El pensamiento socialista y el antimilitarismo

Estamos a casi tres meses de la invasión rusa a Ucrania y la guerra no muestra signos de estar cesando. Y mientras sigue, la ciencia política continuará informando sobre las motivaciones ideológicas, políticas, económicas e incluso psicológicas que movilizan a la guerra, como ha hecho durante mucho tiempo.

Sin embargo, existe una larga y rica tradición alternativa para comprender los conflictos bélicos que se remonta al siglo XIX y a la Primera Internacional: la oposición política y teórica de la izquierda al militarismo. Esta perspectiva aporta recursos para entender los orígenes de la guerra bajo el capitalismo al tiempo que ayuda a los izquierdistas a mantener nuestra clara oposición a ella.

Las causas económicas de la guerra
En los debates de la Primera Internacional, César de Paepe, uno de los dirigentes más importantes, formuló una tesis que se convirtió en la posición clásica del movimiento obrero sobre el tema, a saber, que las guerras son inevitables bajo el régimen de producción capitalista. En la sociedad contemporánea no es la ambición de los monarcas ni la de otros individuos la que provoca las guerras: es el modelo socioeconómico dominante.

Por otra parte, el movimiento socialista también dejó en claro cuáles son las porciones de la población que sufren más las consecuencias nefastas de la guerra. En el congreso de la Internacional celebrado en 1868, los delegados aprobaron una moción que convocaba a los trabajadores a buscar «la abolición final de toda guerra» porque eran ellos los que terminarían pagando —económicamente o con su propia sangre— las decisiones de las clases dominantes y de los gobiernos que las representaban. Como afirma uno de los textos presentado por la Asociación Internacional de Trabajadores en el Congreso de la Paz de Génova, celebrado en septiembre de 1867: «Para terminar con la guerra, no alcanza con terminar con los ejércitos, sino que se necesita cambiar la organización social en dirección a una distribución de la producción cada vez más equitativa».

La enseñanza del movimiento obrero, que tuvo enormes consecuencias civilizatorias, hunde sus raíces en la creencia de que toda guerra debe ser considerada una «guerra civil», es decir, un choque violento entre trabajadores que carecen de los medios necesarios que garantizan su supervivencia. La clase obrera, argumentaban los representantes del movimiento, debía actuar resueltamente contra toda guerra, resistiendo el reclutamiento y haciendo huelgas. Fue en este contexto que el internacionalismo se convirtió en la bandera de una sociedad futura, un ideal según el cual, si ponía fin al capitalismo y a la competencia entre Estados burgueses en el mercado mundial, la sociedad eliminaría la causa principal de la guerra.

Entre los precursores del socialismo, Claude Henri de Saint-Simon adoptó una posición decisiva, tanto contra la guerra como contra el conflicto social en general, pues consideraba que ambos eran obstáculos en el progreso de la producción industrial. Karl Marx no dejó ningún escrito donde desarrolle su concepción —fragmentaria y a veces contradictoria— de la guerra, ni estableció pautas de acción que definieran los márgenes de una posición política correcta ante este tipo de conflictos. Cuando tuvo que elegir entre bandos opuestos, la única constante fue su oposición a la Rusia zarista, a la que consideraba como la vanguardia de la contrarrevolución y como una de las principales barreras para la emancipación de la clase obrera.

Aunque en El capital argumentó que la violencia era una potencia económica, «la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva», no pensaba que la guerra pudiera convertirse en un atajo que llevara a la trasformación revolucionaria de la sociedad, y dedicó gran parte de su actividad política a comprometer a los trabajadores con el principio de la solidaridad internacional. Como también argumentó Friedrich Engels, los trabajadores debían actuar con resolución en sus propios países para evitar que la propaganda de un enemigo externo sosegara la lucha obrera. En una de sus cartas, Engels destacó el poder ideológico del patriotismo y el retraso de la revolución proletaria que provocaban las oleadas de chauvinismo. Además, en el Anti-Dühring (1878), después de analizar los efectos del desarrollo de armas cada vez más mortíferas, declaró que la tarea del socialismo era «hacer volar por los aires el militarismo y todos los ejércitos permanentes».

La guerra era una cuestión tan importante para Friedrich Engels, que este terminó dedicándole uno de sus últimos escritos. En «¿Es posible que Europa deponga las armas?» notó que hacía más de veinticinco años que cada potencia intentaba superar militarmente a sus rivales. Eso había conducido a una producción de armamento sin precedente y colocaba el Viejo Mundo ante la posibilidad de «una guerra de destrucción de magnitudes nunca antes vistas». Según el coautor del Manifiesto del Partído Comunista (1848), «el sistema de ejércitos permanentes llega a tales extremos en toda Europa que debe, o bien provocar una catástrofe económica en los pueblos que enfrentan el enorme gasto militar que implica, o bien degenerar en una guerra de exterminio generalizada».

En su análisis, Engels no dejó de destacar que los Estados mantenían a los ejércitos permanentes tanto por motivos políticos internos como por motivos militares externos. De hecho, afirmó que que los ejércitos estaban hechos para «brindar protección, no tanto contra el enemigo externo, como contra el interno», su fin principal era la represión de las luchas obreras y del proletariado en general. Como los costos de la guerra recaían principalmente, por medio de los impuestos y del reclutamiento, sobre las espaldas de los sectores populares, el movimiento obrero debía luchar por la «reducción gradual de los plazos del servicio [militar] mediante un tratado internacional» y por el desarme como única «garantía de paz» efectiva.

Experimentos y colapso
No pasó mucho tiempo hasta que este debate teórico pacífico se convirtió en el asunto político más apremiante de la época. Los representantes del movimiento obrero tuvieron que oponerse concretamente a la guerra en muchas ocasiones. En el conflicto franco-prusiano de 1870 (que antecedió a la Comuna de París), Wilhelm Liebknecht y August Bebel, diputados socialdemócratas, condenaron los objetivos anexionistas de la Alemania de Bismarck y votaron contra los créditos de guerra. Su decisión de «rechazar el proyecto de ley que concedía más fondos para continuar la guerra» los llevó a cumplir una condena a prisión de dos años por alta traición, pero también sirvió para mostrarle a la clase obrera una forma alternativa de intervenir en la crisis.
Mientras las principales potencias europeas continuaban con su expansión imperialista, la polémica sobre la guerra adquiría cada vez más peso en los debates de la Segunda Internacional. Una resolución adoptada durante el congreso fundacional había consagrado la paz como «precondición necesaria de toda emancipación obrera». Cuando la Weltpolitik —la agresiva política de la Alemania imperial, que buscaba incrementar su poder en la arena internacional— empezó a modificar la configuración geopolítica, los principios antimilitaristas fortalecieron sus raíces en el movimiento obrero y acrecentaron su influencia en los debates sobre conflictos armados. La izquierda dejó de pensar que la guerra era un fenómeno que abría oportunidades revolucionarias y anunciaba el colapso del sistema (idea que remontaba a la máxima de Robespierre, «Ninguna revolución sin revolución»). En cambio, empezó a concebirla como un peligro y a temer las consecuencias penosas que tenía sobre el proletariado: hambre, miseria y desempleo.
La resolución «Sobre militarismo y conflictos internacionales», adoptada por la Segunda Internacional en el Congreso de Stuttgart de 1907, recapitulaba todos los puntos clave que a esa altura se habían convertido en la herencia común del movimiento obrero. Destacaban el voto contra los presupuestos que incrementaban el gasto militar, la antipatía frente a los ejércitos permanentes y la preferencia por un sistema de milicias populares. Con el paso de los años, la Segunda Internacional perdió poco a poco su compromiso con una política de acción pacífica y la mayoría de los partidos socialistas europeos terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias fueron desastrosas. Con la idea de que no había que dejar que los capitalistas monopolizaran los «beneficios del progreso», el movimiento obrero llegó a compartir los objetivos expansionistas de las clases dominantes y hundió sus pies en el pantano de la ideología nacionalista. La Segunda Internacional demostró ser completamente impotente frente al conflicto y fracasó en uno de sus objetivos principales: la conservación de la paz.
Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin fueron quienes se opusieron más firmemente a la guerra. Luxemburgo amplió la comprensión teórica de la izquierda y mostró que el militarismo era una aspecto clave del Estado. Dando muestras de una convicción y coherencia con pocos parangones en el movimiento comunista, argumentó que la consigna «¡Guerra contra la guerra!» debía convertirse en la «piedra angular de la política de la clase obrera». Como escribió en La crisis de la socialdemocracia, la Segunda Internacional había estallado porque no había logrado que el proletariado aplicara en todos los países «una táctica y una acción comunes». De ahí en adelante, el «objetivo principal» del proletariado debía ser «luchar contra el imperialismo y evitar toda conflagración, en tiempos de paz y en tiempos de guerra».
En El socialismo y la guerra, igual que en muchos otros textos escritos durante la Primera Guerra Mundial, Lenin tuvo el mérito de identificar dos cuestiones fundamentales. La primera concernía a la «falsificación histórica» mediante la cual la burguesía intentaba atribuir un «sentido progresivo de liberación nacional» a lo que en realidad eran guerras de «saqueo», llevadas a cabo con el único objetivo de decidir cuál de los países beligerantes tendría derecho a oprimir a más pueblos extranjeros, incrementando así las desigualdades del capitalismo. La segunda era el enmascaramiento de las contradicciones en el que incurrían los reformistas, que habían dejado de lado la lucha de clases con la intención de «morder un poco de las ganancias que sus burguesías nacionales obtenían del pillaje de otros países». La tesis más famosa de este panfleto —que los revolucionarios debían «convertir la guerra imperialista en una guerra civil»— implicaba que aquellos que realmente querían una «paz democrática duradera» debían llevar a cabo «una guerra civil contra sus gobiernos y contra la burguesía». Lenin estaba convencido de una idea que la historia terminó refutando: que toda lucha de clases conducida de manera consistente en tiempos de guerra suscitaría «inevitablemente» el espíritu revolucionario entre las masas.

Líneas de demarcación
La Primera Guerra Mundial no solo produjo divisiones en la Segunda Internacional: también enfrentó a distintas tendencias en el interior del movimiento anarquista. En un artículo publicado poco tiempo después del estallido de la guerra, Piotr Kropotkin escribió que «la tarea de cualquier persona que confíe mínimamente en la idea de progreso humano es aplastar la invasión alemana de Europa Occidental». Esta declaración, en la que muchos leyeron la enunciación de los principios por los que había luchado toda su vida, era un intento de ir más allá del lema de la «huelga general contra la guerra», que había sido ignorado por las masas obreras, y de evitar la degradación general de la política europea que resultaría de la victoria alemana. Según Kropotkin, la parálisis de los antimilitaristas contribuiría indirectamente con los planes de conquista de los invasores, y esa situación terminaría obstaculizando todavía más la lucha por la revolución social.

En respuesta a Kropotkin, el anarquista italiano Enrico Malatesta argumentó que, aunque él no era un pacifista y pensaba que era legítimo tomar las armas en una guerra de liberación, la guerra mundial no era una lucha «por el bien común contra el enemigo común», como decía la burguesía, sino que simplemente era otro ejemplo de sometimiento de la clase obrera. Malatesta sabía que «la victoria alemana seguramente conllevaría el triunfo del militarismo, pero que el triunfo de los aliados garantizaría la dominación ruso-británica en toda Europa y Asia».

En el Manifiesto de los dieciséis, Kropotkin planteó la necesidad de «resistir a un agresor que representa la destrucción de todas nuestras expectativas de liberación». Argumentó que la victoria de la Triple Entente contra Alemania representaba el mal menor y atentaba menos contra las libertades existentes. Del otro lado, Malatesta y los compañeros con los que firmó el manifiesto antiguerra de la Internacional Anarquista, declararon: «Es imposible establecer una distinción entre guerras ofensivas y guerras defensivas».

Además, añadieron que «Ninguno de los países beligerantes tiene derecho de reivindicar la civilización, del mismo modo que ninguno puede afirmar que actúa en defensa propia». La Primera Guerra Mundial, insistían, era un episodio más en el conflicto entre los capitalistas de las distintas potencias imperialistas que se desarrollaba a expensas de la clase obrera. Malatesta, Emma Goldman, Ferdinand Nieuwenthuis y la enorme mayoría del movimiento anarquista estaban convencidos de que apoyar a los gobiernos burgueses era un error imperdonable. En cambio, proponían la reivindicación «ni un hombre ni un centavo para el ejército», rechazando firmemente cualquier respaldo indirecto a la guerra.

Las actitudes frente a la guerra también despertaron debates en el movimiento feminista. La necesidad de reemplazar a los hombres en empleos que durante largos años habían sido un monopolio masculino, alentó la propagación de una ideología chauvinista en buena parte del recién nacido movimiento sufragista. Algunas de sus dirigentes llegaron a exigir leyes que habilitaran el reclutamiento de las mujeres en las fuerzas armadas. La exposición de la hipocresía de los gobiernos —que bajo la excusa de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad, utilizaban la guerra para eliminar reformas sociales fundamentales— fue uno de los logros más importantes de Rosa Luxemburgo. Ella y Clara Zetkin, Aleksandra Kolontái y Sylvia Pankhurst fueron las primeras en aventurarse con lucidez y coraje en el camino que enseñó a las generaciones venideras la relación que guardan la lucha contra el militarismo y la lucha contra el patriarcado. Más tarde, el rechazo de la guerra se convirtió en una parte distintiva del Día Internacional de la Mujer y la oposición contra los presupuestos de guerra cada vez que hubo un nuevo conflicto se convirtió en una constante de las muchas plataformas del movimiento feminista internacional.

Los medios inadecuados afectan a los fines
La profunda fractura entre revolucionarios y reformistas creció hasta convertirse en un abismo estratégico después del nacimiento de la Unión Soviética. El movimiento comunista mundial tomó a la Unión Soviética como un punto de referencia de la revolución proletaria internacional, aunque en Moscú estaba empezando a desarrollarse la teoría del «socialismo en un solo país». De acuerdo con la perspectiva que habían sostenido Bujarin y Stalin en los años 1920, la prioridad absoluta del movimiento comunista debía ser la consolidación del socialismo en Rusia.

El crecimiento del dogmatismo ideológico de los años 1920 y 1930 terminó imposibilitando toda alianza de la Internacional Comunista (1919-1943) y de los partidos socialdemócratas y socialistas europeos contra el militarismo. La única excepción a este dogmatismo fue la de León Trotski, que convocó a un frente único antifascista en oposición a la línea oficial de Moscú, cuya posición era que «todos los partidos de Alemania —desde los nazis hasta los socialdemócratas— no son más que variedades de fascismo y están desarrollando el mismo programa».

El apoyo a la guerra de los partidos que estaban construyendo la Internacional Obrera y Socialista (1923-1940) hizo que perdieran crédito a ojos de los comunistas. La idea leninista de «convertir la guerra imperialista en guerra civil» todavía encontraba eco en Moscú, donde muchos políticos y teóricos pensaban que era inevitable que se produjera un «nuevo 1914». Por lo tanto, ambos bandos estaban más concentrados en pensar qué hacer en caso de que irrumpiera una nueva guerra que en evitar que eso sucediera.

Las reivindicaciones y las declaraciones de principios diferían sustancialmente en cuanto a las expectativas y a la acción política. Entre las voces críticas del campo comunista estaban las de Nikolái Bujarin, que proponía la reivindicación «lucha por la paz» y que estaba convencido de que la paz era «uno de los temas clave del mundo contemporáneo», y la de Gueorgi Dimitrov, que argumentaba que no todas las grandes potencias tenían la misma responsabilidad en la guerra y apostaba a un acercamiento con los partidos reformistas para construir un amplio frente popular. Ambos puntos de vista contrastaban con la letanía de la ortodoxia soviética que, lejos de actualizar el análisis teórico, repetía que la responsabilidad por el riesgo de guerra recaía equitativamente y sin ninguna distinción sobre todas las potencias imperialistas.

La posición de Mao Tse-Tung era bastante diferente. En Sobre la guerra prolongada (1938), respaldándose en su experiencia a la cabeza del movimiento de liberación contra la invasión japonesa, escribió que las «guerras justas» —en las que los comunistas deben participar activamente— estaban «dotadas de un poder tremendo, capaz de transformar muchas cosas o de allanar el camino que conduce a su transformación». La estrategia propuesta por Mao era «oponer una guerra justa a una guerra injusta» y «continuar la guerra hasta alcanzar su objetivo político». Los argumentos a favor de la «omnipotencia de la guerra revolucionaria» son recurrentes en Guerra y estrategia (1938), donde el dirigente chino escribe que «solo con las armas es posible transformar todo el mundo» y que «la toma del poder por la fuerza armada, la liquidación del problema por medio de la guerra, es el objetivo principal y la forma de revolución más elevada».

La escalada de la violencia del frente nazi-fascista, en su país de origen y en el extranjero, y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, crearon un escenario todavía más oscuro que el de la guerra de 1914-1918. Después de que, en 1941, las tropas de Hitler atacaron la Unión Soviética, la Gran Guerra Patria que culminó con la derrota del nazismo se convirtió en un elemento tan importante de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y sigue vigente en la actualidad.

Con la repartición resultante de la posguerra, que segmentó el mundo en dos bloques, Iósif Stalin pretendió mostrar que el objetivo principal del movimiento comunista internacional era proteger a la Unión Soviética. Uno de los pilares centrales de esa política fue la creación de un área de defensa que incluía a ocho países de Europa Oriental. Durante el mismo período, la Doctrina Truman marcó el surgimiento de un nuevo tipo de guerra: la Guerra Fría. Con su apoyo a las fuerzas anticomunistas en Grecia, el Plan Marsall (1948) y la creación de la OTAN (1949), Estados Unidos se hizo con un bastión fundamental contra el avance de las fuerzas progresistas en Europa Occidental. La Unión Soviética respondió con el Pacto de Varsovia (1955). Esta configuración condujo a una enorme carrera armamentística que implicó, aun cuando el recuerdo de Hiroshima y Nagasaki todavía estaba fresco, la proliferación de armas nucleares.

A partir de 1961, bajo dirección de Nikita Jrushchov, la Unión Soviética adoptó un nuevo rumbo político que terminó siendo conocido como la «coexistencia pacífica». Se suponía que este giro, con el énfasis en la no intervención y el respeto de la soberanía nacional, además de la cooperación con los países capitalistas, serviría para evitar el riesgo de una tercera guerra mundial (cuya plausibilidad dejó en claro la crisis de los misiles cubana de 1962), y fortalecería el argumento de que la guerra no era inevitable.

Sin embargo, el programa de cooperación constructiva no apuntaba solamente a Estados Unidos y a los países del «socialismo realmente existente». En 1956 la Unión Soviética había aplastado una revuelta en Hungría y los partidos comunistas de Europa Occidental, no solo no habían condenado la intervención militar, sino que la habían justificado en nombre de la seguridad del bloque socialista. Por ejemplo, Palmiro Togliatti, secretario del Partido Comunista Italiano, dijo: «Apoyamos nuestro propio campo aun cuando esté cometiendo un error». La mayoría de los que compartieron esta posición terminaron arrepintiéndose amargamente a los pocos años, cuando comprendieron los efectos devastadores de la operación soviética.

Y en 1968, en el punto más álgido de la coexistencia pacífica, se repitieron hechos similares en Checoslovaquia. Frente a las reivindicaciones de democratización de la «Primavera de Praga», el politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética decidió unánimemente enviar al país medio millón de soldados y miles de tanques. Leonid Brézhnev explicó esta acción haciendo referencia a lo que denominaba la «soberanía limitada» de los países firmantes del Pacto de Varsovia: «Cuando fuerzas hostiles al socialismo intentan torcer el desarrollo de un país socialista hacia el capitalismo, el problema no solo concierne al país en cuestión, sino a todos los países socialistas». De acuerdo con esta lógica antidemocrática, la definición de lo que era y no era «socialismo» quedaba sujeta al arbitrio de los líderes soviéticos.

Pero esta vez los críticos de la izquierda tuvieron más visibilidad y representaron la voluntad de la mayoría. A pesar de que casi todos los partidos comunistas, incluso el chino, y todas las fuerzas de la «nueva izquierda» desaprobaban las acciones comunistas, los rusos no retrocedieron y concretaron el proceso que denominaron «normalización». La Unión Soviética siguió destinando una parte considerable de sus recursos económicos al gasto militar y reforzó así una cultura autoritaria a nivel social. De esa manera, perdió para siempre la buena voluntad del movimiento por la paz, que creció todavía más con las movilizaciones extraordinarias contra la guerra de Vietnam.

Una de las guerras más importantes de la década siguiente comenzó con la invasión soviética de Afganistán. En 1979, el Ejército Rojo volvió a convertirse en el instrumento de la política exterior moscovita, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que definía como su propia «zona de seguridad». Una mala decisión terminó convirtiéndose en una aventura agotadora que se extendió por más de diez años y causó muchas muertes y el exilio de millones de refugiados. En esta ocasión, el movimiento comunista internacional fue mucho menos reticente de lo que había sido en relación con las invasiones soviéticas de Hungría y Checoslovaquia. Sin embargo, la nueva guerra terminó exponiendo todavía más ante la opinión pública internacional la división entre el «socialismo realmente existente» y la alternativa política que defendía la paz y se oponía al militarismo.

Tomadas en su conjunto, estas intervenciones militares no solo representaban un atentado contra toda política de reducción del armamento, sino que desacreditaban y debilitaban el socialismo a nivel mundial, además de atentar contra su autoridad en materia de guerra. La Unión Soviética empezó a ser concebida cada vez más como una potencia imperial similar a los Estados Unidos, que, desde el inicio de la Guerra Fría, habían respaldado, más o menos secretamente, golpes de Estado, y habían colaborado con el derrocamiento de gobiernos democráticamente electos en más de veinte países. Como si no fuera suficiente, las «guerras socialistas» de 1977-1979 entre Camboya y Vietnam, y China y Vietnam (que estallaron en el contexto del conflicto sino-soviético) disiparon toda posibilidad «marxista-leninista» de atribuir la responsabilidad de la guerra exclusivamente a los desequilibrios del capitalismo.

Ser de izquierda es estar contra la guerra
El final de la Guerra Fría no conllevó el final de la guerra. Muchas de las intervenciones militares que realizó Estados Unidos en los últimos veinticinco años —a veces definidas absurdamente, sin mandato de las Naciones Unidas, como «humanitarias»— demuestran que la división bipolar del mundo entre dos superpotencias no cedió paso a la época de libertad y progreso que prometía el mantra neoliberal del Nuevo Orden Mundial. En ese mismo contexto, muchas fuerzas políticas que reivindican los valores de la izquierda terminaron participando de varias guerras. Desde Kosovo hasta Irak y Afganistán —por mencionar solo las guerras principales de la OTAN desde la caída del Muro de Berlín—, las fuerzas en cuestión respaldaron conflictos armados y difuminaron así la línea que las separaba de la derecha.

La guerra ruso-ucraniana pone de nuevo a la izquierda frente al dilema de tomar posición cuando la soberanía de un país está bajo amenaza. No condenar la invasión de Rusia a Ucrania es un error político que hace que muchos gobiernos de izquierda estén perdiendo credibilidad y que debilitará cualquier denuncia contra los ataques de Estados Unidos en el futuro. Como le escribió Marx a Lasalle n 1869, «en política exterior, clichés como “reaccionario” y “revolucionario” tienen poco que ofrecer», y una política «subjetivamente reaccionaria [puede terminar siendo] una política exterior objetivamente revolucionaria». Pero las fuerzas de izquierda deberían haber aprendido del siglo pasado que las alianzas con el «enemigo del enemigo» suelen llevar a acuerdos poco productivos, especialmente cuando el frente progresivo es el más débil en términos políticos, el que está más desorientado y el que cuenta con menos apoyo de masas.

Retomando las palabras que Lenin escribió en «La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación»: «La circunstancia de que la lucha por la libertad nacional contra una potencia imperialista pueda ser aprovechada, en determinadas condiciones, por otra “gran” potencia en beneficio de sus finalidades, igualmente imperialistas, no puede obligar a la socialdemocracia a renunciar al reconocimiento del derecho de las naciones a la autodeterminación». Más allá de los intereses geopolíticos y de las intrigas que suelen jugar en estos casos, las fuerzas de la izquierda sostuvieron históricamente el principio de la autodeterminación nacional y defendieron el derecho de los Estados individuales a establecer sus propias fronteras en función de la voluntad expresa de sus poblaciones.

La izquierda se opuso a las guerras y a las «anexiones» porque era consciente de que estas conducen a conflictos dramáticos entre los obreros del país dominante y los obreros del país oprimido, y terminan creando condiciones propicias para que ambos se unan a sus burguesías nacionales considerando que sus hermanos de clase son sus enemigos. En «Resultados de la discusión sobre la autodeterminación», Lenin escribió: «Si una revolución socialista triunfara en Petrogrado, Berlín y Varsovia, el gobierno socialista polaco, igual que los gobiernos socialistas ruso y alemán, deberían renunciar a la “retención forzada” de, pongamos por caso, los ucranianos que estuvieran dentro de las fronteras del Estado polaco».

Entonces, ¿por qué actuar distinto cuando se trata del gobierno nacionalista de Vladimir Putin?

Por otro lado, muchas personas de izquierda ceden a la tentación de convertirse —directa o indirectamente— en beligerantes, alimentando una nueva «Unión Sagrada» (expresión acuñada en 1914, cuando, apenas iniciada la Primera Guerra Mundial, la izquierda francesa decidió respaldar la participación del gobierno en el conflicto). La historia muestra que, cuando no se oponen a la guerra, las fuerzas progresistas pierden una parte fundamental de su razón de ser y terminan empantanándose en la ideología del campo opuesto. Esto sucede cada vez que los partidos de izquierda convierten su participación en el gobierno en una vara para medir su acción política, como hicieron los comunistas italianos cuando apoyaron las intervenciones de la OTAN en Kosovo y Afganistán, o como hace hoy Unidas Podemos, que suma su voz al coro unánime de todo el arco parlamentario español, en favor del envío armas al ejército ucraniano.

Bonaparte no es democracia
En los años 1850, Marx redactó una serie de artículos brillantes sobre la Guerra de Crimea que contienen muchos paralelos interesantes y útiles con el presente. En Revelaciones sobre la historia diplomática secreta del siglo XVIII (1857), refiriéndose al gran monarca moscovita del siglo XV —el que unificó Rusia y sentó las bases de su autocracia—, Marx dijo: «Basta reemplazar una serie de nombres y fechas por otros y quedará claro que las políticas de Iván III […] y las de la Rusia contemporánea no solo son similares, sino que son idénticas».

En otro texto de 1854, esta vez haciendo referencia a la guerra de Crimea y en contra de los demócratas liberales que exaltaban la coalición antirrusa, Marx escribió: «Es un error definir la guerra contra Rusia como una guerra entre la libertad y el despotismo. Además del hecho de que, si ese fuera el caso, la libertad estaría representada paradójicamente en la figura de Bonaparte, el objeto explícito de la guerra es el sostenimiento […] de los tratados de Viena, los mismos que anulan la libertad y la independencia de las naciones». Si reemplazamos a Bonaparte por los Estados Unidos de América y a los tratados de Viena por la OTAN, la observación parece pertinente frente a los hechos actuales.

El pensamiento de quienes se oponen al nacionalismo ruso y al ucraniano, como así también a la expansión de la OTAN, no expresa ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Durante las últimas semanas, muchos especialistas explicaron pacientemente las raíces del conflicto (que no se reduce en absoluto a la barbarie de la invasión rusa), y está claro que la posición de no alineación es el modo más efectivo de terminar pronto con la guerra y garantizar que se cobre la menor cantidad de vidas posible. No es cuestión de comportarse como esa «alma bella» empapada de idealismo abstracto que Hegel consideraba incapaz de enfrentar las contradicciones mundanas de la realidad. Por el contrario: el punto está en hacer real el único antídoto verdadero contra la expansión ilimitada de la guerra. Son incesantes las voces que convocan a incrementar el gasto militar y reclutar más jóvenes, o las que, como el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, suponen que la tarea de Europa es proveer a Ucrania de las «armas necesarias para la guerra». En contraste a esas posiciones, es necesario promover acciones diplomáticas fundadas en dos principios: el cese de la violencia y la neutralidad de la Ucrania independiente.

A pesar de que la OTAN ganó mucho apoyo con la invasión rusa, es necesario poner un gran empeño en garantizar que la opinión pública no termine postulando que la máquina de guerra más importante y agresiva del mundo —la OTAN— es la solución a los problemas de la seguridad mundial. Debemos mostrar que es una organización ineficaz y peligrosa que, con su impulso a la expansión y a la dominación unipolar, alimenta las tensiones que conducen a la multiplicación de las guerras en todo el mundo.

En El socialismo y la guerra, Lenin argumenta que los marxistas se distinguen de los pacifistas y de los anarquistas porque «consideran que es históricamente necesario (desde el punto de vista del materialismo dialéctico [¡sic!] de Marx) estudiar cada guerra por separado». Más adelante, dice que: «A pesar de todos los horrores, atrocidades, aflicciones y sufrimiento que acompañan inevitablemente a todas las guerras, en la historia hubo algunas que fueron progresivas, es decir, beneficiaron el desarrollo de la humanidad».

Pero aun si hubo un momento en que esa tesis tenía sentido, es una estupidez repetirla en el caso de las sociedades contemporáneas, donde pululan las armas de destrucción masiva. Rara vez una guerra —que no debe ser confundida con una revolución— tuvo el efecto democratizador que esperaban los teóricos del socialismo. En efecto, con frecuencia demostraron ser el peor modo de hacer una revolución, tanto a causa de sus costos humanos como de la destrucción de las fuerzas productivas que implican. Las guerras diseminan una ideología violenta, que se combina muchas veces con los sentimientos nacionalistas que dividieron históricamente al movimiento obrero. Muy pocas veces fomentan prácticas de autogestión y democracia directa. En cambio, suelen incrementar el poder de las instituciones autoritarias. Esta es una lección que la izquierda moderada tampoco debería olvidar.

En uno de los fragmentos más ricos de Reflexiones sobre la guerra (1933), Simone Weil se pregunta si es posible que «una revolución evite la guerra». Desde su punto de vista, es una «posibilidad frágil», pero es la única que tenemos si no queremos «perder toda esperanza». La guerra revolucionaria suele convertirse en la «tumba de la revolución» porque los «ciudadanos en armas no pueden hacer la guerra sin que haya también un aparato de control, la presión policial, una justicia de excepción y castigos por deserción». Más que cualquier otro fenómeno social, la guerra intensifica los aparatos militar, burocrático y policial. «Lleva a la desaparición total del individuo frente a la burocracia estatal». Por lo tanto, «si la guerra no termina inmediata y permanentemente […] el resultado solo será una de esas revoluciones que, como decía Marx, perfeccionan el aparato de Estado en vez de destruirlo», o, más claro todavía, «implicará incluso prolongar bajo otra forma el régimen que queremos eliminar». Entonces, en caso de guerra, «debemos elegir entre obstruir el funcionamiento de una máquina militar en la que nosotros mismos somos los engranajes, o ayudar a que esa máquina aplaste ciegamente vidas humanas».

Para la izquierda, la guerra no puede ser «la continuación de la política por otros medios», según afirma la célebre fórmula de Clausewitz. En realidad, la guerra solo certifica el fracaso de la política. Si la izquierda desea volver a ser hegemónica y está dispuesta a servirse virtuosamente de su historia, debe escribir con tinta indeleble en sus banderas las consignas «Antimilitarismo» y «¡No a la guerra!».

 

Traducción: Valentín Huarte