanin, 60, donde se argumenta que los borradores evidencian un «cambio significativo» desde la publicación de El capital en 1867. Del mismo modo, Enrique Dussel, El último Marx (1863-1882) y la liberación latinoamericana (México, D. F.: Siglo XXI, 1990) habla de un «cambio de rumbo» (pp. 260, 268-9) y Tomonaga Tairako, «Marx on Capitalist Globalization», Hitotsubashi Journal of Social Studies 35 (2003) ha afirmado que Marx «cambió su perspectiva de la revolución global llevada a cabo por la clase trabajadora» (ibid., 12). Otros autores han sugerido una lectura «tercermundista» del Marx tardío, según la cual los sujetos revolucionarios ya no son los obreros fabriles sino las masas del campo y la periferia. Para encontrar reflexiones y diversas interpretaciones de estas cuestiones, véanse Umberto Melotti, Marx and the Third World (Londres: Palgrave 1977); Kenzo Mohri, «Marx and “Underdevelopment”», Monthly Review 30/11 (1979), 32-43; y Jean Tible, Marx Selvagem (San Pablo: Autonomia Literaria 2018).
79. Véase el excelente trabajo de Marian Sawer, Marxism and the Question of the Asiatic Mode of Production (La Haya: Martinus Nijhoff, 1977), 67: «Lo que ocurrió en la década de 1870 en particular no fue que Marx haya cambiado de parecer en cuanto al carácter de las comunidades de las aldeas, ni que haya decidido que podían constituir la base del socialismo tal como eran; más bien, comenzó a contemplar la posibilidad de que a dichas comunidades las revolucionara el socialismo y no el capitalismo. (…) Parece haber considerado seriamente la esperanza de que el sistema de aldeas se pudiera incorporar a una sociedad socialista mediante la intensificación de la comunicación social y la modernización de los métodos de producción. En 1882, a Marx todavía le parecía una alternativa genuina a la desintegración total de la obshchina por el impacto del capitalismo».
80. Cf. Venturi, «Introduzione», en Venturi, Il populismo russo. Herzen, Bakunin, Cernysevskij, vol. I (Turin: Einaudi, 1972): «En definitiva, Marx terminó aceptando las ideas de Chernishevski» (ibid., XLI). Esto se asemeja a la opinión de Walicki en Controversy Over Capitalism: «El razonamiento de Marx tiene mucho en común con la Crítica de los prejuicios filosóficos contra la propiedad comunal de la tierra de Chernishevski». Si los populistas hubieran podido leer los borradores preliminares de la carta a Zasulich, «sin duda hubieran encontrado en ellos una invaluable justificación de sus esperanzas por parte de una figura con autoridad» (ibid., 189).
81. Marx, «First Draft», MECW, 24: 358; MEW, 19:391.
82. Ibid., MECW, 24:356; ibid., MEW, 19:390-1.
83. Ibid.; ibid., MEW, 19:392.
84. El artel, una forma de asociación cooperativa de origen tártaro, se basaba en los vínculos de parentesco y se ocupaba de la responsabilidad colectiva de sus integrantes para con terceros y el Estado.
85. Marx, «First Draft», MECW, 24:356; MEW, 19:389.
86. Marx y Engels, «Preface to the Second Russian Edition», MECW, 24:426; MEW, 19:296.
87. Según Walicki, Controversy Over Capitalism, el texto breve de 1882 «reafirm[ó] la tesis de que el socialismo era más factible en los países altamente desarrollados, pero al mismo tiempo [dio] por sentado que el desarrollo económico de los países atrasados podía atravesar transformaciones fundamentales por la influencia de las condiciones internacionales» (ibid., 180).
88. Karl Marx, A Contribution to the Critique of Political Economy, MECW, 29:263; Zur Kritik der Politischen Ökonomie, MEW, 13:9.
89. Véase Michael Krätke, «Marx and World History», International Review of Social History 63, nro. 1 (2018), que en su reconstrucción de estos cuatro cuadernos afirmó que Marx compiló estas notas porque creyó, durante mucho tiempo, que estaba «otorgando al movimiento socialista una sólida base sociocientífica en lugar de una filosofía política» (ibid., 92).
90. En algunos casos, el contenido de sus cuadernos difiere levemente de las fechas indicadas por Engels. La única parte que fue publicada comprende aproximadamente un sexto del total de los cuadernos tercero y cuarto, y la mayoría de las páginas se tomaron de este último. Véase Karl Marx y Friedrich Engels, Über Deutschland und die deutsche Arbeiterbewegung. Las secciones extraídas de los Extractos cronológicos se incluyen en Band 1: Von der Frühzeit bis zum 18. Jahrhundert (Berlín: Dietz, 1973): 285-516.
91. Krätke, en «Marx and World History», afirma que «Marx no dio lugar al eurocentrismo; de ninguna manera consideraba que la historia mundial fuese análoga a la “historia europea”» (ibid., 104).
92. Krätke, ibid., postuló que la caída del Estado mongol «invit[ó] a Marx a reflexionar sobre los límites del poder político en territorios vastos» (ibid., 112).
93. Véase Karl Marx y Friedrich Engels, Über Deutschland und die deutsche Arbeiterbewegung (Berlín Dietz, 1978), 424-516.
94. En «Marx and World History», Krätke manifestó que en el cuarto cuaderno de los Extractos cronológicos se observa «la solidez de Marx como científico social bien informado en cuanto a la historia, que alterna con facilidad entre el desarrollo interno de países específicos y la gran política europea e internacional sin por ello perder de vista los fundamentos económicos del todo» (ibid., 6).
95. Cf. Friedrich Engels a Eduard Bernstein, 22-25 de febrero de 1882, MECW, 46:210-1; MEW, 35:285. Sin dudas, Lafargue exageraba cuando afirmó, más adelante, que «Marx ha vuelto con la cabeza llena de África y de los árabes; aprovechó su estadía en Argel para devorar su biblioteca, y me parece que ha leído una gran cantidad de libros sobre la condición de los árabes», Paul Lafargue a Friedrich Engels, 16 de junio de 1882, en Engels, Paul y Laura Lafargue, Correspondence, 83. Como señaló Badia, es mucho más probable que Marx no haya podido «aprender demasiado sobre la situación sociopolítica de la colonia francesa», si bien sus «cartas desde Argel dan fe de su curiosidad heterogénea», en Gilbert Badia, «Marx en Algérie», en Karl Marx, Lettres d’Alger, 13.
96. Ibid., MECW, 46:238; ibid., MEW, 35:305.
97. Karl Marx a Friedrich Engels, 8 de abril de 1882, MECW, 46:234; MEW, 35:54. Marx volvió a tocar el tema en otro contexto cuando le describió a Engels la brutalidad de las autoridades francesas respecto de un «árabe pobre, sicario de profesión y culpable de robo y múltiples homicidios». A poco de ser ejecutado, el hombre se enteró de que «¡no iban a ejecutarlo con armas de fuego, sino que lo iban a guillotinar! ¡En contravención de lo pactado anteriormente!» Y eso no era todo: «Sus parientes supusieron que les devolverían el cuerpo y la cabeza para que ellos pudieran coserlos y luego enterrar el cuerpo “entero”. ¡Pero no fue así! Aullidos, palabrotas y rechinar de dientes; ¡por primera vez, las autoridades francesas se emperraron en esto! Ahora, cuando el cuerpo llegue al paraíso, Mohammed preguntará: “¿Dónde se dejó la cabeza? ¿O cómo es que la cabeza se le separó del cuerpo? No es apto para entrar al paraíso. ¡Váyase y júntese con esos perros cristianos en el infierno!” Y es por eso que sus parientes estaban tan contrariados», Karl Marx a Friedrich Engels, 18 de abril de 1882, MECW, 46:246-7; MEW, 35:57-8.
98. La guerra de 1882 concluyó con la batalla de Tel el-Kebir (13 de septiembre de 1882), que terminó con la denominada «revuelta Urabi», que había comenzado en 1879 y había permitido a los británicos establecer un protectorado en Egipto.
99. Karl Marx a Eleanor Marx, 9 de enero de 1883, MECW, 46:422-3; MEW, 35:422.
100. Karl Marx, IISH Ámsterdam, Marx-Engels Papers, B 168, 11-18. Véase David Smith, «Accumulation by Forced Migration», cuyos comentarios sobre estas notas resaltan su relevancia actual: «El único aspecto de estos acontecimientos que resulta sorprendente hoy en día es que hayan ocurrido en el siglo XIX. Lo que Marx observó e informó en el caso egipcio fue un modelo temprano de la era de la globalización actual» (ibid., próxima edición).

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Revisitando la concepción de la alienación en Marx

I. Introducción
La alienación puede situarse entre las teorías más relevantes y discutidas del siglo XX, y la concepción de la misma elaborada por Marx asume un rol determinante en el ámbito de las discusiones desarrolladas sobre el tema. Sin embargo, a diferencia de lo que se podría imaginar, el curso de su afirmación no fue en absoluto lineal, y la publicación de algunos textos inéditos de Marx conteniendo reflexiones sobre la alienación, han representado hitos significativos en la transformación y propagación de esta teoría.

A lo largo de los siglos, el término alienación fue utilizado muchas veces y con diferentes significados. En el discurso teológico, designaba la distancia entre el hombre y Dios; en las teorías del contrato social, servía para indicar la pérdida de la libertad originaria del individuo; mientras que en la economía política inglesa, fue utilizado para describir a la cesión de la propiedad privada de la tierra o de la mercancía. Sin embargo, la primera exposición filosófica sistemática de la alienación sólo apareció a comienzos del siglo XIX y fue obra de G. W. F. Hegel. En La fenomenología del espíritu (1807), Hegel hizo de la misma la categoría central del mundo moderno y adoptó los términos Entäusserung (literalmente, auto-exteriorización o renunciamiento) y Entfremdung (extrañamiento, escisión) para representar el fenómeno por el cual el espíritu deviene el otro de sí mismo en la objetividad. Esta problemática fue muy importante también para los autores de la izquierda hegeliana, y para la concepción de la alienación religiosa expuesta por Feuerbach en La esencia del cristianismo (1841) – o sea, la crítica del proceso por el cual el ser humano se convence de la existencia de una divinidad imaginaria y se somete a ella – contribuyendo en forma significativa al desarrollo del concepto. Posteriormente la alienación desapareció de la reflexión filosófica, y ninguno de los principales pensadores de la segunda mitad del siglo XIX le prestó una particular atención. Hasta el mismo Marx usó raramente el término en las obras publicadas durante su vida, y el término también estuvo totalmente ausente en el marxismo de la Segunda Internacional (1889-1914).

Sin embargo, durante este período, varios autores desarrollaron conceptos que luego serían asociados con la alienación. Émile Durkheim, por ejemplo, en sus obras La división del trabajo (1893) y El suicidio (1897), utilizó el término “anomia” para indicar un conjunto de fenómenos que se manifestaban en la sociedad, en los que las normas que garantizaban la cohesión social entraban en crisis a raíz del alto desarrollo de la división del trabajo. Las tendencias sociales que han tenido lugar luego de los inmensos cambios en el proceso productivo también constituyeron el fundamento de las reflexiones de sociólogos alemanes. George Simmel, en La filosofía del dinero (1900), dedicó mucha atención al predominio de las instituciones sociales sobre los individuos y la creciente despersonalización de las relaciones humanas, mientras Max Weber, en su Economía y sociedad (1922), explicó largamente los conceptos de la “burocratización” y el “cálculo racional” en las relaciones humanas, considerándolos como la esencia del capitalismo. Pero estos autores consideraban a estos fenómenos como hechos inevitables, y sus reflexiones reflejaban el deseo de mejorar el orden social y político existente, y por cierto, no el de reemplazarlo por otro diferente.

II. El redescubrimiento de la alienación
Fue gracias a György Lukács que se redescubrió la teoría de la alienación, cuando en Historia y conciencia de clase (1923) se refirió a ciertos pasajes de El capital de Marx (1867), en particular en el párrafo dedicado al “fetichismo de la mercancía” (Der Fetsichcharakter der Ware ) e elaboró el concepto de reificación (Verdinglichung, Versachlichung) para describir el fenómeno por el que la actividad laboral se contrapone al hombre como algo objetivo e independiente, y lo domina mediante leyes autónomas y ajenas a él. Pero en los tramos fundamentales, la teoría de Lukács era todavía similar a la hegeliana, pues concebía la reificación como “un hecho estructural fundamental”. Posteriormente, luego de que la aparición de una traducción francesa [1] le diera a esta obra una gran influencia entre los estudiosos y los militantes de izquierda, Lukács decidió republicar su texto en una nueva edición con un largo prólogo autocrítico (1967), en el cual, para aclarar su posición, afirmó que “Historia y conciencia de clase sigue a Hegel en la medida que, también en este libro, identifica a la extrañación con la objetificación”. [2]

Otro autor que en la década de 1920 prestó gran atención a esta temática fue Isaak Rubin, en cuyo libro Ensayos sobre la teoría marxista del valor (1928) afirmaba que la teoría del fetichismo de la mercancía constituía “la base de todo el sistema económico de Marx, y en particular de su teoría del valor”. [3] Para este autor ruso, la reificación de las relaciones sociales de producción representaba “un fenómeno real de la economía mercantil-capitalista”, [4] y consistía en la “materialización” de las relaciones de producción, y no una simple “mistificación” o ilusión ideológica: Esa es una de las características de la estructura económica de la sociedad contemporánea (…) El fetichismo no sólo es un fenómeno de la conciencia social, sino del ser social.” [5]

A pesar de estas lúcidas ideas, proféticas sin consideramos la época en que fueron escritas, la obra de Rubin no logró contribuir a estimular el conocimiento de la teoría de la alienación, dado que sólo fue conocida en Occidente cuando se la tradujo al inglés en 1972 (y del inglés a otros idiomas). El hecho decisivo que revolucionó finalmente la difusión del concepto de alienación fue la aparición en 1932 de los Escritos económico-filosóficos de 1844, un texto inédito, perteneciente a la producción juvenil de Marx. De este texto emerge el rol principal o de primer plano que había conferido Marx a la teoría de la alienación durante una importante fase de la formación de su concepción: la del descubrimiento de la economía política. [6] En efecto, Marx, mediante la categoría del trabajo alienado (entfremdete Arbeit), [7] no sólo desplazó la problemática de la alienación desde la esfera filosófica, religiosa y política a la económica de la producción material; sino también hizo de esta última la premisa para poder comprender y superar las primeras. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, se describe a la alienación como el fenómeno mediante el cual el producto del trabajador surge frente a este último “como un ser ajeno, como una fuerza independiente del productor”. Para Marx:

… la enajenación [Entäusserung] del trabajador en su producto significa no solo que el trabajo de aquel se convierte en un objeto, en una existencia externa, sino que también el trabajo existe fuera de él, como algo independiente, ajeno a él; se convierte en una fuerza autónoma de él: significa que aquella vida que el trabajador ha concedido al objeto se le enfrenta como algo hostil y ajeno. [8]

Junto a esta definición general, Marx enumeró cuatro diferentes tipos de alienaciones que indicaban como era alienado el trabajador en la sociedad burguesa: a) del producto de su trabajo, que deviene “un objeto ajeno que tiene poder sobre él”; b) en su actividad laboral, que él percibe como “dirigida contra sí mismo”, como si “no le perteneciera a él” [9] ; c) del “ser genérico del hombre”, que se transforma en “un ser ajeno a él”; y d) de otros seres humanos , y en relación con su trabajo y el objeto de su trabajo. [10]

Para Marx, a diferencia de Hegel, la alienación no coincidía con la objetivación como tal, sino con una precisa realidad económica y con un fenómeno específico: el trabajo asalariado y la transformación de los productos del trabajo en objetos que se contraponen a sus productores. La diferencia política entre estas dos posiciones es enorme. Contrariamente a Hegel, que había representado la alienación como una manifestación ontológica del trabajo, Marx concebía este fenómeno como la característica de una determinada época de la producción, la capitalista, considerando que era posible superarla, mediante “la emancipación de la sociedad respecto de la propiedad privada”. [11] Consideraciones análogas fueron desarrolladas en los cuadernos que contenían extractos de Elementos de economía política, de de James Mill:

El trabajo sería la manifestación libre de la vida y por consiguiente, el disfrute de la vida. Pero en el marco de la propiedad privada, eso es la alienación de la vida, pues trabajo para vivir, para procurarme los medios de vida. Mi trabajo no es vida. Más aún, en mi trabajo se afirmaría el carácter específico de mi individualidad porque sería mi vida individual. El trabajo sería pues mi auténtica y activa propiedad. Pero en las condiciones de la propiedad privada mi individualidad es alienada hasta el punto en que esta actividad me es odiosa, para mí es una tortura y sólo la apariencia de una actividad y por lo tanto solo es una actividad forzada que se me impone, no por una necesidad interna, sino por una necesidad exterior arbitraria. [12] De este modo, aún en estos fragmentarios y a veces vacilantes textos juveniles, Marx trató a la alienación siempre desde un punto de vista histórico, nunca desde un punto de vista natural.

III. Las concepciones no marxistas de la alienación
Sin embargo, pasaría mucho tiempo antes de que se pudiera afirmar una concepción histórica, no ontológica, de la alienación. En efecto, la mayor parte de los autores que, en las primeras décadas del siglo XX, se ocupó de esta problemática, lo hacía siempre considerándola un aspecto universal de la existencia humana. Por ejemplo, en Ser y Tiempo, Martín Heidegger (1927), abordó el problema de la alienación desde un punto de vista meramente filosófico y consideró a esta realidad como una dimensión fundamental de la historia. La categoría que usó para describir la fenomenología de la alienación fue la de la “caída” (Verfallen): es decir, la tendencia a estar-ahí (Dasein), – que en la filosofía heideggeriana indica la constitución ontológica de la vida humana – a perderse en la inautenticidad y el conformismo hacia el mundo que lo circunda. Para él, “el estado de caída en el ‘mundo’ designa el absorberse en la convivencia regida por la habladuría, la curiosidad y la ambigüedad”; un territorio, por consiguiente, completamente diferente de la fábrica y de la condición obrera fabril, que se hallaba en el centro de las preocupaciones y de las elaboraciones teóricas de Marx. Además, esta condición de la “caída” no era considerada por Heidegger como una condición “mala y deplorable que, en una etapa más desarrollada de la cultura humana, pudiera quizás ser eliminada”, sino más bien como una característica ontológico-existencial, “un modo existencial de estar-en-el-mundo.” [13]

También Herbert Marcuse, que a diferencia de Heidegger conocía bien la obra de Marx, identificó la alienación con la objetivación en general, no con su manifestación en las relaciones capitalistas de producción. En un ensayo publicado en 1933, sostiene que “el carácter de ‘carga’ del trabajo” [14] no podía ser atribuido simplemente a “ciertas condiciones en la ejecución del trabajo, o sobre su condicionamiento técnico-social” [15] , sino que se debía considerar como uno de sus rasgos fundamentales:

Al trabajar, el trabajador está “en la cosa” tanto si está frente a una máquina, como desarrollando un plan técnico, tomando medidas de organización, investigando problemas científicos, o impartiendo enseñanzas, etc. En su hacer, él se deja guiar por la cosa, subordinándose y atándose a su normatividad, incluso cuando domina su objeto (…) En todo caso, el trabajador no está “consigo mismo”, (…) más bien se pone a disposición de lo-otro-que-él, está en ello, en eso-otro; incluso cuando ese hacer llena su propia vida, libremente aceptada. Esta enajenación y alienación de la existencia, (…) es por principio imposible de suprimir. [16]

Para Marcuse, por consiguiente, había una “negatividad esencial del trabajo” que él consideraba que pertenecía a “la negatividad enraizada en la entidad de la existencia humana misma.” [17] La crítica de la alienación deviene, así, una crítica de la tecnología y el trabajo en general. La superación de la alienación sólo se la consideraba posible en el momento del juego, momento en el cual el hombre podía alcanzar la libertad que se le negaba en la actividad productiva: “En un solo lanzamiento de una pelota del jugador, reside un triunfo infinitamente mayor de la libertad del ser humano sobre la objetividad que en la más grande realización de un trabajo técnico.” [18]

En Eros y civilización (1955), Marcuse tomó distancia de la concepción marxiana, de manera similar. Allí afirmó que la emancipación humana sólo podría realizarse mediante la liberación del trabajo y a través de la afirmación de la libido y el juego de las relaciones sociales. Descartaba definitivamente la posibilidad de superar la explotación mediante el nacimiento de una sociedad basada en la propiedad común de los medios de producción, puesto que el trabajo en general, no sólo el trabajo asalariado, era considerado como:

… trabajo que está al servicio de un aparato que ellos [la vasta mayoría de la población] no controlan, que opera como un poder independiente al que los individuos deben someterse si quieren vivir. Y este poder se hace más ajeno conforme la división del trabajo llega a ser más especializada. (…) Trabajan (…) enajenados (…). Porque el trabajo enajenado es la ausencia de gratificación, la negación del principio del placer.” [19]

La norma cardinal contra la que los seres humanos deberían rebelarse sería el “principio de actuación” impuesto por la sociedad. Pues, para Marcuse,

el conflicto entre la sexualidad y la civilización se despliega con este desarrollo de la dominación. Bajo el dominio del principio de actuación, el cuerpo y la mente son convertidos en instrumentos del trabajo enajenado; sólo pueden funcionar como tales instrumentos si renuncian a la libertad del sujeto-objeto libidinal que el organismo humano es y desea ser (…) El hombre existe (…) como un instrumento de la actuación enajenada. [20]

Por consiguiente, él sostiene que la producción material, aunque fuera organizada en forma justa y racional, “nunca podrá ser el campo de la libertad y la gratificación. (…) La esfera ajena al trabajo es la que define la libertad y su realización.” [21] La alternativa propuesta por Marcuse era abandonar el mito prometeico tan caro a Marx para llegar a un horizonte dionisíaco: la “liberación de Eros”. [22] A diferencia de Freud, quien había sostenido en La civilización y sus descontentos (1929) que una organización no represiva de la sociedad implicaría una regresión peligrosa del nivel de civilización alcanzado en las relaciones humanas, Marcuse estaba convencido de que, si la liberación de los instintos tuviera lugar en una “sociedad libre” tecnológicamente avanzada [23] al servicio del hombre, no sólo habría favorecido “un desarrollo del progreso” sino también creado “nuevas y durables relaciones de trabajo.” [24]

Pero sus indicaciones sobre cómo debería tomar cuerpo esta nueva sociedad fueron más bien vagas y utópicas. Marcuse terminó promoviendo la oposición al dominio tecnológico en general, por lo cual su crítica de la alienación ya no era más utilizada contra las relaciones capitalistas de producción, y comenzó a desarrollar reflexiones sobre el cambio social tan pesimistas como la de incluir a la clase obrera entre los sujetos que operaban en defensa del sistema.

La descripción de una alienación generalizada, producto de un control social invasivo y de la manipulación de las necesidades, creada por la capacidad de influencia de los medios de comunicación de masas, fue teorizada también por otros dos principales exponentes de la Escuela de Frankfurt, Max Horkheimer y Theodor Adorno. En Dialéctica del iluminismo (1944) afirmaron que “la racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio. Y el carácter forzado (…) de la sociedad alienada de sí misma.” [25] De este modo, habían puesto en evidencia que, en el capitalismo contemporáneo, incluso la esfera del tiempo del ocio, libre y alternativa al trabajo, había sido absorbida en los engranajes de la reproducción del consenso.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el concepto de la alienación también llegó al psicoanálisis. Quienes se ocuparon partieron de la teoría de Freud, por la cual, en la sociedad burguesa, el hombre está puesto ante la necesidad de elegir entre la naturaleza y la cultura, y para poder disfrutar la seguridad garantizada por la civilización debe necesariamente renunciar a sus propias pulsiones. [26] Algunos psicólogos relacionaron a la alienación con las psicosis que se manifestaban, en algunos individuos como resultado de esta conflictiva elección. Por consiguiente, toda la vasta problemática de la alienación quedaba reducida a un mero fenómeno subjetivo. El autor que más se ocupó de la alienación desde el psicoanálisis fue Erich Fromm. A diferencia de la mayoría de sus colegas, jamás separó sus manifestaciones del contexto histórico capitalista; en verdad, con sus libros La sociedad sana (1955) y El concepto del hombre en Marx (1961) se sirvió de este concepto para tratar de construir un puente entre el psicoanálisis y el marxismo.

Pero asimismo, Fromm afrontó esta problemática privilegiando siempre el análisis subjetivo, y su concepción de la alienación, a la que resumió como “un modo de experiencia en el que el individuo se percibe a sí mismo como un extraño” [27] , siguió estando muy circunscripta al individuo. Además, su interpretación del concepto en Marx sólo se basó en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 y se caracterizó por una profunda incomprensión de la especificidad y la centralidad del concepto del trabajo alienado en el pensamiento de Marx. Esta laguna le impidió dar la debida importancia a la alienación objetiva (la del trabajador en el proceso laboral y respecto al producto de su trabajo) y lo llevó a sostener, precisamente por haber pasado por alto la importancia de las relaciones productivas, posiciones que parecen hasta ingenuas:

Marx creía que la clase trabajadora era la clase más enajenada (…) No previó la medida en la que la enajenación había de convertirse en la suerte de la gran mayoría de la gente (…) El empleado, el vendedor, el ejecutivo, están actualmente todavía más enajenados que el trabajador manual calificado. El funcionamiento de este último todavía depende de la expresión de ciertas cualidades personales, como la destreza, el desempeño de un trabajo digno de confianza, etc., y no se ve obligado a vender en el contrato su “personalidad”, su sonrisa, sus opiniones. [28]

Entre las principales teorías no marxistas de la alienación hay que mencionar, por último, la asociada con Jean-Paul Sartre y los existencialistas franceses. En la década de 1940, en un período caracterizado por los horrores de la guerra, de la consiguiente crisis de la conciencia y, en el panorama francés, del neohegelianismo de Alexandre Kojève [29] , el fenómeno de la alienación fue considerado como una referencia frecuente, tanto en la filosofía como en la literatura narrativa [30] . Sin embargo, también en estas circunstancias, la concepción de la alienación asume un perfil mucho más genérico que el que expuso Marx. Esa concepción se identificaba con un descontento confuso del hombre en la sociedad, con una separación entre la personalidad humana y el mundo de la experiencia, y, significativamente, como una condition humaine no eliminable. Los filósofos existencialistas no proporcionaban un origen social específico para la alienación, sino que la asimilaban con toda “facticidad” (sin duda, el fracaso de la experiencia soviética favoreció la afirmación de esta posición), concebían la alienación como un sentido genérico de la alteridad humana. En 1955, Jean Hippolyte expuso esta posición en una de las obras más significativas de esta tendencia filosófica: Ensayos sobre Marx y Hegel, del siguiente modo:

[la alienación] no parece ser reducible solamente al concepto de la alienación del hombre bajo el capitalismo, tal como la comprende Marx. Esta última sólo es un caso particular de un problema más universal de la autoconciencia humana que, no pudiendo autoconcebirse como un cogito aislado, sólo puede auto-reconocerse en un mundo que construye, en los otros yoes que reconoce y por quienes es ocasionalmente enajenado. Pero esta forma de autodescubrimiento a través del Otro, esta objetivación, siempre es más o menos una alienación, una pérdida del yo y simultáneamente un autodescubrimiento. De esta manera la objetivación y la alienación son inseparables, y su unión es simplemente la expresión de una tensión dialéctica observada en el mismo movimiento de la historia. [31]

Marx había contribuido a desarrollar una crítica del sometimiento humano, basada en el antagonismo con las relaciones capitalistas de producción. Los existencialistas, en cambio, siguieron una trayectoria opuesta, tratando de reabsorber el pensamiento de Marx, a través de aquellas partes de su obra juvenil que podían resultar más útiles para sus propias tesis, en una discusión sin una crítica histórica específica [32] y a veces meramente filosófica.

IV. El debate sobre el concepto de alienación en los escritos juveniles de Marx
En la discusión sobre la alienación que se desarrolló en Francia, se recurrió frecuentemente a la teoría de Marx. Sin embargo, en este debate, a menudo sólo se examinaban a los Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Ni siquiera se ponían en consideración los fragmentos de El capital sobre los que Lukács había construido su teoría de la reificación en los años veinte. Más aún, a algunas frases de los Manuscritos de 1844 se las separaba completamente de su contexto y eran transformadas en citas sensacionalistas que supuestamente se destinaban a demostrar la existencia de un “nuevo Marx” radicalmente diferente de lo que hasta entonces se conocía, saturado de filosofía y exento del determinismo económico que atribuían algunos críticos a El capital (a menudo, sin haberlo leído). Aunque también respetaban al manuscrito de 1844, los existencialistas franceses privilegiaron exageradamente al concepto de la autoalienación (Selbstentfremdung), o sea el fenómeno de la alienación del trabajador respecto del género humano y de otros como él – un fenómeno que Marx había tratado en sus escritos juveniles, pero siempre en relación con la alienación objetiva.

El mismo error, pero más flagrante, lo cometió una exponente del primer plano del pensamiento filosófico-político de posguerra, Hannah Arendt. En La condición humana (1958), construyó su interpretación del concepto de la alienación en Marx sólo en base a los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, y además, privilegiando, entre las tantas tipologías de la alienación que indicaba Marx, exclusivamente la subjetiva. Esto le permitía afirmar:

(…) la expropiación y la alienación del mundo coinciden, y la época moderna, en contra de las intenciones de los personajes de la obra, comenzó a alienar del mundo a ciertos estratos de la población. (…) La alienación del mundo, y no la propia alienación, como creía Marx, ha sido la marca de contraste de la edad moderna. [33]

Una demostración de su escasa familiaridad con las obras de la madurez de Marx es el hecho de que al señalar que Marx “no desconocía por completo las implicancias de la alienación del mundo en la economía capitalista”, se refería sólo a unas pocas líneas en su muy temprano artículo, “Los debates sobre la Ley acerca del robo de leña” (1842), y no a las decenas de páginas, mucho más importantes, contenidas en El capital y en los manuscritos preparatorios que precedieron a este libro. Y su sorprendente conclusión fue que “esas ocasionales consideraciones desempeñan un papel menor en su obra, que permaneció firmemente enraizada en el extremo subjetivismo de la época moderna” [34] ¿Dónde y de qué modo Marx había privilegiado la “autoalienación” en sus análisis de la sociedad capitalista? Esta cuestión sigue siendo un misterio que Arendt jamás dilucidó en sus textos.

En la década de 1960, la exégesis de la teoría de la alienación en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 se convirtió en una de las principales manzanas de la discordia en la interpretación general de la obra de Marx. Es en este período que se concibe la distinción entre dos presuntos Marx: el “joven Marx” y el “Marx maduro”. Esta oposición arbitraria y artificial era alentada por quienes preferían al Marx de las primeras obras filosóficas y por quienes opinaban que el único Marx verdadero era el Marx de El capital (entre ellos Louis Althusser y los académicos rusos). Mientras que los primeros consideraban a la teoría de la alienación en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 como la parte más importante de la crítica social de Marx, los últimos exhibían una verdadera “fobia a la alienación” y al principio trataron de minimizar su relevancia; [35] o, cuando esta estrategia no fue más posible, descartaron todo el tema de la alienación como “un pecado de juventud, un residuo de hegelianismo” [36] posteriormente abandonado por Marx.

Los primeros omitieron el hecho de que la concepción de la alienación contenida en los Manuscritos de 1844 había sido escrita por un autor de 26 años, que recién emprendía sus estudios principales; los segundos en cambio se negaron a reconocer la importancia de la teoría de la alienación en Marx, aún cuando la publicación de nuevos textos inéditos evidenció que él jamás había dejado de ocuparse de ella en el curso de su vida y que esta teoría, aun con modificaciones, había conservado un lugar relevante en las principales etapas de la elaboración de su pensamiento.

Sostener, como decían muchos, que la teoría de la alienación contenida en los Manuscritos de 1844 fuese el tema central del pensamiento de Marx es una falsedad que indica solamente la escasa familiaridad con su obra por parte de los que defienden esta tesis. [37] Por el otro lado, cuando Marx volvió a ser el autor más discutido y citado en la literatura filosófica mundial, precisamente por sus páginas inéditas relativas a la alienación, el silencio de la Unión Soviética sobre esta temática, y sobre las controversias asociadas con él, ofrece un ejemplo de la utilización instrumental que se hizo de sus escritos en ese país. Pues la existencia de la alienación en la Unión Soviética y sus satélites fue simplemente negada, y a todos los textos que trataban esta problemática se los consideraba sospechosos. Según Henri Lefebvre, “en la sociedad soviética, ya no debía, ya no podía haber una cuestión de alienación.

El concepto debía desaparecer, por orden superior, por razones de estado”. [38] En consecuencia, hasta los años setenta, fueron muy pocos los autores que, en el llamado “campo socialista” escribieron sobre las obras en cuestión. En fin, también algunos escritores occidentales consagrados subestimaron la complejidad del fenómeno. Es el caso de Lucien Goldmann, que se ilusiona sobre la posible superación de la alienación en las condiciones económico-sociales de la época, y en sus Recherches dialectiques (1959) sostuvo que podría desaparecer, o revertirse, gracias al mero efecto de la planificación. “La reificación es en realidad un fenómeno estrechamente ligado a la ausencia de planificación y con la producción para el mercado”; el socialismo soviético en el Este y las políticas keynesianas en Occidente traerían “el resultado de una supresión de la reificación en el primer caso, y un debilitamiento progresivo en el segundo.” [39] La historia ha mostrado la falacia de sus pronósticos.

V. El irresistible encanto de la teoría de la alienación
A partir de los años sesenta estalló una verdadera moda relativa a la teoría de la alienación y, en todo el mundo aparecieron cientos de libros y artículos sobre el tema. Fue la época de la alienación tout court. Autores diversos entre sí por su formación política y competencia disciplinaria atribuyeron la causa de este fenómeno a la mercantilización, a la excesiva especialización del trabajo, a la anomia, a la burocratización, al conformismo, al consumismo, a la pérdida de un sentido del yo, que se manifiestan en la relación con las nuevas tecnologías, e incluso al aislamiento del individuo, a la apatía, la marginalización social o étnica, y a la contaminación ambiental.

El concepto de la alienación parecía reflejar a la perfección el espíritu de la época, y constituir también el terreno del encuentro, en la elaboración de la crítica a la sociedad capitalista, entre el marxismo filosófico y antisoviético y el catolicismo más democrático y progresista. Sin embargo, la popularidad del concepto, y su aplicación indiscriminada, crearon una profunda ambigüedad terminológica. [40] De este modo, en el curso de pocos años, la alienación se convirtió en una fórmula vacía que englobaba todas las manifestaciones de la infelicidad humana, y la enorme ampliación de sus nociones generó la convicción de la existencia de un fenómeno tan extendido que parecería ser inmodificable. [41]

Con el libro de Guy Debord, La sociedad del espectáculo, que luego de su aparición en 1967, pronto se convirtió en un verdadero manifiesto de crítica social para la generación de estudiantes que se rebelaban contra el sistema, la teoría de la alienación se enlazó con la crítica a la producción inmaterial. Recuperando las tesis de Horkheimer y Adorno, según las cuales en la sociedad contemporánea hasta el entretenimiento estaba siendo subsumido en la esfera de la producción del consenso con el orden social existente. Debord afirmó que en las presentes circunstancias el no-trabajo ya no podía ser considerado como una esfera diferente de la actividad productiva:

Mientras que en la fase primitiva de la acumulación capitalista “la economía política no ve en el proletariado sino al obrero” que debe recibir el mínimo indispensable para la conservación de su fuerza de trabajo, sin considerarlo jamás “en su ocio, en su humanidad”, esta posición de las ideas de la clase dominante se invierte tan pronto como el grado de abundancia alcanzado en la producción de mercancías exige una colaboración adicional del obrero. Este obrero redimido de repente del total desprecio que le notifican claramente todas las modalidades de organización y vigilancia de la producción, fuera de ésta se encuentra cada día tratado aparentemente como una persona importante, con solícita cortesía, bajo el disfraz de consumidor. Entonces el humanismo de la mercancía tiene en cuenta “el ocio y la humanidad” del trabajador, simplemente porque ahora la economía política ahora puede y debe dominar esas esferas. [42]

Para Debord, si el dominio de la economía sobre la vida social inicialmente se había manifestado mediante una “degradación del ser en el tener”, en la “fase presente” se verificaba un “deslizamiento generalizado del tener hacia el parecer.” [43] Tales reflexiones lo impulsaron a cuestionar en el centro de su análisis al mundo del espectáculo: “En la sociedad el espectáculo corresponde a una fabricación concreta de la alienación,” [44] el fenómeno mediante el cual “el principio del fetichismo de la mercancía (…) se cumple de un modo absoluto.” [45] En estas circunstancias, la alienación se afirmaba a tal punto de convertirse incluso en una experiencia entusiasmante para los individuos, los cuales, dispuestos por este nuevo opio del pueblo al consumo y a “reconocerse en las imágenes dominantes,” [46] se alejaban siempre más, al mismo tiempo, de sus propios deseos y existencia real:

El espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social (…) la producción económica moderna extiende su dictadura extensiva e intensamente (…) En este punto de la “segunda revolución industrial”, el consumo alienado se convierte para las masas, en un deber añadido a la producción alienada. [47]

Siguiendo a Debord, Jean Baudrillard también utilizó el concepto de alienación para interpretar críticamente las mutaciones sociales que intervinieron con el capitalismo maduro. En La sociedad de consumo (1970), identificó en el consumo al factor primario de la sociedad moderna, tomando así distancia de la concepción marxiana, anclada en la centralidad de la producción. Según Baudrillard, la “era del consumo”, en la que la publicidad y las encuestas de opinión creaban necesidades ficticias y consensos masivos, se convertía también en “la era de la alienación radical”.

La lógica de la mercancía se ha generalizado y hoy gobierna, no sólo al proceso del trabajo y los productos materiales, sino también la cultura en su conjunto, la sexualidad, las relaciones humanas, hasta las fantasías y las pulsiones individuales (…) Todo se vuelve espectáculo, es decir, todo se presenta, se evoca, se orquesta en imágenes, en signos, en modelos consumibles. [48]

Sin embargo, sus conclusiones políticas eran más bien confusas y pesimistas. Frente a una gran etapa de fermento social, él acusó a “los contestatarios del mayo francés” de haber caído en la trampa de “súper-reificar los objetos y el consumo dándoles un valor diabólico”; y criticó a “todos los discursos sobre la ‘alienación’, todo el escarnio del pop y el anti-arte”, por haber creado una “acusación que es parte del mito, de un mito que completan entonando el contracanto en la liturgia formal del Objeto.” [49] Así pues, alejado del marxismo, que veía en la clase obrera el sujeto social de referencia para cambiar el mundo, finalizó su libro con una apelación mesiánica, tan genérica cuanto efímera: “Habrá que esperar las irrupciones brutales y las disgregaciones súbitas que, de manera tan imprevisible pero segura, como las de mayo de 1968, terminen por desbaratar esta misa blanca.” [50]

VI. La teoría de la alienación en la sociología norteamericana
En la década de 1950, el concepto de la alienación también ingresó en el vocabulario de la sociología norteamericana. Pero el enfoque sobre el tema fue completamente diferente respecto al prevaleciente en Europa. De hecho, en la sociología convencional se volvió a tratar la alienación como una problemática inherente al ser humano individual, no a las relaciones sociales, [51] y se dirigió la búsqueda de soluciones para su superación hacia la capacidad de adaptación de los individuos al orden existente, y no hacia las prácticas colectivas para cambiar la sociedad. [52] También en esta disciplina reinó por largo tiempo una profunda incertidumbre acerca de una definición clara y compartida. Algunos autores evaluaron este fenómeno como un proceso positivo, porque era un medio de expresión de la creatividad del hombre e inherente a la condición humana en general. [53]

Otra característica difundida entre los sociólogos estadounidenses fue la de considerar a la alienación como algo que surgía de la escisión entre el individuo y la sociedad. [54] Por ejemplo, Seymour Melman identificó la alienación en la separación entre la formulación y la ejecución de las decisiones, y la consideró como un fenómeno que afectaba tanto a los obreros como a los gerentes. [55] En el artículo “Una medida de la alienación” (1957), que inauguró un debate sobre el concepto en la American Sociological Review, Gwynn Nettler empleó el instrumento de la encuesta en el intento de establecer una definición. Pero en una forma muy distante de la tradición de la rigurosa investigación sobre las condiciones laborales realizadas en el movimiento obrero, su formulación del cuestionario pareció inspirarse más en los cánones macartistas de esa época que en los cánones de la investigación científica. [56]

Nettler, de hecho, representando a las personas alienadas como sujetos guiados por “un coherente mantenimiento de una actitud hostil e impopular contra la familia, los medios de comunicación de masas, los gustos masivos, la actualidad, la educación popular, la religión tradicional y la visión teleológica de la vida, el nacionalismo y el sistema electoral” [57] , identificó la alienación con el rechazo de los principios conservadores de la sociedad estadounidense.

La pobreza conceptual presente en el panorama sociológico norteamericano cambió luego de la publicación del ensayo de Melvin Seeman “Sobre el significado de la alienación” (1959). En este breve artículo, que pronto se convirtió en una referencia obligada para todos los estudiosos de la alienación, catalogó aquellos que él consideraba que eran sus cinco formas principales: la falta de poder, la falta de significado (o sea, la dificultad del individuo para comprender los acontecimientos en los que está insertado), la carencia de normas, el aislamiento y el extrañamiento de sí mismo [58] . Este listado muestra cómo también Seeman consideraba la alienación bajo un perfil principalmente subjetivo.

Robert Blauner, en su libro Alienation and Freedom (1964), expuso el mismo punto de vista. El autor definió la alienación como “una cualidad de la experiencia personal que resulta de tipos específicos de configuraciones sociales”, [59] y también hizo pródigos esfuerzos en su investigación, que lo condujo a rastrear las causas en “el proceso del trabajo en las organizaciones gigantescas y burocracias impersonales que saturan a todas las sociedades industriales.” [60]

En el ámbito de la sociología norteamericana, por consiguiente, la alienación fue concebida como una manifestación relativa al sistema de producción industrial, prescindiendo de si éste era capitalista o socialista, y como una problemática inherente sobre todo a la conciencia humana. [61] Este enfoque finalizó colocando en los márgenes, o incluso excluyendo, al análisis de los factores histórico-sociales que determinan la alienación, produciendo una especie de hiper-psicologización del análisis de este concepto, que fue asumida también en esta disciplina, además de en la psicología. Es decir, ya no consideraba más que la alienación era una cuestión social, sino que era una patología individual cuya solución sólo incumbía a cada individuo. [62] Mientras que en la tradición marxista el concepto de la alienación representaba uno de los conceptos más incisivos del modo capitalista de producción, en la sociología sufrió un proceso de institucionalización y terminó siendo considerado como un fenómeno relativo a la falta de adaptación de los individuos a las normas sociales. De igual modo, el concepto de alienación perdió el carácter normativo que había tenido en la filosofía (aún para autores que pensaban a la alienación como un horizonte insuperable) y se transformó en un concepto no evaluativo, al cual se le había despojado el contenido crítico originario. [63]

Otro efecto de esta metamorfosis de la alienación fue su empobrecimiento teórico. De un fenómeno global, relativo a la condición laboral, social e intelectual del hombre, fue reducido a una categoría limitada, parcializada en función de las investigaciones académicas. [64] Los sociólogos estadounidenses afirmaron que esta elección metodológica permitiría liberar la investigación de la alienación de sus connotaciones políticas y conferirle una objetividad científica. En realidad, este presunto giro apolítico tenía fuertes y evidentes implicancias ideológicas, pues tras la bandera de la des-ideologización y la presunta neutralidad de los valores se ocultaba el apoyo a los valores y al orden social dominante.

La diferencia entre la concepción marxista de la alienación y la de los sociólogos estadounidenses no consistía, por consiguiente, en el hecho de que la primera era política y la segunda era científica, sino al contrario, que los teóricos marxistas sostenían valores completamente diferentes a los valores hegemónicos, mientras que los sociólogos estadounidenses sostenían los valores del orden social existente, hábilmente disfrazados como valores eternos del género humano. [65] En la sociología, por lo tanto, el concepto de alienación sufrió una verdadera distorsión y ha llegado a ser utilizado por los defensores de aquellas mismas clases sociales contra las que dicho concepto había sido dirigido durante tanto tiempo. [66]

VII. La alienación en El capital y en sus manuscritos preparatorios
Los escritos de Marx tuvieron, obviamente, un rol fundamental para quienes intentaban oponerse a la tendencia, manifestada en el ámbito de las ciencias sociales, de cambiar el sentido del concepto de la alienación. La atención puesta en la teoría de la alienación en Marx, inicialmente centrada en sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844, se desplazó, luego de la publicación de inéditos ulteriores, sobre los nuevos textos y con eso fue posible reconstruir desarrollo de sus elaboraciones, de los escritos juveniles a El capital.

En la segunda mitad de la década de 1840, Marx no utilizó tan frecuentemente la palabra “alienación”. Con excepción de La sagrada familia (1845), escrito con la colaboración de Engels, donde el término fue utilizado en algunos pasajes polémicos sobre algunos exponentes de la izquierda hegeliana, referencias a este concepto se encuentran solamente en un largo fragmento de La ideología alemana (1845-6), también escrito en conjunto con Engels:

La división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de cómo (…) los actos propios del hombre se erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que lo sojuzga, en vez de ser él quien los domine. (…) Esta plasmación de las actividades sociales, esta consolidación de nuestros propios productos en un poder material erigido sobre nosotros, sustraído a nuestro control, que levanta una barrera ante nuestra expectativa y destruye nuestros cálculos, es uno de los momentos fundamentales que se destacan en todo el desarrollo histórico anterior. (…) El poder social, es decir, la fuerza de producción multiplicada, que nace por obra de la cooperación de los diferentes individuos bajo la acción de la división del trabajo, se les aparece a estos individuos, por no tratarse de una cooperación voluntaria, sino natural, no como un poder propio, asociado, sino como un poder ajeno, situado al margen de ellos, que no saben de dónde procede ni a dónde se dirige y que, por tanto, no pueden ya dominar, sino que recorre, por el contrario, una serie de fases y etapas de desarrollo peculiar e independiente de la voluntad y los actos de los hombres y que incluso dirige esta voluntad y estos actos.

Con esta “enajenación”, para expresarnos en términos comprensibles para los filósofos, sólo puede acabarse partiendo de dos premisas prácticas. Para que se convierta en un poder “insoportable”, es decir en un poder contra el que hay que sublevarse, es necesario que engendre a una masa de la humanidad como absolutamente “desposeída” y, a la par con ello, en contradicción con un mundo existente de riquezas y de cultura, lo que presupone, en ambos casos, un incremento de la fuerza productiva, un alto grado de su desarrollo [67].

Abandonado por sus autores el proyecto de publicar este último libro, posteriormente, en Trabajo asalariado y capital, que era una colección de artículos redactados en base a los apuntes utilizados para una serie de conferencias que dio a la Liga de Trabajadores Alemanes en Bruselas en 1847, y fue enviado a la imprenta en 1849, Marx vuelve a exponer la teoría de la alienación, pero al no poder dirigirse al movimiento obrero con un concepto que habría parecido demasiado abstracto, decidió no utilizar esta palabra. Escribió que el trabajo asalariado no entraba en la “actividad vital” del obrero, sino que representaba, más bien, un momento de “sacrificio de su vida”. La fuerza de trabajo es una mercancía que el obrero está forzado a vender “para poder vivir”, y “el producto de su actividad no [era] el propósito de su actividad”: [68]

… para el obrero que teje, hila, taladra, tornea, construye, cava, machaca piedras, carga, etc., por espacio de doce horas al día, ¿son estas doce horas de tejer, hilar, taladrar, tornear, construir, cavar y machacar piedras la manifestación de su vida, su vida misma? Al contrario, para él la vida comienza allí donde terminan estas actividades, en la mesa de su casa, en el banco de la taberna, en la cama. Las doce horas de trabajo no tienen para él sentido alguno en cuanto a tejer, hilar, taladrar, etc., sino solamente como medio para ganar el dinero que le permite sentarse a la mesa o en el banco de la taberna y meterse en la cama. Si el gusano de seda hilase para ganarse el sustento como oruga, sería el auténtico obrero asalariado. [69]

En la obra de Marx no hubo más referencias a la teoría de la alienación hasta fines de la década de 1850. Luego de la derrota de las revoluciones de 1848, fue forzado a exiliarse en Londres y durante este período, para concentrar todas sus energías en el estudio de la economía política, con la excepción de algunos trabajos breves de carácter histórico, [70] no publicó ningún libro. Cuando comenzó a escribir nuevamente sobre economía, sin embargo, en los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (mejor conocidos como los Grundrisse), Marx volvió a utilizar repetidamente el concepto de alienación. Este texto recordaba, de muchas maneras, lo que se había expuesto en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, aunque, gracias a los estudios realizados mientras tanto, su análisis resultó ser mucho más profundo:

El carácter social de la actividad, así como la forma social del producto y la participación del individuo en la producción, se presentan aquí como algo ajeno y con carácter de cosa frente a los individuos; no como su estar recíprocamente relacionados, sino como su estar subordinados a relaciones que subsisten independientemente de ellos y nacen del choque de los individuos recíprocamente indiferentes. El intercambio general de las actividades y de los productos, que se ha convertido en condición de vida para cada individuo particular y es su conexión recíproca [con los otros], se presenta ante ellos mismos como algo ajeno, independiente, como una cosa. En el valor de cambio el vínculo social entre las personas se transforma en relación social entre cosas; la capacidad personal, en una capacidad de las cosas. [71]

En los Grundrisse, por consiguiente, la descripción de la alienación, adquiere un mayor espesor respecto de la realizada en los escritos juveniles, porque se enriquece con la comprensión de importantes categorías económicas y por un análisis social más riguroso. Junto al vínculo entre la alienación y el valor de cambio, entre los pasajes más brillantes que delinearon la característica de este fenómeno de la sociedad moderna figuran aquellos en los que la alienación fue puesta en relación con la contraposición entre el capital y la “fuerza viva del trabajo”:

Las condiciones objetivas del trabajo vivo se presentan como valores disociados, autónomos, frente a la capacidad viva de trabajo como existencia subjetiva; (…) las condiciones objetivas de la capacidad viva de trabajo están presupuestas como existencia autónoma frente a ella, como la objetividad de un sujeto diferenciado de la capacidad viva de trabajo y contrapuesto autónomamente a ella; la reproducción y valorización, esto es, la ampliación de estas condiciones objetivas, es al mismo tiempo, pues, la reproducción y producción nueva de esas condiciones como sujeto de la riqueza, extraño, indiferente, ante la capacidad de trabajo y contrapuesto a ella de manera autónoma. Lo que se reproduce y se produce de manera nueva no es sólo la existencia de estas condiciones objetivas del trabajo vivo, sino su existencia como valores autónomos, esto es, pertenecientes a un sujeto extraño, contrapuestos a esa capacidad viva de trabajo. Las condiciones objetivas del trabajo adquieren una existencia subjetiva frente a la capacidad viva de trabajo: del capital nace el capitalista. [72]

Los Grundrisse no fueron el único texto de la madurez de Marx en el cual la descripción de la problemática de la alienación se repite con frecuencia. Cinco años después de su redacción, de hecho, ella retornó en El capital, Libro 1, Capítulo VI, inédito (1863-4) (también conocido como los “Resultados del proceso inmediato de producción”), manuscrito en el cual el análisis económico y el análisis político de la alienación fueron puestos en una mayor relación entre ellos: “La dominación del capitalista sobre el obrero es por consiguiente la de la cosa sobre el hombre, la del trabajo muerto sobre el trabajo vivo, la del producto sobre el productor”. [73] En estos proyectos preparatorios de El capital, Marx pone en evidencia que en la sociedad capitalista, mediante “la trasposición de las fuerzas productivas sociales del trabajo en las propiedades objetivas del capital,” [74] se realiza una auténtica “personificación de las cosas y reificación de las personas,” o se crea la apariencia vigente de que “los medios de producción, las condiciones objetivas de trabajo, no aparecen subsumidos en el obrero, sino éste en ellas.” [75] En realidad, en su opinión:

El capital no es una cosa, al igual que el dinero no lo es. En el capital, como en el dinero, determinadas relaciones de producción entre personas se presentan como relaciones entre cosas y personas o determinadas relaciones sociales aparecen como cualidades sociales que ciertas cosas tienen por naturaleza. Sin trabajo asalariado, ninguna producción de plusvalía, ya que los individuos se enfrentan como personas libres; sin producción de plusvalía, ninguna producción capitalista, ¡y por ende ningún capital y ningún capitalista! Capital y trabajo asalariado (así denominamos el trabajo del obrero que vende su propia capacidad laboral) no expresan otra cosa que dos factores de la misma relación. El dinero no puede transmutarse en capital si no se intercambia por capacidad de trabajo, en cuanto mercancía vendida por el propio obrero. Por lo demás, el trabajo sólo puede aparecer como trabajo asalariado cuando sus propias condiciones objetivas se le enfrentan como poderes egoístas, propiedad ajena, valor que es para sí y aferrado a sí mismo, en suma: como capital. Por lo tanto, si el capital, conforme a su aspecto material, o al valor de uso en el que existe, sólo puede consistir en las condiciones objetivas del trabajo mismo, con arreglo a su aspecto formal estas condiciones objetivas deben contraponerse como poderes ajenos, autónomos, al trabajo, esto es, deben contraponérsele como valor –trabajo objetivado – que se vincula con el trabajo vivo en cuanto simple medio de su propia conservación y acrecimiento. [76]

En el modo capitalista de producción, el trabajo humano se convierte en un instrumento del proceso de valorización del capital, el que, al “incorporarse la capacidad viva de trabajo a los componentes objetivos del capital, éste se transforma en un monstruo animado y se pone en acción ‘cual si tuviera dentro del cuerpo el amor’.” [77] Este mecanismo se expande en una escala siempre mayor, hasta que la cooperación en el proceso de producción, los descubrimientos científicos y el empleo de maquinaria – o sea los progresos sociales generales de la colectividad – se convierten en fuerzas del capital que aparecen como propiedades de eso poseído por naturaleza y se yerguen extraños frente a los trabajadores como ordenamiento capitalista:

Las fuerzas productivas del trabajo social, así desarrolladas, [aparecen] como fuerzas productivas del capital. (…) La unidad colectiva en la cooperación, la combinación en la división del trabajo, el uso de las fuerzas de la naturaleza y las ciencias, de los productos del trabajo, como la maquinaria; todos estos confrontan a los trabajadores individuales autónomamente, como un ente ajeno, objetivo, preexistente a ellos, sin y a menudo contra su concurso, como meras formas de existencia de los medios de trabajo que los dominan a ellos y de ellos son independientes, en la medida en que esas formas [son] objetivas. Y la inteligencia y voluntad del taller colectivo encarnadas en el capitalista o sus representantes (understrappers), en la medida en que ese taller colectivo está formado por la propia combinación de aquellos, [se les contraponen] como funciones del capital que vive en el capitalista. [78]

Es mediante este proceso, por consiguiente, que, según Marx, el capital se convierte en un ser “extremadamente misterioso”. Y sucede, de este modo, que “las condiciones de trabajo se acumulan ante el obrero como poderes sociales, y de esta suerte están capitalizadas.” [79] La difusión, a comienzos de la década de 1960, de El capital, Libro 1, Capítulo VI, inédito y sobre todo, de los Grundrisse [80] abrió el camino para una nueva concepción de la alienación, diferente respecto a la que hasta entonces había sido hegemónica en la sociología y la psicología, cuya comprensión se dirigía a su superación práctica, o sea a la acción política de los movimientos sociales, partidos y sindicatos para cambiar las condiciones de trabajo y de vida de la clase obrera. La publicación de lo que (luego de la aparición en la década de 1930 de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844) podría ser considerada como la “segunda generación” de los escritos de Marx sobre la alienación, proporcionaba no sólo una base teórica coherente para una nueva época de estudios sobre la alienación, sino sobre todo una plataforma ideológica anticapitalista para el extraordinario movimiento político y social que comenzaba a estallar en el mundo en ese período. Con la difusión de El capital y de sus manuscritos preparatorios, la teoría de la alienación salió de los papeles de los filósofos y las aulas universitarias, para irrumpir, a través de las luchas obreras, en las plazas y convertirse en una crítica social.

VIII. El fetichismo de la mercancía y la desalienación
Una de las mejores descripciones de la alienación realizada por Marx es la que se encuentra contenida en la célebre sección de El capital titulada “el carácter fetichista de la mercancía y su secreto”. En su interior pone en evidencia que, en la sociedad capitalista, los seres humanos son dominados por los productos que han creado y viven en un mundo en el cual las relaciones recíprocas aparecen, “no como relaciones directamente sociales entre las personas mismas, (…) sino por el contrario como relaciones propias de cosas y relaciones sociales entre las cosas”: [81]

Lo misterioso de la forma mercantil consiste (…) en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos, existente al margen de los productores. Es por medio de este quid pro quo como los productos del trabajo se convierten en mercancías, en cosas sensorialmente suprasensibles o sociales. (…) Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquellos. De ahí que para hallar una analogía pertinente debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto llamo el fetichismo que se adhiere a los productos de trabajo no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil. [82]

De esta definición emergen las características particulares que trazan una clara línea divisoria entre la concepción de la alienación en Marx y la de la mayoría de los autores que hemos estado examinando en este ensayo. El fetichismo, en realidad, no fue concebido por Marx como una problemática individual; siempre fue considerado un fenómeno social. No como una manifestación del alma, sino como un poder real, una dominación concreta, que se realiza en la economía de mercado, a continuación de la transformación del objeto en sujeto. Por este motivo, Marx no limitó el análisis de la alienación al malestar de los seres humanos individuales, sino que analizó los procesos sociales que estaban en su base, y en primer lugar, la actividad productiva. Además, el fetichismo en Marx se manifiesta en una realidad histórica específica de la producción, la del trabajo asalariado; no está ligado a la relación entre la cosa en general y el ser humano, sino a la relación entre éste y un tipo determinado de objetividad: la mercancía.

En la sociedad burguesa, la propiedad y las relaciones humanas se transforman en propiedad y relaciones entre las cosas. Esta teoría de lo que, después de la formulación de Lukács se lo designó como reificación, ilustraba este fenómeno desde el punto de vista de las relaciones humanas, mientras que el concepto de fetichismo lo trataba en relación a las mercancías. A diferencia de los reclamos de quienes han negado la presencia de reflexiones sobre la alienación en la obra madura de Marx, la misma no fue sustituida por el fetichismo de la mercancía, porque éste representa sólo un aspecto particular de ella. [83]

El progreso teórico que realizó Marx respecto a la concepción de la alienación desde los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 hasta El capital no consiste, sin embargo, solamente en su descripción más precisa, sino también en una diferente y más acabada elaboración de las medidas consideradas necesarias para su superación. Si en 1844 había considerado que los seres humanos eliminarían la alienación mediante la abolición de la producción privada y la división del trabajo, en El capital y en sus manuscritos preparatorios, el camino indicado para construir una sociedad libre de la alienación se convirtió en algo mucho más complicado. Marx consideraba que el capitalismo era un sistema en el que los trabajadores estaban subyugados por el capital y sus condiciones, pero también estaba convencido del hecho que eso había creado las bases para una sociedad más avanzada, y que la humanidad podría proseguir el camino del desarrollo social generalizando los beneficios producidos por este nuevo modo de producción. Según Marx, un sistema que producía una enorme acumulación de riqueza para pocos y expoliaciones y explotación para la masa general de los trabajadores debía ser reemplazado por “una asociación de hombres libres, que trabajen con medios de producción colectivos y empleen, conscientemente, sus muchas fuerzas de trabajo individuales como una fuerza de trabajo social.” [84] Este distinto tipo de producción se diferenciaría del que está basado en el trabajo asalariado porque pondría sus factores determinantes bajo el dominio colectivo, asumiendo un carácter inmediatamente general y transformando el trabajo en una verdadera actividad social. Es una concepción de la sociedad en las antípodas de la bellum omnium contra omnes de Thomas Hobbes. Y su creación no es un proceso meramente político, sino que implicaría necesariamente la transformación radical de la esfera de la producción. Como Marx escribió en los manuscritos que luego se convertirían en El capital. Crítica de la economía política. Tomo III:

La libertad, en este terreno, sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego; que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. [85]

Esta producción de carácter social, junto con los progresos científico tecnológicos y científicos y la consiguiente reducción de la jornada laboral, crea la posibilidad para el nacimiento de una nueva formación social, en la que el trabajo coercitivo y alienado, impuesto por el capital y sometido a sus leyes es progresivamente reemplazado por una actividad consciente y creativa no impuesta por la necesidad, y en la que las relaciones sociales plenas toman el lugar del intercambio indiferente y accidental en función de la mercancía y el dinero. [86] Ya no será más el reino de la libertad para el capital, sino el reino de la auténtica libertad humana.

Traducción: Francisco T. Sobrino

Referencias
1. Histoire et conscience de clase, trad. Kostas Axelos y Jacqueline Bois, Paris: Minuit, 1960.
2. Georg Lukács, Historia y conciencia de clase, México: Grijalbo, 1969, xxv.
3. Isaak Illich Rubin, Ensayos sobre la teoría del valor de Marx, Buenos Aires: Pasado y Presente, 1974, 53.
4. Ibíd., 76.
5. Ibíd., 108.
6. En realidad, Marx ya había usado el concepto de alienación antes de haber escrito dichos Manuscritos. En un texto publicado en el Deutsch-Französische Jahrbücher (febrero de 1844) escribió: “Una vez desenmascarada la forma sagrada que representaba la autoalienación del hombre, la primera tarea de la filosofía que se ponga al servicio de la historia, es desenmascarar esa autoalienación bajo sus formas profanas. La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política.” Karl Marx, “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Introducción”, en Karl Marx, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Buenos Aires: Ediciones Nuevas, 1965, 11.
7. En los escritos de Marx se halla el término Entfremdung tanto como Entäusserung. En Hegel estos términos tenían diferentes significados, pero Marx los utiliza como si fueran sinónimos. Ver Marcella D’Abbiero, Alienazione in Hegel. Usi e significati de Entäusserung, Entfremdung, Verüsserung, Roma: Edizioni Dell’Ateneo, 1970, 25-7.
8. Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, 106-7.
9. Ibíd., 110.
10. Ibíd., 114. Para una explicación de la cuádruple tipología de la alienación en Marx, ver Bertell Ollman, Alienation, Nueva York: Cambridge University Press, 1971, 136-52.
11. Karl Marx, ibíd., 118-9.
12. Karl Marx, “Excerpts From James Mill’s Elements of Political Economy, en Early Writings, 278.
13. Martín Heidegger, Ser y tiempo, www.philosophia.cl/ Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. En el prólogo de 1967 a su reeditado libro Historia y conciencia de clase, Lukács observó que en Heidegger la alienación se convertía en un concepto políticamente inocuo, que “sublimaba una crítica de la sociedad en un problema puramente filosófico” (Lukács, xxiv). Heidegger también trató de distorsionar el significado del concepto de la alienación de Marx. En su Carta sobre el humanismo (1946), elogió a Marx porque en él la “alienación alcanza una dimensión esencial de la historia” (Martín Heidegger, “Letter on Humanism”, en Basic Writings, Londres: Routledge, 1993, 243), lo cual es una afirmación falsa porque no está presente en ninguno de los escritos de Marx.
14. Herbert Marcuse, “Acerca de los fundamentos filosóficos del concepto científico-económico del trabajo”, en Ética de la revolución, Madrid: Taurus, 1970, 35.
15. Ibíd., 22.
16. Ibíd., 35.
17. Ibíd.
18. Ibíd., 18-19.
19. Herbert Marcuse, Eros y civilización, Buenos Aires: Ariel, 1985, 54.
20. Ibíd., 55. Georges Friedmann opinaba igual, y sostenía en The Anatomy of Work (New York: Glencoe Press, 1964) que la superación de la alienación sólo era posible luego de la liberación del trabajo.
21. Marcuse, Eros y civilización, 151.
22. Ibíd., 149.
23. Ibíd., 190.
24. Ibíd., 149. Cf. la evocación de “una ‘razón libidinal’ que no sólo sea compatible sino que inclusive promueva el progreso hacia formas más altas de libertad civilizada” (186). Sobre este tema cfr. El magistral libro de Harry Braverman, Lavoro e capitale monopolístico, Einaudi, Torino 1978, en el cual el autor sigue los principios de “la visión marxista que no combate a la ciencia y la tecnología en cuanto tales, sino solo al modo en el cual son reducidas a instrumentos de dominio, con la creación, el mantenimiento y la profundización de un abismo entre las clases sociales” (ivi, pág. 6).
25. Max Horkheimer, Theodor W. Adorno, Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires: Sudamericana, 1944, 147.
26. Ver Sigmund Freud, Civilisation and its Discontents, Nueva York: Norton, 1962, 62 (La civilización y sus descontentos).
27. Erich Fromm, The Sane Society, Nueva York: Fawcett, 1965, 111.
28. Erich Fromm, El concepto del hombre en Marx, México DF: F.C.E., 1978, 67. Esta incomprensión del carácter específico del trabajo alienado aparece en sus textos sobre la alienación en la década de 1960. En un ensayo publicado en 1965 dijo: “Para entender plenamente el fenómeno de la alienación (…) hay que examinar su relación con el narcisismo, la depresión, el fanatismo y la idolatría.” “La aplicación del psicoanálisis humanista a la teoría de Marx”, en Erich Fromm, ed., Humanismo socialista, Buenos Aires: Paidós, 1966, 266.
29. Ver Alexandre Kojève, Lectures on the Phenomenology of Spirit, Ithaca: Cornell University Press, 1980.
30. Cfr. Jean-Paul Sartre, La náusea, México DF: Ed.Época, s/f; y Albert Camus, El extranjero, http://www.ciudadseva.com/textos/novela/fra/camus/el_extranjero.htm .
31. Jean Hyppolite, Studies on Marx and Hegel, Nueva York/Londres: Basic Books, 1969, 88.
32. Cf. István Mészáros, Marx’s Theory of Alienation, Londres: Merlin Press, 1970, 241 ff.
33. Hannah Arendt, La condición humana, Buenos Aires: Paidós, 2009, 282-3.
34. Ibíd., 350.
35. Los directores del Instituto de Marxismo-Leninismo en Berlín hasta se las ingeniaron para excluir a los Manuscritos de 1844 de los tomos numerados de los canónicos Marx-Engels Werke, relegándolos a un tomo complementario con un tiraje más pequeño.
36. Adam Schaff, Alienation as a Social Phenomenon, Oxford: Pergamon Press, 1980, 21.
37. Cf. Daniel Bell, “The Rediscovery of Alienation: Some notes along the quest for the historical Marx”, Journal of Philosophy, vol. LVI, 24 (noviembre 1959), 933-52, que concluye: “leer este concepto como el tema central de Marx sólo es aumentar más el mito.” (935).
38. Henri Lefebvre, Obras, T. I. Crítica de la vida cotidiana, Buenos Aires: Peña Lillo, 1967, 236
39. Lucien Goldmann, Recherches dialectiques, Paris: Gallimard, 1959, 101.
40. De este modo, Richard Schacht (Alienation, Garden City: Doubleday, 1970) señaló que “casi no hay ni un aspecto de la vida contemporánea que no haya sido discutido en relación con la ‘alienación’ (lix), mientras Peter C. Ludz (“Alienation as a Concept in the Social Sciences”, reimpreso en Félix Geyer y David Schweitzer, eds., Theories of Alienation, Leiden: Martinus Nijhoff, 1976), comentaban que la “popularidad del concepto sirve para incrementar la ambigüedad terminológica existente.”(3).
41. Cf. David Schweitzer, “Alienation, De-alienation, and Change: A critical overview of current perspectives in Philosophy and the social sciences”, en Giora Shoham, ed., Alienation and Anomie Revisited, Tel Aviv: Ramot, 1982, para quien “el significado mismo de alienación frecuentemente está diluido hasta el punto de una virtual falta de sentido.” (57).
42. Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Rosario: Kolectivo Editorial “Último Recurso”, 2007, 43.
43. Ibíd., 28.
44. Ibíd., 34.
45. Ibíd., 37.
46. Ibíd., 33.
47. Ibíd., 39.
48. Jean Baudrillard, La sociedad de consumo, Madrid: Siglo XXI, 2009, 244-5.
49. Ibíd., 250-1.
50. Ibíd., 251.
51. Ver por ejemplo John Clark, “Measuring alienation within a social system”, American Sociological Review, vol. 24, N° 6 (diciembre 1959), 849-52.
52. Ver Schweitzer, “Alienation, De-alientation, and Change” (nota 40), 36-7.
53. Un buen ejemplo de esta posición es “The Inevitability of Alienation”, de Walter Kaufman, que era su introducción al libro citado previamente, Alienation de Schacht. Para Kaufman, “la vida sin alienación casi no merece ser vivida; lo que importa es incrementar la capacidad de los hombres para hacer frente a la alienación (lvi).
54. Schacht, Alienation, 155.
55. Seymour Melman, Decision-making and Productivity, Oxford: Basil Blackwell, 1958, 18, 165-6.
56. Entre las preguntas formuladas por el autor a una muestra de sujetos considerados como inclinados a la “orientación alienada”, aparecían las siguientes preguntas: “¿le gusta ver la televisión? ¿Qué piensa del nuevo modelo de los automóviles americanos? ¿Lee Reader’s Digest? (…) ¿Participa de buen grado en actividades religiosas? ¿Le interesan los deportes nacionales (fútbol, béisbol)? (“A Measure of Alienación”, American Sociological Review, vol. 22, N° 6 (diciembre 1957), (675). Nettler está convencido de que una respuesta negativa a tales preguntas constituye una prueba de alienación; y en otra parte agregaba: “que debe haber pocas dudas sobre el hecho de que esta encuesta [y sus preguntas] mide una dimensión de la alienación de nuestra sociedad.”
57. Ibíd., 674. Para demostrar su opinión, Nettler señaló que “a la pregunta, ‘¿le gustaría vivir bajo una forma de gobierno diferente a la actual?’, todos han respondido en una forma posibilista y ninguno con rechazo abierto” (674). También llegó a afirmar en la conclusión de su ensayo “que la alienación [era] correlativa con la creatividad. Se formula como hipótesis que los científicos y los artistas (…) son individuos alienados (…) que la alienación está relacionada con el altruismo [y] que su enajenación conduce al comportamiento criminal” (676-7).
58. Melvin Seeman, “On the Meaning of Alienation”, American Sociological Review, vol. 24 N° 6 (diciembre 1959), 783-91. En 1972 agregó a la lista un sexto tipo: “la alienación cultural”. (Ver Melvin Seeman, “Alienation and Engagement” en Angus Campbell y Philip E. Converse, eds., The Human Meaning of Social Change, Nueva York: Russell Sage, 1972, 467-527).
59. Robert Blauner, Alienation and Freedom, Chicago: University of Chicago Press, 1964, 15.
60. Ibíd., 3.
61. Cf. Walter R. Heinz, eds., “Changes in the Methodology of Alienation Research”, en Felix Geyer y Walter R. Heinz, eds., Alienation, Society and the Individual, New Brunswick/Londres: Transaction, 1992, 217.
62. Ver Felix Geyer y David Schweitzer, “Introduction”, en idem, eds., Theories of Alienation (nota 39), xxi-xxii, y Felix Geyer, “A General Systems Approach to Psychiatric and Sociological De-alienation”, en Giora Shoham, ed. (nota 40), 141.
63. Ver Geyer y Schweitzer, “Introduction”, xx-xxi.
64. David Schweitzer, “Fetishization of Alienation: Unpacking a Problem of Science, Knowledge, and Reified Practices in the Workplace”, in Felix Geyer, ed., Alienation, Ethnicity, and Postmodernism, Westport/Londres: Greenwood Press, 1996,23.
65. Cf. John Horton, “The Dehumanization of Anomie and Alienation: a problem in the ideology of sociology”, The British Journal of Sociology, vol. XV, N° 4 (1964), 283-300, y David Schweitzer, “Fetishization of Alienation”, 23.
66. Ver Horton, “Dehumanization”. Esta tesis la defiende orgullosamente Irving Louis Horowitz en “The Strange Career of Alienation: how a concept is transformed without permission of its founders”, en Felix Geyer, ed. (note 63), 17-19. Según Horowitz, “la alienación ahora es parte de la tradición en las ciencias sociales, en vez de una protesta social. Este cambio surgió cuando tuvimos una mayor comprensión de que los términos como estar alienado están tan cargados de valor como estar integrado. El concepto de alienación entonces “fue envuelto con conceptos de la condición humana; (…) una fuerza positiva más que una fuerza negativa. Más que considerar a la alienación como estructurada por la “enajenación” de la naturaleza esencial de un ser humano, como resultado de un cruel conjunto de exigencias industrial-capitalistas la alienación se convierte en un derecho inalienable, una fuente de energía creativa para algunos y una expresión excentricidad personal para otros” (18).
67. Marx y Engels, La ideología alemana, (Montevideo: Pueblos Unidos, 1959, págs. 33-35.
68. Karl Marx, Trabajo asalariado y capital, Buenos Aires: Anteo, 1987, 26.
69. Ibíd., 26-7.
70. El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Revelaciones concernientes al Juicio Comunista de Colonia, y Revelaciones sobre la historia diplomática secreta del siglo XVIII.
71. Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858, Buenos Aires: Siglo XXI, 1973, 84-5.
72. Ibíd., 423.
73. Karl Marx, Libro I, Capítulo VI inédito – Resultados del proceso inmediato de producción del capital, México: Siglo XXI, 1990, 20.
74. Ibíd., 101.
75. Ibíd., 96.
76. Ibíd., 38 (subrayado en el original).
77. Ibíd., 40.
78. Ibíd., 96 (subrayado en el original).
79. Ibíd., 98.
80. Ver Marcello Musto, ed., Karl Marx’s Grundrisse: Foundations of the Critique of Political Economy 150 years Later, Londres/Nueva York: Routledge, 2008, 177-280.
81. Karl Marx, El capital Tomo I, 89.
82. Ibíd., 88-9.
83. Cf. Schaff, Alienation as a Social Phenomenon, 81.
84. El capital , Tomo I, 96.
85. Karl Marx, El capital, Tomo III, 1044.
86. Por razones de espacio, se dejará para un futuro estudio la consideración de la naturaleza incompleta y parcialmente contradictoria del esbozo de Marx de una sociedad no alienada.

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Communism

I.  Critical Theories of the Early Socialists
In the wake of the French Revolution, numerous theories began to circulate in Europe that sought both to respond to demands for social justice unanswered by the French Revolution and to correct the dramatic economic imbalances brought about by the spread of the industrial revolution.

The democratic gains following the capture of the Bastille delivered a decisive blow to the aristocracy, but they left almost unchanged the inequality of wealth between the popular and the dominant classes. The decline of the monarchy and the establishment of the republic were not sufficient to reduce poverty in France.

This was the context in which the ‘critical-utopian’ theories of socialism,1 as Marx and Engels defined them in the Manifesto of the Communist Party (1848), rose to prominence. They considered them ‘utopian’2 for two reasons: first, their exponents, in different ways, opposed the existing social order and furnished theories containing what they believed to be ‘the most valuable elements for the enlightenment of the working class’;3 and, second, they claimed that an alternative form of social organization could be achieved simply through the theoretical identification of new ideas and principles, rather than through the concrete struggle of the working class. According to Marx and Engels, their socialist predecessors had believed that

historical action [had] to yield to their personal inventive action, historically created conditions of emancipation to fantastic ones, and the gradual spontaneous class organization of the proletariat to an organization of society specially contrived by these inventors. Future history resolve[d] itself, in their eyes, into the propaganda and the practical carrying out of their social plans.4

In the most widely read political text in human history, Marx and Engels also took issue with many other forms of socialism both past and present, grouping them under the headings of ‘feudal’, ‘petty-bourgeois’, ‘bourgeois’ or – in disparagement of its ‘philosophical phraseology’ – ‘German’ socialism.5 In general, these theories could be related to one another either in terms of an aspiration to ‘restore the old means of production and exchange, and with them the old property relations and the old society’, or in terms of an attempt to ‘cramp the modern means of production and exchange within the framework of the old property relations’ from which they had broken. For this reason, Marx saw in these conceptions a form of socialism that was both ‘reactionary and utopian’.6

The term ‘utopian’, as opposed to ‘scientific’ socialism, has often been used in a misleading and intentionally disparaging way. In fact, the ‘utopian socialists’ contested the social organization of the age in which they lived, contributing through their writings and actions to the critique of existing economic relations.7 Marx had considerable respect for his precursors:8 he stressed the huge gap separating Saint-Simon (1760-1825) from his cruder interpreters;9 and, whilst he regarded some of Charles Fourier’s (1771-1858) ideas as extravagant ‘humorous sketches’,10 he saw ‘great merit’ in the realization that the transformative aim for labour was to overcome not only the existing mode of distribution but also the ‘mode of production’.11 In Owen’s theories he saw many elements that were worthy of interest and anticipated the future. In Wages, Price and Profit (1865) he noted that already at the beginning of the nineteenth century, in Observations on the Effect of the Manufacturing System (1815), Owen had ‘proclaimed a general limitation of the working day as the first preparatory step to the emancipation of the working class’.12 He had also argued, like no one else, in favour of cooperative production.

Nevertheless, while recognizing the positive influence of Saint-Simon, Fourier and Owen on the nascent workers’ movement, Marx’s overall assessment of their ideas was negative. He thought that they hoped to solve the social problems of the age with unrealizable fantasies, and he criticized them heavily for spending much of their time on the irrelevant theoretical exercise of building ‘castles in the air’.13

Marx did not take exception only to proposals that he considered wrong or impractical. Above all, he opposed the idea that social change could come about through a priori meta-historical models inspired by dogmatic precepts. The moralism of the early socialists also came in for criticism.14 In his ‘Conspectus on Bakunin’s Statism and Anarchy’ (1874-75), he reproached ‘utopian socialism’  with seeking ‘to foist new illusions onto the people instead of confining its scientific investigations to the social movement created by the people itself’.15 In his view, the conditions for revolution could not be imported from outside.

II.  Equality, Theoretical Systems and Future Society: Errors of the Precursors
After 1789, many theorists contended with one another in outlining a new and more just social order, over and above the fundamental political changes that had come with the end of the Ancien Regime. One of the commonest positions assumed that all the ills of society would cease as soon as a system of government based on absolute equality among all its components had been established.

This idea of a primordial, and in many respects dictatorial, communism was the guiding principle of the Conspiracy of Equals that developed in 1796 to subvert the ruling French Directorate. In the Manifesto of the Equals (1795), Sylvain Maréchal (1750-1803) argued that ‘since all have the same faculties and the same wants’, there should be  ‘the same education [and] the same nourishment’ for all. ‘Why,’ he asked, ‘ should not the like portion and the same quality of food suffice for each according to their wants?’16 The leading figure in the conspiracy of 1796, François-Noël Babeuf (1760-1797), held that application of ‘the great principle of equality’ would greatly extend the ‘circle of humanity’ so that ‘frontiers, customs barriers and evil governments’ would ‘gradually disappear’.17

The vision of a society based on strict economic equality re-emerged in French communist writing in the period after the Revolution of July 1830. In The Voyage to Icaria (1840), a political manifesto written in the form of a novel, Étienne Cabet (1788-1856) depicted a model community in which there would no longer be ‘property, money, or buying and selling’, and human beings would be ‘equal in everything’.18 In this ‘second promised land’,19 the law would regulate almost every aspect of life: ‘every house [would have] four floors’20 and ‘everyone [would be] dressed in the same way’.21

Relations of strict equality are also prefigured in the work of Théodore Dézamy (1808-1871). In the Community Code (1842), he speaks of a world ‘divided into communes, as equal, regular and united as possible’, in which there would be ‘a single kitchen’ and ‘one common dormitory’ for all children. The whole citizenry would live as ‘a family in one single household’.22

Similar views to those circulating in France also took root in Germany. In Humanity As It Is and As It Should Be (1838), Wilhelm Weitling (1808-1871) foresaw that the elimination of private property would automatically put an end to egoism, which he simplistically regarded as the main cause of all social problems. In his eyes, ‘the community of goods’ would be ‘the means to the redemption of humanity, transforming the earth into paradise’ and immediately bringing about ‘enormous abundance’.23

All the thinkers who projected such visions fell into the same dual error: they took it for granted that the adoption of a new social model based on strict equality could be the solution for all the problems of society; and they convinced themselves, in defiance of all economic laws, that all that was necessary to achieve it was the imposition of certain measures from on high, whose effects would not later be altered by the course of the economy.

Alongside this naive egalitarian ideology, based on an assurance that all social disparities among human beings could be eliminated with ease, was another conviction equally widespread amongst the early socialists: many believed that it was sufficient to theoretically devise a better system of social organization in order to change the world. Numerous reform projects were therefore elaborated in minute detail, setting out their authors’ theses for the restructuring of society. The priority, in their eyes, was to find the correct formulation, which, once discovered, citizens would then willingly accept as a matter of common sense and gradually implement in reality.

Saint-Simon was one of those who clung to this conviction. In 1819 he wrote in the periodical L’Organisateur (The Organizer): ‘The old system will cease to operate when ideas about how to replace existing institutions with others […] have been sufficiently clarified, pooled and harmonized, and when they have been approved by public opinion.’24 However, Saint-Simon’s views about the society of the future are surprising, and disarming, in their vagueness. In the unfinished New Christianity (1824) he stated that the ‘political disease of the age’ – which caused ‘suffering to all workers useful to society’ and allowed ‘sovereigns to absorb a large part of the wages of the poor’ – depended on the ‘feeling of egoism’. Since this had become ‘dominant in all classes and all individuals’,25 he looked ahead to the birth of a new social organization based on a single guiding principle: ‘all men must behave with one another as brothers’.26

Fourier declared that human existence was grounded upon universal laws, which, once activated, would guarantee joy and delight all over the earth. In his Theory of the Four Movements (1808), he set out what he unhesitatingly called the most ‘important discovery [among] all the scientific work done since the human race began’.27 Fourier opposed advocates of the ‘commercial system’ and maintained that society would be free only when all its components had returned to expressing their passions.28 The main error of the political regime of his age was the repression of human nature.29

Alongside radical egalitarianism and a quest for the best possible social model, a final element common to many early socialists was their dedication to promoting the birth of small alternative communities. For those who organized them, the liberation of these communes from the economic inequalities existing at the time would provide a decisive impetus for the spread of socialist principles and make it easier to argue in their favour.

In The New Industrial and Societal World (1829), Fourier envisaged a novel community structure in which villages would be ‘replaced with industrial phalanges of roughly 1800 persons each’30 Individuals would live in phalansteries, that is, in large buildings with communal areas where they could enjoy all the services they needed. According to the method invented by Fourier, human beings would ‘flutter from pleasure to pleasure and avoid excesses’; they would have brief spells of employment, ‘two hours at the most’, so that each would be able to exercise ‘seven to eight attractive kinds of work in the course of the day’.31

The search for better ways of organizing society also spurred on Owen, who, over the course of his life, founded important experiments in workers’ cooperation. First at New Lanark, Scotland from 1800 to 1825, then at New Harmony in the United States from 1826 to 1828, he tried to demonstrate in actual practice how to realize a more just social order.   In The Book of the New Moral World (1836-1844), however, Owen proposed the division of society into eight classes, the last of which ‘will consist of those from forty to sixty years complete’, who would have the ‘final decision’. What he envisaged, rather naively, was that in this gerontocratic system everyone would be able and willing to assume their due role in the governance of society ‘without contest, his fair, full share of the government of society’.32

In 1849 Cabet, too, founded a colony in the United States, at Nauvoo, Illinois, but his authoritarianism gave rise to numerous internal conflicts. In the laws of the ‘Icarian Constitution’, he proposed as a condition for the birth of community that, ‘in order to increase all the prospects of success’, he should be appointed ‘sole and absolute Director for a period of ten years, with the power to run it on the basis of his doctrine and ideas’.33

The experiments of the early socialists – whether the lovingly devised phalansteries or the sporadic cooperatives or the eccentric communist colonies – proved so inadequate that their implementation on a wider scale could not be seriously contemplated. They involved a derisory number of workers and often very limited participation of the collective in policy decisions. Moreover, many of the revolutionaries (non-English ones, in particular) who devoted their efforts to building such communities did not understand the fundamental changes in production that were taking place in their age. Many of the early socialists failed to see the connection between the development of capitalism and the potential for social progress for the working class. Such progress depended on the workers’ capacity to appropriate the wealth they generated in the new mode of production.34

III. Where and why Marx wrote about communism
Marx set himself a completely different task from that of previous socialists; his absolute priority was to ‘reveal the economic law of motion of modern society’.35 His aim was to develop a comprehensive critique of the capitalist mode of production, which would serve the proletariat, the principal revolutionary subject, in the overthrow of the existing social-economic system.

Moreover, having no wish to inculcate a new religion, Marx refrained from promoting an idea which he considered theoretically pointless and politically counter-productive: a universal model of communist society. For this reason, in the ‘Postface to the Second Edition’ (1873) of Capital, Volume I (1867), he made it clear that he had no interest in ‘writing recipes for the cook-shops of the future’.36 He also outlined what he meant by this well-known assertion in the ‘Marginal Notes on Wagner’ (1879-80), where, in response to criticism from the German economist Adolph Wagner (1835-1917), he categorically stated that he had ‘never established a ‘socialist system’’.37

Marx made similar declarations in his political writings. In The Civil War in France (1871), he wrote of the Paris Commune, the first seizure of power by the subaltern classes: ‘The working class did not expect miracles from the Commune. They have no ready-made utopias to introduce by a decree of the people.’ Rather, the emancipation of the proletariat had ‘to pass through long struggles, through a series of historic processes, transforming circumstances and men’. The point was not to ‘realize ideals’ but ‘to set free elements of the new society with which old collapsing bourgeois society itself is pregnant’.38

Finally, Marx said much the same in his correspondence with leaders of the European workers’ movement. In 1881, for instance, when Ferdinand Domela Nieuwenhuis (1846-1919), the leading representative of the Social-Democratic League in the Netherlands, asked him what measures a revolutionary government would have to take after assuming power in order to establish a socialist society, Marx replied that he had always regarded such questions as ‘fallacious’ arguing instead that ‘what is to be done … at any particular moment depends, of course, wholly and entirely on the actual historical circumstances in which action is to be taken.’ He contended that it was impossible ‘to solve an equation that does not comprise within its terms the elements of its solution’; ‘a doctrinaire and of necessity fantastic anticipation of a future revolution’s programme of action only serves to distract from the present struggle.’39

Nevertheless, contrary to what many commentators have wrongly claimed, Marx did develop, in both published and unpublished form, a number of discussions about communist society which appear in three kinds of text. First, there are those in which Marx criticized ideas that he regarded as theoretically mistaken and liable to mislead socialists of his time. Some parts of the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 and The German Ideology; the chapter on ‘Socialist and Communist Literature’ in the Manifesto of the Communist Party; the criticisms of Pierre-Joseph Proudhon in the Grundrisse, the Urtext and the Contribution to the Critique of Political Economy; the texts of the early 1870s directed against anarchism; and the theses critical of Ferdinand Lassalle (1825-1864) in the Critique of the Gotha Programme (1875) belong to this category.

To these should be added the critical remarks on Proudhon, Lassalle and the anarchist component of the International Working Men’s Association scattered throughout Marx’s vast correspondence.
The second kind of text is the militant writings and political propaganda written for working-class organizations. In these, Marx tried to provide more concrete indications about the society for which they were fighting and the instruments necessary to construct it.  This group comprises the Manifesto of the Communist Party, the resolutions, reports and addresses for the International Working Men’s Association – including Value, Price and Profit and The Civil War in France – and various journalistic articles, public lectures, speeches, letters to militants, and other short documents such as the Minimum Programme of the French Workers’ Party.

The third and final group of texts, which are centered around capitalism, contain Marx’s lengthiest and most detailed discussions of the features of communist society. Important chapters of Capital and the numerous preparatory manuscripts, particularly the highly valuable Grundrisse, contain some of his most salient ideas on socialism. It was precisely his critical observations on aspects of the existing mode of production that prompted reflections on communist society, and it is no accident that in some cases successive pages of his work alternate between these two themes.40

A close study of Marx’s discussions of communism allow us to distinguish his own conception from that of twentieth-century regimes who, while claiming to act in his name, perpetrated a series of crimes and atrocities. In this way, it is possible to relocate the Marxian political project within the horizon that corresponds to it: the struggle for the emancipation of what Saint-Simon called ‘the poorest and most numerous class’.41

Marx’s notes on communism should not be thought of as a model to be adhered to dogmatically,42 still less as solutions to be indiscriminately applied in diverse times and places. Yet these sketches constitute a priceless theoretical treasure, still useful today for the critique of capitalism.

IV. The limits of the initial formulations
Contrary to the claims made by a certain type of Marxist-Leninist propaganda, Marx’s theories were the result not of some innate wisdom but of a long process of conceptual and political refinement. Intense study of economics and many other disciplines, together with observation of actual historical events, particularly the Paris Commune, was extremely important for the development of his thoughts on communist society.

Some of Marx’s early writings – many of which he never completed or published – are often surprisingly regarded as syntheses of his most significant ideas,43 but in fact they display all the limits of his initial conception of post-capitalist society.

In the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, Marx wrote of these matters in highly abstract terms, since he had not yet been able to expand his economic studies and had had little political experience at the time. At some points, he described ‘communism’ as the ‘negation of the negation’, as a ‘moment of the Hegelian dialectic’: ‘the positive expression of the annulled private property’.44 At others, however, inspired by Ludwig Feuerbach (1804-1872), he wrote that:

communism, as fully developed naturalism, equals humanism, and as fully developed humanism equals naturalism; it is the genuine resolution of the conflict between man and nature and between man and man — the true resolution of the strife between existence and essence, between objectification and self-confirmation, between freedom and necessity, between the individual and the species.45
Various passages in the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 were influenced by the theological matrix of Georg Wilhelm Friedrich Hegel’s (1770-1831) philosophy of history: for example, the argument that ‘the entire movement of history [had been] communism’s actual act of genesis’; or that communism was ‘the riddle of history solved’, which ‘knew itself to be this solution’.46

Similarly, The German Ideology, which Marx wrote with Engels and was intended to include texts by other authors,47 contains a famous quotation that has sown great confusion among exegetes of Marx’s work. On one unfinished page we read that whereas in capitalist society, with its division of labour, every human being ‘has a particular, exclusive sphere of activity’, in communist society:

society regulates the general production and thus makes it possible for me to do one thing today and another tomorrow, to hunt in the morning, fish in the afternoon, rear cattle in the evening, criticize after dinner, just as I have a mind, without ever becoming hunter, fisherman, shepherd or critic.48

Many authors, both Marxist and anti-Marxist, have ingenuously believed that this was the main feature of communist society for Marx – a view they could hold because of their relative unfamiliarity with Capital and various important political texts. Despite the plethora of analysis and discussion regarding the manuscript of 1845-46, they did not realize that this passage was a reformulation of an old – and rather well-known – idea of Charles Fourier’s,49 which was taken up by Engels but rejected by Marx.50

Despite these evident limitations, The German Ideology represented indubitable progress over the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844. Whereas the latter was informed by the idealism of the Hegelian Left – the group of which he had been part until 1842 – and lacked any concrete political discussion, the former now maintained that ‘it is possible to achieve real liberation only in the real world and by real means’. Communism, therefore, should not be regarded as ‘a state of affairs to be established, an ideal to which reality will have to adjust itself, [but as] the real movement which abolishes the present state of things’.51

In The German Ideology, Marx also drew a first sketch of the economy of future society. Whereas previous revolutions had produced only ‘a new distribution of labour to other persons’,52

Communism differs from all previous movements in that it overturns the basis of all earlier relations of production and intercourse, and for the first time consciously treats all naturally evolved premises as the creations of hitherto existing men, strips them of their natural character and subjugates them to the power of the united individuals. Its organization is therefore essentially economic, the material production of the conditions of this unity.53

Marx also stated that ‘empirically, communism is only possible as the act of the dominant peoples “all at once” and simultaneously’. In his view, this presupposed both ‘the universal development of productive forces’ and ‘the world intercourse bound up with them’.54 Furthermore, Marx confronted for the first time a fundamental political theme that he would take up again in the future: the advent of communism as the end of class tyranny. For the revolution would ‘abolish the rule of all classes with the classes themselves, because it is carried through by the class which no longer counts as a class in society, which is not recognized as a class, and is in itself the expression of the dissolution of all classes, nationalities’.55

Marx continued, together with Engels, to develop his reflections on post-capitalist society in the Manifesto of the Communist Party. In this text, which, in its profound analysis of the changes effected by capitalism, towered above the rough and ready socialist literature of the time, the most interesting points on communism concern property relations. Marx observed that their radical transformation was ‘not at all a distinctive feature of communism’, since other new modes of production in history had also brought that about. For Marx, in opposition to all the propaganda claims that communists would prevent personal appropriation of the fruits of labour, the ‘distinguishing feature of communism’ was ‘not the abolition of property generally, but the abolition of bourgeois property’,56 of ‘the power to appropriate the products of society […] to subjugate the labour of others’.57 In his eyes, the ‘theory of the communists’ could be summed up in one sentence: ‘the abolition of private property’.58

In the Manifesto of the Communist Party, Marx also proposed a list of ten preliminary benchmarks to be achieved in the most advanced economies following the conquest of power. They included ‘abolition of property in land and application of all rents of land to public purposes’;59 the centralization of credit in the hands of the state, by means of a national bank […]; the centralization of the means of communication and transport in the hands of the state […]; free education for all children in public schools’, but also ‘abolition of all right of inheritance’, a Saint-Simonian measure that Marx later firmly rejected.60

As in the case of the manuscripts written between 1844 and 1846, it would be a mistake to regard the measures listed in the Manifesto of the Communist Party – drafted when Marx was just thirty – as his finished vision of post-capitalist society.61 The complete maturation of his thought would require many more years of study and political experiences.

V.  Communism as Free Association
In Capital, Volume I, Marx argued that capitalism was a ‘historically determined’62 social mode of production in which the labour product was transformed into a commodity, with the result that individuals had value only as producers, and human existence was subjugated to the act of the ‘production of commodities’.63 Hence ‘the process of production’ had ‘mastery over man, instead of being controlled by him’.64 Capital ‘care[d] nothing for the length of life of labour power’ and attached no importance to improvements in the living conditions of the proletariat. Capital ‘attains this objective by shortening the life of labour-power, in the same way as a greedy farmer snatches more produce from the soil by robbing it of its fertility.”65

In the Grundrisse, Marx recalled that in capitalism, ‘since the aim of labour is not a particular product [with a relation] to the particular needs of the individual, but money […], the industriousness of the individual has no limits’.66 In such a society, ‘the whole time of an individual is posited as labour time, and he is consequently degraded to a mere labourer, subsumed under labour.’67 Bourgeois ideology, however, presents this as if the individual enjoys greater freedom and is protected by impartial legal norms capable of guaranteeing justice and equity. Paradoxically, despite the fact that the economy has developed to such a level that it can allow the whole society to live in better conditions than before, ‘the most developed machinery now compels the labourer to work for a longer time than the savage does, or than the labourer himself did when he was using the simplest, crudest implements’.68

By contrast, Marx’s vision of communism was of ‘an association of free individuals [ein Verein freier Menschen], working with the means of production held in common, and expending their many different forms of labour-power in full self-awareness as one single social labour force.’69 Similar definitions are present in many of Marx’s writings. In the Grundrisse, he wrote that postcapitalist society would be based upon ‘collective production [gemeinschaftliche Produktion]’.70

In the Economic Manuscripts of 1863-1867, he spoke of the ‘passage from the capitalist mode of production to the mode of production of associated labour [Produktionsweise der assoziierten Arbeit]’.71 And in the Critique of the Gotha Programme, he defined the social organization ‘based on common ownership of the means of production’ as ‘cooperative society [genossenschaftliche Gesellschaft]’.72
In Capital, Volume I, Marx explained that the ‘ruling principle’ of this ‘higher form of society’ would be ‘the full and free development of every individual’.73 In The Civil War in France, he expressed his approval of the measures taken by the Communards, which ‘betoken[ed] the tendency of a government of the people by the people’.74

To be more precise, in his evaluation of the political reforms of the Paris Commune, he asserted that ‘the old centralized Government would in the provinces, too, have to give way to the self-government of the producers’.75 The expression recurs in the ‘Conspectus of Bakunin’s Statism and Anarchy’, where he maintained that radical social change would ‘start with self-government of the communities’.76 Marx’s idea of society, therefore, is the antithesis of the totalitarian systems that emerged in his name in the twentieth century. His writings are useful for an understanding not only of how capitalism works but also of the failure of socialist experiences until today.

In referring to so-called free competition, or the seemingly equal positions of workers and capitalists on the market in bourgeois society, Marx stated that the reality was totally different from the human freedom exalted by apologists of capitalism. The system posed a huge obstacle to democracy, and he showed better than anyone else that the workers did not receive an equivalent for what they produced.77 In the Grundrisse, he explained that what was presented as an ‘exchange of equivalents’ was, in fact, appropriation of the workers’ ‘labour time without exchange’; the relationship of exchange ‘completely disappeared’, or it became a ‘mere semblance’.78

Relations between persons were ‘actuated only by self-interest’. This ‘clash of individuals’ had been passed off as the ‘the absolute form of existence of free individuality in the sphere of production and exchange’. But for Marx ‘nothing could be further from the truth’, since ‘in free competition, it is capital that is set free, not the individuals’.79 In the Economic Manuscripts of 1863-1867, he denounced the fact that ‘surplus labour is initially pocketed, in the name of society, by the capitalist’ – the surplus labour that is ‘the basis of society’s free time’ and, by virtue of this, the ‘material basis of its whole development and of civilization in general’.80 And in Capital, Volume I, he showed that the wealth of the bourgeoisie was possible only ‘by converting the whole lifetime of the masses into labour time’.81

In the Grundrisse, Marx observed that in capitalism ‘individuals are subsumed under social production’, which ‘exists outside them as their fate’.82 This happens only through the attribution of exchange-value conferred on the products, whose buying and selling takes place post festum.83 Furthermore, ‘all social powers of production’ – including scientific discoveries, which appear as ‘alien and external’ to the worker84 – are posited by capital. The very association of the workers, at the places and in the act of production, is ‘operated by capital’ and is therefore ‘only formal’.

Use of the goods created by the workers ‘is not mediated by exchange between mutually independent labours or products of labour’, but rather ‘by the circumstances of social production within which the individual carries on his activity’.85 Marx explained how productive activity in the factory ‘concerns only the product of labour, not labour itself’,86 since it is ‘confined to a common place of work under the direction of overseers, regimentation, greater discipline, consistency, and a posited dependence on capital in production itself’.87

In communist society, by contrast, production would be ‘directly social’, ‘the offspring of association distributing labour within itself’. It would be managed by individuals as their ‘common wealth’.88 The ‘social character of production’ (gesellschaftliche Charakter der Produktion) would ‘from the outset make the product into a communal, general one’; its associative character would be ‘presupposed’ and ‘the labour of the individual […]  from the outset taken as social labour’.89 As Marx stressed in the Critique of the Gotha Programme, in postcapitalist society ‘individual labour no longer exists in an indirect fashion but directly as a component part of the total labour.’90 In addition, the workers would be able to create the conditions for the eventual disappearance of ‘the enslaving subordination of the individual to the division of labour’.91

In Capital, Volume I, Marx emphasized that in bourgeois society ‘the worker exists for the process of production, and not the process of production for the worker’.92 Moreover, in parallel to exploitation of the workers, there developed exploitation of the environment. In contrast to interpretations that reduce Marx’s conception of communist society to the mere development of productive forces, he displayed great interest in what we would now call the ecological question.93 He repeatedly denounced the fact that ‘all profess in capitalist agriculture is a progress in the art, not only of robbing the worker but of robbing the soil’ . This threatens both of ‘the original sources of all wealth – the soil and the worker’.94

In communism, the conditions would be created for a form of ‘planned cooperation’ through which the worker ‘strips off the fetters of his individuality and develops the capabilities of his species’.95 In Capital, Volume II, Marx pointed out that society would then be in a position to ‘reckon in advance how much labour, means of production and means of subsistence it can spend, without dislocation’, unlike in capitalism ‘where any kind of social rationality asserts itself only post festum’ and  ‘major disturbances can and must occur constantly’.96 In some passages of Capital, Volume III, too, Marx clarified differences between a socialist mode of production and a market-based one, foreseeing the birth of a society ‘organized as a conscious association’.97 ‘It is only where production is under the actual, predetermining control of society that the latter establishes a relation between the volume of social labour time applied in producing definite articles, and the volume of the social want to be satisfied by these articles’.98

Finally, in his marginal notes on Adolf Wagner’s Treatise on Political Economy, Marx makes it clear that in communist society ‘the sphere [volume] of production’ will have to be ‘rationally regulated’.99 This will also make it possible to eliminate the waste due to the ‘anarchical system of competition’, which, through its recurrent structural crises, not only involves the ‘most outrageous squandering of labour power and the social means of production’100 but is incapable of solving the contradictions stemming essentially from the ‘capitalist use of machinery’.101

VI. Common ownership and free time
Contrary to the view of many of Marx’s socialist contemporaries, a redistribution of consumption goods was not sufficient to reverse this state of affairs. A root-and-branch change in the productive assets of society was necessary. Thus, in the Grundrisse Marx noted that ‘to leave wage labour and at the same time to abolish capital [was] a self-contradictory and self-negating demand’.102 What was required was ‘dissolution of the mode of production and form of society based upon exchange value’.103 In the address published under the title Value, Price and Profit, he called on workers to ‘inscribe on their banner’ not ‘the conservative motto: ‘A fair day’s wage for a fair day’s work!’ [but] the revolutionary watchword: ‘Abolition of the wages system!’’104

Furthermore, the Critique of the Gotha Programme made the point that in the capitalist mode of production ‘the material conditions of production are in the hands of non-workers in the form of capital and land ownership, while the masses are only owners of the personal condition of production, of labour power’.105 Therefore, it was essential to overturn the property relations at the base of the bourgeois mode of production. In the Grundrisse, Marx recalled that ‘the laws of private property – liberty, equality, property – property in one’s own labour and the ability to freely dispose of it – are inverted into the propertylessness of the worker and the alienation of his labour, his relation to it as alien property and vice versa’.106

And in 1869, in a report of the General Council of the International Working Men’s Association, he asserted that ‘private property in the means of production’ served to give the bourgeois class ‘the power to live without labour upon other people’s labour’.107 He repeated this point in another short political text, the Preamble to the Programme of the French Workers’ Party, adding that ‘the producers cannot be free unless they are in possession of the means of production’ and that the goal of the proletarian struggle must be ‘the return of all the means of production to collective ownership’.108

In Capital, Volume III, Marx observed that when the workers had established a communist mode of production ‘private property of the earth by single individuals [would] appear just as absurd as private property of one human being by another’. He directed his most radical critique against the destructive possession inherent in capitalism, insisting that ‘even an entire society, a nation, or even all simultaneously existing societies taken together, are not the owners of the earth’. For Marx, human beings were ‘only its possessors, its usufructuaries, and they have to bequeath it [the planet] in an improved state to succeeding generations, like good heads of the household [boni patres familias]’.109

A different kind of ownership of the means of production would also radically change the life-time of society. In Capital, Volume I, Marx unfolded with complete clarity the reasons why in capitalism ‘the shortening of the working day is […] by no means what is aimed at, in capitalist production, when labour is economized by increasing its productivity’.110 The time that the progress of science and technology makes available for individuals is in reality immediately converted into surplus value. The only aim of the dominant class is the ‘shortening of the labour-time necessary for the production of a definite quantity of commodities’. Its only purpose in developing the productive forces is the ‘shortening of that part of the working day in which the worker must work for himself, and the lengthening […] the other part […] in which he is free to work for nothing for the capitalist’.111 This system differs from slavery or the corvées due to the feudal lord, since ‘surplus labour and necessary labour are mingled together’112 and make the reality of exploitation harder to perceive.

In the Grundrisse, Marx showed that ‘free time for the few’ is possible only because of this surplus labour time of the many.113 The bourgeoisie secures growth of its material and cultural capabilities only thanks to the limitation of those of the proletariat. The same happens in the most advanced capitalist countries, to the detriment of those on the periphery of the system. In the Manuscripts of 1861-1863, Marx emphasized that the ‘free development’ of the dominant class is ‘based on the restriction of development’ among the working class’; ‘the surplus labour of the workers’ is the ‘natural basis of the social development of the other section’. The surplus labour time of the workers is not only the pillar supporting the ‘material conditions of life’ for the bourgeoisie; it also creates the conditions for its ‘free time, the sphere of [its] development’.

Marx could not have put it better: ‘the free time of one section corresponds to the time in thrall to labour of the other section.’114 Communist society, by contrast, would be characterized by a general reduction in labour time. In the ‘Instructions for the Delegates of the Provisional General Council’, composed in August 1866, Marx wrote in forthright terms: ‘A preliminary condition, without which all further attempts at improvement and emancipation must prove abortive, is the limitation of the working day.’ It was needed not only ‘to restore the health and physical energies of the working class’ but also ‘to secure them the possibility of intellectual development, sociable intercourse, social and political action’.115

Similarly, in Capital, Volume I, while noting that workers’ ‘time for education, for intellectual development, for the fulfilling of social functions, for social intercourse, for the free play of the vital forces of his body and his mind ’ counted as pure  ‘foolishness’ in the eyes of the capitalist class,116 Marx implied that these would be the basic elements of the new society. As he put it in the Grundrisse, a reduction in the hours devoted to labour – and not only labour to create surplus value for the capitalist class – would favour ‘the artistic, scientific, etc., development of individuals, made possible by the time thus set free and the means produced for all of them’.117

On the basis of these convictions, Marx identified the ‘economy of time [and] the planned distribution of labour time over the various branches of production’ as ‘the first economic law [of] communal production’.118 In Theories of Surplus Value (1862-63) he made it even clearer that ‘real wealth’ was nothing other than ‘disposable time’. In communist society, workers’ self-management would ensure that ‘a greater quantity of time’ was ‘not absorbed in direct productive labour but […] available for enjoyment, for leisure, thus giving scope for free activity and development’.119

In this text, so too in the Grundrisse, Marx quoted a short anonymous pamphlet entitled The Source and Remedy of the National Difficulties, Deduced from Principles of Political Economy, in a Letter to Lord John Russell (1821), whose definition of well-being he fully shared: that is, ‘A nation is truly rich if the working day is six hours rather than twelve. Wealth is not command over surplus labour time’ (real wealth) ‘but disposable time, in addition to that employed in immediate production, for every individual and for the whole society.’120 Elsewhere in the Grundrisse he asks rhetorically: ‘What is wealth if not the universality of the individual’s needs, capacities, enjoyments, productive forces? […] What is it if not the absolute unfolding of man’s creative abilities?’121 It is evident, then, that the socialist model in Marx’s mind did not involve a state of generalized poverty, but rather the attainment of greater collective wealth.

VII. Role of the state, individual rights and freedoms
In communist society, along with transformative changes in the economy, the role of the state and the function of politics would also have to be redefined. In The Civil War in France, Marx was at pains to explain that, after the conquest of power, the working class would have to fight to ‘uproot the economical foundations upon which rests the existence of classes, and therefore of class rule.’ Once ‘labour was emancipated, every man would become a working man, and productive labour [would] cease to be a class attribute.’122

The well-known statement that ‘the working class cannot simply lay hold of the ready-made state machinery and wield it for its own purposes’ was meant to signify, as Marx and Engels clarified in the booklet Fictitious Splits in the International, that ‘the functions of government [should] become simple administrative functions’.123 And in a concise formulation in his Conspectus on Bakunin’s Statism and Anarchy, Marx insisted that ‘the distribution of general functions [should] become a routine matter which entails no domination’.124 This would, as far as possible, avoid the danger that the exercise of political duties generated new dynamics of domination and subjugation.

Marx believed that, with the development of modern society, ‘state power [had] assumed more and more the character of the national power of capital over labour, of a public force organized for social enslavement, of an engine of class despotism’.125 In communism, by contrast, the workers would have to prevent the state from becoming an obstacle to full emancipation. It would be necessary to ‘amputate’ ‘the merely repressive organs of the old governmental power, [to wrest] its legitimate functions from an authority usurping pre-eminence over society itself, and restore [them] to the responsible agents of society’.126 In the Critique of the Gotha Programme, Marx observed that ‘freedom consists in converting the state from an organ superimposed upon society into one completely subordinate to it’, and shrewdly added that ‘forms of state are more free or less free to the extent that they restrict the ‘freedom of the state’’.127

In the same text, Marx underlined the demand that, in communist society, public policies should prioritize the ‘collective satisfaction of needs’. Spending on schools, healthcare and other common goods would ‘grow considerably in comparison with present-day society and grow in proportion as the new society develop[ed]’.128 Education would assume front-rank importance and – as he had pointed out in The Civil War in France, referring to the model adopted by the Communards in 1871 – ‘all the educational institutions [would be] opened to the people gratuitously and […] cleared of all interference of Church and State’. Only in this way would culture be ‘made accessible to all’ and ‘science itself freed from the fetters which class prejudice and governmental force had imposed upon it’.129

Unlike liberal society, where ‘equal right’ leaves existing inequalities intact, in communist society ‘right would have to be unequal rather than equal’. A change in this direction would recognize, and protect, individuals on the basis of their specific needs and the greater or lesser hardship of their conditions, since ‘they would not be different individuals if they were not unequal’. Furthermore, it would be possible to determine each person’s fair share of services and the available wealth. The society that aimed to follow the principle ‘From each according to their abilities, to each according to their needs’130 had before it this intricate road fraught with difficulties. However, the final outcome was not guaranteed by some ‘magnificent progressive destiny’ (in the words of Leopardi), nor was it irreversible.

Marx attached a fundamental value to individual freedom, and his communism was radically different from the levelling of classes envisaged by his various predecessors or pursued by many of his epigones. In the Urtext, however, he pointed to the ‘folly of those socialists (especially French socialists)’ who, considering  ‘socialism to be the realization of [bourgeois] ideas, […] purport[ed] to demonstrate that exchange and exchange value, etc., were originally […] a system of the freedom and equality of all, but [later] perverted by money [and] capital’131 In the Grundrisse, he labelled it an ‘absurdity’ to regard ‘free competition as the ultimate development of human freedom’; it was tantamount to a belief that ‘the rule of the bourgeoisie is the terminal point of world history’, which he mockingly described as ‘an agreeable thought for the parvenus of the day before yesterday’.132

In the same way, Marx contested the liberal ideology according to which ‘the negation of free competition [was] equivalent to the negation of individual freedom and of social production based upon individual freedom’. In bourgeois society, the only possible ‘free development’ was ‘on the limited basis of the domination of capital’. But that ‘type of individual freedom’ was, at the same time, ‘the most sweeping abolition of all individual freedom and the complete subjugation of individuality to social conditions which assume the form of objective powers, indeed of overpowering objects […] independent of the individuals relating to one another.’133

The alternative to capitalist alienation was achievable only if the subaltern classes became aware of their condition as new slaves and embarked on a struggle to radically transform the world in which they were exploited. Their mobilization and active participation in this process could not stop, however, on the day after the conquest of power. It would have to continue, in order to avert any drift toward the kind of state socialism that Marx always opposed with the utmost tenacity and conviction.

In 1868, in a significant letter to the president of the General Association of German Workers, Marx explained that in Germany, ‘where the worker is regulated bureaucratically from childhood onwards, where he believes in authority, in those set over him, the main thing is to teach him to walk by himself.’134 He never changed this conviction throughout his life and it is not by chance that the first point of his draft of the Statutes of the International Working Men’s Association states: ‘The emancipation of the working classes must be conquered by the working classes themselves.’ And they add immediately afterwards that the struggle for working-class emancipation ‘means not a struggle for class privileges and monopolies, but for equal rights and duties’.135

Many of the political parties and regimes that developed in Marx’s name used the concept of the ‘dictatorship of the proletariat’136 in an instrumental manner, distorting his thought and moving away from the direction he had indicated. But this does not mean we are doomed to repeat the error.

Translated by Patrick Camiller

References
1. K. Marx and F. Engels, Manifesto of the Communist Party, MECW, vol. 6, p. 514.
2. This term had been used by others before Marx and Engels. See, for example, J.-A. Blanqui, History of Political Economy in Europe (New York: G. P. Putnam and Sons, 1885), pp. 520–33. M. L. Reybaud, Études sur les Réformateurs contemporains ou socialistes modernes: Saint-Simon, Charles Fourier, Robert Owen (Paris: Guillaumin, 1840), pp. 322–41, was the !rst to group these three authors under the category of
modern socialism. Reybaud’s text circulated widely and helped to spread the idea
that they were ‘the entire sum of the eccentric thinkers whose birth our age has
witnessed’, p. vi.
3. Marx and Engels, Manifesto of the Communist Party, p. 515.
4. Ibid.
5. Ibid, pp. 507–13.
6. Ibid, p. 510.
7. V. Geoghegan, Utopianism and Marxism (Berne: Peter Lang, 2008), pp. 23–38, where it is shown that the ‘utopian socialists saw themselves as social scientists’, p. 23. The Marxist- Leninist orthodoxy, for its part, employed the epithet ‘utopian’ in a purely derogatory sense. Cf. the interesting criticism, partly directed at Marx himself, in G. Claeys, ‘Early Socialism in Intellectual History’, History of European Ideas 40 (7): (2014), which !nds in
the de!nitions of ‘science’ and ‘scienti!c socialism’ an example of ‘epistemological authoritarianism’, p. 896.
8. See E. Hobsbawm, ‘Marx, Engels and Pre-Marxian Socialism’, in: E. Hobsbawm (ed.), The History of Marxism. Volume One: Marxism in Marx’s Day (Bloomington: Indiana University Press, 1982), pp. 1–28.
9. K. Marx and F. Engels, The German Ideology, MECW, vol. 5, pp. 493–510. Engels, who held Saint-Simon in high regard, in Socialism: Utopian and Scienti!c went so far as to assert that ‘almost all the ideas of later Socialists that are not strictly economic are found in him in embryo’, MECW, vol. 25, p. 292.
10. K. Marx, Capital, volume I (London: Penguin, 1976), p. 403.
11. K. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. Second Instalment’, MECW, vol. 29, p. 97.
12. K. Marx, Value, Price and Pro!t, MECW, vol. 20, p. 110.
13. Marx and Engels, Manifesto of the Communist Party, p. 516.
14. See D. Webb, Marx, Marxism and Utopia (Aldershot: Ashgate, 2000), p. 30.
15. K. Marx, ‘Conspectus on Bakunin’s Statism and Anarchy’, MECW, vol. 24, p. 520.
16. S. Maréchal, ‘Manifesto of the Equals or Equalitarians’, in: P. Buonarroti (ed.), Buonarroti’s History of Babeuf’s Conspiracy for Equality (London: H. Hetherington, 1836), p. 316.
17. F.-N. Babeuf, ‘Gracchus Babeuf à Charles Germain’, in: C. Mazauric (ed.), Babeuf Textes Choisis (Paris: Éditions Sociales, 1965), p. 192.
18. É. Cabet, Travels in Icaria (Syracuse, NY: Syracuse University Press, 2003), p. 81.
19. Ibid, p. 4.
20. Ibid, p. 54.
21. Ibid, p. 49.
22. T. Dézamy, ‘Laws of the Community’, in: P. E. Cocoran (ed.), Before Marx: Socialism and Communism in France, 1830–48 (London: The MacMillan Press Ltd, 1983), pp. 188–96.
23. W. Weitling, Die Menschheit, wie sie ist und wie sie sein sollte (Bern: Jenni, 1845), p. 50.
24. C. H. Saint-Simon, ‘L’Organisateur: prospectus de l’auteur’, in: C. H. de Saint-Simon, OEuvres complètes, vol. III (Paris: Presses Universitaires de France, 2012), p. 2115.
25. C. H. Saint-Simon, ‘Le nouveau christianisme’, in: C. H. de Saint-Simon, OEuvres complètes, vol. IV (Paris: Presses Universitaires de France, 2012), p. 3222.
26. Ibid, p. 3216.
27. C. Fourier, The Theory of the Four Movements (Cambridge: Cambridge University Press, 1996), p. 4.
28. Ibid, pp. 13–14.
29. This is the exact opposite of the theory developed by Sigmund Freud, who, in ‘Civilization and Its Discontents’, in: S. Freud (ed.), Complete Psychological Works, vol.21 (London: Hogarth Press, 1964), pp. 59–148, argued that a non-repressive organization of society would involve a dangerous regression from the level of civilization attained within human relations.
30. C. Fourier, Le nouveau monde industriel et sociétaire, in C. Fourier, OEuvres complètes, vol. VI (Paris: Éditions Anthropos, 1845), p. 15.
31. Ibid, pp. 67–69.
32. R. Owen, The Book of the New Moral World (New York: G. Vale, 1845), p. 185.
33. É. Cabet, Colonie icarienne aux États-Unis d’Amérique: sa constitution, ses lois, sa situation matérielle et morale après le premier semestre 1855 (New York: Burt Franklin, 1971), p. 43.
34. According to R. Rosdolsky in The Making of Marx’s ‘Capital’ (London: Pluto Press, 1977), the Romantic socialists, unlike Marx, ‘were totally incapable of grasping the “course of modern history”, i.e., the necessity and historical progressiveness of the bourgeois social order which they criticized, and con!n[ed] themselves to moralistic rejection of it instead’, p. 422.
35. K. Marx, Capital, volume I (London: Penguin, 1976), p. 92.
36. Ibid, p. 99. Marx made this point in reply to a review of his work in Positive Philosophy (La Philosophie Positive), in which the Comtean sociologist Eugène de Roberty (1843–1915) had criticized him for not having indicated the ‘necessary conditions for a healthy production and just distribution of wealth’, see K. Marx, Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie. Erster Band, Hamburg 1872, MEGA!, vol. II/6, pp. 1622–3. A partial translation of de Roberty’s review is contained in S. Moore, Marx on the Choice between Socialism and Communism (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1980), pp. 84–7, although
Moore wrongly claimed that the purpose of Capital was ‘to !nd in the present the basis for predicting the future’, p. 86.
37. K. Marx, ‘Marx’s Notes (1879–80) on Wagner’, in T. Carver (ed.), Texts on Method (Oxford: Basil Blackwell, 1975), pp. 182–3.
38. K. Marx, The Civil War in France, MECW, vol. 22, p. 335.
39. K. Marx to F. Domela Nieuwenhuis, 22 February 1881, MECW, vol. 46, p. 66. The vast correspondence with Engels is the best evidence of his consistency in this regard. In the course of forty years of collaboration, the two friends exchanged views on every imaginable topic, but Marx did not spend the least time discussing how the society of the future should be organized.
40. Rosdolsky argued in The Making of Marx’s ‘Capital’ that, while it is true that Marx rejected the idea of the ‘construction of completed socialist systems’, this does not mean that Marx and Engels developed ‘no conception of the socialist economic and social order (a view often attributed to them by opportunists), or that they simply left the entire matter to [their] grandchildren . . . On the contrary, such conceptions played a part in Marx’s theoretical system . . . We therefore constantly encounter discussions and remarks in Capital, and the works preparatory to it, which are concerned with the problems of a socialist society’, pp. 413–14.
41. C.H. Saint-Simon and B.-P. Enfantin, ‘Religion Saint-Simonienne: Procès’, in:C. deSaint Simon and B.-P. Enfantin,Oeuvres de Saint-Simon&D’Enfantin, vol.XLVII (Paris: Leroux, 1878), p. 378. In other parts of theirwork, the two French proto-socialists use the expression ‘the poorest and most laborious class’. See, for example, idem, ‘Notre politique est religieuse’, ibid, vol. XLV, p. 28.
42. An example of this genre is the anthology K. Marx, F. Engels, and V. Lenin, On Communist Society (Moscow: Progress, 1974), which presents the texts of the three authors as if they constituted a homogenous opus of the Holy Trinity of communism. As in many other collections of this type, Marx’s presence is altogether marginal: even if his name appears on the cover, as the supreme guarantor of the faith of ‘scienti!c socialism’, the actual extracts from his writings (19 pages out of 157) are considerably shorter than those of Engels and Lenin (1870–1924). All we !nd here of Marx the theorist of communist society comes from the Manifesto of the Communist Party and the Critique of the Gotha Programme, plus a mere half-page from The Holy Family and a few lines on the dictatorship of the proletariat from the letter of 5 March 1852 to Joseph Weydemeyer (1818–1866). The picture is the same in the diffuse anthology edited by the Finnish communist O. W. Kuusinen, Fundamentals of Marxism-Leninism: Manual, second rev. (Moscow: Foreign Languages Publishing House, 1963). In part 5, on ‘Socialism and Communism’, Marx is quoted only eleven times, compared with twelve references to the
work ofNikita Khrushchev (1894–1971) and the documents of the Communist Party of the Soviet Union and !fty quotations from the works of Lenin.
43. See R. Aron, Marxismes imaginaires. D’une sainte famille à l’autre (Paris: Gallimard, 1970) which pokes fun at the ‘Parisian para-Marxists’, p. 210, who ‘subordinated Capital to the early writings, especially the economic-philosophical manuscripts of 1844, the obscurity, incompleteness and contradictions of which fascinated the reader’, p. 177. In his view, these authors failed to understand that ‘if Marx had not had the ambition and hope to ground the advent of communism with scienti!c rigour, he would not have needed to work for thirty years on Capital (without managing to complete it). A few pages and a few weeks would have suf!ced’, p. 210. See also, M. Musto, ‘The Myth of the “Young Marx” in the Interpretations of the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844’, Critique, 43 (2) (2015), pp. 233–60. For a description of the fragmentary character of the Economic and Philosophic Manuscripts of 1844 and the incompleteness of the theses contained in them, see M. Musto, Another Marx: Early Manuscripts to the International (London:Bloomsbury, 2018), pp. 42–45.
44. K. Marx, Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, MECW, vol. 3, p. 294. D. Bensaid, ‘Politiques de Marx’, in: K. Marx and F. Engels (eds), Inventer l’inconnu, textes et correspondances autour de la Commune (Paris: La Fabrique, 2008) af!rmed that in its initial phase ‘Marx’s communism is philosophical’, p. 42.
45. Marx, Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, p. 296.
46. Ibid, p. 297.
47. On the complex character of these manuscripts and details of their composition and paternity, see the recent edition K. Marx and F. Engels, Manuskripte und Drucke zur Deutschen Ideologie (1845–1847), MEGA!, vol. I/5. Some seventeen manuscripts are printed there in their fragmentary form as abandoned by the authors, without the semblance of a completed book. For a critical review, prior to publication of MEGA!, vol. I/5, of this much-awaited edition – and in favour of the greatest !delity to the originals – see T. Carver and D. Blank, A Political History of the Editions of Marx and Engels’s ‘German Ideology Manuscripts’ (New York: Palgrave Macmillan, 2014), p. 142.
48. Marx and Engels, The German Ideology, p. 47. The words written by Marx are indicated in italic.
49. See Fourier, Le nouveau monde industriel et sociétaire.
50. The only words that belong to Marx – ‘criticize after dinner’, ‘critical critics’, and ‘orcritic’ – actually express his disagreement with the romantic, utopian-inclined views of Engels. We owe the rediscovery and accessible presentation of this important detail to the rigorous philological labours of Wataru Hiromatsu (1933–1994), the editor of the twovolume work with German and Japanese apparatus criticus: W. Hiromatsu (ed.), Die deutsche Ideologie (Tokyo: Kawade Shobo-Shinsha, 1974). Two decades later, T. Carver wrote that this study made it possible to know ‘which words were written in Engels’ hand, which in Marx’s, which insertion can be assigned to each author, and which deletions’, The PostmodernMarx (Pennsylvania: Pennsylvania State University Press, 1998) p. 104. Cf. the more recent Carver and Blank, A Political History of the Editions of Marx and Engels’s ‘German IdeologyManuscripts’, pp. 139–40.Marx was referring sarcastically to the positions of other Young Hegelians he had derided and sharply combatted in a book published a few months earlier, The Holy Family, or Critique of Critical Criticism: Against Bruno Bauer and Company. According to Carver, The Postmodern Marx, ‘the famous passage on communist society from The German Ideology cannot now be read as one continuous train of thought agreed jointly between two authors’. In the few words he contributed, Marx was ‘sharply rebuking Engels for straying, perhaps momentarily, from the serious work of undercutting the phantasies of Utopian socialists’, ibid, p. 106. Still, Marx’s marginal insertions were integrated seamlessly into Engels’s initial text by early twentieth-century editors, thereby becoming the canonical description of how human beings would live in communist society ‘according to Marx’.
51. Marx and Engels, The German Ideology, pp. 38, 49.
52. Ibid, p. 52.
53. Ibid, p. 81.
54. Ibid, p. 49.
55. Ibid, p. 52.
56. Marx and Engels, Manifesto of the Communist Party, p. 498.
57. Ibid, p. 500.
58. Ibid, p. 498.
59. Ibid, p. 505. The English translation that Samuel Moore (1838–1911) produced in 1888 in cooperation with Engels, and which is the basis for theMECWedition, renders the German Staatsausgaben [state expenditure] as the less statist, more generic ‘spending for public purposes’.
60. In the International Working Men’s Association, this provision was supported by M. Bakunin (1814–1876) and opposed by Marx. See ‘Part 6: On Inheritance’, in: M. Musto (ed.), Workers Unite! The International 150 Years Later (New York: Bloomsbury, 2014), pp. 159–68.
61. Their ‘practical application’ – as the preface to the German edition of 1872 reminded readers – ‘will depend . . . everywhere and at all times on the obtaining historical conditions, and, for that reason, no special stress is laid on the revolutionary measures proposed at the end of Section II’. By the early 1870s, the Manifesto of the Communist Party had become a ‘historical document’, which its authors felt they no longer had ‘any right to alter’, in Marx and Engels, Manifesto of the Communist Party, p. 175.
62. Marx, Capital, volume I, p. 169.
63. Ibid, p. 172.
64. Ibid, p. 175.
65. Ibid, p. 376.
66. K. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. First Instalment’, MECW, vol. 28., p. 157.
67. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. Second Instalment’, p. 94.
68. Ibid.
69. Marx, Capital, volume I, p. 171, translation modi!ed.
70. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. First Instalment’,p. 96.
71. K. Marx, Ökonomische Manuskripte 1863–1867, MEGA2, vol. II/4.2, p. 662. Cf. P. Chattopadhyay, Marx’s Associated Mode of Production (New York: Palgrave, 2016),esp. pp. 59–65 and 157–61.
72. K. Marx, Critique of the Gotha Programme, MECW, vol. 24, p. 85.
73. Marx, Capital, volume I, p. 739.
74. Marx, The Civil War in France, p. 339.
75. Ibid, p. 332.
76. Marx, ‘Conspectus of Bakunin’s Statism and Anarchy’, vol. 24, p. 519.
77. On these questions, see E. M. Wood, Democracy against Capitalism (Cambridge: Cambridge University Press, 1995), esp. pp. 1–48.
78. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. First Instalment’, p. 386.
79. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. Second Instalment’, p. 38.
80. K. Marx, Economic Manuscript of 1861–1863, MECW, vol. 30, p. 196.
81. Marx, Capital, volume I, p. 667.
82. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. First Instalment’,p. 96.
83. Ibid, p. 108.
84. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. Second Instalment’,p. 84.
85. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. First Instalment’,p. 109.
86. Ibid, p. 505.
87. Ibid, pp. 506–07.
88. Ibid, pp. 95–96.
89. Ibid, p. 108.
90. Marx, Critique of the Gotha Programme, p. 85.
91. Ibid, p. 87.
92. Marx, Capital, volume I, p. 621.
93. An extensive new literature has sprung up in the past twenty years on this aspect of Marx’s thought. One of the most recent contributions is K. Saito, Karl Marx’s Ecosocialism: Capital, Nature, and the Un!nished Critique of Political Economy (New York: Monthly Review Press, 2017), esp. pp. 217–55.
94. Marx, Capital, volume I, p. 638.
95. Ibid, p. 447.
96. K. Marx, Capital, volume II (London: Penguin, 1978), p. 390.
97. K. Marx, Capital, volume III (London: Penguin, 1981), p. 799.
98. Ibid, p. 186. See B. Ollman (ed.), Market Socialism: The Debate among Socialists(London: Routledge, 1998).
99. Marx, ‘Marx’s Notes on Wagner’, p. 188.
100. Marx, Capital, volume I, p. 667.
101. Ibid, p. 562.
102. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. First Instalment’, p. 235.
103. Ibid, p. 195. According to P. Mattick, Marx and Keynes (Boston: Extending Horizons Books, 1969) p. 363: ‘For Marx, the law of value “regulates” market capitalism but no other form of social production.’ Therefore, he held that ‘socialism was, !rst of all, the end of value production and thus also the end of the capitalist relations of production’, p. 362.
104. Marx, Value, Price and Pro!t, p. 149.
105. Marx, Critique of the Gotha Programme, p. 88.
106. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. Second Instalment’,p. 88.
107. K. Marx, ‘Report of the General Council on the Right of Inheritance’, MECW, vol.21, p. 65.
108. K. Marx, ‘Preamble to the Programme of the French Workers’ Party’, MECW, vol. 24,p. 340.
109. Marx, Capital, volume III, p. 911.
110. Marx, Capital, volume I, p. 437.
111. Ibid, p. 438.
112. Ibid, p. 346.
113. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. Second Instalment’,p. 93.
114. Marx, Economic Manuscript of 1861–1863, pp. 192, 191.
115. K. Marx, ‘Instructions for the Delegates of the Provisional General Council. The Different Questions’, MECW, vol. 20, p. 187.
116. Marx, Capital, volume I, p. 375.
117. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. Second Instalment’, p. 91.
118. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. First Instalment’, p. 109.
119. Marx, Economic Manuscript of 1861–1863, p. 390.
120. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. Second Instalment’, p. 92.
121. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. First Instalment’, p. 411.
122. Marx, The Civil War in France, pp. 334–5.
123. K. Marx and F. Engels, ‘Fictitious Splits in the International’, MECW, vol. 23, p. 121.
124. Marx, ‘Conspectus on Bakunin’s Book Statehood and Anarchy’, p. 519.
125. Marx, The Civil War in France, p. 329.
126. Ibid, pp. 332–3.
127. Marx, Critique of the Gotha Programme, p. 94.
128. Ibid, p. 85.
129. Marx, The Civil War in France, p. 332.
130. Marx, Critique of the Gotha Programme, p. 87.
131. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. First Instalment’, p. 180.
132. Marx, ‘Outlines of the Critique of Political Economy [Grundrisse]. Second Instalment’, p. 40.
133. Ibid.
134. ‘K. Marx to J. B. von Schweitzer, 13 October 1868’, MECW, vol. 43, p. 134.
135. K. Marx, ‘Provisional Rules of the Association’, MECW, vol. 20, p. 14.
136. H. Draper has shown that Marx used the term only seven times, mostly in a radically different sense from the one falsely attributed to him by many of his interpreters or by those who have claimed to be continuing the tradition of his thought. See Karl Marx’s Theory of Revolution. Volume 3: The Dictatorship of the Proletariat (New York: Monthly Review Press, 1986), pp. 385–6.

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Marx y la función dialéctica del capitalismo

La importancia del desarrollo del capitalismo
La convicción de que la expansión del modo de producción capitalista era un prerrequisito básico para el advenimiento de la sociedad comunista está presente a lo largo de toda la obra de Marx. En una de sus primeras conferencias públicas, que dio en la Asociación de Trabajadores Alemanes de Bruselas y que incluyó en un manuscrito preparatorio titulado «Salario» (1847), Marx hablaba de «un aspecto positivo del capital, de la industria a gran escala, de la libre competencia, del mercado mundial». A los trabajadores que habían ido a escucharlo, les dijo:

No necesito explicarles en detalle cómo, sin estas relaciones de producción y sin que los medios de producción ⸻los medios materiales para la emancipación del proletariado y la cimentación de una nueva sociedad⸻ hubiesen sido creados, el proletariado tampoco hubiera logrado la unificación ni el desarrollo a través de los cuales es realmente capaz de revolucionar la vieja sociedad y de revolucionarse a sí mismo. (Marx [1847] 2010: 436)

En el Manifiesto del Partido Comunista, argumentó junto con Engels, que los intentos revolucionarios efectuados por la clase trabajadora durante la crisis final de la sociedad feudal habían sido condenados al fracaso, «debido al estado no-desarrollado, del proletariado de aquel entonces, así como a la ausencia de condiciones materiales para su emancipación […] que podían ser producidas únicamente por la inminente llegada de la época burguesa» (Marx and Engels [1848] 2010: 514). Sin embargo, le reconoció a dicho período más de un mérito: no solamente le había «puesto fin a todas las relaciones idílicas feudales y patriarcales» (486); sino que también «a la explotación, velada por ilusiones religiosas y políticas, le había sustituido la explotación desnuda, desvergonzada, directa y brutal» (487).

Engels y Marx no dudaron en declarar que «históricamente, la burguesía ha jugado un papel primordialmente revolucionario» (486). Al utilizar los descubrimientos geográficos y el mercado mundial naciente, le había «aportado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo en cada país» (488). Es más, en el transcurso de poco menos de un siglo, «la burguesía [había] creado fuerzas productivas más colosales y masivas que todas las generaciones precedentes juntas» (489). Esto fue posible tan pronto como hubo «sometido a todo el país al dominio de las ciudades» y hubiese redimido «a una parte considerable de la población de la idiotez de la vida rural» tan generalizada en la sociedad feudal europea (488) . Y aún más importante, la burguesía había «forjado las armas que le traerían la muerte a sí misma» y los seres humanos que las utilizarían: «la clase trabajadora moderna, los proletarios» (490); estos iban creciendo al mismo ritmo al cual se iba expandiendo la burguesía. Para Marx y Engels, «el avance de la industria cuya promotora involuntaria es la burguesía, reemplaza el aislamiento de los trabajadores, debido a la competencia, por su combinación revolucionaria, debida a la asociación» (496).

Marx desarrolló ideas similares en Las luchas de clase en Francia (1850), argumentando que únicamente el gobierno de la burguesía «arranca las raíces de la sociedad feudal y allana el terreno sobre el cual solo es posible la revolución proletaria» (Marx [1850] 2010: 56). También a comienzos de la década de 1850, cuando comentaba sobre los principales acontecimientos políticos de aquellos tiempos, teorizó adicionalmente sobre la idea de que el capitalismo era un prerrequisito necesario para el nacimiento de un nuevo tipo de sociedad. En uno de los análisis que escribió en estrecha colaboración con Engels para la Neue Rheinische Zeitung, dijo que en China

en ocho años, los bultos de género de algodón de la burguesía inglesa habían conducido al más antiguo e imperturbable reino de la tierra a la víspera de un terremoto social, el cual, en cualquier eventualidad, tendrá ciertamente las consecuencias más significativas para la civilización. (Marx and Engels [1850] 2010: 267)

Tres años después, en «Los resultados futuros del dominio inglés sobre India», afirmó: «Inglaterra tiene que cumplir una misión doble en India: una destructiva, la otra regeneradora ⸻la aniquilación de la vieja sociedad asiática y la construcción de los cimientos materiales de la sociedad occidental en Asia» (Marx [1853] 2010a: 217-218). No se hacía ilusiones en cuanto a los rasgos básicos del capitalismo, ya que estaba muy consciente de que la burguesía nunca había «realizado ningún progreso sin arrastrar individuos y gente por la sangre y el polvo, por la miseria y la degradación» (221). Pero también estaba convencido de que el comercio mundial y el desarrollo de las fuerzas productivas de los seres humanos, mediante la transformación de la producción material en la «dominación científica de los agentes naturales», estaban creando la base para una sociedad diferente: «la industria burguesa y el comercio [podrían] crear estas condiciones materiales de un mundo nuevo» (222).

Los puntos de vista de Marx acerca de la presencia inglesa en India fueron modificados pocos años después en un artículo para el New-York Tribune acerca de la rebelión de los cipayos, cuando él resueltamente se colocó del lado de aquellos que «intentaban expulsar a los conquistadores extranjeros» (Marx [1857] 2010: 341). Por otra parte, su juicio acerca del capitalismo fue reafirmado, con un filo más político, en el brillante «Discurso en el Aniversario del People’s Paper» (1856). Aquí, al recordar que hubo fuerzas industriales y científicas, sin precedente histórico alguno, que habían surgido al mundo con el capitalismo, él les dijo a los militantes presentes en el evento que «el vapor, la electricidad y la “mula de hilar” (de Crompton) automatizada son revolucionarios de una índole inclusive bastante más peligrosa que los ciudadanos Barbès, Raspail y Blanqui» (Marx [1856] 2010: 655).

En los Grundrisse, Marx repitió numerosas veces la idea de que ciertas «tendencias civilizadoras» (Marx [1857-1858]1973: 414) de la sociedad se manifestaron con el capitalismo. Mencionó la «tendencia civilizadora del comercio exterior» (256), así como la «tendencia propagandística (civilizadora)» de la «producción de capital», una propiedad «exclusiva» que nunca antes se había manifestado en «condiciones de producción más tempranas» (542). Inclusive fue tan lejos como para citar de manera apreciativa al historiador John Wade (1788-1875), quien, al reflexionar acerca de la creación de tiempo libre generado por la división del trabajo, había sugerido que «capital es tan solo otro nombre que se le da a la civilización» (585).

Sin embargo, al mismo tiempo Marx atacaba al capitalista por «usurpador» del «tiempo libre creado por los trabajadores para la sociedad» (634). En un pasaje muy cercano a las posiciones expresadas en el Manifiesto del Partido Comunista, en 1853, en las columnas del New-York Tribune, Marx escribió:

[…] la producción fundamentada en el capital crea, por una parte, industriosidad universal […y] por otra parte un sistema de explotación general de las cualidades naturales y humanas, un sistema de utilidad general […]. De este modo el capital crea la sociedad burguesa, así como la apropiación universal de la naturaleza y del vínculo social mismo por parte de los miembros de la sociedad. De allí la gran influencia civilizadora del capital; su producción de una etapa de la sociedad en comparación a la cual todas las etapas anteriores aparecen como desarrollos locales de la humanidad y como idolatría de la naturaleza. Por primera vez la naturaleza se convierte en un puro objeto para la humanidad, en una mera fuente de utilidad; deja de ser reconocida como un poder en sí misma. […] De acuerdo con esta tendencia, el capital impulsa todo hasta llegar más allá de las barreras nacionales y de los prejuicios, al igual que trasciende la adoración de la naturaleza, así como todas las satisfacciones tradicionales, confinadas, complacientes y arraigadas de las necesidades actuales, y las reproducciones de los antiguos modos de vida. Es destructivo con todo lo anterior y lo revoluciona constantemente, derrumbando todas las barreras que se interponen en el desarrollo de las fuerzas de producción, la expansión de las necesidades, el desarrollo multifacético de la producción y la explotación e intercambio de las fuerzas naturales y mentales. (Marx [1857-1858]1973: 409-410)

En la época de los Grundrisse, por consiguiente, la cuestión ecológica áun se hallaba en el trasfondo de las preocupaciones de Marx, subordinada a la cuestión del desarrollo potencial de los individuos.

Uno de los recuentos analíticos más positivos que hace Marx sobre los efectos de la producción capitalista se puede hallar en el volumen I de El capital. Aunque es mucho más consciente que en el pasado del carácter destructivo del capitalismo, su magna obra repite las seis condiciones generadas por el capital ⸻en particular su «centralización»⸻ que son los prerrequisitos fundamentales que establecen el potencial requerido para el nacimiento de la sociedad comunista. Dichas condiciones son: 1) el trabajo cooperativo; 2) la aplicación de la ciencia y la tecnología a la producción; 3) la apropiación de las fuerzas de la naturaleza por parte de la producción; 4) la creación de maquinaria de gran tamaño que tan solo pueda ser operada por los trabajadores de manera colectiva; 5) la economía de los medios de producción; y 6) la tendencia a crear el mercado mundial. Para Marx:

[…] de la mano de […] esta expropiación de numerosos capitalistas por parte de unos pocos, tienen lugar otros desarrollos en una escala cada vez mayor, tales como el crecimiento de la forma cooperativa del proceso de trabajo, la aplicación técnica consciente de la ciencia, la explotación planeada de la tierra, la transformación de los medios de trabajo en formas en las cuales ellos tan solo pueden ser utilizados en común, la economía de todos los medios de producción a través de su uso como medios de producción de trabajo combinado y socializado, el entrecruzamiento de todos los pueblos en la red del mercado mundial, y, con esto, el crecimiento del carácter internacional del régimen capitalista.(Marx [1867-1890]: 750)

Marx sabía muy bien que, con la concentración de la producción en manos de cada vez menos patronos, «la masa de miseria, opresión, esclavitud, degradación y explotación» (750) estaba aumentando para las clases trabajadoras; pero también estaba consciente de que «la cooperación de los trabajadores asalariados es promovida enteramente por el capital que los emplea» (336). Él había llegado a la conclusión de que el extraordinario crecimiento de las fuerzas productivas bajo el capitalismo ⸻un fenómeno mayor que lo ocurrido en cualquiera de los modos de producción anteriores⸻ había creado las condiciones para superar las relaciones socioeconómicas que él mismo había generado, y por ende, para avanzar hacia una sociedad socialista. Al igual que en sus consideraciones acerca del perfil económico de las sociedades no europeas, el punto central del pensamiento de Marx aquí era la progresión del capitalismo hacia su propia deposición.

En el volumen III de El capital, escribió que la «usura» tenía un «efecto revolucionario» en la medida en que contribuía a la destrucción y la disolución de

formas de propiedad que brinda[ba]n una base firme para la articulación de la vida política [medieval] y cuya reproducción constante [era] una necesidad para aquella vida». La ruina de los señores feudales y de la pequeña producción significó «centralizar las condiciones del trabajo. (Marx [1894] 2010: 591-592)

En el volumen I de El capital, Marx escribió que «el modo capitalista de producción es una condición históricamente necesaria para la transformación del proceso de trabajo en un proceso social» (Marx [1867-1890]: 340). Tal como lo veía, «el poder socialmente productivo del trabajo se desarrolla como un regalo gratuito al capital, cada vez que los trabajadores son colocados bajo ciertas condiciones, y es el capital el que los coloca bajo dichas condiciones» (338). Marx sostuvo que las circunstancias más favorables para el comunismo tan solo se podían desarrollar con la expansión del capital:

Él [el capitalista] está fanáticamente empeñado en la valorización del valor; por consiguiente, obliga despiadadamente a la raza humana a que produzca por el bien de la producción. De esa manera impulsa el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad y la creación de aquellas condiciones materiales de la producción que son las únicas que pueden formar la base real de una forma superior de sociedad, una sociedad en la cual el principio de desarrollo libre y completo de cada individuo forma el principio rector. (Marx [1867-1890]: 588)

Subsiguientes reflexiones sobre el papel que cumple el modo de producción capitalista para hacer del comunismo una posibilidad histórica real, aparecen a todo lo largo de la crítica de la economía política de Marx. Por supuesto que él había entendido claramente ⸻tal como lo escribió en los Grundrisse⸻ que, si una de las tendencias del capital consiste en «crear tiempo disponible», subsiguientemente este «lo convierte en plusvalía» (Marx [1857-1858]1973: 708). Aun así, con dicho modo de producción, el trabajo es valorizado al máximo, en tanto que «la cantidad de trabajo necesario para la producción de un determinado objeto es […] reducida a un mínimo». Para Marx ese era un punto fundamental. El cambio que incorporaba «redundaría en beneficio del trabajo emancipado» y era «la condición de su emancipación» (701). De ese modo el capital

a pesar de sí mismo, sirve de instrumento en la creación de posibilidades del tiempo social disponible, con el fin de reducir a un mínimo decreciente el tiempo de trabajo de toda la sociedad y así, liberar tiempo de cada uno para su propio desarrollo. (708)

Marx también anotó que, para formar una sociedad en la cual el desarrollo universal de los individuos fuese lograble, era «necesario por encima de todo que el pleno desarrollo de las fuerzas de producción» se hubiese convertido en «la condición de producción» (542). Por consiguiente, él afirmó que la «gran cualidad histórica» del capital es:

[…] crear este trabajo excedente, trabajo superfluo desde el punto de vista del mero valor de uso, de la mera subsistencia; y su destino histórico [Bestimmung] está cumplido tan pronto como, por un lado, ha habido tal desarrollo de las necesidades que aquél trabajo excedentario arriba mencionado y que está más allá de la necesidad, se haya convertido en una necesidad general que surge de las mismas necesidades individuales ⸻y, por el otro lado, cuando la severa disciplina productiva del capital, actuando sobre generaciones sucesivas [Geschlechter], ha desarrollado una industriosidad general que es la propiedad general de la nueva especie [Geschlecht]⸻ y, finalmente, cuando el desarrollo de los poderes productivos del trabajo, que el capital incesantemente fustiga hacia adelante con su inagotable manía de riqueza y de las únicas condiciones en las cuales dicha manía puede ser realizada, han florecido hasta alcanzar la etapa en la cual la posesión y preservación de la riqueza general requiere un menor tiempo de trabajo de la sociedad como un todo, y en donde la sociedad trabajadora se relaciona científicamente con el proceso de su reproducción progresiva, su reproducción en abundancia constantemente mayor; y por ende en la cual ha cesado el trabajo en el que un ser humano hace lo que una cosa puede hacer. […] Es por esto por lo que el capital es productivo; es decir, una relación esencial para el desarrollo de las fuerzas productivas sociales. Solo deja de serlo cuando el desarrollo de estas fuerzas productivas encuentra un límite en el capital mismo. (325)

Marx reafirmó dichas convicciones en el texto «Resultados del proceso inmediato de producción». Habiendo recapitulado previamente los límites estructurales del capitalismo, ⸻sobre todo, que es un «modo de producción en contradicción e indiferencia para con el productor»⸻ se concentra en su «lado positivo» (Marx [1867] 1976b: 1037). En comparación con el pasado, el capitalismo se presenta a sí mismo como «una forma de producción no sujeta a un nivel de necesidades planteado anticipadamente, y que por consiguiente no predetermina el curso de la producción misma» (1037). Es precisamente el crecimiento de «las fuerzas productivas sociales del trabajo» el que explica «la significancia histórica de la producción capitalista en su forma específica» (1024).

Marx, entonces, en las condiciones socioeconómicas de su tiempo, consideraba fundamental el proceso de creación de «riqueza como tal, es decir, las implacables fuerzas productivas del trabajo social, el único que puede formar la base material de una sociedad humana libre» (990). Lo que era «necesario», era «abolir la forma contradictoria de capitalismo» (1065).

El mismo tema reaparece en el volumen III de El capital, cuando Marx subraya que la elevación de «las condiciones de producción a condiciones generales, comunitarias y sociales […] es traída por el desarrollo de las fuerzas productivas bajo la producción capitalista y por la manera y la forma en la cual aquel desarrollo es logrado» (Marx [1894] 2010: 263).

A la vez que sostenía que el capitalismo era el mejor sistema que hasta entonces había existido, en términos de la capacidad de expandir al máximo las fuerzas productivas, Marx también reconoció que ⸻a pesar de la despiadada explotación de los seres humanos⸻ tenía un número creciente de elementos progresistas que le permitían a las capacidades individuales llegar a una mayor plenitud que en sociedades anteriores.

Profundamente opuesto a la máxima productivista del capitalismo, a la primacía del valor de cambio y al imperativo de la producción de plusvalía, Marx consideró la cuestión de la productividad aumentada en relación con el crecimiento de las capacidades individuales. Fue así como señaló en los Grundrisse:

No solamente cambian las condiciones objetivas en el acto de la reproducción, por ejemplo, la aldea se convierte en ciudad, el bosque en un campo despejado para el cultivo, etc., sino que los productores cambian, también, en cuanto sacan a la luz nuevas cualidades en sí mismos, se desarrollan nuevas capacidades e ideas, nuevos modos de relación, nuevas necesidades y nuevos lenguajes. (Marx [1857-1858] 1973: 494)

Este desarrollo de las fuerzas productivas, mucho más intenso y complejo, generó «el más enriquecedor desarrollo de los individuos» (541) y «la universalidad de las relaciones» (542). Para Marx:
El incesante impulso del capital hacia la forma general de riqueza empuja al trabajo más allá de los límites de su necesidad natural, y crea de ese modo los elementos materiales para el desarrollo de la rica individualidad que es multifacética, tanto en su producción como en su consumo, y cuyo trabajo, por consiguiente, ya no aparece más como trabajo sino como el pleno desarrollo de la actividad misma, en la cual ha desaparecido la necesidad natural en su forma directa; porque una necesidad creada históricamente ha tomado el lugar de la necesidad natural. (325)

En suma, para Marx la producción capitalista ciertamente produjo «la alienación del individuo tanto de sí mismo como de los demás; pero también la universalidad y la extensión comprensiva de sus relaciones y capacidades» (162). Marx enfatizó este punto varias veces.
En los Manuscritos de 1861-1863, anotó que

una mayor diversidad de producción [y] una extensión de la esfera de las necesidades sociales y de los medios de su satisfacción […] también impele el desarrollo de la capacidad productiva humana y, por ende, la activación de las disposiciones humanas en direcciones nuevas. (Marx [1861-1863] 2010a: 199)

En Teorías de la plusvalía (1862-1863), Marx dejó muy en claro que el crecimiento sin precedentes de las fuerzas productivas generado por el capitalismo no solamente tenía efectos económicos, sino que «revolucionaba todas las relaciones políticas y sociales» (Marx [1861-1863] 2010b: 344). Y en el volumen I de El capital, escribió que «el intercambio de mercancías rompe a través de todas las limitaciones individuales y locales del intercambio directo de productos [pero] allí también desarrolla toda una red de conexiones sociales de origen natural [gesellschaftlicher Naturzusammenhänge] que se halla completamente por fuera del control de los agentes humanos» (Marx [1867] 1976a: 207). Es una cuestión de producción que tiene lugar «en una forma adecuada para el pleno desarrollo de la raza humana» (638) (Marx [1867-1890] 2010: 507).

Finalmente, Marx desarrolló una visión positiva de ciertas tendencias del capitalismo relacionadas con la emancipación de las mujeres y la modernización de las relaciones en la esfera doméstica. En el importante documento político «Instructions for the Delegates of the Provisional General Council. The Different Questions» [«Instrucciones para los delegados del Consejo General Provisional. Las diferentes cuestiones»], que redactó para el primer congreso de la Asociación Internacional de Trabajadores [International Working Men’s Association] en 1866, escribió que «aunque bajo el capital esto fue distorsionado hasta convertirlo en una abominación […] el hacer que los niños y las personas jóvenes de ambos sexos cooperasen en el gran trabajo de la producción social [es] una tendencia progresista, sana y legítima» (Marx and Engels [1864-1868] 2010: 188).

Juicios similares pueden hallarse en el volumen I de El capital, donde escribió:

Por terrible y repugnante que aparezca la disolución de los antiguos lazos familiares dentro del sistema capitalista, la industria a gran escala, al asignar una parte importante en los procesos de producción organizados socialmente, por fuera de la esfera de la economía doméstica, a las mujeres, a los jóvenes y niños de ambos sexos, crea no obstante una nueva cimentación económica para una forma superior de la familia y de las relaciones entre los sexos. (Marx [1867] 1976a: 620-621; [1867-1890] 2010: 492)

Marx observó, además, que «el modo de producción capitalista completa la desintegración de la unión familiar primitiva que ataba a la manufactura con la agricultura cuando ambas se encontraban en una etapa subdesarrollada e infantil». Un resultado de ello fue una «preponderancia siempre creciente [de] la población urbana», «el motor histórico de la sociedad» que «la producción capitalista recoge y reúne en grandes centros» (637; 506).

Utilizando el método dialéctico, al cual recurrió con frecuencia en El capital y en sus manuscritos preparatorios, Marx argumentó que «los elementos para formar una nueva sociedad» estaban tomando forma a través de «la maduración [de] las condiciones materiales y la combinación social del proceso de producción» bajo el capitalismo (635; 504-505). Se estaban creando así las premisas materiales para «una nueva síntesis superior» (637; 506). Aunque la revolución nunca surgiría puramente a través de las dinámicas económicas, sino que siempre requeriría también del factor político, el advenimiento del comunismo «requiere que la sociedad posea una cimentación material, o una serie de condiciones materiales de existencia, las cuales a su vez son el producto natural y espontáneo [naturwüchsige Produkt] de un desarrollo histórico prolongado y tormentoso» (173; 90-91).

Tesis similares son presentadas en varios textos políticos cortos pero significativos; contemporáneos con o subsiguientes a la composición de El capital, lo cual confirma la continuidad del pensamiento de Marx. En Valor, precio y ganancia (1865), urgió a los trabajadores a que comprendieran que, «con todas las miserias que [el capitalismo] les impone, el presente sistema simultáneamente engendra las condiciones materiales y las formas sociales necesarias para una reconstrucción económica de la sociedad» (Marx [1865] 2010: 149).

En la «Comunicación confidencial» (1870) enviada en nombre del Consejo General de la Asociación Internacional de Trabajadores del comité de Brunswick del Partido Socialdemócrata de los Trabajadores de Alemania (SDAP), Marx sostuvo que «aunque la iniciativa revolucionaria probablemente venga de Francia, Inglaterra por sí misma puede servir como palanca para una seria revolución económica». Él lo explicó de la siguiente manera:

Es el único país en el cual ya no hay más campesinos y en donde la propiedad rural está concentrada en unas pocas manos. Es el único país en el cual la forma capitalista, ⸻es decir, el trabajo combinado en gran escala bajo amos capitalistas⸻ abarca virtualmente la totalidad de la producción. Es el único país donde la gran mayoría de la población consta de trabajadores asalariados. Es el único país en donde la lucha de clases y la organización de la clase trabajadora por parte de los sindicatos han alcanzado un cierto grado de madurez y universalidad. Es el único país en el cual, debido a su dominio en el mercado mundial, cada revolución en materia económica debe afectar de inmediato la totalidad del mundo. Si bien el latifundismo [landlordism] y el capitalismo son rasgos clásicos de Inglaterra, por otra parte, las condiciones materiales de su destrucción se encuentran más maduras aquí. (Marx [1870] 2010: 86)

En sus «Notas sobre el libro de Bakunin Estado y anarquía» [Statehood and Anarchy] las cuales contienen importantes indicaciones acerca de sus diferencias radicales con el revolucionario ruso en relación con los prerrequisitos para una sociedad alternativa al capitalismo, Marx reafirmó, también respecto del sujeto social que lideraría la lucha por el socialismo que

una revolución social está atada a unas condiciones históricas definidas en materia de desarrollo económico; esas son sus premisas. Tan solo es posible, por consiguiente, allí donde junto con la producción capitalista el proletariado industrial representa cuando menos una masa significativa de la población. (Marx [1874-75] 2010: 518)

En la «Crítica al programa de Gotha» [Critique of the Gotha Programme] (1875), en la cual rechazó aspectos de la plataforma para la unificación de la Asociación General de Trabajadores Alemanes (ADAV) y el Partido Social-Demócrata de los Trabajadores Alemanes, Marx propuso: «En proporción a la manera en que se desarrolle socialmente el trabajo y se convierta en una fuente de riqueza y cultura, la pobreza y la miseria se desarrollan entre los trabajadores, y la riqueza y la cultura entre los no-trabajadores». Y añadió: «Lo que debe hacerse aquí […] es demostrar concretamente de qué manera en la actual sociedad capitalista, las condiciones materiales, etc. han sido creadas finalmente y permiten e impulsan a los obreros a levantar esta maldición histórica» (Marx [1875] 2010: 82-83).

Finalmente, en el «Preámbulo al programa del Partido de los Trabajadores Franceses» (1880) [Preamble to the Programme of the French Workers’ Party], un texto corto que escribió tres años antes de su muerte, Marx enfatizó que una condición esencial para que los obreros estuviesen en capacidad de apropiarse los medios de producción era «la forma colectiva, cuyos elementos materiales e intelectuales están hormados por el desarrollo mismo de la sociedad capitalista» (Marx [1880] 2010: 340).

Es así como, en una continuidad que va desde sus formulaciones iniciales sobre la concepción materialista de la historia, en la década de 1840, hasta sus últimas intervenciones políticas de la década de 1880, Marx resaltó la relación fundamental entre el crecimiento productivo generado por el modo de producción capitalista y las precondiciones para la sociedad comunista para cuyo advenimiento debe luchar el movimiento de los trabajadores. La investigación que llevó a cabo en los últimos años de su vida, no obstante, le ayudó a revisar su convicción y le permitió evitar la caída en el economicismo que marcó el análisis de tantos de sus seguidores.

Una transición que no siempre es necesaria
Marx consideraba al capitalismo como un «punto de transición necesario» (Marx [1857-1858] 1973: 515) para que se desenvolvieran las condiciones que le permitirían al proletariado luchar con algunas posibilidades de éxito y establecer un modo de producción socialista. En otro pasaje de los Grundrisse, él repitió que el capitalismo era un «punto de transición» (540) hacia el progreso ulterior de la sociedad, el cual permitiría «el más alto desarrollo de las fuerzas de producción» y «el más enriquecedor desarrollo de los individuos» (541). Marx describió «las condiciones de producción contemporáneas» como «suspendiéndose a sí mismas y […] cimentando los presupuestos históricos para un nuevo estado de la sociedad» (461).

Con un énfasis que a veces proclama como un heraldo la idea de la predisposición capitalista a la autodestrucción , Marx declaró que «del mismo modo que el sistema de economía burguesa se ha desarrollado para nosotros solamente por grados, asimismo lo hace su negación, que es el resultado último» (712). Él dijo que estaba convencido de que «la última forma de servidumbre» (¡pero decir «última» era ⸻ciertamente⸻ ir demasiado lejos!)

[…] asumida por la actividad humana, aquella del trabajo asalariado, por un lado, del capital por el otro, es por consiguiente descartada como una piel y el descarte mismo es el resultado de un modo de producción correspondiente al capital; las condiciones materiales y mentales de la negación del trabajo asalariado y del capital, que ya son ⸻ellas mismas⸻ la negación de formas más tempranas de producción social no libre, constituyen en sí los resultados de su proceso de producción. La creciente incompatibilidad entre el desarrollo productivo de la sociedad y sus relaciones de producción existentes hasta el presente se expresa a sí misma en amargas contradicciones, crisis, espasmos. La violenta destrucción de capital, no por relaciones externas a él, sino más bien como una condición de su autopreservación, es la forma más impactante en la cual se le imparte el consejo de que se marche y libere el espacio para dar paso a un estado de producción social más elevado. (749-750)

En Teorías de la plusvalía puede hallarse confirmación adicional de que Marx consideraba al capitalismo como una etapa fundamental para el nacimiento de una economía socialista. En aquella obra expresó su acuerdo con el economista Richard Jones (1790-1855), para quien «el capital y el modo de producción capitalista» debían ser «aceptados» meramente como «una fase transicional en el desarrollo de la producción social». A través del capitalismo, escribe Marx, «se abre el prospecto de una nueva sociedad, hacia la cual el modo de producción burgués es solamente una transición» (Marx [1861-63] 2010b: 346).

Marx elaboró una idea similar en el volumen I de El capital y sus manuscritos preparatorios. En el famoso e inédito «Apéndice: resultado del proceso de producción inmediato», escribió que el capitalismo surgió a la vida siguiendo una «revolución económica completa»:

Por una parte, crea las condiciones reales para la dominación del trabajo por el capital, perfeccionando el proceso y proporcionándole el marco apropiado. Por otra parte, al desarrollar condiciones de producción y comunicación, y fuerzas de trabajo productivas antagonistas de los obreros involucrados en ellas, esta revolución crea las premisas reales de un nuevo modo de producción, uno que conlleva la abolición de la forma contradictoria del capitalismo. Crea, por ende, la base material de un proceso social novedosamente formado y, por consiguiente, de una nueva formación social. (Marx [1867] 1976b: 1065)

En uno de los capítulos finales del volumen I, «Tendencia histórica de la acumulación capitalista», afirmó:

[…] la centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en el cual se tornan incompatibles con el tegumento capitalista. Dicho tegumento estalla en pedazos. Resuena el toque de campana de difuntos por la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados. (Marx [1867-1890] 2010: 750)

Aunque Marx sostuvo que el capitalismo era una transición esencial, en la cual se creaban las condiciones históricas para que el movimiento de los obreros luchara para una transformación comunista de la sociedad, él no pensó que esa idea pudiera ser aplicada de una manera rígida y dogmática. Por el contrario, él negó más de una vez ⸻tanto en textos publicados como inéditos⸻ que él hubiese desarrollado una interpretación unidireccional de la historia, en la cual los seres humanos estuviesen por doquier destinados a seguir el mismo sendero y transitar por las mismas etapas.

En los años finales de su vida, Marx repudió la tesis, que equivocadamente se le atribuyó, de que el modo de producción burgués era históricamente inevitable. Su distancia con aquella posición fue expresada cuando se encontró arrastrado al debate sobre las posibilidades del desarrollo capitalista en Rusia. En un artículo titulado «Marx ante el tribunal de Yu. Zhukovsky», el escritor y sociólogo ruso Nikolai Mikhailovsky (1842-1904) lo acusó de considerar también al capitalismo como una etapa inevitable de la emancipación de Rusia (Mikhailovsky 1911). Marx replicó en una carta que le dirigió a la revista político-literaria Otechestvennye Zapiski [Anales de la patria], que en el volumen I de El capital él «no había hecho más que afirmar cuál era el trazado del sendero a través del que había surgido en Europa Occidental el orden económico capitalista del vientre del orden económico feudal» (Marx [1877] 1984: 135).

Marx se refirió a un pasaje en la edición francesa del volumen I de El capital (1872-1875), que sugería que la base de la separación de las masas rurales de sus medios de producción había sido «la expropiación de los productores agrícolas», pero que «solamente en Inglaterra» dicho proceso «había sido hasta entonces llevado a cabo de una manera radical», y que «todos los países de Europa Occidental [estaban] siguiendo el mismo curso» (Marx 1989: 634) . De acuerdo con eso, el objetivo de su examen era tan solo «el Viejo continente» y no el mundo entero.

Este es el horizonte espacial dentro del cual deberíamos entender la famosa afirmación del prefacio de la primera edición alemana de El capital, volumen I: «el país que está más desarrollado industrialmente tan solo le muestra, al menos desarrollado, la imagen de su propio futuro». Escribiendo para lectores alemanes, Marx observó que, «exactamente del mismo modo que el resto de la Europa Occidental continental, no solamente padecemos del desarrollo de la producción capitalista, sino también de lo incompleto que se encuentra dicho desarrollo». Desde su punto de vista, junto con «los males modernos», los alemanes estaban «oprimidos por toda una serie de males heredados, que surgen de la supervivencia pasiva de modos de producción arcaicos y pasados de moda, con su séquito de anacrónicas relaciones sociales y políticas» (Marx [1867-1890] 2010: 9).

Marx también mostró un enfoque flexible para con otros países europeos, ya que no pensaba que Europa fuese un todo homogéneo. En un discurso que dio el 28 de febrero de 1867 a la Sociedad Educativa de los Trabajadores Alemanes de Londres ⸻el cual más tarde fue publicado en Der Vorbote [El Heraldo] en Ginebra⸻, él argumentó que los proletarios alemanes tan solo podían llevar a cabo exitosamente una revolución porque «a diferencia de los trabajadores de otros países, no necesitan recorrer el prolongado período del desarrollo burgués» (Marx [1867] 2010: 415).

En lo concerniente a Rusia, Marx compartía el punto de vista de Mikhailovsky de que podría «desarrollar sus propios cimientos históricos y, de ese modo, sin tener que experimentar todas las torturas del régimen [capitalista], poder apropiarse de sus frutos» (Marx [1877] 2010: 199). Él acusó a Mikhailovsky de «transformar [su] esbozo histórico de la génesis del capitalismo en Europa Occidental en una teoría histórico-filosófica del curso que fatalmente se impone sobre todos los pueblos, cualesquiera sean las circunstancias en las que se hallen» (200). Marx entonces planteó el punto general según el cual «acontecimientos de asombrosa similitud, que tienen lugar en diferentes contextos históricos, condujeron a resultados completamente dispares» (201). Por consiguiente, para comprender las transformaciones históricas era necesario estudiar por separado los fenómenos individuales; y tan solo después de ello sería posible interpretarlos adecuadamente. Su correcta interpretación nunca podría surgir «con la llave maestra de una teoría histórico-filosófica, cuya suprema virtud consistiera en ser suprahistórica» (201).

Marx expresó las mismas convicciones en 1881 cuando la revolucionaria Vera Zasúlich (1849-1919) solicitó sus puntos de vista acerca del futuro de la comuna rural [obshchina]. Ella quería saber si podía desarrollarse en una forma socialista, o si estaba condenada a perecer porque el capitalismo también se impondría necesariamente en Rusia. En su respuesta, Marx resaltó que en el volumen I de El capital él había «restringido expresamente […] la inevitabilidad histórica» del desarrollo del capitalismo ⸻que había efectuado «una separación completa del productor de los medios de producción»⸻ a los países de Europa Occidental (Marx [1881] 2010b: 360)

En los borradores preliminares de la carta Marx se adentra en las peculiaridades derivadas de la coexistencia de la comuna rural con formas económicas más avanzadas. Observa que Rusia es

[…] contemporánea con una cultura más adelantada, está vinculada a un mercado mundial dominado por la producción capitalista. Mediante la apropiación de los resultados positivos de su modo de producción se encuentra entonces en una posición que le permite desarrollar y transformar la forma aún arcaica de su comuna rural, en vez de destruirla. (Marx [1881] 2010b: 362)

El campesinado podía «incorporar de ese modo las adquisiciones positivas concebidas por el sistema capitalista sin pasar bajo sus Horcas Caudinas» (Marx [1881] 2010c: 368).

A quienes argumentaban que el capitalismo era una etapa inevitable también para Rusia, partiendo de la base de que era imposible que la historia avanzara a saltos, Marx les preguntó irónicamente si ello significaba que Rusia, «al igual que Occidente», había tenido «que pasar a través de un largo período de incubación en la industria de la ingeniería […] para poder utilizar máquinas, motores de vapor, ferrocarriles, etc.» de manera similar, ¿no había sido posible «introducir en un abrir y cerrar de ojos, la totalidad del mecanismo de cambio (bancos, instituciones de crédito, etc.) que le tomó a Occidente siglos engendrar?» (Marx [1881] 2010a: 349). Era evidente que la historia de Rusia, o de cualquier otro país no tenía que volver a recorrer inevitablemente todas las etapas experimentadas por Inglaterra u otras naciones europeas.

Por consiguiente, la transformación socialista de la obshchina también podía tener lugar sin que hubiera de pasar necesariamente por el capitalismo. Estas tesis no contradecían el «Prólogo» de la primera edición del volumen I de El capital, en donde Marx declaró que «inclusive cuando una sociedad ha comenzado a investigar las leyes naturales de su movimiento […] no puede ni brincarse las fases naturales de su desarrollo, ni suprimirlas por decreto. Puede sin embargo acortar y disminuir los dolores del parto» (Marx [1867] 1976a: 92; [1867-1890] 2010: 10).

Durante el mismo período, la investigación teórica de Marx acerca de las relaciones comunitarias precapitalistas, compiladas en sus Cuadernos etnográficos, estaban conduciéndolo en la misma dirección que aquella que resultaba evidente en su respuesta a Vera Zasúlich. Animado por su lectura del trabajo del antropólogo norteamericano Lewis Morgan (1818-1881), Marx escribió en tonos propagandísticos que «Europa y América», las naciones donde el capitalismo estaba más desarrollado, podían «tan solo aspirar a romper [sus] cadenas reemplazando la producción capitalista con producción cooperativa y la propiedad capitalista con una forma más elevada del tipo arcaico de propiedad, es decir, la propiedad comunista» (Marx [1881] 2010b: 362).

El modelo de Marx no era de ningún modo un «tipo primitivo de cooperativa o de producción colectiva» que resultase de «el individuo aislado», sino uno que derivaba de la «socialización de los medios de producción» (Marx [1881] 2010a: 351). Él no había cambiado su visión (completamente crítica) de las comunas rurales de Rusia y, en su análisis, el desarrollo de la producción individual y social preservó intacta su irremplazable centralidad.

En las reflexiones de Marx sobre Rusia, entonces, no hay ruptura dramática con sus ideas previas . Los nuevos elementos, en comparación con el pasado, incorporan una maduración de su posición teórico-política, la cual lo condujo a considerar otros caminos posibles hacia el comunismo que él anteriormente había tomado por irrealizables .

Marx aceptó que, «hablando de manera teórica», era posible que la obshchina

preservarse mediante el desarrollo de su base, la propiedad comunal de la tierra. Puede convertirse en un punto de partida directo hacia el sistema económico al cual tiende la sociedad moderna; puede pasar a una nueva hoja sin comenzar por cometer suicidio; puede ganar la posesión de los frutos con los cuales la producción capitalista ha enriquecido a la humanidad, sin pasar a través del régimen capitalista. (Marx [1881] 2010a: 354)

La existencia contemporánea de la producción capitalista le ofreció a la comuna rural «las condiciones materiales para tener el trabajo cooperativo organizado en una vasta escala» (Marx [1881] 2010c: 368).
La idea de que el desarrollo del socialismo pudiera ser posible en Rusia no tenía como único fundamento el estudio efectuado por Marx sobre la situación económica en aquel país. El contacto con los Populistas Rusos, al igual que su relación con los Communards de París una década antes, le ayudó a tornarse cada vez más abierto a la posibilidad de que la historia fuese testigo no solamente de una sucesión de modos de producción, sino también de la irrupción de acontecimientos revolucionarios y de las intersubjetividades que los producen. Se sintió llamado a poner aún más atención a las especificidades históricas y al desarrollo desigual de las condiciones políticas y económicas que existían entre diferentes países y contextos sociales.

Más allá de su indisposición a aceptar que un desarrollo histórico predefinido pudiese aparecer de la misma manera en diferentes contextos económicos y políticos, los avances teóricos de Marx se debían a la evolución de su pensamiento acerca de los efectos del capitalismo en países económicamente atrasados. Él ya no sostenía, como lo había hecho en un artículo de 1853 sobre la India escrito para la New-York Tribune que «la industria y el comercio burgueses crean [las] condiciones de un nuevo mundo» (Marx [1853] 2010b: 222). Años de estudio detallado y observación estrecha de los cambios en la política internacional le habían ayudado a desarrollar una visión del colonialismo británico bastante diferente de la que había expresado como periodista a mediados de sus treinta años.

Los efectos del capitalismo en los países coloniales lucían ahora muy diferentes a sus ojos. Refiriéndose a las «Indias Orientales» en uno de los borradores de su carta a Zasulich, escribió que «todo el mundo […] se percata de que la supresión de la propiedad comunal allá no fue más que un acto de vandalismo inglés, que empujó al pueblo nativo hacia adelante y no hacia atrás» (Marx [1881] 2010c: 365) . Desde su punto de vista, «todo cuanto ellos [los británicos] lograron hacer fue arruinar la agricultura nativa y duplicar el número y la severidad de las hambrunas» (368) . El capitalismo no traía consigo el progreso y la emancipación, como se ufanaban sus apologistas, sino el saqueo de los recursos naturales, la devastación ambiental y nuevas formas de servidumbre y de dependencia humana.

Marx retornó en 1882 a la posibilidad de una concomitancia entre el capitalismo y formas de comunidad del pasado. En enero, en el prefacio a la nueva edición rusa del Manifiesto del Partido Comunista, que escribió juntamente con Engels, el destino de la comuna rural rusa está vinculado al de las luchas proletarias en Europa Occidental:

[…] en Rusia encontramos, cara a cara con el fraude capitalista, que se desarrolla rápidamente, y la propiedad burguesa de la tierra que apenas comienza a desarrollarse, que más de la mitad de la tierra es poseída en comunidad por los campesinos. La cuestión ahora es: ¿puede la obshchina rusa, una forma primigenia de propiedad comunal de la tierra, aunque esté sobremanera erosionada, pasar directamente a la forma más elevada de propiedad comunal comunista? ¿O debe, por el contrario, pasar primero por el mismo proceso de disolución que constituye el desarrollo histórico de Occidente? La única respuesta posible en la actualidad es: sí, si la revolución rusa se convierte en la señal de una revolución proletaria en Occidente, de manera que las dos se complementen mutuamente, la presente propiedad comunal rusa de la tierra puede servir como el punto de partida para el desarrollo comunista. (Marx and Engels [1882] 2010: 426)

En 1853 Marx ya había analizado los efectos producidos por la presencia económica de los ingleses en China en el artículo «Revolución en China y en Europa», escrito para la New-York Tribune. Marx pensó que era posible que la revolución en aquel país pudiera conducir a la «explosión de la largamente preparada crisis general, la cual, extendiéndose en el exterior, será prontamente seguida por revoluciones políticas en el Continente». Añadió que aquel sería un «curioso espectáculo, de China enviando desorden al mundo occidental en tanto que los poderes occidentales mediante la intervención de los vapores de guerra ingleses, franceses y norteamericanos están llevando el “orden” a Shanghái, Nanking y a las bocas del Gran Canal» (Marx [1853] 2010a: 98).

Además, las reflexiones de Marx sobre Rusia no son la única razón para que él pensara que los destinos de los diferentes movimientos revolucionarios, activos en países con disímiles contextos socioeconómicos, pudiesen llegar a estar entrelazados. Entre 1869 y 1870, en varias cartas y en una serie de documentos para la Asociación Internacional de Trabajadores ⸻tal vez con la mayor claridad y concisión en una carta a sus camaradas Sigfrid Meyer (1840-1872) y August Vogt (1817-1895)⸻ él asoció el futuro de Inglaterra («la metrópolis del capital») con el de la más atrasada Irlanda. La primera fue indudablemente «el poder que hasta ahora ha gobernado el mercado mundial» y por consecuencia «por ahora el país más importante para la revolución de los trabajadores»; era «adicionalmente, el único país en donde las condiciones materiales para la revolución se han desarrollado hasta un cierto estado de madurez» (Marx and Engels [1868-70] 2010: 475).

Sin embargo, «luego de haber estudiado la cuestión irlandesa durante años», Marx se había convencido de que «el golpe decisivo contra las clases gobernantes en Inglaterra» ⸻y, engañándose a sí mismo, «decisivo para el movimiento de los trabajadores alrededor del mundo»⸻ «no puede ser dado en Inglaterra, sino solamente en Irlanda». El objetivo más importante seguía siendo «apresurar la revolución social en Inglaterra», pero la «única manera de lograrlo» era «obtener la independencia de Irlanda» (Marx and Engels [1868-70] 2010: 473-476). En cualquier caso, Marx consideraba a la Inglaterra industrial-capitalista estratégicamente central para la lucha del movimiento de los trabajadores; la revolución en Irlanda, posible tan solo si la «unión forzada entre los dos países» se terminaba, sería una «revolución social» que se manifestaría a sí misma «en formas pasadas de moda» (Marx [1870] 2010: 88). La subversión del poder burgués en naciones en donde las formas modernas de producción tan solo estuvieran aun desarrollándose, no serían suficientes para conllevar la desaparición del capitalismo.

La posición dialéctica a la cual llegó Marx en sus años finales le permitió descartar la idea de que el modo socialista de producción solamente podía ser construido a través de ciertas etapas fijas . La concepción materialista de la historia que él desarrolló está lejos de ser la secuencia mecánica a la cual han reducido numerosas veces su pensamiento. No puede ser asimilada a la idea de que la historia humana es una sucesión progresiva de modos de producción, meras fases preparatorias anteriores a la inevitable conclusión: el nacimiento de una sociedad comunista.

Más aún: él negó explícitamente la necesidad histórica del capitalismo en cada parte del mundo. No existe traza de determinismo económico en su pensamiento. En el famoso «Prólogo» de la Contribución a la crítica de la economía política (1859) él hizo una lista tentativa de la progresión de «los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno» como el final de la «prehistoria de la sociedad humana» (Marx [1859] 2010: 263-264) y frases similares pueden ser halladas en otros escritos. No obstante, esta idea representa tan solo una pequeña parte de la obra más amplia de Marx sobre la génesis y el desarrollo de diferentes formas de producción. Su método no puede ser reducido al determinismo económico.

Sus consideraciones ricamente argumentadas sobre el futuro de la obshchina son polos opuestos de la idea de equiparar al socialismo con el desarrollo de las fuerzas productivas, un punto de vista que fue sostenido, con tonalidades nacionalistas, en el interior de la Segunda Internacional, en partidos socialdemócratas (en donde inclusive brotaron actitudes simpatizantes con el colonialismo), así como en el movimiento comunista internacional del siglo XX con sus llamados al uso de un supuesto «método científico» de análisis social.

Marx no cambió sus ideas básicas acerca del perfil de la futura sociedad comunista, tal como lo esbozó desde los Grundrisse en adelante, sin jamás perderse complaciéndose en descripciones abstractas. Guiado por la hostilidad hacia los esquematismos del pasado, y hacia los nuevos dogmatismos que se alzaban en su nombre, él pensó que sería posible que la revolución estallara en formas y condiciones que nunca habían sido consideradas.

Para Marx el futuro seguía en las manos de la clase trabajadora, en su capacidad de traer transformaciones sociales a través de sus luchas y organizaciones de masas, y de dar a luz un sistema económico-político alternativo.

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La Marx-Engels-Gesamtausgabe (MEGA²) y el redescubrimiento de Marx

Introducción
Sobre mil socialistas, quizás uno solo haya leído una obra económica de Marx, sobre mil antimarxistas, ni siquiera uno ha leído a Marx [i].

Marx y el Marxismo: Inacabado versus Sistematización
Pocos hombres sacudieron el mundo como Karl Marx. A su desaparición, que pasó casi inobservada, le siguió, con una rapidez que en la historia tiene raros ejemplos con los cuales pueda ser confrontada, el eco de la fama. Muy pronto el nombre de Marx estuvo en las bocas de los trabajadores de Chicago y Detroit, así como en las de los primeros socialistas indios en Calcuta. Su imagen sirvió de fondo al congreso de los bolcheviques en Moscú después de la revolución. Su pensamiento inspiró programas y estatutos de todas las organizaciones políticas y sindicales del movimiento obrero, desde Europa entera hasta Shangai.

Sus ideas alteraron profundamente la filosofía, la historia, la economía. Sin embargo, no obstante la afirmación de sus teorías, que en el siglo XX se transformaron en la ideología dominante y la doctrina de Estado en una gran parte del género humano, y la enorme difusión de sus escritos, sigue sin tener, hasta hoy, una edición integral y científica de sus obras. Entre los más grandes autores de la humanidad, esta suerte le tocó exclusivamente a él.

La razón primaria de esta particularísima condición reside en el carácter en gran medida inacabado de su obra. Si se excluyen, en efecto, los artículos periodísticos publicados en los tres lustros que van desde 1848 hasta 1862, una gran parte de los cuales estaban destinados a la “New-York Tribune”, que en esa época era uno de los más importantes periódicos del mundo, los trabajos publicados fueron relativamente pocos si se los compara con los tantos realizados sólo parcialmente y la importante mole de las investigaciones que realizó [ii] . Emblemáticamente, cuando en 1881, en uno de sus últimos años de vida, Marx fue interrogado por Karl Kautsky sobre la oportunidad de una edición completa de sus obras, respondió “éstas, antes que nada, deberían ser escritas” [iii] .

Marx dejó, por consiguiente, muchos más manuscritos de los que mandó imprimir [iv] . Contrariamente a lo que por lo general se piensa, su obra fue fragmentaria y a veces contradictoria, aspectos que evidencian una de sus características peculiares: lo inacabado del trabajo. Su método sumamente riguroso y la autocrítica más despiadada, que determinaron la imposibilidad de terminar muchos de los trabajos emprendidos; las condiciones de profunda miseria y de mala salud permanente que lo persiguieron toda la vida, la inextinguible pasión cognoscitiva, jamás alterada, que le impulsó siempre hacia nuevos estudios; y, por último, la pesada conciencia adquirida con la plena madurez de la dificultad de encerrar la complejidad de la historia en un proyecto teórico, hicieron precisamente de lo inacabado el fiel compañero y la condena de toda la producción de Marx y de su misma existencia. El colosal plan de su obra no fue realizado sino en una parte exigua y sus incesantes esfuerzos intelectuales resultaron en un fracaso literario, aunque no por eso demostraron ser menos geniales y fecundas en consecuencias extraordinarias [v] .

Sin embargo, a pesar de la fragmentariedad del Nachlaß (legado literario) de Marx y de su firme oposición a erigir una ulterior doctrina social, su obra incompleta fue subvertida y pudo surgir un nuevo sistema, el “marxismo”. Después de la muerte de Marx en 1883, fue Friedrich Engels el primero que se dedicó a la dificilísima empresa, dadas la dispersión de los materiales, lo abstruso del lenguaje y la ilegibilidad de la grafía, de publicar el legado del amigo. El trabajo se concentró en la reconstrucción y la selección de los originales, en la publicación de los textos inéditos o incompletos y, contemporáneamente, en la reedición y traducción de los escritos más conocidos.

Aunque hubieron excepciones, como en el caso de las [Tesis sobre Feuerbach] [vi], editadas en 1888 como apéndice a su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, y de la [Crítica del Programa de Gotha], publicada en 1891, Engels privilegió casi exclusivamente el trabajo editorial de completar El capital, del cual había terminado solamente el libro primero. Esta tarea, que duró más de una década, fue realizada con la intención precisa de conseguir “una obra orgánica y lo más completa posible” [vii] . Tal elección, aunque respondía a exigencias comprensibles, produjo el paso de un texto parcial y provisorio, compuesto en muchas partes por “pensamientos escritos in statu nascendi” [viii] y por apuntes preliminares que Marx acostumbraba reservarse para elaboraciones ulteriores de los temas tratados, en otro unitario, que originaba la apariencia de una teoría económica sistemática y completa. De este modo, en el curso de su actividad de redacción, basada en la selección de los textos que se presentaban no como versiones finales sino, en cambio, como verdaderas variantes y en la necesidad de uniformar el conjunto de los materiales, Engels más que reconstruir la génesis y el desarrollo de los libros segundo y tercero de El Capital, que estaban bien lejos de su redacción definitiva, mandó imprimir volúmenes terminados [ix].

Por otra parte, anteriormente, había contribuido a generar un proceso de sistematización teórica ya directamente con sus propios escritos. El Anti Duhring, aparecido en 1878, que él definiera una “exposición más o menos unitaria del método dialéctico y de la visión comunista del mundo representados por Marx y por mí” [x] , se convirtió en el referente crucial en la formación el “marxismo” como sistema y en la diferenciación de éste del socialismo ecléctico, hasta entonces prevaleciente. Una incidencia aún mayor tuvo La evolución del socialismo utópico al científico, reelaboración, con fines divulgativos, de tres capítulos del escrito precedente que, publicado por primera vez en 1880, tuvo una fortuna análoga a la del Manifiesto del partido comunista. Si bien hubo una distinción neta entre este tipo de vulgarización, realizada en polémica abierta con los atajos simplicistas de las síntesis enciclopédicas, y la que tuvo como protagonista a la generación sucesiva de la socialdemocracia alemana, la utilización por Engels de las ciencias naturales abrió el camino a la concepción evolucionista que, poco tiempo después, se afirmaría incluso en el movimiento obrero.

El pensamiento de Marx, indiscutiblemente crítico y abierto, aunque a veces atravesado por tentaciones deterministas, cayó bajo los golpes del clima cultural de la Europa de fines del 1800, permeado, como nunca antes, por concepciones sistemáticas, y en primer lugar por el darwinismo. Para responder a ellas y a la necesidad de ideología que avanzaba incluso en las filas del movimiento de los trabajadores, el recién “marxismo”, que cada vez más dejaba de ser sólo una teoría científica para convertirse también en doctrina política – transformado precozmente en ortodoxia en las páginas de la revista “Die Neue Zeit” dirigida por Kautsky – asumió rápidamente la misma conformación sistémica. En este contexto, la difusa ignorancia y aversión en el seno del partido alemán hacia Hegel, un verdadero arcano impenetrable [xi], y hacia su dialéctica, considerada hasta “el elemento no confiable de la doctrina marxista, la insidia que traba cualquier consideración coherente de las cosas” [xii] , desempeñaron un papel decisivo.

En las modalidades que acompañaron su difusión se encuentran otros factores que contribuyeron a la transformación de la obra de Marx en un sistema. Como demuestra la tirada reducida de las ediciones de la época de sus textos, se les dio preferencia a los folletos de síntesis y a compendios sumamente parciales. Algunas de sus obras, además, sufrían los efectos de las instrumentalizaciones políticas. Aparecieron así, en efecto, las primeras ediciones modificadas por los responsables de la edición, práctica que, favorecida por las incertidumbres presentes en el legado marxiano, en lo sucesivo se impuso cada vez más junto con la censura de algunos escritos. La forma manualística, vehículo notable para la exportación del pensamiento de Marx por el mundo, representó seguramente un instrumento muy eficaz de propaganda, pero también la alteración fatal de la concepción inicial. La divulgación de su obra, incompleta y compleja, en el encuentro con el positivismo y para responder mejor a las exigencias prácticas del partido proletario, se tradujo, por último, en un empobrecimiento y vulgarización del patrimonio originario [xiii] , hasta hacerlo irreconocible al transformarlo de Kritik en Weltanschauung [xiv].

Del desarrollo de estos procesos fue tomando cuerpo una doctrina con una esquemática y elemental interpretación evolucionista, impregnada de determinismo económico: el “marxismo” del período de la Segunda Internacional (1889-1914). Guiada por una firme aunque ingenua convicción sobre la marcha automática de la historia y, por lo tanto, sobre la inevitabilidad de la sucesión del capitalismo por el socialismo, ella demostró ser incapaz de comprender el curso real del presente y, rompiendo el necesario lazo con la praxis revolucionaria, produjo un quietismo fatalista que se transformó en factor de estabilidad del orden existente [xv] . Se evidenciaba de este modo el profundo alejamiento de Marx, que ya en su primera obra había declarado “la historia no hace nada (…) no es la ‘historia’ la que se sirve del hombre como medio para realizar sus propios fines, como si ella fuese una persona particular; ella no es más que la actividad del hombre que persigue sus fines” [xvi].

La teoría sobre el derrumbe (Zussammenbruchstheorie), o sea la tesis sobre el fin próximo de la sociedad capitalista-burguesa, que en la crisis económica de la Gran Depresión, desplegada a lo largo del veintenio sucesivo a 1873, tuvo el contexto más favorable para expresarse, fue proclamada la esencia más íntima del socialismo científico. Las afirmaciones de Marx, destinadas a delinear los principios dinámicos del capitalismo y, más en general, a describir una tendencia de desarrollo [xvii] , fueron transformadas en leyes históricas universalmente válidas [xviii] , de las cuales se podían hacer descender, hasta los particulares, el curso de los acontecimientos.

La idea de un capitalismo agonizante, autónomamente destinado al ocaso, estuvo presente también en el sustento teórico de la primera plataforma enteramente “marxista” de un partido político, El programa de Erfurt de 1891, y en el comentario que del mismo hizo Kautsky, que enunciaba como “el incontenible desarrollo económico lleva a la bancarrota del modo de producción capitalista con necesidad de ley natural. La creación de una nueva forma de sociedad en lugar de la actual ya no es sólo algo deseable sino que se ha hecho inevitable” [xix] . Él fue la representación, más significativa y evidente, de los límites intrínsecos de la elaboración de la época, así como de la distancia abismal que se había producido de quien había sido el inspirador.

El mismo Eduard Bernstein, que al concebir el socialismo como posibilidad y no como inevitabilidad había marcado una discontinuidad con las interpretaciones dominantes en ese período, hizo una lectura de Marx igualmente deformada que no se separaba mínimamente de las de su tiempo y contribuyó a difundir, mediante la vasta resonancia que tuvo el Bernstein-Debatte, una imagen de aquélla igualmente alterada e instrumental.

El “marxismo ruso”, que en el curso del siglo XIX desempeñó un papel fundamental en la divulgación del pensamiento de Marx, siguió esta trayectoria de sistematización y vulgarización incluso con mayor rigidez. Para su pionero más importante, Gueorgui Plejánov, en efecto, “el marxismo es una completa concepción del mundo” [xx] , marcada por un monismo simplista según el cual las transformaciones superestructurales de la sociedad avanzan de manera simultánea con las modificaciones económicas. En Materialismo y empiriocriticismo, de 1909, Lenin define al materialismo como “el reconocimiento de la ley objetiva de la naturaleza y del reflejo aproximadamente fiel de esta ley en la cabeza del hombre” [xxi] . La voluntad y la conciencia del género humano deben “inevitable y necesariamente” [xxii] adecuarse a las necesidades de la naturaleza. Una vez más prevalece el planteo positivista.

Por consiguiente, y a pesar del áspero choque ideológico que se produjo durante estos años, muchos de los elementos teóricos característicos de la deformación producida por la Segunda Internacional se trasladaron a quienes habrían puesto su marca en la matriz cultural de la Tercera Internacional. Esta continuidad se manifestó, con aún mayor evidencia, en la Teoría del materialismo histórico, publicado en 1921 por Nikolai Bujarin, según el cual “tanto en la naturaleza como en la sociedad, los fenómenos son regulados por determinadas leyes. La primera tarea de la ciencia es descubrir esta regularidad” [xxiii] . Este determinismo social, totalmente centrado sobre el desarrollo de las fuerzas productivas, generó una doctrina según la cual “la multiplicidad de las causas que hacen sentir su acción en la sociedad no contradice de ningún modo la existencia de una ley única de la evolución social” [xxiv] .

La crítica de Antonio Gramsci, que se opuso a esa concepción para la cual “el planteo del problema como una investigación de leyes, de líneas constantes, regulares, uniformes está ligada a una exigencia, concebida de modo un poco pueril e ingenuo, de resolver perentoriamente el problema práctico de la previsibilidad de los acontecimientos históricos” [xxv] , reviste particular interés. Su neta negativa a restringir la filosofía de la praxis marxiana a una grosera sociología, a “reducir una concepción el mundo a un formulario mecánico que da la impresión de tener toda la historia en el bolsillo” [xxvi] , fue particularmente importante porque iba más allá de lo escrito por Bujarin y buscaba condenar la orientación bastante más general que después habría prevalecido, de modo indiscutido, en la Unión Soviética.

Con la consolidación del “marxismo leninismo”, el proceso de deformación del pensamiento de Marx conoció su manifestación definitiva. La teoría fue desplazada de la función de guía del actuar convirtiéndose, por el contrario, en su justificación a posteriori. El punto de no retorno fue alcanzado con el “Diamat” (Dialekticeskij materializm), “la concepción del mundo del partido marxista-leninista” [xxvii] . El folleto de Stalin de 1938, Sobre el materialismo dialéctico y el materialismo histórico, que tuvo una extraordinaria difusión, fijaba los rasgos esenciales: los fenómenos de la vida colectiva son regulados por las “leyes necesarias del desarrollo social”, “perfectamente cognoscibles”; “la historia de la sociedad se presenta como un desarrollo necesario de la sociedad, y el estudio de la historia de la sociedad se convierte en una ciencia”. Eso “quiere decir que la ciencia de la historia de la sociedad, a pesar de toda la complejidad de los fenómenos de la vida social, puede convertirse en una ciencia igualmente exacta, por ejemplo, que la biología, capaz de utilizar las leyes de desarrollo de la sociedad para utilizarlas en la práctica” [xxviii] y que, por consiguiente, es tarea del partido del proletariado fundamentar su actividad sobre la base de estas leyes. Es evidente cómo la confusión sobre los conceptos de “científico” y “ciencia” había llegado al máximo. La cientificidad del método marxiano, fundada sobre criterios teóricos escrupulosos y coherentes, fue reemplazada por el modo de proceder de las ciencias naturales que no contemplaba ninguna contradicción.

Junto a este catecismo ideológico, encontró terreno fértil el dogmatismo más rígido e intransigente. Completamente extraño y separado de la complejidad social, el mismo se sostenía, como siempre ocurre cuando se formula un planteo en un tan arrogante cuanto infundado conocimiento de la realidad. Acerca del inexistente lazo con Marx, basta recordar su sentencia preferida: de omnibus dubitandum [xxix].

La ortodoxia “marxista-leninista” impuso un monismo inflexible que produjo efectos perversos también en los escritos de Marx. Indiscutiblemente, con la Revolución Soviética el “marxismo” vivió un momento significativo de expansión y circulación en ámbitos geográficos y clases sociales de los cuales, hasta entonces, había sido excluido. Sin embargo, una vez más, la difusión de los textos, más que remitirse directamente a los de Marx, se concentraba en los manuales de partido, vademécum, antologías “marxistas” sobre muy diversos argumentos. Además, fue cada vez más común la censura de algunas obras, el desmembramiento y la manipulación de otras, así como la prá