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La izquierda y la guerra

Mientras que la ciencia política indaga las motivaciones ideológicas, políticas, económicas e incluso psicológicas que movilizan a la guerra, uno de los aportes más convincentes de la teoría socialista está en haber sacado a luz el nexo que vincula la multiplicación de las guerras con el desarrollo del capitalismo.
En los debates de la Primera Internacional, César de Paepe, uno de los dirigentes más importantes, formuló una tesis que se convirtió en la posición clásica del movimiento obrero sobre el tema, a saber, que las guerras son inevitables bajo un régimen de producción capitalista. En la sociedad contemporánea no es la ambición de los monarcas ni la de otros individuos la que provocan las guerras: es el modelo socioeconómico dominante. La enseñanza del movimiento obrero, que tuvo enormes consecuencias civilizatorias, surgió de la creencia en que toda guerra debía ser considerada una «guerra civil», es decir, un choque violento entre trabajadores que carecen de los medios necesarios que garantizan su supervivencia.

Karl Marx no dejó ningún escrito donde desarrolle su concepción —fragmentaria y a veces contradictoria— de la guerra, ni estableció pautas de acción que definieran los márgenes de una posición política correcta ante este tipo de conflictos. Aunque en El capital argumentó que la violencia era una potencia económica, «la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva», no pensaba que la guerra pudiera convertirse en un atajo que llevara a la transformación revolucionaria de la sociedad, y dedicó gran parte de su actividad política a comprometer a los trabajadores con el principio de la solidaridad internacional.

En cambio, la guerra era una cuestión tan importante para Friedrich Engels, que este terminó dedicándole uno de sus últimos escritos. En «¿Es posible que Europa deponga las armas?» notó que hacía más de veinticinco años que cada potencia intentaba superar militarmente a sus rivales. Eso había conducido a una producción de armamento sin precedente y colocaba el Viejo Mundo ante la posibilidad de «una guerra de destrucción de magnitudes nunca antes vistas». Según Engels, «el sistema de ejércitos permanentes llega a tales extremos en toda Europa que debe, o bien provocar una catástrofe económica en los pueblos que enfrentan el enorme gasto militar que implica, o bien degenerar en una guerra de exterminio generalizada». En su análisis, Engels no dejó de destacar que los Estados mantenían a los ejércitos permanentes tanto por motivos políticos internos como por motivos militares externos. De hecho, afirmó que que los ejércitos estaban hechos para «brindar protección, no tanto contra el enemigo externo, como contra el interno», y el desarrollo de sus instrumentos y de sus habilidades tenía por fin principal la represión de las luchas obreras y del proletariado en general. Como los costos de la guerra recaían principalmente, por medio de los impuestos y del reclutamiento, sobre las espaldas de los sectores populares, el movimiento obrero debía luchar por la «reducción gradual de los plazos del servicio [militar] mediante un tratado internacional» y por el desarme como única «garantía de paz» efectiva.

Experimentos y colapso
No pasó mucho tiempo hasta que este debate teórico pacífico se convirtió en el asunto político más apremiante de la época. Los representantes del movimiento obrero tuvieron que oponerse concretamente a la guerra en muchas ocasiones. En el conflicto franco-prusiano de 1870 (que antecedió a la Comuna de París), Wilhelm Liebknecht y August Bebel, diputados socialdemócratas, condenaron los objetivos anexionistas de la Alemania de Bismarck y votaron contra los créditos de guerra. Su decisión de «rechazar el proyecto de ley que concedía más fondos para continuar la guerra» los llevó a cumplir una condena a prisión de dos años por alta traición, pero también sirvió para mostrarle a la clase obrera una forma alternativa de intervenir en la crisis.

Mientras las principales potencias europeas continuaban con su expansión imperialista, la polémica sobre la guerra adquiría cada vez más peso en los debates de la Segunda Internacional. Una resolución adoptada durante el congreso fundacional había consagrado la paz como «precondición necesaria de toda emancipación obrera». Cuando la Weltpolitik —la agresiva política de la Alemania imperial, que buscaba incrementar su poder en la arena internacional— empezó a modificar la configuración geopolítica, los principios antimilitaristas fortalecieron sus raíces en el movimiento obrero y acrecentaron su influencia en los debates sobre conflictos armados. La izquierda dejó de pensar que la guerra era un fenómeno que abría oportunidades revolucionarias y anunciaba el colapso del sistema (idea que remontaba a la máxima de Robespierre, «Ninguna revolución sin revolución»). En cambio, empezó a concebirla como un peligro y a temer las consecuencias penosas que tenía sobre el proletariado: hambre, miseria y desempleo.

La resolución «Sobre militarismo y conflictos internacionales», adoptada por la Segunda Internacional en el Congreso de Stuttgart de 1907, recapitulaba todos los puntos clave que a esa altura se habían convertido en la herencia común del movimiento obrero. Destacaban el voto contra los presupuestos que incrementaban el gasto militar, la antipatía frente a los ejércitos permanentes y la preferencia por un sistema de milicias populares. Con el paso de los años, la Segunda Internacional perdió poco a poco su compromiso con una política de acción pacífica y la mayoría de los partidos socialistas europeos terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias fueron desastrosas. Con la idea de que no había que dejar que los capitalistas monopolizaran los «beneficios del progreso», el movimiento obrero llegó a compartir los objetivos expansionistas de las clases dominantes y hundió sus pies en el pantano de la ideología nacionalista. La Segunda Internacional demostró ser completamente impotente frente al conflicto y fracasó en uno de sus objetivos principales: la conservación de la paz.

Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin fueron quienes se opusieron más firmemente a la guerra. Luxemburgo amplió la comprensión teórica de la izquierda y mostró que el militarismo era una aspecto clave del Estado. Dando muestras de una convicción y coherencia con pocos parangones en el movimiento comunista, argumentó que la consigna «¡Guerra contra la guerra!» debía convertirse en la «piedra angular de la política de la clase obrera». Como escribió en La crisis de la socialdemocracia, la Segunda Internacional había estallado porque no había logrado que el proletariado aplicara en todos los países «una táctica y una acción comunes». De ahí en adelante, el «objetivo principal» del proletariado debía ser «luchar contra el imperialismo y evitar toda conflagración, en tiempos de paz y en tiempos de guerra».

En El socialismo y la guerra, igual que en muchos otros textos escritos durante la Primera Guerra Mundial, Lenin tuvo el mérito de identificar dos cuestiones fundamentales. La primera concernía a la «falsificación histórica» mediante la cual la burguesía intentaba atribuir un «sentido progresivo de liberación nacional» a lo que en realidad eran guerras de «saqueo», llevadas a cabo con el único objetivo de decidir cuál de los países beligerantes tendría derecho a oprimir a más pueblos extranjeros, incrementando así las desigualdades del capitalismo. La segunda era el enmascaramiento de las contradicciones en el que incurrían los reformistas, que habían dejado de lado la lucha de clases con la intención de «morder un poco de las ganancias que sus burguesías nacionales obtenían del pillaje de otros países». La tesis más famosa de este panfleto —que los revolucionarios debían «convertir la guerra imperialista en una guerra civil»— implicaba que aquellos que realmente querían una «paz democrática duradera» debían llevar a cabo «una guerra civil contra sus gobiernos y contra la burguesía». Lenin estaba convencido de una idea que la historia terminó refutando: que toda lucha de clases conducida de manera consistente en tiempos de guerra suscitaría «inevitablemente» el espíritu revolucionario entre las masas.

Líneas de demarcación
La Primera Guerra Mundial no solo produjo divisiones en la Segunda Internacional: también enfrentó a distintas tendencias en el interior del movimiento anarquista. En un artículo publicado poco tiempo después del estallido de la guerra, Piotr Kropotkin escribió que «la tarea de cualquier persona que confíe mínimamente en la idea de progreso humano es aplastar la invasión alemana de Europa Occidental». En respuesta a Kropotkin, el anarquista italiano Enrico Malatesta argumentó que «la victoria alemana seguramente conllevaría el triunfo del militarismo, pero que el triunfo de los aliados garantizaría la dominación ruso-británica en toda Europa y Asia».

En el Manifiesto de los dieciséis, Kropotkin planteó la necesidad de «resistir a un agresor que representa la destrucción de todas nuestras expectativas de liberación». Argumentó que, aun si no dejaba de atentar contra las libertades existentes, la victoria de la Triple Entente contra Alemania representaba el mal menor. Del otro lado, Malatesta y los compañeros que firmaron con él El manifiesto antiguerra de la Internacional Anarquista, declararon: «Es imposible establecer una distinción entre guerras ofensivas y guerras defensivas». Además, añadieron que «Ninguno de los países beligerantes tiene derecho de reivindicar la civilización, igual que ninguno puede afirmar que actúa en defensa propia».

Las actitudes frente a la guerra también despertaron debates en el movimiento feminista. La necesidad de reemplazar a los hombres en empleos que durante largos años habían sido un monopolio masculino, alentó la propagación de una ideología chauvinista en buena parte del recién nacido movimiento sufragista. La exposición de la hipocresía de los gobiernos —que bajo la excusa de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad, utilizaban la guerra para eliminar reformas sociales fundamentales— fue uno de los logros más importantes de Rosa Luxemburgo y de las comunistas feministas de aquella época. Fueron las primeras en aventurarse con lucidez y coraje en el camino que enseñó a las generaciones venideras la relación que guardan la lucha contra el militarismo y la lucha contra el patriarcado. Más tarde, el rechazo de la guerra se convirtió en una parte distintiva del Día Internacional de la Mujer y la oposición contra los presupuestos de guerra cada vez que hubo un nuevo conflicto se convirtió en una constante de las muchas plataformas del movimiento feminista internacional.

La escalada de la violencia del frente nazi-fascista, en su país de origen y en el extranjero, y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, crearon un escenario todavía más oscuro que el de la guerra de 1914-1918. Después de que, en 1941, las tropas de Hitler atacaron la Unión Soviética, la Gran Guerra Patria que culminó con la derrota del nazismo se convirtió en un elemento tan importante de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y sigue vigente en la actualidad.

Con la repartición resultante de la posguerra, que segmentó el mundo en dos bloques, Iósif Stalin pretendió mostrar que el objetivo principal del movimiento comunista internacional era proteger a la Unión Soviética. Uno de los pilares centrales de esa política fue la creación de un área de defensa que incluía a ocho países de Europa Oriental. A partir de 1961, bajo dirección de Nikita Jrushchov, la Unión Soviética adoptó un nuevo rumbo político que terminó siendo conocido como la «coexistencia pacífica». Sin embargo, el programa de cooperación constructiva no apuntaba solamente a Estados Unidos y a los países del «socialismo realmente existente». En 1956, la Unión Soviética había aplastado brutalmente la Revolución húngara. Y en 1968 hizo lo mismo en Checoslovaquia. Frente a las reivindicaciones de democratización de la «Primavera de Praga», el politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética decidió unánimemente enviar al país medio millón de soldados y miles de tanques. Leonid Brézhnev explicó esta acción haciendo referencia a lo que denominaba la «soberanía limitada» de los países firmantes del Pacto de Varsovia: «Cuando fuerzas hostiles al socialismo intentan torcer el desarrollo de un país socialista hacia el capitalismo, el problema no solo concierne al país en cuestión, sino a todos los países socialistas». De acuerdo con esta lógica antidemocrática, la definición de lo que era y no era «socialismo» quedaba sujeta al arbitrio de los líderes soviéticos.

En 1979, con la invasión de Afganistán, el Ejército Rojo volvió a convertirse en el instrumento de la política exterior moscovita, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que definía como su propia «zona de seguridad». Estas intervenciones militares no solo representaban un atentado contra toda política de reducción del armamento, sino que desacreditaban y debilitaban el socialismo a nivel mundial. La Unión Soviética empezó a ser concebida cada vez más como una potencia imperial que actuaba de forma similar a los Estados Unidos, que, desde el inicio de la Guerra Fría, habían respaldado, más o menos secretamente, golpes de Estado, y habían colaborado con el derrocamiento de gobiernos democráticamente electos en más de veinte países.

Ser de izquierda es estar contra la guerra
El fin de la Guerra Fría no mermó la magnitud de la interferencia de las potencias en los asuntos internos de otros países, ni tampoco conllevó un aumento de la libertad de todos los pueblos a la hora de elegir el régimen político bajo el que viven. La guerra ruso-ucraniana pone de nuevo a la izquierda frente al dilema de tomar posición cuando la soberanía de un país es puesta bajo amenaza. El gobierno de Venezuela comete un error al no condenar la invasión de Rusia a Ucrania y hace que pierdan credibilidad sus denuncias contra posibles ataques de Estados Unidos en el futuro. Retomando las palabras que Lenin escribió en «La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación»: «La circunstancia de que la lucha por la libertad nacional contra una potencia imperialista pueda ser aprovechada, en determinadas condiciones, por otra “gran” potencia en beneficio de sus finalidades, igualmente imperialistas, no puede obligar a la socialdemocracia a renunciar al reconocimiento del derecho de las naciones a la autodeterminación». Más allá de los intereses geopolíticos y de las intrigas que suelen jugar en estos casos, las fuerzas de la izquierda sostuvieron históricamente el principio de la autodeterminación nacional y defendieron el derecho de los Estados individuales a establecer sus propias fronteras en función de la voluntad expresa de sus poblaciones. En «Resultados de la discusión sobre la autodeterminación», Lenin escribió: «Si una revolución socialista triunfara en Petrogrado, Berlín y Varsovia, el gobierno socialista polaco, igual que los gobiernos socialistas ruso y polaco, deberían renunciar a la “retención forzada” de, pongamos por caso, los ucranianos que estuvieran dentro de las fronteras del Estado polaco». Entonces, ¿por qué actuar distinto cuando se trata del gobierno nacionalista de Vladimir Putin?

Muchas personas de izquierda ceden a la tentación de convertirse —directa o indirectamente— en beligerantes, alimentando una nueva «Unión Sagrada». Pero hoy esa posición solo sirve a los fines de borrar la distinción entre atlantismo y pacifismo. La historia muestra que, cuando no se oponen a la guerra, las fuerzas progresistas pierden una parte fundamental de su razón de ser y terminan empantanándose en la ideología del campo opuesto. Esto sucede cada vez que los partidos de izquierda convierten su participación en el gobierno en una vara para medir su acción política, como hicieron los comunistas italianos cuando apoyaron las intervenciones de la OTAN en Kosovo y Afganistán, o como hace hoy Unidas Podemos, que suma su voz al coro unánime de todo el arco parlamentario español, en favor del envío de armas al ejército ucraniano.

Bonaparte no es democracia
En 1854, Marx, haciendo referencia a la guerra de Crimea y en contra de los demócratas liberales que exaltaban la coalición antirrusa, escribió: «Es un error definir la guerra contra Rusia como una guerra entre la libertad y el despotismo. Además del hecho de que, si ese fuera el caso, la libertad estaría representada paradójicamente en la figura de Bonaparte, el objeto explícito de la guerra es el sostenimiento […] de los tratados de Viena, los mismos que anulan la libertad y la independencia de las naciones». Si reemplazamos a Bonaparte por los Estados Unidos de América y a los tratados de Viena por la OTAN, la observación parece pertinente frente a los hechos actuales.

El pensamiento de quienes se oponen al nacionalismo ruso y al ucraniano, como así también a la expansión de la OTAN, no expresa ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Durante las últimas semanas, muchos especialistas explicaron pacientemente las raíces del conflicto (que no se reduce en absoluto a la barbarie de la invasión rusa), y está claro que la posición de no alineación es el modo más efectivo de terminar pronto con la guerra y garantizar que se cobre la menor cantidad de vidas posible. Es necesario promover acciones diplomáticas fundadas en dos principios: el cese de la violencia y la neutralidad de la Ucrania independiente.

A pesar de que la OTAN ganó mucho apoyo con la invasión rusa, es necesario poner un gran empeño en garantizar que la opinión pública no termine postulando que la máquina de guerra más importante y agresiva del mundo —la OTAN— es la solución a los problemas de la seguridad mundial. Debemos mostrar que es una organización ineficaz y peligrosa que, con su impulso a la expansión y a la dominación unipolar, alimenta las tensiones que conducen a la multiplicación de las guerras en todo el mundo.

Para la izquierda, la guerra no puede ser «la continuación de la política por otros medios», según afirma la célebre fórmula de Clausewitz. En realidad, la guerra solo certifica el fracaso de la política. Si la izquierda desea volver a ser hegemónica y está dispuesta a servirse virtuosamente de su historia, debe escribir con tinta indeleble en sus banderas las consignas «Antimilitarismo» y «¡No a la guerra!».

 

Traducción: Valentín Huarte

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Militarismo y cultura de guerra en la URSS y Rusia

La escalada de violencia del frente nazi-fascista en la década de 1930 provocó el estallido de la Segunda Guerra Mundial y creó un escenario aún más nefasto que el que destruyó Europa entre 1914 y 1918. Después de que las tropas de Hitler atacaran la Unión Soviética en 1941, Joseph Stalin convocó a una Gran Guerra Patriótica que finalizó el 9 de mayo con la derrota de Alemania, Italia y Japón. Esta fecha se convirtió en un elemento tan central de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y perdura hasta nuestros días. Bajo el pretexto de la lucha contra el nazismo, se oculta, hoy más que nunca, una peligrosa ideología nacionalista y militarista.

Guerra fría y carrera de armamentos

Con la división del mundo en dos bloques después de la guerra, los líderes del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) decidieron que la tarea principal del movimiento comunista internacional era salvaguardar la existencia de la Unión Soviética. En el mismo período, la Doctrina Truman marcó el advenimiento de un nuevo tipo de guerra: la Guerra Fría. Con su apoyo a las fuerzas anticomunistas en Grecia, el Plan Marshall (1948) y la creación de la OTAN (1949), los Estados Unidos de América contribuyeron a evitar el avance de las fuerzas progresistas en Europa Occidental. La Unión Soviética respondió con el Pacto de Varsovia (1955). Esta configuración condujo a una gran carrera armamentista que, a pesar del recuerdo aun fresco de Hiroshima y Nagasaki, también implicó una proliferación de pruebas de bombas nucleares.

Con el giro político decidido por Nikita Khrushchev en 1961, la Unión Soviética inició un período de “coexistencia pacífica”. Se suponía que este cambio, con su énfasis en la no injerencia y el respeto por la soberanía nacional, así como la cooperación económica con los países capitalistas, evitaría el peligro de una tercera guerra mundial (que la crisis de los misiles cubanos mostró ser una posibilidad en 1962) y apoyaría el argumento de que la guerra no era inevitable. Sin embargo, este intento de cooperación constructiva estuvo lleno de contradicciones.

En 1956, la Unión Soviética ya había aplastado violentamente una sublevación en Hungría. Los partidos comunistas de Europa Occidental no condenaron sino que justificaron la intervención militar en nombre de la protección del bloque socialista y Palmiro Togliatti, el secretario del Partido Comunista Italiano, declaró: “estamos con nuestro lado incluso cuando comete un error”. . La mayoría de los que compartían esta posición lo lamentaron amargamente en años posteriores, cuando comprendieron los devastadores efectos de la operación soviética. Acontecimientos similares tuvieron lugar en el apogeo de la coexistencia pacífica, en 1968, en Checoslovaquia. El Politburó del PCUS envía medio millón de soldados y miles de tanques para reprimir las exigencias de democratización de la “Primavera de Praga”. Esta vez los críticos de la izquierda fueron más abiertos e incluso representaron a la mayoría. Sin embargo, aunque la desaprobación de la acción soviética fue expresada no solo por los movimientos de la Nueva Izquierda, sino también por la mayoría de los partidos comunistas, incluido el chino, los rusos no retrocedieron sino que llevaron a cabo un proceso que llamaron “normalización”. La Unión Soviética siguió destinando una parte importante de sus recursos económicos al gasto militar, lo que contribuyó a reforzar una cultura autoritaria en la sociedad. De esta manera, perdió para siempre la simpatia del movimiento por la paz, que se había hecho aún más grande a través de las extraordinarias movilizaciones contra la guerra de Vietnam.

Otro poder imperial

Una de las guerras más importantes de la década siguiente comenzó con la invasión soviética de Afganistán. En 1979, el Ejército Rojo volvió a convertirse en un importante instrumento de la política exterior rusa, que siguió reclamando el derecho a intervenir en “su zona de seguridad”. La desafortunada decisión se convirtió en una aventura agotadora que se prolongó durante más de diez años, provocando un gran número de muertos y creando millones de refugiados. En esta ocasión, el movimiento comunista internacional se mostró mucho menos reticente que en anteriores invasiones soviéticas. Sin embargo, esta nueva guerra reveló aún más claramente a la opinión pública internacional la división entre el “socialismo realmente existente” y una alternativa política basada en la paz y la oposición al militarismo.

Tomadas en su conjunto, estas intervenciones militares dificultaron una reducción general de armamentos y sirvieron para desacreditar al socialismo. La Unión Soviética fue vista cada vez más como una potencia imperial que actuaba de una manera no muy diferente a la de Estados Unidos, que, desde el comienzo de la Guerra Fría, había respaldado golpes de estado más o menos en secreto y ayudado a derrocar gobiernos elegidos democráticamente en más de veinte países de todo el mundo. Por último, las “guerras socialistas” de 1977-1979 entre Camboya y Vietnam y entre China y Vietnam, en el contexto del conflicto chino-soviético, disiparon cualquier influencia de la ideología “marxista-leninista” (ya alejada de los cimientos originales establecidos por Karl Marx y Friedrich Engels) a la hora de atribuir la guerra exclusivamente a los desequilibrios económicos del capitalismo.

Marx contra la Rusia contrarrevolucionaria

Marx no desarrolló en ninguno de sus escritos una teoría coherente de la guerra, ni planteó pautas sobre la actitud correcta a tomar frente a ella. Sin embargo, cuando eligió entre campos opuestos, su única constante fue su oposición a la Rusia zarista, que vio como la vanguardia de la contrarrevolución y una de las principales barreras para la emancipación de la clase trabajadora.

En sus Revelaciones de la historia diplomática del siglo XVIII –un libro publicado por Marx en 1857 pero nunca traducido en la Unión Soviética–, al hablar de Iván III, el agresivo monarca moscovita del siglo XV que unificó Rusia y sentó las bases de su autocracia, afirmó: “solo se necesita reemplazar una serie de nombres y fechas con otros y queda claro que las políticas de Iván III, y las de Rusia hoy, no son simplemente similares sino idénticas”. Desafortunadamente, estas observaciones parecen escritas para hoy, en relación con la invasión rusa de Ucrania.

Las guerras difunden una ideología de violencia, a menudo combinada con los sentimientos nacionalistas que han desgarrado al movimiento obrero. Raramente favorecen las prácticas de la democracia, pero aumentan en cambio el poder de las instituciones autoritarias. Las guerras engrosan el aparato militar, burocrático y policial. Conducen a la anulación de la sociedad ante la burocracia estatal. En Reflexiones sobre la guerra, la filósofa Simone Weil argumentó que: “cualquiera que sea el nombre que tome —fascismo, democracia o dictadura del proletariado—, el principal enemigo sigue siendo el aparato administrativo, policial y militar; no el enemigo al otro lado de la frontera, que es nuestro enemigo sólo en la medida en que es enemigo de nuestros hermanos y hermanas, sino el que dice ser nuestro defensor mientras nos convierte en sus esclavos”. Esta es una lección dramática que la izquierda nunca debería olvidar.

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Josefina L. Martínez, Ctxt. Contexto y Acción

Tomando café con Marx
Una ola de sindicalización recorre los Starbucks de EE.UU., donde el 70% de la fuerza laboral son mujeres y un 48,2% son personas racializadas o de pueblos nativos

Poco antes del 8 de marzo, un artículo del Washington Post titulaba de forma sugerente: “Más tiendas de Starbucks quieren sindicalizarse. Mujeres y trabajadores no binaries están liderando la campaña”. Desde entonces, un centenar de tiendas de Starbucks han iniciado el proceso de sindicalización en Estados Unidos. Es una verdadera ola de sindicalismo desde abajo, diverso y militante, que no se veía en ese país desde los años 60 o incluso la década de los 30. ¿Y habéis visto los rostros de esta nueva clase obrera? Son muchas mujeres, personas LGTBI+, negras, latinas, africanas o asiáticas, con un promedio de edad de 20 o 22 años. La llaman generación “U”, por “Union” (sindicato). La rabia acumulada durante la pandemia por la falta de protocolos seguros, horarios flexibles que no permiten planificar la vida, una inflación que se come el salario, la imposibilidad de pagar un alquiler o poder estudiar, crearon un clima propicio para esta primavera de asociacionismo.

La chispa se encendió en diciembre en Búfalo, cuando la primera tienda de café logró sindicalizarse después de una huelga. En un país donde el neoliberalismo arrasó con la afiliación sindical durante décadas, encuestas como la de Gallup indican que actualmente casi el 70% de la población norteamericana ve de forma favorable a los sindicatos (un porcentaje que alcanza el 80% entre personas de 18 a 34 años).

Según un informe de la empresa Starbucks, el 70% de la fuerza laboral en sus tiendas norteamericanas son mujeres y un 48,2% son personas negras, de pueblos nativos o “personas de color”. Esto explica que sean ellas las que están al frente de esta lucha. Activistas que han sido impactadas por el movimiento feminista y las huelgas de mujeres, por la insurgencia del Black Lives Matter, las reivindicaciones del colectivo LGTBI y el movimiento ecologista de los últimos años. Es el caso de Jaz Brisack, una joven estudiante que, inspirada por los discursos del socialista Eugene Debs, fundador de la Industrial Workers of the World (IWW), se lanzó a organizar a sus compañeras de trabajo de forma clandestina en el Starbucks de Búfalo hace más de un año.

Un proceso igual de profundo se vive en algunos almacenes de Amazon, donde activistas como Chris Smalls o Angelika Maldonado han logrado organizar con mucho esfuerzo una campaña militante que ha derrotado al Goliat de la logística mundial. En el almacén de Staten Island, con 8.000 trabajadores, se ha formado el nuevo sindicato Amazon Labor Union (ALU) superando todos los obstáculos puestos por la empresa. Jimena Mendoza, editora de Left Voice en Nueva York, explica lo inédito de estos procesos de organización que “empezaron a fomentar muchísimo la unidad interracial y crearon redes dentro del almacén. Lo que han dicho los organizadores es que para algunas de las tácticas que emplearon se inspiraron en las del movimiento obrero de los años treinta, en las huelgas del acero, por ejemplo, y también utilizaron una práctica combativa”.

Eleanor Marx en Chicago

A fines del siglo XIX, el movimiento obrero norteamericano estaba en ebullición. Anarquistas y socialistas promovían la organización de nuevos sindicatos para luchar contra las agotadoras jornadas de diez o catorce horas en las fábricas y talleres. El 1 de mayo de ese año, la Federación Americana del Trabajo había convocado una jornada de protesta para exigir las 8 horas. 8 horas para trabajar, 8 horas para descansar y 8 horas para vivir. En esa lucha por la vida más allá del trabajo, estallaron en todo el país más de 5.000 huelgas. En Chicago, el 3 de mayo las manifestaciones fueron reprimidas, con el saldo de varios obreros muertos y gran cantidad de heridos. Como respuesta, los sindicatos convocaron una masiva concentración en la plaza Haymarket, a la que acudieron miles de trabajadores. La policía cargó nuevamente y, en medio de la confusión, un desconocido arrojó una bomba contra los uniformados. De forma inmediata, la policía descargó ráfagas hacia la multitud y desató una caza de brujas contra socialistas y anarquistas.

August Spies, Mihael Schwab, Adolph Fisher, George Engel, Louis Lingg, Albert Parsons, Samuel Fielden y Oscar Neebe fueron sometidos a un juicio fraudulento y orquestado. El montaje judicial fue escandaloso y se inició una campaña internacional por la liberación de los presos, algunos de los cuales ni siquiera habían estado en la manifestación. En noviembre de ese año Spies, Engel, Fisher y Parsons fueron ahorcados. Louis Lingg se había suicidado en prisión pocos días antes. En su funeral marcharon por las calles de Chicago más de 25.000 trabajadores. Los otros encausados pasaron varios años en prisión hasta que la farsa del juicio y las mentirosas acusaciones fueron desmentidas y recobraron la libertad. En honor a los “Mártires de Chicago”, se fijó el 1 de mayo como Día Internacional de los Trabajadores.

Eleanor Marx, la hija menor de Karl Marx, había llegado a Estados Unidos en agosto de ese año, cuando la campaña por la liberación de los detenidos en Chicago estaba en pleno apogeo. En cada discurso que hizo en diferentes ciudades exigió su libertad. En la gira, se interesó en especial por la situación de las mujeres trabajadoras en Estados Unidos, investigando sobre sus condiciones laborales. El trabajo en las fábricas textiles y la industria del tabaco era degradante y precario. En muchos casos, las mujeres y sus familias dormían en el mismo lugar de trabajo. La explotación infantil era otra marca de nacimiento del pujante capitalismo norteamericano.

Eleanor Marx destacó en aquellos años por su papel como organizadora en Inglaterra, agrupando a aquellos entre los más explotados y oprimidos de la clase: las mujeres y trabajadores precarios no calificados. Sectores que eran considerados “inorganizables” por las cúpulas de los sindicatos. Y al mismo tiempo que apoyaba huelgas por salarios y por la reducción de la jornada laboral para conseguir una vida más allá del trabajo, promovía la lucha de fondo por terminar con el trabajo asalariado como tal.

Hace unas semanas se publicó en castellano ¡Trabajadores del mundo, uníos! (Bellaterra, 2022), una antología con escritos y documentos de la Primera Internacional fundada por Marx y Engels. La edición, prologada por Marcello Musto, permite acercarse a una historia viva de la primera organización mundial de la clase trabajadora. Muestra que su influencia crecía al calor de su intervención y apoyo a las luchas de trabajadores y trabajadoras en varios países, al mismo tiempo que se planteaba como objetivo acabar con toda forma de opresión y explotación.

Un siglo y medio después, las condiciones laborales en muchos centros de trabajo se asemejan más a aquellas del siglo XIX que a las promesas de “libertad” y “prosperidad” que el capitalismo aseguraba traer. Grandes multinacionales como Amazon y Starbucks invierten millones de dólares en campañas antisindicales, contratando a bufetes de abogados y consultoras para evitar que se formen nuevos sindicatos. Más cerca, también en España muchas empresas imponen un veto a la organización sindical mediante despidos y persecuciones, tal como lo viene denunciando la Plataforma de Represaliadxs Sindicales, que agrupa casos de diferentes centros de trabajo. O como pudimos ver hace unos meses en Cádiz, cuando el gobierno “progre” envió una tanqueta contra los huelguistas del metal.

A pocos días del 1 de mayo, frente a tantos que dieron por muerta a la clase obrera, bien vale decir: ¡larga vida a la clase obrera! Dirigir la mirada hacia lo que ocurre en las tiendas de Starbucks y los almacenes de Amazon, pero también hacia el campo andaluz, donde se organizan las jornaleras de Huelva, o hacia los suelos que limpian las trabajadoras del Guggenheim en Bilbao. Allí se encuentra una clase obrera feminizada, diversa y racializada dando pasos en su organización, en la lucha y en la solidaridad más allá de las fronteras. Y si los capitalistas siguen utilizando las mismas técnicas de represión antisindical que sus antepasados, lxs trabajadorxs también tienen el desafío de aprender de su propia historia de luchas y revoluciones. Claro que no todo siempre será igual. Hoy Eleanor Marx se sentaría a conspirar sobre cómo organizar una huelga con una joven trabajadora queer en Nueva York o con una jornalera marroquí. Y tomarían un café machiatto, claro está.

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Josefina L. Martínez, La Izquierda Diario

“¡Trabajadores del mundo, uníos!” reúne documentos y resoluciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) en sus diferentes Congresos.

El libro, compilado por Marcello Musto, fue publicado en castellano en 2022 por Bellaterra. [1]

Hasta el momento, la edición más completa de documentos y actas de los Congresos de la AIT en castellano era la antología de Jacques Freymond. [2] Una obra exhaustiva, publicada en 1973 en dos tomos que suman casi 1200 páginas. Sin embargo, estaba agotada hace tiempo, por lo que muchos de esos escritos eran de difícil acceso. De ahí que sea una muy buena noticia la publicación de esta nueva antología que recupera muchos de los debates en el seno de la Internacional. El libro reúne minutas y documentos del Consejo General de la AIT con sede en Londres dirigido por Marx, junto con registros de intervenciones de diferentes delegados en los Congresos y Conferencias de la AIT entre 1866 y 1872 (incluye también documentos posteriores). En algunos casos se trata de materiales inéditos en castellano (24 resoluciones e intervenciones sobre un total de 80 fueron traducidas por primera vez).

Después de una detallada introducción por parte de Musto, los documentos ocupan casi 300 páginas y están organizados temáticamente en varias partes: 1) El discurso inaugural, 2) El programa político, 3) El trabajo, 4) Sindicatos y huelgas, 5) El movimiento y el crédito cooperativo, 6) Sobre la herencia, 7) La propiedad colectiva y el Estado, 8) Educación, 9) La Comuna de París, 10) El internacionalismo y la oposición a la guerra, 11) La cuestión irlandesa, 12) Sobre los Estados Unidos y 13) Organización política.

Musto destaca que la compilación responde a una meta precisa: “mostrar la forma económica y política de la sociedad futura que buscaban alcanzar los miembros de la Internacional”. La selección tiene el objetivo -explica- de destacar algunos puntos clave del debate teórico-político entre las diferentes tendencias y agrupamientos al interior de la Internacional. En particular entre los mutualistas proudhonianos, los comunistas afines a Marx y los anarquistas influenciados por Bakunin.

Es un aporte, también, la hipótesis que plantea acerca de las dimensiones organizativas de la Internacional a través de los años. En base a distintas fuentes, Musto elabora una serie de datos de afiliaciones a las secciones de la internacional, señalando los que habrían sido años de mayor auge en cada país. En su pico más alto, la Internacional habría alcanzado unos 150.000 afiliados, de los cuales 50.000 se encontraban en Inglaterra, más de 30.000 entre Francia y Bélgica, 30.000 en España, 25.000 en Italia, más de 10.000 en Alemania, unos cuantos miles en el resto de los países europeos y cerca de 4.000 en Estados Unidos. Estas cifras eran considerables para aquel momento, más teniendo en cuenta que en varios países se perseguía a los miembros de la Internacional o eran organizaciones ilegales. Desde el punto de vista de su composición, la Asociación afiliaba tanto a sindicatos como a asociaciones políticas o individuos. En el caso de Inglaterra, la presencia sindical era mayoritaria, mientras que en Francia y Bélgica se combinaba la afiliación sindical con la presencia de múltiples agrupamientos socialistas y mutualistas.

No pretendemos aquí dar cuenta de todos los hitos de la historia de la Internacional ni el conjunto de los debates que aborda Musto en la introducción. Nos gustaría destacar algunos ejes que pueden tener especial interés para la actualidad: la polémica de Marx con el sindicalismo y el cooperativismo, los debates sobre el Estado y la Comuna con el anarquismo y la cuestión de la organización y el partido mundial.

Sindicalismo, mutualismo y socialismo

La historia de la Internacional no se puede separar de la del movimiento obrero de su época. Desde su fundación el 28 de septiembre de 1864 en el Saint Martin’s Hall de Londres, la organización crece en influencia, al calor del desarrollo de importantes procesos huelguísticos. Trabajadores en huelga se dirigen a la Internacional para solicitar apoyo en sus luchas o se afilian a la misma, como es el caso de los obreros y obreras ovalistas de Lyon o los mineros de Fuveau. [3] Muchos trabajadores y trabajadoras apoyan la Internacional como un espacio para la coordinación entre obreros de diferentes países, con el fin de evitar que las patronales quiebren las huelgas, como intentaban hacerlo una y otra vez, contratando mano de obra extranjera. Esa búsqueda de una solidaridad de clase elemental a través de las fronteras se encuentra en los orígenes de la Internacional.

En los primeros años, se producen debates sobre la cuestión sindical y las huelgas, ya que algunos grupos se oponían a la lucha sindical. Esto será combatido desde el inicio por Marx y Engels. Al mismo tiempo, los documentos muestran la tensión constante con los sectores sindicalistas (en especial los dirigentes sindicales ingleses) que tienden a posiciones “economicistas”. Es decir, que querían restringir la organización a actuar como una plataforma de solidaridad activa con las luchas salariales, por la reducción de la jornada o mejores condiciones laborales, sin inmiscuirse en el terreno político. Por su parte, los sectores afines a Marx y Engels defienden una perspectiva política que tiene como objetivo la emancipación completa de la clase trabajadora y todos los oprimidos.

Otro gran foco del debate se produce con los mutualistas, que durante los primeros años eran una tendencia mayoritaria en la sección francesa y tenían peso en otras. Los seguidores de Proudhon promovían la expansión de cooperativas de producción y consumo, que serían financiadas por bancos cooperativos. De este modo, pronosticaban una paulatina superación de los elementos “negativos” de la sociedad capitalista, evitando el choque entre clases. Estaban en contra de impulsar huelgas (y mucho menos revoluciones) y eran claramente un ala moderada de la Internacional. Musto explica que “Marx desempeñó indudablemente un papel clave en la lucha para reducir la influencia de Proudhon en la Internacional. Sus ideas fueron claves para el desarrollo teórico de sus dirigentes y mostró una notable capacidad para afirmarlas ganando cada conflicto importante en la organización.” [4]

El Manifiesto inaugural, redactado por Marx, señalaba en este sentido que “el trabajo asalariado, como en sus días el trabajo esclavo y el trabajo del siervo, es solamente una forma social transitoria y subordinada, destinada a desaparecer frente al trabajo asociado”. Pero la experiencia de lucha de los años previos mostraba que “para poder liberar a las masas obreras, el cooperativismo necesita desarrollarse a escala nacional y contar con medios nacionales”. Algo que será resistido por los capitalistas, ya que “los señores de la tierra y los señores del capital emplearán siempre sus privilegios políticos en defender y perpetuar sus monopolios económicos.” “De ahí que el gran deber de las clases obreras sea conquistar el poder político”, concluye. [5]

También en polémica con el mutualismo, Marx había redactado las Instrucciones sobre diversos problemas a los delegados del Consejo Central provisional de 1866:

Para convertir la producción social en un sistema amplio y armónico de libre trabajo cooperativo, son necesarios cambios generales de carácter social, cambios que afecten a las condiciones generales de la sociedad y que solo podrán llevarse a cabo mediante el traspaso del poder organizado de la sociedad, es decir, del poder del Estado, desde las manos de los capitalistas y terratenientes a las manos de los productores mismos. [6]

La derrota de los mutualistas en la Internacional se terminará plasmando en las resoluciones del Congreso de Bruselas en septiembre de 1868, con la introducción de una serie de artículos programáticos que apuntan a la socialización de los medios de producción estratégicos, como las minas, los medios de transporte, los canales, carreteras, telégrafos junto con la gran propiedad agrícola. El Congreso proponía que esas propiedades colectivas fueran concedidas a asociaciones de trabajadores para “garantizar a la sociedad el funcionamiento racional y científico de los ferrocarriles, etcétera, a un precio tan próximo como sea posible a los gastos del trabajador.” Cabe destacar que las resoluciones incluían también la cuestión del medioambiente:

Considerando que el abandono de las forestas a individuos privados causa la destrucción de los bosques necesarios para la conservación de los manantiales, y, evidentemente, de la buena calidad del suelo, así como la salud y las vidas de la población, el Congreso piensa que los bosques deben seguir siendo propiedad de la sociedad. [7]

La Comuna y la cuestión del Estado

Las definiciones sobre el Estado se concretan a partir de la experiencia de La Comuna de Paris de 1871. A partir de entonces se establece mucho más claramente una delimitación estratégica no solo con los mutualistas sino también con los anarquistas o “autonomistas” seguidores de Bakunin.

Marx escribe en La Lucha de clases en Francia que “la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está y a servirse de ella para sus propios fines”. La Comuna se constituye en base a representantes electos, que podían ser revocados en cualquier momento, como un órgano a la vez ejecutivo y legislativo. Suprime el ejército permanente y la policía y decreta la separación de la Iglesia del Estado. En ese sentido La Comuna “quiebra el poder estatal moderno”. Su verdadero secreto estaba en que era “esencialmente un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación del trabajo.” [8] Por primera vez en la historia, señala Marx, simples obreros se atreven a desafiar los principios del orden burgués y muestran que podían llevar adelante su propio gobierno. Por eso “el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia” y toda la fuerza de la represión estatal capitalista se descarga sobre la comuna roja.

En la parte de la antología dedicada a “La propiedad colectiva y el Estado” se encuentran varios documentos interesantes que ilustran esta lucha política y teórica con los anarquistas en el seno de la Internacional después de la Comuna. Entre ellos, un extracto del texto escrito por Marx, Engels y Lafargue en polémica con Bakunin. [9] Después de plantear que este se proponía derrotar a un “Estado abstracto”, los autores polemizan con su idea de que es igual una república burguesa que un Estado revolucionario. Y apuntan que la experiencia de la Comuna de Lyon muestra lo fallido de la doctrina de Bakunin. Señalan, de forma irónica, que por más que los anarquistas proclamara la “abolición del Estado por decreto”, el Estado real, materializado en dos compañías de guardias nacionales, bastó para “obligar a Bakunin a salir corriendo hacia Ginebra”.

La ruptura con Bakunin se formaliza en el Congreso de la Haya (1872) donde se resuelve su separación de la Internacional, una vez constatadas las diferencias y la formación, por parte de los seguidores de Bakunin, de una organización paralela dentro de la Internacional que buscaba restringir sus objetivos. Su idea de un comunismo “sin transición” resultaba muy radical en su retórica, pero en realidad era un ataque directo a la necesidad una política revolucionaria por parte de la clase obrera.

En las resoluciones del Congreso de Saint-Imier, convocado por los grupos afines a Bakunin después del Congreso de La Haya, se afirmará que “toda organización política no puede ser otra cosa que la organización de la dominación, para beneficio de una clase y en detrimento de las masas; y que, si el proletariado buscaba tomar el poder se convertiría en una clase dominante y explotadora.” [10] Una condena absoluta a cualquier intento de la clase obrera por tomar el poder político que, por lo tanto, la condenaba a la impotencia de aceptar el estatus quo actual. Entre Marx y Bakunin había posiciones irreconciliables en lo que hacía a los objetivos, los métodos y las fuerzas sociales de la revolución tal como puede apreciarse en la serie de documentos publicados en la antología referidos a la organización política.

Por último, aunque se trata de una selección acotada, son también de gran interés los textos reunidos en la parte dedicada al debate sobre Irlanda y Estados Unidos. Estos muestran la posición internacionalista de Marx y Engels contra la opresión nacional, contra la esclavitud y el racismo. Sobre la cuestión de la mujer, aparecen algunas resoluciones, como la que plantea la formación de secciones de mujeres obreras y el documento “Sobre la emancipación e independencia de la mujer” presentado por algunos delegados al Congreso de Ginebra. Aunque sobre este tema la compilación de Freymond es un poco más completa, ya que reproduce los debates entre los diferentes delegados sobre el tema.

Una Internacional para una nueva clase obrera

Marcello Musto cierra la introducción del libro señalando las condiciones actuales donde se combinan crisis económicas, sociales y ecológicas, una creciente brecha social entre ricos y una mayoría empobrecida, así como vientos de guerra. Desde su punto de vista, esto plantea a la clase trabajadora la “urgente necesidad de reorganizarse sobre la base de dos características fundamentales de la Internacional: la multiplicidad de su estructura y el radicalismo de sus objetivos” y señala que para hacer frente a los desafíos del presente la nueva Internacional debe ser “plural y anticapitalista”.

En este punto, si partimos del hecho de que la composición social y cultural de la clase trabajadora es mucho más heterogénea que en el pasado (una clase obrera más extendida internacionalmente, feminizada, racializada y diversa) no podemos más que coincidir en que sus organizaciones tienen que expresar esa pluralidad. Basta mirar las novedosas experiencias de la clase obrera norteamericana, donde una nueva ola de sindicalismo desde abajo es protagonizada por jóvenes trabajadores y trabajadoras negras, latinas y LGTBI. Sectores en los que han tenido gran impacto movimientos sociales como el feminista o el Black Lives Matter.

Sin embargo, es necesario señalar también que la experiencia de más de 150 años de la clase obrera desde la fundación de la Primera Internacional plantea una articulación muy diferente entre sindicatos, consejos obreros y partidos revolucionarios, que la que podía haber en época de Marx. A comienzos del siglo XX irrumpieron nuevas experiencias de autoorganización, como fueron los consejos obreros o soviets, que permitieron expresar la pluralidad social y política de la clase trabajadora, a la vez que permitían mantener una libertad de tendencias políticas en su seno. Al mismo tiempo, la delimitación estratégica que comenzó en época de Marx con el anarquismo o las tendencias autonomistas, se enriquece en el siglo XX con las experiencias de las grandes revoluciones de la clase obrera, pero también con las múltiples traiciones de la socialdemocracia y el estalinismo. De todas estas lecciones no podemos hacer borrón y cuenta nueva. Se trata de experiencias y luchas políticas, que, junto a las conclusiones de la lucha de clases más actual, forman las bases para reorganizar ese partido internacional de la revolución socialista que necesitamos con tanta urgencia.

NOTAS AL PIE

[1] Originalmente fue publicado en inglés en el año 2015 por Bloomsbury con motivo de los 150 años de la fundación de la AIT.

[2] Jacques Freymond, La Primera Internacional, Tomos I y II, Ediciones Zero, 1973, Bilbao. Publicada originalmente en francés en 1962 con el título La première Internationale, una colección de textos dirigida por Jacques Freymond, compilados por Henri Burgelin, Knut Langfeld y Miklós Molnár.

[3] Jaques Freymond, La Primera Internacional, Ediciones Zero, 1973, Bilbao

[4] Ver Introducción, en: Marcello Musto (Ed.); ¡Trabajadores del mundo, uníos!, Bellaterra, 2022.

[5] Karl Marx, Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de Trabajadores, octubre de 1864. En: Marcello Musto (Ed.); ¡Trabajadores del mundo, uníos!, Bellaterra, 2022.

[6] Citado en Marcello Musto (Ed.); ídem.

[7] Resoluciones del Congreso de Bruselas (1868), VVAA, en: Marcello Musto, ídem.

[8] Karl Marx, Sobre la Comuna de París (Fragmentos de “La lucha de clases en Francia…”), en: Marcello Musto, ídem.

[9] Marx, Engels, Lafargue; La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de Trabajadores, publicado en francés en agosto de 1873.

[10] Ídem

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El factor discriminatorio sobre la guerra en la historia de la izquierda

El pensamiento socialista ha ofrecido su contribución más interesante para comprender el fenómeno de la guerra al resaltar el fuerte vínculo entre el desarrollo del capitalismo y la propagación de la guerra. Los líderes de la Primera Internacional señalaron que las guerras no son provocadas por las ambiciones de los monarcas, sino que están determinadas por el modelo socioeconómico dominante. La lección de civilización del movimiento obrero nació de la convicción de que toda guerra debía ser considerada «como una guerra civil». En El Capital, Marx afirmó que la violencia era un poder económico, “la partera de toda vieja sociedad que está preñada de una nueva”. Sin embargo, no concibió la guerra como un atajo necesario para la transformación revolucionaria y utilizó una parte sustancial de su militancia política para vincular a la clase obrera con el principio de la solidaridad internacionalista.

Con la expansión imperialista por parte de las principales potencias europeas, la controversia sobre la guerra asumió un peso cada vez más importante en el debate de la Segunda Internacional. En su congreso de fundación se aprobó una moción que sancionaba la paz como «primera condición indispensable de toda emancipación obrera». Sin embargo, con el paso de los años, se esforzó cada vez menos en promover una política concreta de acción a favor de la paz y la mayoría de las fuerzas reformistas europeas terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias de esta decisión fueron desastrosas. El movimiento obrero compartió los objetivos expansionistas de las clases dominantes y se vio contaminado por la ideología nacionalista. Para Lenin, sin embargo, los revolucionarios debían “transformar la guerra imperialista en guerra civil”, ya que quienes querían una paz verdaderamente “democrática y duradera” debían eliminar a la burguesía y los gobiernos coloniales.

La «Gran Guerra» también provocó divisiones en el movimiento anarquista. Kropotkin postuló la necesidad de «resistir a un agresor que representa el aniquilamiento de todas nuestras esperanzas de emancipación». La victoria de la Triple Entente contra Alemania fue el mal menor para no comprometer el nivel de libertad existente. Por el contrario, Malatesta expresó el convencimiento de que la responsabilidad del conflicto no podía recaer en un único Gobierno y que «no se debe hacer distinción entre guerra ofensiva y defensiva».

Cómo comportarse ante la guerra también provocó el debate en el movimiento feminista. La necesidad de reponer a los hombres enviados al frente, en puestos antes monopolizados por ellos, favoreció la difusión de una ideología chovinista incluso en el movimiento sufragista. Oponerse a quienes agitaban el coco del agresor para desmontar reformas sociales fundamentales fue uno de los logros más significativos de Rosa Luxemburgo y de las feministas comunistas de la época. Señalaron que la batalla contra el militarismo era un elemento esencial de la lucha contra el patriarcado.

Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la URSS se vio envuelta en la Gran Guerra Patriótica que más tarde se convirtió en un elemento central de la unidad nacional rusa. Al dividir el mundo en dos bloques, Stalin creía que la principal tarea del movimiento comunista internacional era salvaguardar la URSS. El establecimiento de una zona tapón de ocho países en Europa del Este fue un elemento central de esta política. Con Jruschov se inauguró un ciclo político que tomó el nombre de Coexistencia Pacífica. Sin embargo, este intento de «colaboración constructiva» se llevó a cabo exclusivamente en las relaciones con los EEUU y no con los países del «socialismo real». En 1956, la URSS ya había reprimido sangrientamente la revuelta húngara. Acontecimientos similares tuvieron lugar en Checoslovaquia en 1968. El PCUS respondió enviando medio millón de soldados contra las reivindicaciones de democratización que florecieron con la «Primavera de Praga». Brezhnev explicó su intervención siguiendo un principio que se definió como «soberanía limitada». Con la invasión de Afganistán en 1979, el Ejército Rojo volvió a convertirse en la principal herramienta de la política exterior de Moscú, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que creía que era su «zona de seguridad». La combinación de estas intervenciones militares no solo perjudicó el proceso de reducción general de armamentos, sino que también contribuyó a desacreditar y debilitar el socialismo a nivel mundial. La URSS se percibía, cada vez más, como una potencia imperial que actuaba de formas no muy diferentes a las de los EEUU. El fin de la Guerra Fría no ha disminuido la injerencia en la soberanía territorial de los países concretos, ni ha aumentado el nivel de libertad de cada pueblo en cuanto a poder elegir el régimen político por el que pretende ser gobernado.

Cuando Marx escribió sobre la Guerra de Crimea en 1854, afirmó, en oposición a los demócratas liberales que elogiaban a la coalición antirrusa: “Es un error definir la guerra contra Rusia como un conflicto entre la libertad y el despotismo. Aparte de que, si esto fuera cierto, la libertad estaría actualmente representada por un Bonaparte, el objetivo manifiesto de la guerra es el mantenimiento de los tratados de Viena, es decir, lo que anula la libertad e independencia de las naciones”. Si reemplazamos a Bonaparte con los EEUU y los tratados de Viena con la OTAN, estas observaciones parecen escritas hoy.

La tesis de quienes se oponen tanto al nacionalismo ruso como al ucraniano y a la expansión de la OTAN no contiene ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Debe perseguirse una incesante iniciativa diplomática, basada en dos puntos esenciales: la desescalada y la neutralidad de una Ucrania independiente.

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Carlos L. Garrido, Intervención y Coyuntura. Revista de Crítica Política

The Last Years of Karl Marx: An Intellectual Biography de Marcello
Musto ofrece una mirada esclarecedora a la obra y la vida de Karl Marx durante el período menos examinado de su vida. La oscilación de Musto entre la obra y la vida de Marx brinda a los lectores un atracción intelectual hacia la investigación en los últimos años de Marx, una tarea facilitada por la publicación reanudada en 1998 de Marx-Engels Gesamtausgabe (MEGA2) (que ah publicó 27 nuevos volúmenes y espera concluir con 114), y con una cálida imagen de la vida íntima de Marx que garantizara tanto risas como lágrimas.

Los últimos años de la vida de Marx fueron emocional, física e intelectualmente dolorosos. En este tiempo tuvo que soportar la extrema depresión de su hija Eleanor (se suicidaría en 1898); la muerte de su esposa Jenny, cuyo rostro dijo “revive los más grandes y dulces recuerdos de [su] vida”; la muerte de su amada primogénita, Jenny Caroline (Jennychen); y una enfermedad pulmonar que lo mantendría esporádicamente, pero por períodos sustanciales, alejado de su trabajo (96, 98, 122). Estas condiciones, entre otras interrupciones naturales
de un hombre de su talla en el movimiento obrero internacional, le imposibilitaron terminar sus proyectos, incluidos principalmente los volúmenes II y III de El Capital, y su tercera edición alemana de El Capital volumen I.

El tiempo que pasó con sus nietos y las pequeñas victorias que la lucha
socialista pudo lograr (por ejemplo, los más de 300 mil votos que recibieron los socialdemócratas alemanes en 1881 para el nuevo parlamento) le darían a él y a Jenny momentos ocasionales de alegría (98). Una faceta de su última vida que podría parecer sorprendente fue el inmenso placer que le proporcionaban las matemáticas. Como comentó Paul Lafargue sobre el tiempo en que Marx tuvo que soportar el deterioro de la salud de su esposa, “la única forma en que podía sacudirse la opresión causada por los sufrimientos de ella era sumergirse en las matemáticas” (97). Lo que comenzó como un «desvío [al] álgebra» con el propósito de corregir los errores que notó en los siete cuadernos que ahora conocemos como los Grundrisse, su estudio de las matemáticas terminó siendo una importante fuente de “consuelo moral” y en lo que “se refugió [durante] los momentos más angustiosos de su azarosa vida” (33, 97).

Independientemente de su fragilidad no oculta, dejó una plétora de
investigaciones rigurosas y notas sobre temas tan amplios como las luchas políticas en Europa, Estados Unidos, India y Rusia; ciencias económicas; campos matemáticos como cálculo diferencial y álgebra; antropología; historia; estudios científicos como geología, mineralogía
y química agraria; y más. Contra la difamación de ciertos ‘radicales’ en la academia burguesa que se alzan hundiendo una caricatura autoconjurada de un Marx ‘eurocéntrico’, ‘simpatizante del colonialismo’, ‘reduccionista’ y ‘económicamente determinista’, el estudio de Musto del último Marx muestra que “él era cualquier cosa menos eurocéntrico, economicista o obsesionado solo con el conflicto de clases” (4).

El texto de Musto también cubre la publicación de Lawrence Krader de 1972 de Los cuadernos etnológicos de Karl Marx , que contienen sus cuadernos sobre Ancient Society de Lewis Henry Morgan, The Aryan Village de John Budd Phear , Lectures on the Early History of Institutions de Henry Sumner Maine y The Origin of Civilization de John Lubbock. De estos definitivamente el más importante fue el texto de Morgan, que transformaría las opiniones de Marx sobre la familia de ser la “unidad social del antiguo sistema tribal” a ser el “germen no solo de la esclavitud sino también de la servidumbre” (27). El texto
de Morgan también reforzaría la visión que tenía Marx sobre el Estado desde su Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel de 1843, en la cual el Estado es un “poder histórico (no natural) que subyuga a la sociedad, una fuerza que impide la plena emancipación del individuo” (31). La naturaleza del Estado, como pensaban Marx y Engels, y como afirmaba Morgan, es “parasitaria y transitoria” (Ibíd.). Los estudios del texto de Morgan y otros destacados antropólogos también serían retomados por Engels, quien, tomando de algunas notas de Marx, publicaría en 1884 The Origins of the Family, Private Property, and the
State, un texto seminal en el corpus del marxismo clásico.

Más desconocidos por los estudiosos del marxismo son las notas de Marx sobre el libro del antropólogo ruso Maksim Kovalevsky (uno de sus «amigos científicos» más cercanos) Communal Landownership: The Causes, Course and Consequences of its Decline. Su carácter poco estudiado se debe a que, hasta hace casi una década, sólo había estado disponible para quienes podían acceder al archivo B140 de la obra de Marx en el Instituto Internacional de Historia Social de Holanda. Esto cambió con la publicación en Bolivia de Karl Marx: Escritos sobre la Comunidad Ancestral, que contiene los “Cuadernos Kovalevsky” de Marx y una introducción por Álvaro García Linera. Aunque agradeció los estudios sobre la América precolombina (imperios azteca e inca) y
la India, Marx criticó las proyecciones de Kovalevsky de las categorías europeas a estas regiones, y “le reprochó por homogeneizar dos fenómenos distintos” (20). Como señala Musto, “Marx era muy escéptico sobre la transferencia de categorías interpretativas entre contextos históricos y geográficos completamente diferentes” (Ibíd.).

El estudio de los escritos políticos de Marx generalmente se ha limitado al 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852), la “Crítica del Programa de Gotha” (1875) y La Guerra Civil en Francia (1871). El libro de Musto, en su espacio limitado, va más allá de estos textos habituales y destaca la importancia del papel de Marx en los movimientos socialistas en Alemania, Francia y Rusia. Esto incluye,
por ejemplo, su participación en el Programa Electoral francés de los
Trabajadores Socialistas (1880) y el Cuestionario de los Trabajadores. El programa incluía la participación de los propios trabajadores, lo que llevó a Marx a exclamar que este era “el primer movimiento obrero real en Francia” (46). El cuestionario de 101 puntos contenía preguntas sobre las condiciones de empleo y pago de los trabajadores y tenía como objetivo proporcionar una encuesta masiva de las condiciones de la clase trabajadora francesa.

Con respecto a los escritos políticos de Marx, el texto de Musto también incluye las críticas de Marx al destacado economista estadounidense Henry George; sus condenas al sinofóbico Dennis Kearney, líder del Partido de los Trabajadores de California; sus condenas del colonialismo británico en la India e Irlanda y sus
elogios al nacionalista irlandés Charles Parnell. En cada caso, Musto subraya la importancia que Marx le dio al estudio concreto de las condiciones únicas de cada lucha. No había una fórmula universal que se aplicara en todos los lugares y en todos los tiempos. Sin embargo, de todos sus compromisos políticos, el más importante de sus compromisos sería en Rusia, donde sus consideraciones sobre el potencial revolucionario de las comunas rurales (obshchina) tendría
una tremenda influencia en su movimiento socialista.

En 1869, Marx comenzó a aprender ruso “para estudiar los cambios que se estaban produciendo en el imperio zarista” (12). A lo largo de la década de 1870 se dedicó a estudiar las condiciones agrarias en Rusia. Como le dice Engels en broma en una carta de 1876 después de que Marx le recomendara acabar con Eugene Dühring,

“Puedes tumbarte en una cama caliente estudiando las condiciones
agrarias rusas en general y la renta de la tierra en particular, sin que
te interrumpan, pero se espera que deje todo lo demás a un lado
inmediatamente, que busque una silla dura, que beba un poco de vino
frío y que me dedique a ir tras el cuero cabelludo de ese tipo triste
Dühring.”

Fuera de sus estudios, tuvo en la más alta estima al filósofo socialista ruso Nikolai Chernyshevsky.[1] Dijo que estaba “familiarizado con gran parte de su escritura” y consideraba su trabajo como “excelente” (50). Marx incluso consideró “’publicar algo’ sobre la ‘vida y la personalidad de Chernyshevsky, para crear algún interés en él en Occidente’” (Ibíd.). En cuanto a la obra de Chernyshevsky, lo que más influyó en Marx fue su evaluación de que “en algunas partes del mundo, el desarrollo económico podría pasar por alto el modo de producción capitalista y las terribles consecuencias sociales que había
tenido para la clase trabajadora en Europa occidental” (Ibíd.).

Chernyshevsky sostuvo que:

“Cuando un fenómeno social ha alcanzado un alto nivel de desarrollo
en una nación, su progresión a esa etapa en otra nación más atrasada
puede ocurrir mucho más rápido que en la nación avanzada (Ibíd.).”

Para Chernyshevsky, el desarrollo de una nación ‘atrasada’ no necesitaba pasarpor todas las «etapas intermedias» requeridas para la nación avanzada; en cambio, argumentó que “la aceleración se da gracias al contacto que la nación atrasada tiene con la nación avanzada” (51). La historia para él era “como una abuela, terriblemente aficionada a sus nietos más pequeños. A los que llegaron tarde no [les dio] los huesos sino la médula” (53).

La evaluación de Chernyshevsky comenzó a abrir a Marx a la posibilidad de que, bajo ciertas condiciones, la universalización del capitalismo no era necesaria para una sociedad socialista. Esta fue una enmienda, no una ruptura radical (como han argumentado ciertos marxistas tercermundistas y teóricos de la transmodernidad como Enrique Dussel) con la interpretación marxista tradicional del papel necesario que juega el capitalismo en la creación, a través de sus contradicciones inmanentes, de las condiciones para la posibilidad del
socialismo.

En 1877, Marx escribió una carta no enviada al periódico ruso Patriotic Notes respondiendo a un artículo titulado “Karl Marx ante el tribunal del Sr. Zhukovsky” escrito por Nikolai Mikhailovsky, un crítico literario del ala liberal de los populistas rusos. En su artículo, Mikhailovsky argumentó
que

“Un discípulo ruso de Marx… debe reducirse a sí mismo al papel de un
espectador… Si realmente comparte los puntos de vista histórico-
filosóficos de Marx, debería estar complacido de ver a los productores
divorciados de los medios de producción, debería tratar este divorcio
como la primera fase de un proceso inevitable y, en el resultado final,
beneficioso (60).”

Sin embargo, este no fue un comentario que salió de la nada, la mayoría de los marxistas rusos en ese momento también pensaron que la posición marxista era que era necesario un período de capitalismo para que el socialismo fuera posible en Rusia. Además, Marx también había polemizado en el apéndice de la primera edición alemana de El Capital contra Alexander Herzen, un defensor de la opinión de que “el pueblo ruso [estaba] naturalmente predispuesto al comunismo” (61). Su carta no enviada, sin embargo, critica a Mikhailovsky por “transformar [su] esbozo histórico del génesis del capitalismo en Europa occidental en una teoría histórico-filosófica del curso general fatalmente impuesto a todos los pueblos, cualesquiera que sean las circunstancias históricas en las que se encuentren” (64).

Es en este contexto que debe leerse la famosa carta de 1881 de la
revolucionaria rusa Vera Zasulich. En esta carta ella le hace la “pregunta de vida o muerte” de la cual su respuesta dependía el “destino personal de los socialistas revolucionarios [rusos]” (53). La pregunta se centró en si la obshchina rusa es “capaz de desarrollarse en una dirección socialista” (Ibíd.). Por un lado, una facción de los populistas argumentó que la obshchina era capaz de “organizar gradualmente su producción y distribución sobre una base colectivista” y que, por lo tanto, los socialistas “deben dedicar todas [sus] fuerzas a la liberación y el desarrollo de la comuna” (54). Por otro lado, Zasulich
menciona que quienes se consideraban “discípulos por excelencia” de Marx tenían la visión de que “la comuna está destinada a perecer”, que el capitalismo debe arraigarse en Rusia para que el socialismo sea una posibilidad (54).

Marx redactó cuatro borradores de respuestas a Zasulich, tres largas y la última breve que enviaría. En su respuesta, repitió el sentimiento que había expresado en su respuesta inédita al artículo de Mikhailovsky, que él había «restringido expresamente… la inevitabilidad histórica» del paso del feudalismo al capitalismo a «los países de Europa occidental» (65). Si el capitalismo echa raíces en Rusia, “no sería por alguna predestinación histórica” (66). Argumentó que era completamente posible para Rusia – a través de la obshchina – evitar el destino que la historia deparó a Europa Occidental. Si la obshchina, a través del
vínculo de Rusia con el mercado mundial, “se apropia[ra] de los resultados positivos del modo de producción [capitalista], está así en condiciones de desarrollar y transformar la forma todavía arcaica de su comuna rural, en lugar de ser destruida” (67).

En esencia, si las contradicciones internas y externas de la obshchina pudieran superarse mediante su incorporación de las fuerzas productivas avanzadas que ya se habían desarrollado en el capitalismo de Europa occidental, entonces la obshchina podría desarrollar un socialismo basado en su apropiación de las fuerzas productivas de una manera no antagónica a sus relaciones sociales comunistas. Por lo tanto, Marx, en el espíritu de Chernyshevsky, se pondría del lado de Zasulich sobre el potencial revolucionario de la obshchina y defendería
la posibilidad de que Rusia no solo se salte etapas, sino que incorpore los frutos productivos del capitalismo de Europa occidental mientras rechaza sus males. Este sentimiento se repite en el prefacio suyo y de Engels a la segunda edición rusa del Manifiesto del Partido Comunista, que sería publicado por separado en la revista populista rusa Voluntad del Pueblo.

El texto de Musto también proporciona una imagen excepcional de los 72 días en gran parte no examinados que Marx pasó en Argel, “el único tiempo de su vida que pasó fuera de Europa” (104). Este viaje se dio por recomendación de su médico, quien lo trasladaba constantemente en busca de climas más favorables a su estado de salud. Eleanor recordó que Marx se entusiasmó con la idea del viaje porque pensó que el clima favorable podría crear las condiciones para recuperar su salud y acabar con El Capital. Ella dijo que “si él hubiera sido más egoísta, simplemente habría dejado que las cosas siguieran su curso. Pero para él una cosa estaba por encima de todo: la devoción a la causa” (103).

El clima argelino no era el esperado y su condición no mejoraría hasta el punto de poder volver a su trabajo. No obstante, las cartas de su época en Argel aportan interesantes comentarios sobre las relaciones sociales que vio. Por ejemplo, en una carta a Engels menciona la altivez con la que el “colono europeo habita entre las ‘razas menores’, ya sea como colono o simplemente por negocios, generalmente se considera incluso más inviolable que el apuesto Guillermo I” (109). Tras haber visto “un grupo de árabes jugando a las cartas, ‘algunos vestidos con pretensiones, incluso ricamente’” y otros pobre, comentó en una carta a su hija Laura que “para un ‘verdadero musulmán’… tales accidentes, buena o mala suerte, no distingan a los hijos de Mahoma”, la atmósfera general entre los musulmanes era de “absoluta igualdad en sus relaciones sociales” (108-9).

Marx también comentó sobre las brutalidades de las autoridades francesas y sobre ciertas costumbres árabes, incluyendo en una carta a Laura una divertida historia sobre un filósofo y un pescador que “atraía mucho a su lado práctico” (110). Sus cartas desde Argel se suman a la plétora de otras evidencias contra la tesis, proveniente de la academia burguesa occidental pseudo-radical, de que Marx era un simpatizante del colonialismo europeo.

Poco después del regreso de su viaje, la salud de Marx continuó
deteriorándose. La combinación de su estado postrado en cama y la muerte de Jennychen hizo que sus últimas semanas fueran agonizantes. El carácter melancólico de esta época se captura en el último escrito que escribió Marx, una carta al Dr. Williamson que decía: “Encuentro algo de alivio en un terrible dolor de cabeza. El dolor físico es el único ‘aturdidor’ del dolor mental” (123). Un par de meses después de escribir esto, el 14 de marzo de 1883, Marx fallecería. Contando la angustia de la experiencia de encontrar muerto a su amigo y camarada de toda la vida, Engels escribió en una carta a Friedrich Sorge un dicho epicúreo que Marx repetía a menudo: «la muerte no es una desgracia para el que muere, sino para el que sobrevive» (124).

En resumen, sería imposible hacer justicia, en un espacio tan limitado, a un trabajo tan magnífico de erudición marxista. Sin embargo, espero haber podido aclarar algunas de las razones por las que Musto tiene razón al otorgar tanta importancia a este último período, a menudo pasado por alto, de la vida y obra de Marx.

Carlos L. Garrido es un estudiante cubanoamericano de posgrado e instructor de filosofía en la Universidad del Sur de Illinois, Carbondale. Sus enfoques de investigación incluyen el marxismo, Hegel y el socialismo estadounidense de principios del siglo XIX. Su trabajo académico ha aparecido en Critical Sociology, The Journal of American Socialist Studies, y Peace, Land, and Bread. Junto con varios editores de The Journal of American Socialist Studies, Carlos está trabajando actualmente en una antología en serie del socialismo estadounidense. Su trabajo popular teórico y político ha aparecido en Monthly Review Online, CovertAction Magazine, The International Magazine, El Instituto Marx-Engels del Peru, Countercurrents, Janata Weekly, Hampton Institute, Orinoco Tribune, Workers Today, Delinking, Electronicanarchy, Friends of Socialist China, Associazione Svizerra-Cuba, Arkansas Worker, Intervención y Coyuntura, Communions, China Environment News, Marxism-Leninism Today, y en Midwestern Marx, cual cofundo y donde se desempeña como miembro del consejo editorial. Como analista político con un enfoque en América Latina (especialmente Cuba) ha sido entrevistado por Russia Today y ha aparecido en docenas de entrevistas de radio en los EE. UU. y alrededor del mundo.

Nota* Este artículo se publicó primero en Ingles en Midwestern Marx,
Countercurrents, Orinoco Tribune, Arkansas Worker, y enMarxism-
Leninism Today: The Electronic Journal of Marxist Leninist Thought.

[1] Chernyshevsky fue el autor de What is to be Done (1863), título que VI Lenin retomaría en 1902.

 

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El último Marx (Talk)

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Marx definió al Estado como un poder de servidumbre social y una fuerza que impide la plena emancipación del individuo

La publicación en castellano del libro de Marcello Musto, Karl Marx, 1881-1883. El último viaje del Moro (México, Siglo XXI, 2020) y su traducción reciente al catalán (L’últim Marx. Una biografia política, Tigre de Paper, 2021) han reabierto el debate sobre el último período de la vida y la obra de Marx. La buena recepción de este libro en varios países –publicado en italiano en 2016, ya ha sido traducido en 15 idiomas– parece mostrar un renovado interés por nuevas lecturas de la obra del revolucionario alemán. Entrevistamos a Marcello Musto, autor de numerosos libros sobre la obra de Marx y catedrático de Sociología en la Universidad de York (Toronto).

¿A qué crees que se debe este retorno a la obra de Marx a comienzos del siglo XXI? ¿Y por qué concentrarnos ahora en el último período de su vida?

En los últimos años de su vida, Marx profundizó muchas cuestiones que, aunque a menudo subestimadas, o incluso ignoradas por los estudiosos de su obra, adquieren una importancia crucial para la agenda política de nuestro tiempo. Entre ellas está la ecología, la libertad individual en la esfera económica y política, la emancipación de género, la crítica al nacionalismo y las formas de propiedad colectiva no controladas por el Estado.

Además, Marx investigó a fondo las sociedades extra-europeas y se expresó sin ambages contra los estragos del colonialismo. Es un error sugerir lo contrario. Esto se ha hecho evidente gracias a los manuscritos inacabados de Marx, recién publicados por la edición histórico-crítica de sus obras completas – la Marx-Engels Gesamtusgabe (MEGA2)–, a pesar del escepticismo que todavía está de moda en ciertos sectores académicos. Así, treinta años después del fin de la Unión Soviética, es posible leer a un Marx muy distinto del teórico dogmático, economicista y eurocéntrico que ha sido criticado, durante tantos años, por quienes no habían leído su obra o lo habían hecho solo superficialmente.

Casi todas las biografías intelectuales de Marx publicadas hasta hoy han dado un peso excesivo al examen de sus escritos de juventud. Durante mucho tiempo, la dificultad de examinar los estudios de los últimos años de su vida ha obstaculizado el conocimiento de los importantes logros que él alcanzó. Todos los biógrafos de Marx han dedicado muy pocas páginas a su actividad después de la disolución de la Asociación Internacional de Trabajadores, en 1872, y han utilizado casi siempre el título genérico de “la última década” para resumir esta parte de su existencia, en lugar de profundizar en lo que realmente hizo durante ese período. Mi libro pretende contribuir a llenar este vacío.

 

Poniendo el foco en “el último Marx”, ¿qué aportan sus cuadernos sobre las sociedades precapitalistas y sus estudios etnológicos?

Entre 1881 y 1882, Marx hizo notables progresos teóricos en relación con la antropología, los modos de producción precapitalistas, las sociedades no occidentales, la revolución socialista y la concepción materialista de la historia. Él consideraba que el estudio de nuevos conflictos políticos y de nuevos temas y zonas geográficas era fundamental para su crítica del sistema capitalista. Esto le permitió abrirse a nuevas especificidades nacionales y considerar la posibilidad del desarrollo del movimiento comunista en formas diferentes de las que había pensado anteriormente.

Los denominados Cuadernos antropológicos de 1881 –que son una colección de resúmenes comentados del libro La sociedad antigua (1877) del antropólogo estadounidense Lewis Morgan y de otros textos de historia y de antropología– representan una de las investigaciones más significativas del período final de su vida. Este trabajo permitió a Marx adquirir información particularizada sobre las características sociales y las instituciones del pasado más remoto, que no estaban aún en su posesión cuando había publicado El capital, en 1867. Marx no se ocupó de la antropología por mera curiosidad intelectual, aunque sí con una intención exquisitamente teórico-política. Quería reconstruir, sobre la base de un correcto conocimiento histórico, la secuencia con la cual, en el curso del tiempo, se habían sucedido los diferentes modos de producción. Ésta le servía también para dar fundamentos históricos más sólidos a la posible transformación de tipo comunista de la sociedad.

Persiguiendo este objetivo, Marx se dedicó al estudio de la prehistoria, del desarrollo de los vínculos familiares, de la condición de las mujeres, del origen de las relaciones de propiedad, de las prácticas comunitarias existentes en las sociedades precapitalistas, de la formación y la naturaleza del poder estatal y del rol del individuo en la sociedad. Entre las consideraciones más sugerentes están sus notas sobre la acumulación de riqueza, donde se indicaba que “la propiedad privada de casas, tierras y rebaños está vinculada con la familia monógama”. Como se había argumentado ya en El Manifiesto del partido comunista (1848), esto representaba el punto de partida de la historia como “historia de la lucha de clases”.

También Marx prestó gran atención a las consideraciones de Morgan sobre la emancipación de las mujeres. El antropólogo americano había afirmado que las sociedades antiguas fueron más progresistas que las contemporáneas en cuanto al trato y al comportamiento hacia las mujeres. En la Antigua Grecia, el cambio de la descendencia por línea femenina a la masculina fue perjudicial para la posición y los derechos de la mujer y Morgan evaluó muy negativamente este modelo social. Para el autor de La sociedad antigua, los griegos seguían siendo “bárbaros, en el apogeo de su civilización, en el tratamiento del sexo femenino. La inferioridad les era inculcada como un principio, hasta el punto de que llegó a ser aceptada como un hecho por las mujeres mismas”. Pensando en contraste con los mitos del mundo clásico, en los Cuadernos antropológicos Marx agregó un agudo comentario: “La situación de las diosas del Olimpo muestra reminiscencias de una posición anterior de las mujeres. Más libre e influyente. La ansiosa de poder Juno, la diosa de la sabiduría que nace de la cabeza de Zeus”.

 

Quizás el único tema que se conoce del “último Marx” es el debate sobre la comuna rural rusa. ¿Es una muestra del pensamiento dialéctico, anti teleológico de Marx? ¿Cuáles fueron sus principales fuentes teóricas en este caso?

A partir de 1870, después de haber aprendido a leer en ruso, Marx se puso a estudiar muy seriamente los cambios socioeconómicos que acontecieron en Rusia. Así se produjo un encuentro fundamental con la obra de Nikolái Chernishevski –la principal figura del populismo (expresión que, en el siglo XIX, tenía sentido izquierdista y anticapitalista) de aquel país. Al estudiar la obra de Chernishevski, Marx descubrió ideas originales acerca de la posibilidad de que, en algunas partes del mundo, el desarrollo económico saltara el modelo productivo capitalista y las terribles consecuencias sociales que había tenido para la clase trabajadora de Europa occidental. Chernishevski había escrito que un fenómeno social cualquiera no tiene que atravesar necesariamente todos los momentos lógicos en la vida real de todas las sociedades. Por lo tanto, las características positivas de la comuna rural (obschina) debían ser preservadas, pero solo podrían asegurar el bienestar de las masas campesinas si se insertaban en un contexto productivo diferente. La obschina solo podría contribuir a una etapa incipiente de la emancipación social si se transformaba en el embrión de una organización social nueva y radicalmente distinta. Sin los descubrimientos científicos y las adquisiciones tecnológicas asociadas al ascenso del capitalismo, la obschina nunca se transformaría en un experimento de cooperativismo agrícola verdaderamente moderno. Sobre esta base, los populistas plantearon dos objetivos para su programa: impedir el avance del capitalismo en Rusia y utilizar el potencial emancipatorio de las comunas rurales preexistentes.

Aunque esto es desconocido por la mayoría de los estudiosos de Marx, la obra de Chernishevski fue muy útil para el autor de El capital. Cuando, en 1881, Vera Zasulich le preguntó si la obschina estaba destinada a desaparecer o había podido ser transformada en una forma de producción socialista, Marx tenía una visión muy crítica sobre los procesos de transición de las formas comunales del pasado hacia el capitalismo. Por ejemplo, al referirse a India, él afirmó que lo único que los británicos lograron fue “arruinar la agricultura nativa y duplicar la cantidad de hambrunas y su gravedad” y Marx no consideraba al capitalismo como una etapa obligatoria para Rusia. Él no pensaba que la obschina estaba predestinada a seguir el mismo destino que otras formas similares de Europa occidental en siglos anteriores, donde la transición de una sociedad fundada en la propiedad comunal a una sociedad fundada en la propiedad privada había sido más o menos uniforme. Al mismo tiempo, Marx no había alterado su juicio crítico de las comunas rurales rusas y, en su análisis, la importancia del desarrollo individual y de la producción social, al fin de construir una sociedad socialista, permaneció intacta. Para Marx las comunas rurales arcaicas no eran un foco de emancipación más avanzado para el individuo que las relaciones sociales que existían dentro del capitalismo.

 

Este debate se ha interpretado de variadas formas. Por ejemplo, desde una lectura “tercermundista” se ha propuesto un Marx que en sus últimos años rompe consigo mismo y cambia de sujeto revolucionario. ¿Cuál es su opinión sobre estas lecturas?

En los borradores de la carta a Vera Zasulich no existen indicios de un quiebre dramático de Marx con sus posturas anteriores, como han creído detectar algunos estudiosos como Haruki Wada y Enrique Dussel. Tampoco se puede compartir la mirada de los autores que han sugerido una lectura “tercermundista” del Marx tardío, según la cual los sujetos revolucionarios ya no son los obreros fabriles sino las masas del campo y la periferia.

En concordancia con sus principios teóricos, Marx no sugirió que Rusia u otros países donde el capitalismo todavía estaba infradesarrollado tuviesen que transformarse en el foco primordial de un estallido revolucionario. Ni tampoco pensaba que las naciones con un capitalismo más atrasado estuviesen más cerca del objetivo del socialismo que aquellos caracterizados por un desarrollo productivo más avanzado. En su opinión, no se debían confundir las rebeliones o luchas por la resistencia esporádicas con el establecimiento de un nuevo orden socioeconómico basado en el socialismo. La posibilidad que él había considerado en un momento muy particular de la historia de Rusia, cuando se dieron condiciones favorables para una transformación progresiva de las comunas agrarias, no podía elevarse al estatus de modelo general. Ni en la Argelia dominada por los franceses, ni en la India británica, por ejemplo, se observaban las condiciones especiales que Chernishevski había identificado, y la Rusia de principios de la década de 1880 no podía compararse con lo que pudiese llegar a ocurrir allí en tiempos de Lenin. El nuevo elemento en el pensamiento de Marx consistió en una apertura teórica, cada vez mayor, que le permitió contemplar otros caminos posibles al socialismo que anteriormente no había considerado seriamente o que había considerado inalcanzables.

Las consideraciones de Marx sobre el futuro de la obschina se encuentran en las antípodas de la equiparación del socialismo con las fuerzas productivas, una concepción marcada por tintes nacionalistas y simpatías colonialistas que se hizo presente en la Segunda Internacional y los partidos socialdemócratas. También difieren en gran medida del supuesto “método científico” de análisis social preponderante en el marxismo-leninismo del siglo XX.

La ausencia de cualquier tipo de rígido esquematismo y la capacidad de desarrollar una teoría revolucionaria dúctil –y nunca separada de su contexto histórico– es útil no sólo para una mejor comprensión del pensamiento de Marx, sino también para recalibrar la brújula de la acción política de las fuerzas de la izquierda transformadora contemporánea.

 

Al final de su vida, ya bastante enfermo, Marx hizo un viaje a Argelia, poco conocido en su biografía. ¿Qué aporta la mirada de Marx desde allí?

En un intento extremo por curar su enfermedad pulmonar, en busca de un clima templado, Marx llegó a África en febrero de 1882. Se estableció por 72 días en Argel y este fue el único período de su vida que pasó fuera de Europa.Lamentablemente, casi ningún biógrafo de Marx ha prestado particular atención a este viaje.

Las terribles condiciones de salud impidieron a Marx comprender a fondo la realidad argelina. Ni siquiera, como deseaba, le fue posible estudiar las características de la propiedad común entre los árabes. Él ya se había interesado por este tema en el curso de sus estudios sobre la propiedad agraria y las sociedades precapitalistas, que había iniciado en 1879. Entonces escribió que la individualización de la propiedad de la tierra, realizada a lo largo del dominio francés, había procurado no sólo un enorme beneficio económico a los invasores, sino también había favorecido el objetivo político de destruir las bases de la sociedad argelina.

Marx estaba muy afligido por haber tenido que abandonar, de manera forzosa, cualquier tipo de actividad intelectual laboriosa. Sin embargo, a pesar de sus dolencias, entre las observaciones más interesantes que logró resumir en las cartas redactadas en Argel destacan aquellas contra el colonialismo europeo. Él atacó furibundamente los violentos atropellos y las repetidas provocaciones de los franceses frente a cada acto de rebelión de la población local, subrayando que, en relación con los daños producidos por las grandes potencias en la historia de las ocupaciones coloniales, los británicos y los holandeses habían sido aún peores.

 

Para terminar: en los últimos años, Marx sigue abocado a la polémica con aquellos que piensan que es posible democratizar el Estado capitalista. ¿Qué piensas?

Al final de su vida, Marx volvió a estudiar el origen y las funciones del Estado. A través de los estudios del antropólogo Morgan y criticando al historiador británico Henry Maine, Marx se dedicó al análisis del papel desarrollado por el Estado en la fase de transición “de la barbarie a la civilización” y a las relaciones entre individuo y Estado. Las últimas anotaciones de Marx a propósito fueron en continuidad con sus elaboraciones más significativas del pasado. En De la crítica de la filosofía hegeliana del derecho público, de 1843, Marx había escrito que los franceses estaban en lo correcto al afirmar que “el Estado político tiene que desaparecer en la verdadera democracia” y en La guerra civil en Francia, publicada en 1871, él había representado el poder estatal como la “fuerza pública organizada para la esclavización social” o como la “máquina del despotismo de clase”.

De manera similar, en los Cuadernos antropológicos de 1881, Marx definió al Estado como un poder de servidumbre social y una fuerza que impide la plena emancipación del individuo. Además, en estos estudios muy poco conocidos, él insistió sobre el carácter parasitario y transitorio del Estado: “la existencia, supuestamente suprema e independiente, del Estado no es más que una apariencia. El Estado, en todas sus formas, es una excrecencia de la sociedad. Incluso su apariencia no se presenta hasta que la sociedad ha alcanzado un cierto grado de desarrollo y desaparecerá de nuevo en cuanto la sociedad llegue a un nivel hasta ahora inalcanzado”.

Estas reflexiones parecen muy alejadas de nuestro tiempo y de la necesidad de la intervención del Estado para mitigar el dominio indiscutible del mercado. Sin embargo, nunca hay que olvidar que la sociedad socialista teorizada por Marx no tiene nada que ver con el estatismo de los llamados “socialismos reales” del siglo XX y que Marx siempre dirigió una crítica aspérrima contra la izquierda que quisiera gobernar contentándose con hacer meros paliativos a las directrices económicas y sociales del liberalismo. También por esta razón, Marx sigue siendo indispensable para todos los que luchan por reconstruir una alternativa emancipadora y su crítica política del comunismo de Estado y de los socialismos compatibles con el liberalismo no es menos importante que su crítica económica del modo de producción capitalista.

 

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La teoría de la alienación de Marx

La alienación fue uno de los temas más importantes y debatidos del siglo veinte y la teoría del fenómeno propuesta por Karl Marx jugó un rol fundamental en la creación del concepto. Sin embargo, contra lo que uno podría imaginar, la teoría de la alienación en sí misma no se desarrolló de manera lineal, y la publicación de textos inéditos en los que Marx analizó el concepto, definió un momento significativo en la transformación de su teoría y en su diseminación a escala global.

En los Manuscritos económico y filosóficos de 1844, con la categoría de «trabajo enajenado», Marx no solo extendió el alcance del problema de la alienación de la esfera filosófica, religiosa y política a la esfera económica de la producción material, sino que también convirtió a la última una condición indispensable de la comprensión y superación de la primera. Con todo, esta primera elaboración, escrita a los 26 años, no fue más que el bosquejo inicial de su teoría. Aunque muchas de las teorías marxistas de la alienación posteriores se fundaron erróneamente en las observaciones incompletas de los Manuscritos económico y filosóficos de 1844 —que sobrestiman el concepto de «autoalienación» (Selbst-Entfremdung)—, no debemos olvidar que las más de dos décadas de investigación que Marx emprendió antes de publicar El capital conllevaron una evolución considerable de sus conceptos.

En los escritos económicos de las décadas de 1850 y 1860, Marx profundizó su pensamiento sobre la alienación. Las ideas que Marx presenta en esos textos destacan por combinar la crítica de la alienación en la sociedad burguesa con la descripción de una alternativa posible al capitalismo.

La larga marcha del concepto de alienación
En La fenomenología del espíritu (1807), Georg W. F. Hegel propuso la primera elaboración sistemática del problema de la alienación. Con el fin de describir el proceso mediante el cual el Espíritu deviene otro en la esfera de la objetividad, adoptó los términos Entausserung («extrañamiento»), Entfremdung («alienación») y Vergegenständlichung (literalmente: «convertir-en-un-objeto», traducido usualmente como «objetivación»). El concepto de alienación ocupó un rol destacado en los escritos de la izquierda hegeliana. Una importante contribución en este sentido es la teoría de la alienación religiosa propuesta por Ludwig Feuerbach en La esencia del cristianismo (1841), es decir, la idea de que la religión surge de la proyección de la propia esencia del hombre en una deidad imaginaria. Pero después desapareció de la reflexión filosófica y ninguno de los pensadores importantes de la segunda mitad del siglo XIX se detuvieron en el problema. En sus obras publicadas en vida, Marx rara vez utiliza el término, y la discusión sobre la alienación estuvo completamente ausente del marxismo de la Segunda Internacional (1889-1914).

No obstante, cabe destacar que durante el período muchos intelectuales desarrollaron otros conceptos, posteriormente asociados al de alienación. En La división del trabajo social (1893) y en El suicidio (1897), Émile Durkheim introdujo el término «anomia» para designar un conjunto de fenómenos que se producen cuando las normas que garantizan la cohesión social entran en crisis tras una ampliación considerable de la división del trabajo. Las tendencias sociales concomitantes a las grandes transformaciones del proceso de producción también fueron el eje del pensamiento de los sociólogos alemanes. En La filosofía del dinero (1900), Georg Simmel estudió la dominación que ejercen las instituciones sociales sobre los individuos y la impersonalidad creciente de las relaciones humanas. Por su parte, Max Weber, en Economía y sociedad (1922), abordó los fenómenos de la «burocratización» a nivel social y del «cálculo racional» a nivel de las relaciones humanas, a los que definió como la esencia del capitalismo. Pero estos autores pensaban que estaban describiendo tendencias imparables de las relaciones humanas y sus reflexiones estuvieron guiadas por el deseo de mejorar el orden político y social existente (no el de reemplazarlo por uno distinto).

Debemos el redescubrimiento de la alienación a Georg Lukács, quien en Historia y conciencia de clase (1923) introdujo el término «reificación» (Versachlichung) para describir el fenómeno del trabajo que se opone a los seres humanos como algo independiente y objetivo, y los domina mediante leyes externas y autónomas. En 1932, la aparición de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, obra de juventud de Marx inédita hasta entonces, fue un acontecimiento decisivo. En el marco de esa obra, el concepto de alienación remite al fenómeno por el cual el producto del trabajo se opone al trabajo como algo ajeno, como un poder independiente del productor. Marx definió cuatro formas de alienación del trabajador en la sociedad burguesa: (1) por el producto de su trabajo, que se convierte en un objeto extraño que ejerce un poder sobre él; (2) en su actividad laboral, a la que percibe como dirigida contra sí mismo y como si no le perteneciera; (3) por la «esencia genérica» del hombre que se transforma en un ser ajeno; y (4) por otros seres humanos y en relación con su trabajo y con el objeto de su trabajo. A diferencia de Hegel, Marx sostiene que la alienación no coincide con la objetivación en sí misma, sino con un fenómeno particular que se produce en una forma precisa de economía: es decir, el trabajo asalariado y la transformación de los productos del trabajo en objetos autónomos de los productores. Mientras que Hegel presentaba la alienación como una manifestación ontológica del trabajo, Marx estaba convencido de que era el rasgo de una época de producción específica: el capitalismo.

Por el contrario, a comienzos del siglo veinte, casi todos los autores que abordaron el problema consideraban que la alienación era un aspecto universal de la vida. En Ser y tiempo (1927), Martin Heidegger trató la alienación en términos puramente filosóficos. En esa especie de fenomenología de la alienación, acuñó la categoría «caída» [Verfallen] para referirse a la tendencia de la existencia humana a perderse a sí misma en la inautenticidad del mundo circundante. Heidegger no consideraba esta caída como una propiedad negativa y deplorable de la que, «tal vez, etapas más avanzadas de la cultura humana sean capaces de de despojarse», sino más bien como un «modo existencial de ser-en-el-mundo», es decir, como una realidad que forma parte de la dimensión fundamental de la historia.

Después de la Segunda Guerra Mundial, bajo influencia del existencialismo francés, la alienación se convirtió en un tema recurrente tanto en la filosofía como en la literatura. Pero fue identificada con un malestar difuso del hombre en la sociedad y una división entre la individualidad humana y el mundo de la experiencia: una insuperable condition humaine. Los filósofos existencialistas no propusieron un origen social de la alienación, sino que la concibieron como algo vinculado inevitablemente a la «facticidad» —perspectiva reforzada, sin duda, por el fracaso de la experiencia soviética— y a la otredad humana. Marx intentó desarrollar una crítica de la dominación buscando asidero en su oposición a las relaciones de producción capitalistas. Los existencialistas siguieron el camino inverso: intentaron absorber las partes de la obra de Marx que consideraban útiles para sus propios enfoques, en el marco de un debate meramente filosófico, vaciado de toda crítica histórica específica.

Otro caso fue Herbert Marcuse, quien también identificó la alienación con la objetivación en vez de con su manifestación en el marco de las relaciones de producción capitalistas. En Eros y civilización (1955) se distanció de Marx y argumentó que la emancipación solo podría ser alcanzada mediante la abolición —no la liberación— del trabajo y la afirmación de la libido y del juego en las relaciones sociales. Marcuse terminó oponiéndose a la dominación tecnológica en general, de modo que su crítica de la alienación dejó de apuntar contra las relaciones de producción capitalistas, y sus reflexiones sobre el cambio social se volvieron tan pesimistas que muchas veces llegó a incluir a la clase obrera entre los sujetos que operaban en defensa del sistema.

La fascinación irresistible de la teoría de la alienación
Una década más tarde, el término entró en la sociología estadounidense. La sociología dominante trató el problema como si hiciera referencia al ser humano individual, no a las relaciones sociales, y centró la búsqueda de soluciones en la capacidad de los individuos para adaptarse al orden existente, no en las prácticas colectivas que buscan transformar la sociedad. Este desplazamiento terminó degradando el análisis de los factores socio-históricos. Mientras que, en la tradición marxista, el concepto de alienación había contribuido a algunas de las críticas más agudas del modo de producción capitalista, su institucionalización en la esfera de la sociología lo redujo a un fenómeno de inadaptación individual a las normas colectivas. Estas interpretaciones contribuyeron al empobrecimiento teórico del discurso sobre la alienación que, alejándose de aquel fenómeno complejo vinculado a la actividad laboral humana, incluso llegó a convertirse en un fenómeno positivo, en un medio de expresar la creatividad. Por lo tanto, terminó diluyéndose al punto de volverse virtualmente insignificante.

Durante el mismo período, el concepto de alienación también se abrió paso en el psicoanálisis, donde Erich Fromm lo utilizó para construir un puente con el marxismo. Sin embargo, el filósofo alemán terminó colocando todo el énfasis en la subjetividad, y su noción de alienación, sintetizada en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea (1955) como un modo de experiencia en que el individuo se percibe como extraño, terminó de definir su vocación individual. Fromm se basó exclusivamente en la concepción expuesta por Marx en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, y mostró no comprender la especificidad y la centralidad del trabajo enajenado en el pensamiento de Marx. Esta laguna impidió que otorgara su debido peso a la alienación objetiva (es decir, la que afecta al trabajador en el proceso de producción y define su relación con el producto del trabajo).

En los años 1960 las teorías de la alienación se pusieron de moda y el concepto parecía expresar a la perfección el espíritu de la época. En La sociedad del espectáculo (1967), Guy Debord vinculó la teoría de la alienación con la crítica de la producción inmaterial. Argumentó que con la «segunda revolución industrial», el consumo alienado se había convertido, en igual medida que la producción alienada, en un deber de las masas. En La sociedad de consumo (1970), Jean Baudrillard se distanció del enfoque marxista, es decir, la centralidad de la producción, y también identificó al consumo como el factor fundamental de la sociedad moderna. Entonces, la época del consumo, en la que la publicidad y las encuestas crean necesidades espurias y consensos de masas, se convirtió en la «época de la alienación radical». Sin embargo, la popularidad del término y su aplicación indiscriminada crearon una profunda ambigüedad conceptual. En pocos años, la alienación se convirtió en una fórmula vacía que atravesaba todo el espectro de la infelicidad humana y su amplitud generó la creencia de que remitía a una situación inmodificable. Se escribieron y publicaron cientos de libros y artículos en todo el mundo. Fue la época de la alienación tout court. Autores de distinta formación política y académica propusieron distintas causas para explicar el fenómeno: mercantilización, superespecialización, anomia, burocratización, conformismo, consumismo, pérdida de sentido generada por las nuevas tecnologías, incluso aislamiento personal, apatía, marginación étnica o social y contaminación ambiental. El debate alcanzó un límite paradójico en el contexto académico estadounidense, donde el concepto de alienación sufrió una verdadera distorsión y terminó siendo utilizado por los defensores de aquellas clases contra las cuales había sido elaborado en primera instancia.

La alienación según Karl Marx
La difusión de los Grundrisse, manuscrito redactado entre 1857 y 1858 que ganó popularidad a comienzos de los años 1970, evidenció el concepto de alienación con el que trabajaba Marx en sus escritos de madurez. Su estudio retomaba las observaciones de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, pero las enriquecía con una comprensión mucho más amplia de las categorías económicas y un análisis social más riguroso. En los Grundrisse, Marx utilizó más de una vez el término «alienación» y argumentó que, en el capitalismo: «El intercambio general de las actividades y de los productos, que se ha convertido en condición de vida para cada individuo particular y es su condición recíproca [con los otros], se presenta ante ellos mismos como algo ajeno, independiente, como una cosa. En el valor de cambio el vínculo social entre las personas se transforma en relación social entre cosas; la capacidad personal, en una capacidad de las cosas» [Grundrisse, Ed. S. XXI, tomo 1, pp. 84-85).

Los Grundrisse no eran el único texto incompleto de madurez donde Marx abordó la alienación. Cinco años después, el borrador de la parte VI del libro primero de El capital (1863-1864) estableció un vínculo más estrecho entre los análisis económicos y políticos y el concepto de alienación. Marx argumentó entonces que «la dominación del capitalista sobre el trabajador es la dominación de las cosas sobre los seres humanos, del trabajo muerto sobre el trabajo vivo y del producto sobre el productor. En la sociedad capitalista, la transposición de la productividad social del trabajo en los atributos materiales del capital promueve una verdadera personificación de las cosas y una reificación de las personas, y crea la apariencia de que las condiciones materiales del trabajo no están sometidas al trabajador, sino que es él quien está sometido a ellas».

El progreso que representa esta concepción frente a los escritos tempranos es evidente también en la famosa sección de El capital (1867) titulada «El fetichismo de la mercancía». Según Marx, en la sociedad capitalista, las relaciones entre las personas no se presentan como relaciones sociales, sino como «relaciones entre cosas». Este fenómeno es lo que denominó «el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil». En cualquier caso, el fetichismo de la mercancía no reemplazó a la alienación de los escritos de juventud. Marx siguió sosteniendo que en la sociedad burguesa, las cualidades y las relaciones humanas se convierten en cualidades y relaciones entre cosas. Esta teoría —que anticipa lo que Lukács llamaría reificación— ilustra el fenómeno desde el punto de vista de las relaciones sociales, mientras que el concepto de fetichismo aborda la misma cuestión desde el punto de vista de las mercancías.

La difusión de todos estos escritos de Marx abrió el camino a una concepción de la alienación distinta de todas las que se volvieron hegemónicas en la sociología y en la psicología. Es una concepción dirigida a la superación de la alienación en la práctica: a la acción política de los movimientos sociales, partidos y sindicatos que se movilizan para transformar las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera. La publicación de esos textos, que —después de la edición de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 en 1930— podríamos denominar la «segunda generación» de escritos de Marx sobre la alienación, no solo brindó una base teórica coherente a los nuevos estudios del fenómeno, sino también una plataforma ideológica anticapitalista al servicio del extraordinario movimiento social y político que surcó el mundo en aquella época. La alienación abandonó los libros de los filósofos y las salas de conferencias de las universidades, tomó las calles y los lugares de trabajo y se convirtió en una crítica general de la sociedad burguesa.

Durante las últimas décadas, el mundo del trabajo sufrió una derrota histórica y la izquierda todavía enfrenta una profunda crisis. Con el neoliberalismo volvimos a un sistema de explotación que en muchos aspectos es similar al del siglo XIX. Por supuesto, Marx no tiene una respuesta para todos nuestros problemas, pero supo plantear las preguntas esenciales. En una sociedad dominada por el mercado y la competencia entre individuos, el redescubrimiento del concepto de alienación de Marx brinda una herramienta crítica indispensable, tanto para entender el pasado como para criticar el capitalismo contemporáneo.

 

Traducción de Valentín Huarte

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Juan Dal Maso, La Izquerda Diário

A propósito de Karl Marx’s Writings on Alienation, editado e introducido por Marcello Musto.
Este libro, publicado en inglés este año por Palgrave Macmillan, recoge una selección de textos de Marx sobre la temática de la alienación.

El tema parece particularmente pertinente en un contexto en que la precarización de las condiciones de vida así como la generalización del teletrabajo durante la pandemia volvieron a poner en discusión los efectos que el proceso de producción (en sentido amplio, no solo industrial) tiene sobre la vida de la clase trabajadora en sus múltiples aspectos, empezando por la afectación del tiempo libre. El fenómeno de la “great resignation” o “Big Quit”, es decir la renuncia masiva en trabajos mal pagos y que no garantizan condiciones básicas de seguridad e higiene, en Estados Unidos, es parte también de este panorama, al que se suma la oleada de huelgas conocida como Striketober, y otros procesos de lucha de la clase trabajadora en todo el mundo.

El libro está organizado en dos partes. La primera está conformada por el estudio introductorio de Marcello Musto, titulado “Alienation Redux: Marxian perspectives”. Este texto presenta las características principales del tratamiento de la cuestión de la alienación en Marx, con sus cambios respectivos a medida en que avanza su trayectoria teórica, así como discute las diversas lecturas de la cuestión en otras tradiciones y diversas vertientes del marxismo del siglo XX.

La segunda parte del libro se compone de un conjunto de escritos de Marx, organizados en tres secciones. La sección “Early Political and Philosophical Writings” contiene textos de 1844 a 1856, que incluyen pasajes de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, La Sagrada Familia y La ideología alemana, entre otros. Sigue una sección con textos de los Grundrisse y su manuscrito sobre crítica de la economía política de 1861-63, así como de Teorías de la Plusvalía. La última sección se compone de textos preparatorios de El capital y pasajes de El capital mismo, incluyendo fragmentos de los manuscritos de 1863-65 y del capítulo VI Inédito.

A través de esta selección de textos, puede lograrse una idea clara del tratamiento de la problemática de la alienación y su lugar en el pensamiento de Marx. En este artículo, repasaremos los principales argumentos planteados por Musto en la Introducción.

En el principio, Hegel
El primer tratamiento sistemático de la cuestión de la alienación aparece en Hegel, especialmente en su Fenomenología del espíritu. En el caso de Hegel, la cuestión estaba relacionada con una teoría idealista del espíritu que se objetivizaba en la realidad, dando lugar a una separación entre sujeto y objeto que luego era superada a través de la conquista de la identidad entre ambos. Pero también tenía ciertos ribetes materialistas, destacando la importancia del trabajo como forma de objetivación de la actividad humana. Sin embargo, al no tener una concepción suficientemente clara de la especificidad del trabajo bajo el capitalismo, Hegel identificó alienación y objetivación (es decir la actividad que produce o modifica los objetos materiales distintos del sujeto y de las ideas).

Ludwig Feuerbach retomó la categoría para hacer referencia al fenómeno religioso y explicar sus bases materialistas. Marx utilizó poco el término en los trabajos publicados durante su vida y en general fue ignorado por el marxismo hasta la aparición de Historia y consciencia de clase de Lukács.

Redescubrimientos y distorsiones
En su célebre obra de 1923, Lukács retomó el argumento de la alienación, utilizando el término “reificación”, con el que explicaba el hecho de que la actividad productiva se presenta al trabajador como algo objetivo e independiente de su voluntad. Esta visión se inclinaba, por influencia de Hegel, a asimilar alienación con objetivación y no es casual que la idea del proletariado como “sujeto-objeto idéntico de la historia” fuera central para Lukács, dada la tendencia a conceder al tema una portada filosófica más amplia que la que podía desprenderse de las obras de Marx publicadas hasta ese momento. Más apegado al marxismo clásico y lejos de la teoría del sujeto-objeto idéntico, Isaak Ilich Rubin puso en el centro de su explicación de la teoría marxista del valor la cuestión del fetichismo de la mercancía, no como un problema de la consciencia sino como un proceso social necesario de la economía capitalista, relacionado con el carácter privado de la producción para el mercado. Pero su obra Ensayos sobre teoría marxista del valor se mantuvo mayormente desconocida fuera de la URSS hasta los años ´70, en que fue traducida al inglés.

La publicación en 1932 de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 de Marx fue el evento que dio impulso a los debates sobre el concepto de alienación tanto para quienes investigaban el pensamiento de Marx como entre diversas tendencias de la filosofía y las ciencias sociales, así como en ciertos sectores militantes, junto con las relecturas en clave humanista del pensamiento de Marx.

En los Manuscritos, Marx definía la alienación en términos de un proceso por el cual el producto del trabajo se volvía un objeto externo para el trabajador, pero también como un poder que se le volvía en contra como algo extraño y hostil y señalaba cuatro aspectos de la alienación del trabajador en la sociedad burguesa: 1) Respecto del producto de su trabajo. 2) Respecto de su actividad laboral, que percibe como algo dirigido contra él. 3) Respecto de su ser genérico (de su propio cuerpo y facultades físicas y espirituales). 4) Respecto de los demás seres humanos.

Mientras para Hegel la alienación era algo inherente a la objetivación, Marx la concebía como una característica específica del trabajo bajo el capitalismo. Por esta razón, tampoco resultaba consistente releer los Manuscritos en clave de una crítica de la alienación humana en general, independientemente de la cuestión de clase. Aclaremos de paso que en Hegel había una concepción de autoproducción del ser humano por el trabajo, que se hace patente en su célebre dialéctica del amo y el esclavo, cuestión que estaba relacionada con sus lecturas de la economía política británica y que Marx reivindicaba en sus Manuscritos. Pero Marx señalaba a su vez que estos aspectos acertados del pensamiento de Hegel sobre la cuestión del trabajo quedaban subordinados a una concepción en la que el análisis de la alienación se centraba especialmente en la alienación del pensamiento abstracto que se resolvía en una superación de la objetividad, por lo cual consideraba más adecuada la solución de Feuerbach hacia el materialismo, aunque este tuviese una lectura de Hegel poco sofisticada.

Musto sintetiza bien los alcances y limitaciones de este texto de Marx:

Subrayar la importancia del concepto de alienación en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 para una mejor comprensión del desarrollo de Marx no puede suponer correr un velo de silencio sobre los enormes límites de este texto juvenil. Su autor apenas había comenzado a asimilar los conceptos básicos de la economía política, y su concepción del comunismo no era más que una síntesis confusa de los estudios filosóficos que había realizado hasta entonces. Por muy cautivadores que sean, sobre todo por la forma en que combinan ideas filosóficas de Hegel y Feuerbach con una crítica de la teoría económica clásica y una denuncia de la alienación de la clase obrera, los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 son sólo una primera aproximación, como se desprende de su vaguedad y eclecticismo. Arrojan una luz importante sobre el curso que tomó Marx, pero una enorme distancia los separa todavía de los temas y el argumento no sólo de la edición terminada de 1867 del Libro Primero de El Capital, sino también de sus manuscritos preparatorios, uno de ellos publicado, que redactó desde finales de la década de 1850. A diferencia de los análisis que, o bien hacen hincapié en un “joven Marx” distintivo, o bien intentan forzar una ruptura teórica en su obra, las lecturas más incisivas del concepto de alienación en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 han sabido tratarlos como una etapa interesante, pero solo inicial, en la trayectoria crítica de Marx. Si no hubiera continuado sus investigaciones, sino que se hubiera quedado con los conceptos de los manuscritos de París, probablemente habría sido degradado a ocupar un lugar junto a Bruno Bauer (1809-1882) y Feuerbach en las secciones de los manuales de filosofía dedicadas a la izquierda hegeliana [1].

Posteriormente, Musto reconstruye y discute otras concepciones de la alienación características del siglo XX, entre las que destaca la de Heidegger, con su idea del “estado de caída” ligado a la pérdida de autenticidad del ser en la experiencia del mundo, muy alejada de la cuestión tal como fuera tratada por Marx. En Marcuse, Musto señala una identificación de alienación y objetivación así como un desplazamiento de la cuestión de la liberación del trabajo a la de la líbido; mientras en Adorno y Horkheimer la alienación aparece como un extrañamiento relacionado con el control social y la manipulación de la cultura de masas. Otra lectura como la de Erich Fromm, influenciado por el psicoanálisis, retomó la cuestión de la alienación como algo característico de la experiencia subjetiva individual, mientras las relecturas existencialistas y neohegelianas de la cuestión, desde Sartre a Jean Hippolyte, la presentaron como algo característico de la experiencia de la autoconsciencia humana a lo largo de toda la historia.

Las lecturas existencialistas, así como otras como la de Hannah Arendt, tomaban solamente la cuestión de la “auto-alienación” o alienación del individuo respecto de los demás seres humanos, sin tomar en cuenta los demás aspectos señalados por Marx en su crítica inicial de la economía capitalista.

Entre las posiciones marxistas de los años de la segunda posguerra que discutieron sobre los Manuscritos, Musto destaca tres: 1) quienes los consideran un texto de transición sin mayor importancia; 2) quienes dividen al “Joven Marx” del “Marx Maduro”, tomando partido por uno u otro, desde lecturas que contraponen los Manuscritos con El capital; 3) quienes ven una continuidad en toda la trayectoria teórica de Marx, otorgándole una especie de unidad monográfica a través de la cuestión de la alienación.

Musto señala la unilateralidad de estas tres posiciones, afirmando la importancia de pisar terreno firme en cuanto a la interpretación de la obra de Marx, a partir de constatar cómo se modifica la cuestión de la alienación en relación con su comprensión de la economía capitalista y la consiguiente elaboración de la crítica de la economía política, diferenciándola asimismo de otras posiciones que surgieron en los años ‘60, como las de Guy Debord, Jean Baudrillard o desde el lado conservador la sociología norteamericana.

Entre la desalienación y la autonomía
La cuestión de la alienación ha estado presente en importantes debates del marxismo durante el siglo XX. En este caso me interesa comentar dos en los que Musto no se detiene especialmente, pero pueden considerarse contenidos en el recorrido que traza. Un caso importante de apropiación de la temática de la alienación fue el de los comunistas disidentes en los países del Este. Buscaron apoyarse en las lecturas de los Manuscritos económico-filosóficos y más en general en la crítica de Marx a la alienación y el fetichismo de la mercancía, para hacer una crítica del estalinismo en diversos niveles, especialmente contra el sistema de gobierno basado en la burocracia y la vigilancia policial, el productivismo y los métodos “despóticos” en las fábricas y la promoción de una concepción acrítica de la realidad. Casos como los de Karel Kosik con su Dialéctica de lo concreto, Mihailo Markovic con su Dialéctica de la praxis o Gajo Petrovic con su Marxismo contra stalinismo son representativos de este tipo de lecturas, con sus diferencias y puntos de contacto. Caído el estalinismo, podría parecer que son reflexiones anacrónicas o demasiado específicas, pero creo que verlo de esa forma sería un error. Cualquier discusión sobre cómo tiene que ser el socialismo implica un balance y una crítica del estalinismo y allí, además del legado teórico, programático y político de Trotsky y la Oposición de Izquierda, también pueden hacer su aporte quienes tuvieron que enfrentar al estalinismo desde una “vuelta a Marx” que se les aparecía en ese momento como la única alternativa cercana, ante la falta de continuidad de las tradiciones oposicionistas producto de la represión.

La otra gran vertiente relacionada con el rechazo de la alienación, pero sin utilizar el concepto de la misma forma que los marxismos humanistas, es la del operaismo primero y el autonomismo después, que sigue teniendo peso en los debates actuales. Cercana en sus orígenes a las lecturas de Galvano Della Volpe, esta tradición fue siempre reactiva a las lecturas hegelianizantes del marxismo. Pero también sostenía una concepción distinta de la del marxismo clásico sobre la relación entre lucha de clases y avance tecnológico. Para el operaismo, como sintetizaba Mario Tronti en Obreros y Capital, el desarrollo capitalista era consecuencia de la lucha de la clase obrera. Esta visión relativizaba de manera sutil el carácter “extraño y hostil” del proceso de producción para el trabajador y hacía hincapié en el desarrollo de la conflictividad fabril contra el comando capitalista del trabajo. Posteriormente, Antonio Negri, influenciado por el postestructuralismo y las teorías del “capitalismo cognitivo” hizo una relectura de estos temas, amplificando la noción de general intellect planteada por Marx en su fragmento sobre las máquinas (del que se incluyen pasajes en esta compilación) a una potencia que se despliega como trabajo afectivo, comunicativo y cognitivo. Contradictoriamente, esta posición termina en una reivindicación de la progresividad del desarrollo capitalista menos crítica que la de Marx, ya que este señalaba la contradicción entre los avances de la ciencia y la técnica y el modo de producción capitalista, como expresión de la contradicción de clase caracterizada por la extracción de plusvalor y la imposibilidad de liberar a la fuerza de trabajo sin cambiar el sistema por medios revolucionarios. Volvamos a Marx, para ver cómo pensó este problema.

Alienación y explotación capitalista
En El capital y sus manuscritos preparatorios, así como en el capítulo VI inédito, Marx desarrolla la noción de alienación mucho más ligada a una teoría más clara de la explotación capitalista y la extracción de plusvalor.

Señala Musto:

Hasta fines de la década de 1850, no hubo más referencias a la teoría de la alienación en las obras de Marx. Después de la derrota de las revoluciones de 1848, se vio forzado a exiliarse en Londres, donde una vez instalado, concentró todas sus energías en el estudio de la economía política y, aparte de algunos muy breves trabajos de temas históricos, no publicó otro libro. Cuando comenzó a escribir sobre economía otra vez, de todos modos, en sus Elementos fundamentales para la crítica de la Economía Política (1857-58), más conocidos como los Grundrisse, más de una vez utilizó el término “alienación”. Este texto retomó en varios aspectos los análisis de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, aunque cerca de una década de estudio en la Biblioteca del Museo Británico le permitieron hacerlos considerablemente más profundos [2].

En los Grundrisse, Marx relaciona directamente la cuestión de la alienación con la del intercambio de mercancías, así como en el capítulo VI inédito de El capital hace referencia al proceso de personificación de las cosas y cosificación de las personas. Pero avanza más aún planteando que el capital subordina a su propio interés no solo la actividad inmediata del trabajador sino también el proceso de cooperación en la producción, los avances científicos y tecnológicos aplicados a la producción y la mejora y desarrollo de la maquinaria. Estas cuestiones entran también en juego cuando Marx define en El Capital el fenómeno del fetichismo de la mercancía.

Marx explica el fetichismo de la mercancía como un proceso necesario de la producción capitalista:

Ese carácter fetichista del mundo de las mercancías se origina, como el análisis precedente lo ha demostrado, en la peculiar índole social del trabajo que produce mercancías. Si los objetos para el uso se convierten en mercancías, ello se debe únicamente a que son productos de trabajos privados ejercidos independientemente los unos de los otros. El complejo de estos trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global. Como los productores no entran en contacto social hasta que intercambian los productos de su trabajo, los atributos específicamente sociales de esos trabajos privados no se manifiestan sino en el marco de dicho intercambio. O en otras palabras: de hecho, los trabajos privados no alcanzan realidad como partes del trabajo social en su conjunto, sino por medio de las relaciones que el intercambio establece entre los productos del trabajo y, a través de los mismos, entre los productores. A éstos, por ende, las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por el contrario como relaciones propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas. Es sólo en su intercambio donde los productos del trabajo adquieren una objetividad de valor, socialmente uniforme, separada de su objetividad de uso, sensorialmente diversa. Tal escisión del producto laboral en cosa útil y cosa de valor sólo se efectiviza, en la práctica, cuando el intercambio ya ha alcanzado la extensión y relevancia suficientes como para que se produzcan cosas útiles destinadas al intercambio, con lo cual, pues, ya en su producción misma se tiene en cuenta el carácter de valor de las cosas. A partir de ese momento los trabajos privados de los productores adoptan de manera efectiva un doble carácter social. Por una parte, en cuanto trabajos útiles determinados, tienen que satisfacer una necesidad social determinada y con ello probar su eficacia como partes del trabajo global, del sistema natural caracterizado por la división social del trabajo. De otra parte, sólo satisfacen las variadas necesidades de sus propios productores, en la medida en que todo trabajo privado particular, dotado de utilidad, es pasible de intercambio por otra clase de trabajo privado útil, y por tanto le es equivalente. La igualdad de trabajos toto coelo [totalmente] diversos sólo puede consistir en una abstracción de su desigualdad real, en la reducción al carácter común que poseen en cuanto gasto de fuerza humana de trabajo, trabajo abstractamente humano. El cerebro de los productores privados refleja ese doble carácter social de sus trabajos privados solamente en las formas que se manifiestan en el movimiento práctico, en el intercambio de productos: el carácter socialmente útil de sus trabajos privados, pues, sólo lo refleja bajo la forma de que el producto del trabajo tiene que ser útil, y precisamente serlo para otros; el carácter social de la igualdad entre los diversos trabajos, sólo bajo la forma del carácter de valor que es común a esas cosas materialmente diferentes, los productos del trabajo.

La figura del fetichismo de la mercancía recoge los temas tratados por Marx en sus anteriores escritos sobre la alienación, pero los complejiza. En los Manuscritos, el eje estaba puesto en el proceso por el cual el trabajo, los productos del trabajo y las demás personas se volvían frente al trabajador como algo extraño y hostil, con lo cual Marx hacía hincapié en la crítica de la deshumanización impuesta por la propiedad privada. En El capital, Marx mantiene esta idea de que el proceso de trabajo y sus productos se aparecen al trabajador como algo ajeno e independiente de su voluntad, así como su relación con las otras personas se establece a través de la relación mercantil, pero vinculada más concretamente con la cuestión de la explotación. La separación de la clase trabajadora respecto de los medios de producción, que se le aparecen como algo ajeno, es el prerrequisito de la extracción de plusvalor, dado que los trabajadores “libres” deben vender su fuerza de trabajo a los capitalistas y en ese proceso producen el valor necesario para pagar sus propios salarios y el plusvalor que está en la base de la ganancia capitalista.

Volvamos al argumento de Musto:

Dos elementos en esta definición marcan una clara línea divisoria entre la concepción de la alienación de Marx y la sostenida por la mayor parte de los autores sobre los que hemos estado discutiendo. Primero, Marx concibe el fetichismo no como un problema individual sino como un fenómeno social, no como un asunto de la mente sino como un poder real, una forma particular de dominación, que se establece en la economía capitalista como resultado de la transformación de los objetos en sujetos. Por esta razón, sus análisis de la alienación no se limitan al malestar de los hombres y las mujeres individuales, sino que se extienden a todos los procesos sociales y las actividades productivas que le subyacen. Segundo, para Marx el fetichismo se manifiesta en una precisa realidad histórica de la producción, la realidad del trabajo asalariado; no es parte de la relación entre las personas y las cosas como tal, sino más bien de la relación entre los seres humanos y una forma particular de objetividad: la forma-mercancía [3].

Tanto en los Grundrisse como en El capital, Marx ya tiene una visión mucho más compleja del capitalismo y por lo tanto una comprensión materialista mucho más clara del fenómeno de la alienación. Se hace más compleja su visión de la sociedad y del cambio revolucionario. De allí que, en El capital, Marx señale que el capitalismo se apropia de conquistas de la ciencia, la técnica y la organización del trabajo para su propio beneficio, pero al mismo tiempo crea condiciones para el comunismo, tales como la cooperación en el proceso de trabajo, el desarrollo y aplicación de tecnologías, la apropiación de las fuerzas de la naturaleza útiles para la producción, la creación de maquinaria que solamente puede emplearse en común por varios trabajadores, la economización de los medios de producción y la tendencia a crear un mercado mundial.

Por qué es necesario el comunismo
Este libro es una buena contribución para introducirse al tema de la alienación en Marx y también para lograr una comprensión clara de los alcances y límites que tiene en su tratamiento.

Musto debate contra quienes le quitan importancia a la cuestión, así como contra quienes dicen que es el tema principal de la teoría de Marx y señala que la reflexión sobre el problema se vuelve mucho más clara y sólida en la medida en que Marx tiene una mejor comprensión del funcionamiento del capitalismo.

Pero al mismo tiempo, pone esa argumentación en función de explicar el pensamiento político revolucionario de Marx. La alienación no es un problema del ser humano en general, ni de la consciencia individual ni de toda forma de objetivación en abstracto. Por eso, el enfoque de Marx muestra el proceso contradictorio entre la creación de condiciones para la construcción de una sociedad comunista en base al desarrollo de las fuerzas productivas y la orientación de la producción y reproducción hacia la extracción de plusvalor y realización de la ganancia capitalista.

El capitalismo crea las condiciones necesarias para la lucha por el comunismo, pero no más que eso. Debe ser subvertido a través de la revolución socialista, venciendo la resistencia de las clases explotadoras y opresoras, para establecer un régimen social basado en la cooperación, la propiedad colectiva y la búsqueda de las más amplias libertades para las personas.

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Marx e o colonialismo (Interview)

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Karl Marx: Todavía indispensable para repensar la alternativa al capitalismo

El retorno a Marx tras la crisis económica de 2008 se ha caracterizado por el renovado interés en su crítica de la economía. Muchos autores, en diferentes periódicos, revistas, libros y volúmenes académicos, han subrayado lo indispensable que resulta el análisis de Marx para comprender las contradicciones y los mecanismos destructivos del capitalismo. Sin embargo, en los últimos años también se ha replanteado la figura de Marx como político y teórico.
La publicación de manuscritos hasta ahora desconocidos en la edición alemana MEGA[1], junto con interpretaciones innovadoras de su obra, han abierto nuevos horizontes de investigación y han demostrado -con mayor claridad que en el pasado su capacidad para examinar las contradicciones de la sociedad capitalista a escala mundial y en ámbitos que van más allá del conflicto entre el capital y el trabajo. No es exagerado decir que, de los grandes clásicos del pensamiento político, económico y filosófico, el perfil de Marx es el que más ha cambiado en las primeras décadas del siglo XXI.

Como es sabido, El Capital quedó inconcluso debido a la pobreza extrema en la que vivió Marx durante dos décadas y a su persistente mala salud relacionada con las preocupaciones cotidianas. Pero El Capital no fue el único proyecto que quedó incompleto. La despiadada autocrítica de Marx aumentó las dificultades de más de uno de sus proyectos destinados a ser publicados y el prolongado tiempo que dedicó a muchos de ellos se debió al extremo rigor al que sometió todo su pensamiento. Siendo joven, era conocido entre sus amigos de la universidad por su meticulosidad. Hay relatos que lo describen como alguien que se negaba a “escribir una frase si no era capaz de demostrarla de diez maneras diferentes”. Por eso, a pesar de ser el joven erudito más prolífico de la izquierda hegeliana, publicaba menos que los demás. La creencia de Marx de que su información era insuficiente y sus juicios inmaduros le impidió publicar escritos que quedaron en forma de esbozos o fragmentos. Pero también por eso sus notas son extremadamente útiles y deben considerarse parte integrante de su obra. Muchos de sus sempiternos trabajos tuvieron extraordinarias consecuencias teóricas para el futuro.
Esto no significa que sus textos incompletos tengan el mismo peso que los publicados. Hay que distinguir cinco tipos de escritos: las obras publicadas, sus manuscritos preparatorios, los artículos periodísticos, las cartas y los cuadernos de extractos. Pero también hay que hacer distinciones dentro de estas categorías. Algunos de los textos publicados de Marx no deben considerarse como su última palabra sobre los temas en cuestión. Por ejemplo, el Manifiesto del Partido Comunista fue considerado por Friedrich Engels y Marx como un documento histórico de su juventud y no como el texto definitivo en el que se exponían sus principales concepciones políticas. O hay que tener en cuenta que los escritos de propaganda política y los escritos científicos no suelen ser combinables. Este tipo de errores son muy frecuentes en la literatura secundaria sobre Marx. Por no hablar de la ausencia de la dimensión cronológica en muchas reconstrucciones de su pensamiento.

Los textos de la década de 1840 no pueden citarse indistintamente junto a los de las décadas de 1860 y 1870, ya que no tienen el mismo peso de conocimiento científico y experiencia política. Algunos manuscritos fueron escritos por Marx solo para él, mientras que otros eran verdaderos materiales preparatorios para libros que iban a ser publicados. Algunos fueron revisados y a menudo actualizados por Marx, mientras que otros fueron abandonados por él sin posibilidad de actualizarlos (en esta categoría está El Capital, volumen III). Algunos artículos periodísticos contienen consideraciones que pueden ser tomadas como la terminación de las obras de Marx. Otros, sin embargo, fueron escritos rápidamente con el fin de conseguir dinero para pagar el alquiler. Algunas cartas incluyen los auténticos puntos de vista de Marx sobre los temas tratados. Otras contienen solo una versión suavizada, porque estaban dirigidas a personas ajenas al círculo de Marx, con las que a veces era necesario expresarse diplomáticamente. Por último, están los más de 200 cuadernos que contienen resúmenes (y a veces comentarios) de todos los libros más importantes leídos por Marx durante el largo período que va de 1838 a 1882. Son esenciales para comprender la génesis de su teoría y de aquellos elementos que no pudo desarrollar como hubiera deseado.
Nuevos perfiles de un clásico que aún tiene mucho que decir
Investigaciones recientes han refutado los diversos enfoques que reducen la concepción de la sociedad comunista de Marx al desarrollo superior de las fuerzas productivas. En particular, se ha demostrado la importancia que concedió a la cuestión ecológica: en repetidas ocasiones, denunció que la expansión del modo de producción capitalista aumenta no solo el robo del trabajo de los trabajadores, sino también el saqueo de los recursos naturales. Otra cuestión que despertó el interés de Marx fue la migración. Demostró que el desplazamiento forzoso de la mano de obra generado por el capitalismo era un componente importante de la explotación burguesa y que la clave para combatirlo era la solidaridad de clase entre los trabajadores, independientemente de su origen o de cualquier distinción entre mano de obra local e importada.

Además, Marx investigó a fondo las sociedades fuera de Europa y se expresó sin ambigüedades contra los estragos del colonialismo. Todos estos elementos son demasiado obvios para cualquiera que haya leído a Marx, a pesar del escepticismo de moda hoy día en ciertos sectores académicos.
La primera clave relevante para entender la ampliación geográfica de la investigación de Marx durante la última década de su vida, radica en su plan de hacer un estudio más amplio de las dinámicas del modo de producción capitalista a escala mundial. Inglaterra había sido el principal campo de observación de El Capital, volumen I; tras su publicación, quiso ampliar las investigaciones socioeconómicas en los dos volúmenes de El Capital que quedaban por escribir. Por esta razón, en 1870 decidió aprender el idioma ruso y, a partir de entonces, pidió sin cesar libros y estadísticas sobre Rusia y los Estados Unidos de América. Creía que el análisis de las transformaciones económicas de estos países sería útil para comprender las posibles formas en que puede desarrollarse el capitalismo en diferentes períodos y contextos. Este elemento crucial se subestima en la literatura secundaria sobre el tema -hoy de moda- “Marx y el eurocentrismo”.
Otra pregunta clave en la investigación de Marx sobre las sociedades no europeas era si el capitalismo era un requisito necesario para el nacimiento de la sociedad comunista y hasta qué nivel tenía que desarrollarse internacionalmente. La concepción multilineal más acentuada que Marx asumió en sus últimos años le llevó a mirar con más atención las especificidades históricas y la desigualdad del desarrollo económico y político en los diferentes países y contextos sociales. Marx se volvió muy escéptico en cuanto a la transmisión de categorías interpretativas entre contextos históricos y geográficos completamente diferentes y, como escribió, también se dio cuenta de que “acontecimientos de sorprendente similitud, que tienen lugar en contextos históricos diferentes, conducen a resultados totalmente dispares”. Este enfoque hizo aún más difícil el ya accidentado intento de completar los volúmenes de El Capital y contribuyó a la lenta aceptación de que su obra principal quedaría incompleta. Pero ciertamente abrió nuevas esperanzas revolucionarias.
Marx profundizó en muchas otras cuestiones que, aunque a menudo se subestiman o incluso se ignoran, están adquiriendo una importancia crucial para la agenda política de nuestro tiempo. Entre ellas, la libertad individual en la esfera económica y política, la emancipación de género, la crítica del nacionalismo y las formas de propiedad colectiva no controladas por el Estado. Así, décadas después de la caída del Muro de Berlín, es posible leer a un Marx muy distinto al teórico dogmático, economicista y eurocéntrico que predominó durante tanto tiempo. Entre el enorme legado literario de Marx se pueden encontrar varias afirmaciones que sugieren que el desarrollo de las fuerzas productivas está llevando a la disolución del modo de producción capitalista. Pero sería un error atribuirle la idea de que la llegada del socialismo es una fatalidad histórica. De hecho, para Marx la posibilidad de transformar la sociedad dependía de la clase obrera y de su capacidad, a través de la lucha, de provocar estallidos sociales que condujeran al nacimiento de un sistema económico y político alternativo.

Alternativa al capitalismo

En toda Europa, América del Norte y muchas otras regiones del mundo, la inestabilidad económica y política es una característica persistente de la vida social contemporánea. La globalización, las crisis financieras, el incremento de las cuestiones ecológicas y la reciente pandemia mundial son solo algunos de los choques y problemas que producen las tensiones y contradicciones de nuestro tiempo. Por primera vez desde el final de la Guerra Fría existe un creciente consenso mundial sobre la necesidad de repensar la lógica organizativa dominante de la sociedad contemporánea y desarrollar nuevas soluciones económicas y políticas. A diferencia de equiparar el comunismo con la dictadura del proletariado, posición adoptada en la propaganda del “socialismo realmente existente”, es necesario volver a mirar las reflexiones de Marx sobre la sociedad comunista. En su momento la definió como “una asociación de individuos libres”. Si el comunismo pretende ser una forma superior de sociedad, debe promover las condiciones para “el pleno y libre desarrollo de cada individuo”. En El Capital, Marx reveló el carácter mendaz de la ideología burguesa. El capitalismo no es una organización de la sociedad en la que los seres humanos, protegidos por normas jurídicas imparciales capaces de garantizar la justicia y la equidad, disfruten de una verdadera libertad y vivan en una democracia consumada. En realidad, se les degrada hasta convertirlos en meros objetos, cuya función principal es producir mercancías y beneficios para otros. Para cambiar este estado de cosas, no basta con modificar la distribución de los bienes de consumo. Lo que se necesita es un cambio radical a nivel de los bienes productivos de la sociedad: “los productores sólo pueden ser libres cuando están en posesión de los medios de producción”. El modelo socialista que Marx tenía en mente no permitía un estado de pobreza generalizado, sino que buscaba la consecución de una mayor riqueza colectiva y una mayor satisfacción de las necesidades.

[1] MEGA, por sus siglas en aleman, se refiere a la edicion historico-critica de las obras completas de Carlos Marx y Federico Engels: Marx-Engels-Cesamtaus- gabe. El proyecto comprende todas sus publicaciones, manuscritos y borradores, asi como la correspondencia de los dos autores. Al respecto se puede consultar: https://espai-marx.net/?p=4022y https://mega.bbaw.de/de (N. del E.).

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José Juan De Ávila, Milenio

Karl Marx leía también por placer, y muchísimo. La biblioteca en su casa de Maitland Road Park 41, en la periferia de Londres, albergaba alrededor de dos mil libros, modesta si se compara con las obras en diversos idiomas que el autor de El capital (1867-1883) debió de leer a lo largo de su vida, de la que pasó 34 años exiliado en la capital inglesa, donde leyó literatura al por mayor en el Museo Británico.

El napolitano Marcello Musto, profesor de Sociología en la Universidad de York, en Toronto, da cuenta de entrada del enorme placer con que Marx leía clásicos de la literatura, en Karl Marx 1881-1883. El último viaje del moro (Siglo XXI Editores, 2021), la reciente traducción de su obra sobre el filósofo, sociólogo, economista y periodista nacido el 5 de mayo de 1818 en la ciudad prusiana de Tréveris.
El volumen de 180 páginas, una decena de ellas de bibliografía, está concebido por Musto como una breve biografía intelectual de los últimos tres años de Marx, que busca revertir la leyenda de que el autor de La miseria de la filosofía “habría agotado su propia curiosidad intelectual y cesado de trabajar”.

Marcello Musto (Nápoles, 1976) demuestra con su investigación cómo Karl Marx continuó y extendió sus investigaciones hacia nuevas disciplinas, como la antropología y las matemáticas (que le relajaban), y a estudios profundos de la propiedad común en la sociedad precapitalista, de las transformaciones en Rusia después de la abolición de la esclavitud, además de que apoyó la lucha por la liberación de Irlanda del yugo inglés y mostró su oposición al colonialismo europeo en India, Egipto y Argelia. Incluso destaca su postura en contra de la desigualdad de género y contra la discriminación racista.
El investigador considera que la biblioteca de Marx “no era tan imponente como la de los intelectuales burgueses de su misma altura, ciertamente más ricos que él”, y cita testimonios y anécdotas de gente como el socialista cubano-francés Paul Lafargue, su yerno, o el de un corresponsal del Chicago Tribune que en diciembre de 1878 visitó el estudio e identificó en las estanterías, no sin apuntar que se puede juzgar a alguien por lo que lee, a Shakespeare, Dickens Thackeray, Molière, Racine, Montaigne, Bacon, Goethe, Voltaire, Paine…, además de obras políticas y filosóficas en ruso, español, italiano.
Lafargue detalla las lecturas por placer de su suegro, en un párrafo citado en L’ultimo Marx, 1881-1883: Saggio di biografia intellettuale —título original del libro editado en 2016—, que vale la pena reproducir:
“(Marx) Conocía de memoria a Heine y Goethe, a los que citaba a menudo en sus conversaciones. Leía continuamente poetas escogidos entre todas las literaturas europeas. Cada año leía a Esquilo en su texto original griego. A éste y a Shakespeare los veneraba como a los dos máximos genios dramáticos producidos por la humanidad. (…) Dante y Burns también formaban parte de sus autores predilectos. (…) Era un gran consumidor de novelas. Marx prefería ante todo las del siglo XVIII en especial Tom Jones de (Henry) Fielding. Entre los escritos modernos, los que más placer le producían eran Paul de Kock, Charles Lever, Alexandre Dumas padre y Walter Scott. El Old Mortality de este último lo calificaba de obra maestra. Mostraba una marcada preferencia por las narraciones humorísticas y de aventuras. A Cervantes y Balzac los colocaba a la cabeza de todos los novelistas. Don Quijote era para él la epopeya de la caballería en trance de desaparición, cuyas virtudes se convertían en actos ridículos y locuras en el recién iniciado mundo de la burguesía. Su admiración por Balzac era tan enorme que quiso escribir una crítica sobre su gran obra La comédie humaine. (…) Marx leía todas las lenguas europeas. (…) Le gustaba repetir el lema: ‘Una lengua extranjera es un arma en la lucha por la vida’. (…) Cuando se decidió a aprender también el ruso (…) al cabo de seis meses ya lo dominaba hasta el extremo de poder recrearse en la lectura de los poetas y novelistas rusos que más apreciaba: Puskin, Gógol y Scendri”, escribió Lafargue, citado en Conversaciones con Marx y Engels por Hans Magnus Enzensberger.
Lafargue, autor de El derecho a la pereza (1883), quien tras 43 años de matrimonio se suicidó con su esposa Laura Marx en su cama en 1911 (como Stefan y Charlotte Zweig en 1942), no sin antes dejar comida y agua para su perro Nino, refiere que, para su mentor y suegro Karl Marx, los libros “no eran objetos de lujo, sino herramientas intelectuales: ‘Son mis esclavos y deben servirme según mi voluntad’”, decía.
Al respecto, Musto recuerda que Marx se definía como “una máquina condenada a devorar libros para vomitarlos, de distinta manera, en el basurero de la historia” y cita además la obra de referencia “sobre los vastísimos intereses y conocimientos literarios” del coautor del Manifiesto del Partido Comunista con Friedrich Engels: Karl Marx and World Literature (Oxford Clarendon Press, 1976- La biblioteca di Marx, Garzanti, 1978), de Siebert S. Prawer, profesor de literatura alemana en la Universidad de Oxford.
Marx contrajo serias lesiones en la espalda tras los años que pasó frente a su escritorio para escribir El capital e ironizaba al decir “espero que la burguesía recuerde mi ántrax por el resto de su vida”. Musto señala al respecto que tenía pocas distracciones, entre ellas sus reuniones familiares del “club Dogberry”, así llamado por la comedia Mucho ruido y pocas nueces, en las que se interpretaban justo las obras de Shakespeare y las cenas eran preparadas por Engels. Además, compartía con su familia sus lecturas. A su nieto Johnny, por ejemplo, le envió una copia del cuento Reinaldo El Zorro, de Goethe.
Según Marcello Musto, conocer estas facetas permiten “penetrar en la vida íntima espiritual de Marx”.
Para el filósofo italiano, el padre del socialismo, descrito como modesto y gentil, fue en sus últimos años “un Marx más íntimo, aquel que no esconde su fragilidad frente a la vida, pero continúa, sin embargo, combatiendo”, una “figura completamente diferente a la esfinge granítica de Marx, colocada en el centro de las plazas por los regímenes de Europa del Este, que mostraba el porvenir con certeza dogmática”, sostiene el también autor de Tras las huellas de un fantasma. La actualidad de Karl Marx.