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Salvador Medina Ramírez, Río Arriba

Gheorghe Stoica menciona que en la Rumania comunista de Nicolae Ceausescu las directrices del partido demandaban que toda obra cultural mencionase primero la obra del líder antes que la de Marx, Engels y Lenin. De hecho, el estudio de la obra de Marx era muy escaso durante esa época, y a partir de la caída de Ceausescu prácticamente desapareció. “[E]l olvido profundo de Ceausescu y la expiación del neoliberalismo comparten un sorprendente hecho absurdo: en ninguno de los dos periodos se lee a Marx”. [1]

Esta terrible situación no es única a Rumania; la obra de Marx suele ser mal interpretada, a lo menos, o de plano manipulada por distintos espectros políticos: desde el estalinismo que establecía su propia interpretación monolítica del marxismo hasta la mala caricaturización que hacen liberales y autores de derecha de su obra en todo el mundo con el fin de desprestigiar o suplantar al marxismo. El resultado es que todos hablen de Marx sin conocerlo, sin leer ni estudiar su obra. El ejemplo de Thomas Pikkety es sorprendente, que titula su obra más conocida, El Capital en el siglo XXI, como reminiscencia del El Capital de Marx, sin siquiera haberlo leído. (New Republic, 5/5/2014).

Habría que aclarar primero que Marx fue muy prolífico. Desde su juventud hasta su fallecimiento escribió reportajes periodísticos, correspondencia, obras, y muchos materiales aún inéditos. Dejó asentadas sus reflexiones y la evolución de su teoría. En buena medida, la falta de conocimiento de toda la obra de Marx se debe a su escasa difusión en otros idiomas, incluyendo traducciones parciales, malas o poco accesibles.

Entre todos los materiales escritos por Marx, destacan los Fundamentos de la crítica de la economía política, mejor conocidos como Grundrisse (palabra alemana que designa esbozo o planos). Estos consisten en ocho cuadernos, escritos entre 1857-1858, donde Marx trata una gran cantidad de temas —algunos retomados en El Capital (en 1867)— por lo que se suele mencionar, erradamente, que estos cuadernillos fueron solamente el borrador de su magna obra.

La difusión de los mismos fue tardía debido a la negligencia y descuido del que fueron objeto los manuscritos originales. Estos fueron publicados por completo hasta 1939, en alemán, en medio de la Segunda Guerra Mundial, por lo que fueron poco difundidos. Fue hasta su reimpresión en 1953 que comenzarían a difundirse y a traducirse gradualmente, alcanzando 22 ediciones en diferentes idiomas. Su difusión inauguró nuevas interpretaciones del marxismo, enfrentando a las existentes hasta la década de 1960, pues es el primer gran análisis de la economía política donde expuso su método crítico de estudio y la complejidad del su pensamiento. También realizó una gran variedad de análisis que no desarrolla posteriormente, pero que permiten el surgimiento de nuevas avenidas interpretativas. Un ejemplo de ellas es la de John Bellamy Foster, quien por medio de estas notas ofrece una crítica marxista al impacto ecológico generado por el capitalismo. Incluso, Negri [2] menciona que en los Grundrisse puede detectarse el núcleo dinámico del pensamiento de Marx, tanto en su lógica histórica, como en su proyecto revolucionario. Por ello, tienen un gran valor para el estudio del autor, el enriquecimiento del marxismo y de su proyecto político.

Para conmemorar el 150 aniversario de estas notas, Marcello Musto editó y compiló una serie de textos en 2008 bajo el título Los Grundrisse de Karl Marx. Fundamentos de la crítica de la economía política 150 años después, traducido al español en 2018. El libro, en su versión original en inglés, se divide en tres partes, con escritos de 31 autores de distintas nacionalidades, incluyendo un prólogo del historiador británico Eric Hobsbawm.

La parte inicial, titulada Interpretaciones críticas de los Grundrisse, consta de ocho capítulos que tratan las interpretaciones de conceptos clave desarrollados a partir de esta obra. Sobre el método de producción de los Grundrisse escribe el mismo Marcelo Musto; sobre el concepto valor escribe Christoph Lieber; Terrel Craver desarrolla una discusión sobre la alienación; sobre el plusvalor escribe Enrique Dussel; Ellen Meikisins desarrolla una discusión sobre las formas de producción precapitalistas, enfatizando que para Marx los procesos históricos no están determinados; John Bellamy Foster escribe sobre las contradicciones ecológicas del capitalismo; Iring Fetshcer desarrolla la emancipación en una sociedad comunista; y Moishe Postpone realiza una reflexión entre las similitudes y diferencias de El Capital y los Grundrisse. Así, esta primera parte muestra la gran riqueza teórica de los Grundrisse para la discusión crítica.

La segunda parte del libro es de carácter histórico. En tres capítulos, busca contextualizar los Grundrisse históricamente. Específicamente, el primer capítulo, escrita por Musto, recrea la vida de Marx en este momento. Mientras los siguientes dos capítulos escritos por Michael R. Krätke, se enfocan en su trabajo periodístico y resalta cómo la crisis económica mundial de 1857-1958, la primera de su tipo, fue el impulso clave en la escritura de los Grundrisse, pues sin la escritura de los manuscritos referente a esta crisis probablemente jamás se hubieran desarrollado los primeros.

La tercera parte trata sobre la recepción de los Grundrisse en diferentes partes del mundo. Este es un trabajo monumental y colaborativo; con 12 capítulos y 11 autores, da cuenta de todas las traducciones que se han realizado y las discusiones teóricas que se desarrollaron en distintas naciones. Esto muestra el impacto que han tenido en el mundo después de más de 100 años de su escritura: traducidos a 32 idiomas e impresos al menos medio millón de ejemplares, constituyendo una gran difusión tomando en cuenta su carácter de estudios personales de Marx. Los Grundrisse tuvieron una buena recepción en Europa en la década de 1970, como parte de las revueltas estudiantiles, mientras que en el bloque soviético no sucedió lo mismo debido a las líneas de interpretación oficial del marxismo.

La edición en español, sobre la cual trata esta reseña, tiene dos capítulos adicionales desarrollados por Musto. Resultan una gran contribución para comprender los Grundrisse, conforme la tradición del mismo Marx de agregar material adicional en las traducciones de El Capital. El primer material extra es una introducción sobre el proceso que siguió Marx para escribirlos, una adición de un texto publicado originalmente en italiano. Mientras el segundo material se trata de un texto inédito, que trata sobre la vida de Marx y el enorme esfuerzo físico y mental, debido a las penurias económicas y de salud por las que pasaba, que realizó para escribir el libro primero de El Capital.

Ahora bien, un tema fundamental que resaltar tanto de los Grundrisse como de la publicación de Musto son los lentos ritmos de su traducción y difusión en español. [3] Los primeros tardaron casi 20 años en ser traducidos al español, mientras la obra de Musto tardó diez años. De acuerdo con Pedro Ribas y Rafael Pla León (capítulo 19) la primera traducción completa de los Grundrisse fue en 1971, en Cuba, basada en la versión francesa de dos años antes que fue poco conocida fuera de la isla. Le siguió la Argentina de Siglo XXI (1971-1976) basada en la publicación alemana de 1953 y rusa de 1968-1969. Teniendo otras tres traducciones en los siguientes años (Alberto Corazón en 1972, Crítica en 1997 y Fondo de Cultura Económica en 1985). Sin embargo, no profundizan en el debate que se generó en ninguno de los países, a diferencia de la sección dedicada a Alemania y a Francia.

Esto probablemente se deba a que realmente hubo un escaso debate. Por ejemplo, en México, posterior a la década de 1970, los temas más discutidos en el marxismo en México tenían que ver con Gramsci, Althusser, la transición de México al capitalismo y la teoría de la dependencia, así como las líneas ortodoxas marxistas. [4] Destaca por ejemplo la obra de Enrique Dussel [5] por ser el primer texto en español dedicado a su estudio a detalle, así como uno de los pocos a nivel internacional.

En el caso de la obra de Musto, que originalmente fue publicada en inglés en 2008, por la editorial Routledge, la traducción llegó diez años después, gracias a la iniciativa de la Universidad Nacional de Colombia y al Fondo de Cultura Económica, aprovechando el marco de la conmemoración de los 150 años de El Capital en 2017 y los 200 años del nacimiento de Marx en 2018.

De esta última, los tiempos pueden ser tomados como un mal menor, debido a las contribuciones adicionales contenidos en la traducción al español. Sin embargo, en un momento en que tanto las posibilidades técnicas y las capacidades humanas lo permiten, así como la urgencia que hay para la renovación de marxismo en América Latina y España, y por su puesto en el mundo, es fundamental recuperar el estudio de Marx. Esto nos permitirá superar los dogmatismos y su caricaturización del marxismo, y comprender críticamente las crisis del capitalismo actual en aras de hacerle frente.

Finalmente, tomando en cuenta las grandes desigualdades económicas en la región, no es posible que todos accedan a las versiones en otros idiomas o puedan comprenderlas por la barrera del idioma. Habrá así que encontrar la manera de traducir otras obras clave al español y en ediciones accesibles. [6] La difusión del conocimiento es necesario para el avance y emancipación de la humanidad.

[1] Musto, Marcello. (ed.) (2018 [2008]). Los Grundrisse de Karl Marx. Fundamentos de la Crítica de la Economía Política 150 años después. Bogotá: Fondo de Cultura Económica (FCE), Universidad Nacional de Colombia.

[2] Negri, Antonio. (2014). “Review of Karl Marx’s Grundrisse: Foundations of the Critique of Critical Economy 150 Years Later”. Rethinking Marxism. Pags 427-433. https://doi.org/10.1080/08935696.2014.917848

[3] Una difusión y traducción rápida, si se compara con la traducción portuguesa de los Grundrisse se realizaría hasta 2011.

[4] Illiades, Carlos (2018). El marxismo en México. Una historia Intelectual. México: Taurus.

[5] Dussel, Enirque (1985). La producción teórica de Marx. Un comentario a los Grundrisse, México: S.XXI.

[6] Por citar un ejemplo, no existe una traducción completa de los Manuscritos de 1863-1865 de Marx, como asienta Carlos Herrera y Fabiola Flores (2017).

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El desmantelamiento de la OTAN es un requisito fundamental de la democracia

La guerra en Ucrania comenzo hace cuatro meses. Segun la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, ya ha causado la muerte de mas de 4.500 civiles y ha obligado a casi cinco millones de personas a abandonar sus hogares y convertirse en refugiados. Estas cifras no incluyen las muertes de militares -al menos 10.000 ucranianos y probablemente mas en el lado ruso- ni los muchos millones de personas desplazadas dentro de Ucrania. La invasion a Ucrania ha provocado la destruccion masiva de ciudades e infraestructuras civiles que tardaran generaciones en reconstruirse, asf como importantes crimenes de guerra, como los cometidos durante el asedio de Mariupol, perpetrados por las tropas rusas.
Con el objetivo de hacer un repaso de lo sucedido desde el inicio de la guerra, reflexionar sobre el papel de la OTAN y plantear posibles escenarios futuros, he llevado a cabo una mesa redonda con tres estudiosos de la tradicion marxista reconocidos internacionalmente: Etienne Balibar (EB), Silvia Federici (SF) y Michael Lowy (ML).

Marcello Musto (MM): La invasion rusa de Ucrania ha devuelto a Europa la brutalidad de la guerra y ha situado al mundo frente al dilema de como responder al ataque a la soberama ucraniana.

ML: Esta brutal invasion de Ucrania, con su serie de bombardeos de ciudades, con miles de vfctimas civiles, entre ellas ancianos y ninos, no tiene ninguna justificacion.

EB: La guerra que tiene lugar ante nuestros ojos es “total”. Es una guerra de destruccion y de terror llevada a cabo por el ejercito de un pais vecino mas poderoso, cuyo gobierno quiere enrolarlo en una aventura imperialista sin vuelta atras. El imperativo urgente e inmediato es que la resistencia de los ucranianos se mantenga, y que para ello sea y se sienta realmente apoyada por acciones y no por simples sentimientos. “Esperar a ver que pasa” no es una opcion.

MM: Junto a la justificada resistencia ucraniana, esta la cuestion igualmente critica del modo en que Europa puede evitar ser considerada una parte activa en la guerra y en su lugar contribuir, en la medida de lo posible, a una iniciativa diplomatica para poner fin al conflicto armado. De ahf la exigencia de una parte importante de la opinion publica -a pesar de la retorica belicosa de los ultimos cuatro meses- de que Europa no participe en la guerra. Se trata, en primer lugar, de evitar aun mas sufrimiento a la poblacion ucraniana. Porque el peligro es que, ya martirizada por el ejercito ruso, la nacion se convierta en un campamento militar que reciba armas de la OTAN y libre una prolongada guerra en nombre de quienes en Washington esperan un debilitamiento permanente de Rusia. Si esto ocurriera, el conflicto ina mas alla de la plena y legftima defensa de la soberama ucraniana. Los que denunciaron la peligrosa espiral de guerra que seguiria a los envfos de armas pesadas a Ucrania por supuesto no desean abandonar a su poblacion al podeno militar de Rusia. El “no alineamiento” no significa neutralidad o equidistancia, como han sugerido diversas caricaturas determinantes. Es una alternativa diplomatica concreta. Esto implica sopesar cuidadosamente cualquier accion en funcion de si favorece al objetivo clave en la situacion actual: es decir, abrir negociaciones crefbles para restablecer la paz.

SF: No hay ningun dilema. Hay que condenar la guerra de Rusia contra Ucrania. Nada puede justificar la destruccion de ciudades, la matanza de inocentes, el terror en el que se ven obligados a vivir miles de personas. En este acto de agresion se ha violado mucho mas que la soberama. Sin embargo, tambien debemos condenar las numerosas maniobras con las que EE. UU. y la OTAN han contribuido a fomentar esta guerra, y la decision de EE. UU. y la UE de enviar armas a Ucrania, lo que prolongara la guerra indefinidamente. El envfo de armas es especialmente censurable si se tiene en cuenta que la invasion rusa podna haberse detenido si EE. UU. hubiera dado a Rusia la garantia de que la OTAN no se extendena hasta sus fronteras.

MM: Desde el comienzo de la guerra, uno de los principales puntos de discusion ha sido el tipo de ayuda que se debfa proporcionar a los ucranianos para que se defendieran de la agresion rusa, pero sin generar las condiciones que llevanan a una destruccion aun mayor en Ucrania y a una expansion del conflicto a nivel internacional. Entre las cuestiones controvertidas estaba la conveniencia de enviar armas al Gobierno ucraniano. ^Cuales son, en su opinion, las decisiones que hay que tomar para garantizar el menor numero de vfctimas en Ucrania y evitar una mayor escalada?

ML: Se pueden hacer muchas criticas a la Ucrania actual: la falta de democracia, la opresion de la minoria rusoparlante, el “occidentalismo” y muchas otras. Pero no se puede negar al pueblo ucraniano su derecho a defenderse de la invasion rusa de su territorio en un brutal y criminal desprecio del derecho de las naciones a la autodeterminacion

EB: Yo diria que la guerra de los ucranianos contra la invasion rusa es una “guerra justa”, en el sentido amplio del termino. Soy muy consciente de que se trata de una consideracion cuestionable, y de que su larga historia en Occidente no ha estado exenta de manipulaciones e hipocresias, o de ilusiones desastrosas, pero no veo otro termino adecuado. Por lo tanto, me lo apropio especificando que una guerra “justa” es aquella en la que no basta con reconocer la legitimidad de los que se defienden de la agresion -el criterio del derecho internacional-, sino que es necesario comprometerse con su bando. Y que es una guerra en la que incluso aquellos, como yo, para quienes toda guerra -o toda guerra hoy, en el estado actual del mundo- es inaceptable o desastrosa, no tienen la opcion de permanecer pasivos. Porque la consecuencia de ello seria aun peor. Por lo tanto, no me siento entusiasmado, pero elijo: contra Putin. No empecemos a jugar de nuevo a la “no intervencion”. De todos modos, la UE ya esta involucrada en la guerra. Aunque no envie tropas, esta entregando armas, y creo que es correcto que lo haga. Es una forma de intervencion.

MM: Entiendo el espiritu de una parte de estas observaciones, pero yo me centraria mas en la necesidad de evitar una conflagracion general y, por lo tanto, en la necesidad urgente de alcanzar un acuerdo de paz. Cuanto mas tiempo pase, mayores seran los riesgos de una nueva expansion de la guerra. Nadie esta pensando en mirar hacia otro lado e ignorar lo que esta ocurriendo en Ucrania. Pero tenemos que darnos cuenta de que cuando esta implicada una potencia nuclear como Rusia, sin ningun movimiento de paz importante activo alli, es ilusorio pensar que se puede “ganar” la guerra contra Putin. El 9 de mayo Estados Unidos aprobo la Ley de Prestamo de Defensa de la Democracia de Ucrania: un paquete de mas de 40.000 millones de dolares en ayuda militar y financiera a Ucrania. Es una suma descomunal, y parece disenada para financiar una guerra prolongada. Los suministros de armamento cada vez mayores y Estados Unidos y la OTAN animan a Zelenski a seguir aplazando las tan necesarias conversaciones con el Gobierno ruso. Ademas, dado que las armas enviadas en muchas guerras en el pasado han sido utilizadas posteriormente por otros para fines diferentes, parece razonable preguntarse si estos envios solo serviran para expulsar a las fuerzas rusas del territorio ucraniano.

SF: Creo que la mejor medida seria que Estados Unidos y la UE dieran a Rusia la garantia de que Ucrania no entrara en la OTAN. Por desgracia no hay interes en buscar una

solucion. Muchos en la estructura de poder militar y politico de EE. UU. han estado defendiendo y preparando una confrontacion con Rusia durante anos. Y la guerra se utiliza ahora convenientemente para justificar un enorme aumento de la extraccion de petroleo y dejar de lado toda preocupacion por el calentamiento global. Tambien estamos asistiendo a una transferencia de miles de millones de dolares al complejo industrial militar de Estados Unidos. La paz no llegara con una escalada de los combates.

MM: Hablemos de las reacciones de la izquierda ante la invasion rusa. Algunas organizaciones, aunque solo una pequena minoria, cometieron un gran error politico al negarse a condenar claramente la “operacion militar especial” de Rusia, un error que, aparte de todo lo demas, hara que cualquier denuncia de futuros actos de agresion por parte de la OTAN, u otros, parezca menos crefble. Refleja una vision ideologicamente cegada que es incapaz de concebir la polftica de otra manera que no sea unidimensional, como si todas las cuestiones geopolfticas tuvieran que ser evaluadas unicamente en terminos de intentar debilitar a Estados Unidos. Al mismo tiempo, demasiados miembros de la izquierda han cedido a la tentacion de convertirse, directa o indirectamente, en cobeligerantes en esta guerra. Creo que, cuando no se oponen a la guerra, las fuerzas progresistas pierden una parte esencial de su razon de ser y acaban tragandose la ideologfa del campo contrario.

ML: Desafortunadamente, en America Latina, importantes fuerzas de la izquierda, y gobiernos como el venezolano, se han puesto del lado de Putin, o se han limitado a una especie de postura “neutral” -como Lula, el lfder del Partido de los Trabajadores en
Brasil-. La eleccion para la izquierda es entre el derecho de los pueblos a la autodeterminacion -como sostema Lenin- y el derecho de los imperios a invadir e intentar anexionarse otros pafses. No se pueden tener las dos cosas porque son opciones irreconciliables.

SF: En EE. UU., portavoces de movimientos a favor de la justicia social y organizaciones feministas como Code Pink han condenado la agresion rusa. Sin embargo, se ha observado que la defensa de la democracia por parte de EE. UU. y de la OTAN es bastante selectiva, teniendo en cuenta el historial de la OTAN y de EE. UU. en Afganistan, Yemen y las operaciones de Africom en el Sahel. Ciertamente es una pena que la izquierda institucional -empezando por Ocasio-Cortez- haya apoyado el envfo de armas a Ucrania. Tambien me gustana que los medios de comunicacion radicales fueran mas inquisitivos respecto a lo que nos cuentan a nivel institucional. Por ejemplo, ^por que “Africa se muere de hambre” por la guerra de Ucrania? ^Que polfticas internacionales han hecho que los pafses africanos dependan de los cereales ucranianos? ^Por que no se menciona el acaparamiento masivo de tierras a manos de empresas internacionales, lo que ha llevado a muchos a hablar de una “nueva lucha por Africa”?

MM: A pesar del aumento del apoyo a la OTAN tras la invasion rusa de Ucrania – demostrado por la peticion formal de Finlandia y Suecia de unirse a esta organizacion¬es necesario trabajar mas para que la opinion publica no vea la mayor y mas agresiva maquina de guerra del mundo (la OTAN) como la solucion a los problemas de seguridad global. En esta historia, la OTAN ha demostrado una vez mas ser una organizacion peligrosa que, en su afan de expansion y de dominacion unipolar, sirve para alimentar las tensiones que conducen a la guerra en el mundo. Sin embargo, hay algo paradojico. Casi cuatro meses despues del inicio de esta guerra podemos afirmar con toda seguridad que Putin no solo se equivoco en su estrategia militar, sino que acabo fortaleciendo -incluso desde el punto de vista del consenso internacional- al enemigo cuya esfera de influencia queria limitar: la OTAN.

ML: La OTAN es un monstruo polftico-militar generado por la Guerra Fria y su desmantelamiento es un requisito fundamental de la democracia. Desgraciadamente, la criminal invasion rusa de Ucrania ha resucitado a la OTAN. Suecia y Finlandia han decidido ahora unirse a ella. Hay un gran numero de tropas estadounidenses desplegadas en Europa. Alemania, que hace dos anos se negaba a ampliar su presupuesto militar a pesar de la brutal presion de Trump, recientemente ha decidido invertir 100.000 millones de euros en rearme. Putin ha salvado a la OTAN de su lento declive, quiza de su desaparicion.

SF: Es preocupante que la guerra de Rusia contra Ucrania haya provocado una gran amnesia acerca del expansionismo de la OTAN y el apoyo a la polftica imperialista de la UE y EE. UU. Los ejemplos del desprecio total y constitucional de la OTAN hacia la democracia que ahora pretende defender son demasiados para contarlos. No creo que la OTAN estuviera moribunda antes de la invasion rusa de Ucrania. Su marcha por Europa del Este y su presencia en Africa demuestran lo contrario.

MM: Esta amnesia parece haber afectado a muchas fuerzas de la izquierda en el gobierno. Revirtiendo sus principios historicos, la mayona parlamentaria de la Alianza de la Izquierda en Finlandia voto recientemente a favor de la adhesion a la OTAN. Esta conducta polftica subordinada ha castigado a los partidos de izquierda muchas veces en el pasado, incluso en las urnas, en cuanto ha surgido la ocasion.

EB: Cuanto mas asciende la OTAN como sistema de seguridad, mas decae la ONU. En Kosovo, Libia y, sobre todo en 2013, en Irak, el objetivo de Estados Unidos y de la OTAN a su paso era degradar la capacidad de mediar, regular e impartir justicia internacional de la ONU.

MM: Terminemos con lo que ustedes creen que sera el curso de la guerra y cuales son los posibles escenarios futuros.

EB: No se puede ser mas que extremadamente pesimista sobre los acontecimientos que se avecinan. Yo mismo lo soy y creo que las posibilidades de evitar el desastre son muy remotas. Hay al menos tres razones para pensar asL En primer lugar, es probable que se produzca una escalada, sobre todo si la resistencia a la invasion consigue mantenerse; y no puede detenerse en las armas “convencionales”, cuya frontera con las “armas de destruccion masiva” se ha vuelto muy difusa. En segundo lugar, si la guerra termina con un “resultado”, sera desastrosa en cualquier caso. Por supuesto, sera desastroso si Putin logra sus objetivos aplastando al pueblo ucraniano y a traves del estimulo que esto supone para empresas similares; o tambien si se ve obligado a detenerse y retirarse, con un retorno a la polftica de bloques en la que entonces el mundo quedara congelado. Cualquiera de estos resultados provocara un estallido de nacionalismo y odio que durara mucho tiempo. En tercer lugar, la guerra y sus secuelas frenan la movilizacion del planeta contra la catastrofe climatica; de hecho, contribuyen a precipitarla

SF: Yo tambien soy pesimista. Estados Unidos y otros pa^ses de la OTAN no tienen ninguna intencion de asegurar a Rusia que la OTAN no extendera su alcance hasta las fronteras de Rusia. Por lo tanto, la guerra continuara con consecuencias desastrosas para Ucrania, Rusia y mas alla. En los proximos meses veremos como se veran afectados otros pa^ses europeos. No puedo imaginar otros escenarios futuros que no sean la extension del estado de guerra permanente que ya es una realidad en tantas partes del mundo y, una vez mas, el desvfo de recursos muy necesarios para apoyar la reproduccion social hacia fines destructivos.

MM: Yo tambien tengo la sensacion de que la guerra no se detendra pronto. Una paz “imperfecta” pero inmediata sin duda seria preferible a la prolongacion de las hostilidades, pero demasiadas fuerzas sobre el terreno estan trabajando para que el desenlace sea distinto. Cada vez que un jefe de Estado declara que “apoyaremos a Ucrania hasta que salga victoriosa”, la perspectiva de las negociaciones se aleja aun mas. Sin embargo, creo que es mas probable que nos dirijamos a una continuacion indefinida de la guerra, con las tropas rusas enfrentandose a un ejercito ucraniano reabastecido y apoyado indirectamente por la OTAN. La izquierda debena luchar energicamente por una solucion diplomatica y contra el aumento del gasto militar, cuyo coste recaera sobre el mundo laboral y provocara una nueva crisis economica y social. Si esto es lo que va a ocurrir, los partidos que saldran ganando son los de extrema derecha que hoy en dfa estan dejando su impronta en el debate politico europeo.

ML: Para proponer un objetivo mas ambicioso, en terminos positivos, dina que deberiamos imaginar otra Europa y otra Rusia, libres de sus oligarqmas parasitarias capitalistas. La maxima de Jaures “el capitalismo lleva a la guerra como la nube a la tormenta” esta mas vigente que nunca. Solo en otra Europa, desde el Atlantico hasta los Urales -postcapitalista, social y ecologica- se puede asegurar la paz y la justicia. ^Es este escenario posible? Depende de cada uno de nosotros.

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Francisco T. Sobrino, Herramienta. Revista de Debate y Crítica Marxista

El escritor argentino Luis Franco, definió a Karl Marx como “el hombre que sacó la filosofía de las academias y la puso en los puños del mundo”. En otras palabras, Marcello Musto afirma que “pocos hombres han conmovido al mundo como lo hizo Marx”, y que su pensamiento inspiró los programas y estatutos de todas las organizaciones políticas y sindicales del movimiento obrero en casi todo el mundo. Sin embargo, para el autor, ya en el siglo XIX habían surgido intentos para convertir sus teorías en una ideología rígida y dogmática. Lo que ayudó a consolidar esta transformación de las teorías de Marx fueron las formas en que sus ideas llegaron al público lector, debido a la reducida impresión de sus principales obras, y a las consiguientes difusión de resúmenes y compendios truncados, y a que cuando falleció, fragmentos de algunos sus textos fueron reformados por quienes los conservaban, debido al estado incompleto de muchos de sus manuscritos. Esta especie de “manuales”, aunque ayudaba a difundir sus ideas mundialmente, distorsionaba su complejo pensamiento, convirtiéndolo en una versión teóricamente empobrecida de su verdadero pensamiento..
Surgió así, entre 1889 y 1914, una doctrina esquemática, que interpretaba en forma evolucionista y económicamente determinista la historia humana, conocida como el “marxismo de la II Internacional” que creía ingenuamente en el progreso automático de la historia, y por lo tanto el “inevitable” reemplazo del capitalismo por el socialismo, pero incapaz de comprender los acontecimientos reales, que al alejarse de una praxis revolucionaria, creó una suerte de pasividad fatalista que –contradictoriamente -contribuía a la estabilidad del orden social existente, pues creía en la teoría del colapso inminente de la sociedad burguesa, y era considerada como la esencia fundamental del “socialismo científico”. El marxismo ruso, que en el siglo XX jugó un papel fundamental a partir de la revolución, popularizando en todo el mundo el pensamiento de Marx, siguió esa forma vulgarizada, aún con mayor rigidez. A pesar de los conflictos ideológicos de esa época, muchos de los elementos teóricos de la II Internacional se transmitieron así a la matriz cultural de la III Internacional.
La degradación del pensamiento de Marx culminó en la interpretación del llamado marxismo-leninismo, bajo la forma del “Diamat” (materialismo dialéctico) al estilo soviético, que copió acríticamente la gran mayoría de los partidos marxistas-leninistas” de todo el mundo. La teoría perdió su función como una guía para la acción revolucionaria y pasó a ser su justificación, siguiendo los intereses nacionales de la Unión Soviética. Este verdadero catecismo ideológico interpretó dogmáticamente los textos de Marx. Si bien con la revolución soviética el marxismo disfrutó así de una gran expansión en lugares y clases sociales a los que hasta entonces no había llegado, consistió más en manuales, guías y antologías partidarias que en los textos del propio Marx. Al ser distorsionado su pensamiento, ante los ojos de toda la humanidad, él mismo pasó a ser identificado con esas maniobras. Su teoría pasó a ser un conjunto de versículos al estilo de la biblia. Los responsables políticos de esas manipulaciones lo transformaron en el presunto progenitor de la nueva sociedad. A pesar de su afirmación de que “la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los trabajadores mismos”, quedó como el responsable de una ideología que daba primacía a las vanguardias y partidos políticos como dirigentes de la revolución.
Sea por las disputas teóricas o por eventos políticos, el interés en su obra ha fluctuado con el tiempo y Musto reconoce que también ha pasado por períodos indiscutibles de declinación. Desde la “crisis del marxismo”, la disolución de la II Internacional, los debates sobre las contradicciones de la teoría económica de Marx hasta la implosión del “socialismo realmente existente”. Pero siempre ha habido un “regreso a Marx”. Declarado muerto luego de la caída del muro de Berlín, Marx se convierte otra vez en el centro de un interés generalizado, pues su pensamiento se basa en una permanente capacidad para explicar el presente, y sigue siendo un instrumento indispensable para comprenderlo y transformarlo.
Frente a la crisis de la sociedad capitalista y las profundas contradicciones que la atraviesan, este autor al que se había desechado luego de 1989, está siendo considerado nuevamente y se lo vuelve a interrogar. La literatura secundaria sobre el pensador nacido en la ciudad de Tréveris, casi agotada hace pocos años, está resurgiendo en muchos países, en los formatos de nuevos estudios y folletos en distintos idiomas, así como conferencias internacionales, cursos universitarios y seminarios. En especial desde el comienzo de la crisis económica internacional en 2008, académicos teóricos de economía vuelven a apoyarse en sus análisis sobre la inestabilidad del capitalismo. Finalmente, aunque en forma tímida y confusa, para Musto se está haciendo sentir en la política una nueva demanda por Marx; desde Latinoamérica hasta el movimiento de la globalización alternativa. Y en estos mismos días, la invasión rusa a Ucrania ha generado un reverdecer de las polémicas entre las corrientes que se reivindican seguidoras del marxismo.
Con ese objetivo, Musto en su introducción, acompañada de una clara y necesaria exposición de los problemas actuales que aquejan al sistema capitalista a nivel mundial una útil tabla cronológica de los escritos más importantes de Marx. El autor reflexiona sobre el cambio luego de la caída del muro de Berlin, a partir del cual Marx dejó de ser como “una esfinge tallada en piedra que protege al grisáceo socialismo realmente existente del siglo XX”, pero que aún así sería un error creer que se pueda confinar su legado teórico y político a un pasado que ya no tenía nada que ver con los conflictos de la actualidad.
Ejemplo de la actualidad que tiene para Marcelo Musto en nuestros días la obra de Marx y que reafirma el valor de su pensamiento es la continuación de la MEGA2 (Marx-Engels Gesamtausgabe) una proyecto que había comenzado antes de la 2da. Guerra Mundial y se había detenido entonces, donde participan académicos de varias competencias disciplinarias de muchos países, articulado en cuatro secciones: la primera incluye todas las obras, artículos y borradores (excluido El capital); la segunda incluye El capital y sus estudios preliminares a partir de 1857; la tercera está dedicada a la correspondencia; y la cuarta incluye extractos, anotaciones y comentarios al margen. De los 114 volúmenes proyectados, ya se han publicado 53; cada uno de los cuales consiste en 2 libros: el texto más el aparato crítico, que contiene los índices y muchas notas adicionales. Esta empresa tiene gran importancia para Musto, si consideramos que gran parte de los manuscritos de Marx, de su voluminosa correspondencia e inmensa montaña de extractos y anotaciones que acostumbraba a hacer mientras leía, nunca se han publicado.
Este libro incluye, en su Primera Parte, “La relectura de Marx en 2015”, a conocidos autores marxistas que estudian y desarrollan, a partir de sus diferentes lecturas de Marx. sus opiniones sobre diversos temas de la actualidad. Creemos importante detallar los distintos trabajos y a sus autores::
*Kevin B. Anderson, “No sólo el capital y la clase: Marx sobre las sociedades no occidentales, el nacionalismo y la etnicidad”;
* Paresh Chattopadhyay, “El mito del socialismo del siglo XX y la permanente relevancia de Karl Marx”;
* Michael Lebowitz, “¡Cambiemos al sistema, no a sus barreras!”;
* George Comninel, “Marx, la teoría social y la sociedad humana”;
*Victor Wallis, “El ‘mal menor’ como argumento y táctica, desde Marx hasta el presente”
* Ricardo Antunes, “Marx y las formas actuales de la alienación: las cosificaciones inocentes y las cosificaciones extrañadas”;
* Terrel Carver que , “Marx y el género”
* Richard D. Wolf, “El redescubrimiento de Marx en la crisis capitalista”,
* Meiksins Wood. “El capitalismo universal”,
* Y el propio Marcello Musto, “Revisitando la concepción de la alienación en Marx”.
La Segunda Parte del libro está dedicada a la “recepción global de Marx hoy”, y se refiere a las distintas recepciones del pensamiento de Marx en los diversos países o regiones, con referencias a las distintas situaciones que han atravesado los intelectuales y los partidos o movimientos que se reivindican marxistas. y la situación de los mismos en este temprano siglo XXI. En esta parte hay elementos interesantes, como las comparaciones (o contrastes) entre las diferentes formas de la “recepción” del pensamiento de Marx, así como los cambios en Rusia y los países de Europa Oriental y Asia que surgieron luego de la implosión soviética, o los dramáticos cambios acaecidos a partir de la “Reforma y Apertura” en la República Popular China.
En suma, nos encontramos con un libro que, como ha dicho el profesor Bertell Ollman, de la Universidad de Nueva York, “es útil para comprender por qué Marx fue elegido el pensador más grande del último milenio en una encuesta de la BBC”.

 

[1] Marcelo Musto: La Marx-Engels Gesamtausgabe (MEGA2) y nos nuevos rostros de Karl Marx

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El pensamiento socialista y el antimilitarismo

Estamos a casi tres meses de la invasión rusa a Ucrania y la guerra no muestra signos de estar cesando. Y mientras sigue, la ciencia política continuará informando sobre las motivaciones ideológicas, políticas, económicas e incluso psicológicas que movilizan a la guerra, como ha hecho durante mucho tiempo.

Sin embargo, existe una larga y rica tradición alternativa para comprender los conflictos bélicos que se remonta al siglo XIX y a la Primera Internacional: la oposición política y teórica de la izquierda al militarismo. Esta perspectiva aporta recursos para entender los orígenes de la guerra bajo el capitalismo al tiempo que ayuda a los izquierdistas a mantener nuestra clara oposición a ella.

Las causas económicas de la guerra
En los debates de la Primera Internacional, César de Paepe, uno de los dirigentes más importantes, formuló una tesis que se convirtió en la posición clásica del movimiento obrero sobre el tema, a saber, que las guerras son inevitables bajo el régimen de producción capitalista. En la sociedad contemporánea no es la ambición de los monarcas ni la de otros individuos la que provoca las guerras: es el modelo socioeconómico dominante.

Por otra parte, el movimiento socialista también dejó en claro cuáles son las porciones de la población que sufren más las consecuencias nefastas de la guerra. En el congreso de la Internacional celebrado en 1868, los delegados aprobaron una moción que convocaba a los trabajadores a buscar «la abolición final de toda guerra» porque eran ellos los que terminarían pagando —económicamente o con su propia sangre— las decisiones de las clases dominantes y de los gobiernos que las representaban. Como afirma uno de los textos presentado por la Asociación Internacional de Trabajadores en el Congreso de la Paz de Génova, celebrado en septiembre de 1867: «Para terminar con la guerra, no alcanza con terminar con los ejércitos, sino que se necesita cambiar la organización social en dirección a una distribución de la producción cada vez más equitativa».

La enseñanza del movimiento obrero, que tuvo enormes consecuencias civilizatorias, hunde sus raíces en la creencia de que toda guerra debe ser considerada una «guerra civil», es decir, un choque violento entre trabajadores que carecen de los medios necesarios que garantizan su supervivencia. La clase obrera, argumentaban los representantes del movimiento, debía actuar resueltamente contra toda guerra, resistiendo el reclutamiento y haciendo huelgas. Fue en este contexto que el internacionalismo se convirtió en la bandera de una sociedad futura, un ideal según el cual, si ponía fin al capitalismo y a la competencia entre Estados burgueses en el mercado mundial, la sociedad eliminaría la causa principal de la guerra.

Entre los precursores del socialismo, Claude Henri de Saint-Simon adoptó una posición decisiva, tanto contra la guerra como contra el conflicto social en general, pues consideraba que ambos eran obstáculos en el progreso de la producción industrial. Karl Marx no dejó ningún escrito donde desarrolle su concepción —fragmentaria y a veces contradictoria— de la guerra, ni estableció pautas de acción que definieran los márgenes de una posición política correcta ante este tipo de conflictos. Cuando tuvo que elegir entre bandos opuestos, la única constante fue su oposición a la Rusia zarista, a la que consideraba como la vanguardia de la contrarrevolución y como una de las principales barreras para la emancipación de la clase obrera.

Aunque en El capital argumentó que la violencia era una potencia económica, «la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva», no pensaba que la guerra pudiera convertirse en un atajo que llevara a la trasformación revolucionaria de la sociedad, y dedicó gran parte de su actividad política a comprometer a los trabajadores con el principio de la solidaridad internacional. Como también argumentó Friedrich Engels, los trabajadores debían actuar con resolución en sus propios países para evitar que la propaganda de un enemigo externo sosegara la lucha obrera. En una de sus cartas, Engels destacó el poder ideológico del patriotismo y el retraso de la revolución proletaria que provocaban las oleadas de chauvinismo. Además, en el Anti-Dühring (1878), después de analizar los efectos del desarrollo de armas cada vez más mortíferas, declaró que la tarea del socialismo era «hacer volar por los aires el militarismo y todos los ejércitos permanentes».

La guerra era una cuestión tan importante para Friedrich Engels, que este terminó dedicándole uno de sus últimos escritos. En «¿Es posible que Europa deponga las armas?» notó que hacía más de veinticinco años que cada potencia intentaba superar militarmente a sus rivales. Eso había conducido a una producción de armamento sin precedente y colocaba el Viejo Mundo ante la posibilidad de «una guerra de destrucción de magnitudes nunca antes vistas». Según el coautor del Manifiesto del Partído Comunista (1848), «el sistema de ejércitos permanentes llega a tales extremos en toda Europa que debe, o bien provocar una catástrofe económica en los pueblos que enfrentan el enorme gasto militar que implica, o bien degenerar en una guerra de exterminio generalizada».

En su análisis, Engels no dejó de destacar que los Estados mantenían a los ejércitos permanentes tanto por motivos políticos internos como por motivos militares externos. De hecho, afirmó que que los ejércitos estaban hechos para «brindar protección, no tanto contra el enemigo externo, como contra el interno», su fin principal era la represión de las luchas obreras y del proletariado en general. Como los costos de la guerra recaían principalmente, por medio de los impuestos y del reclutamiento, sobre las espaldas de los sectores populares, el movimiento obrero debía luchar por la «reducción gradual de los plazos del servicio [militar] mediante un tratado internacional» y por el desarme como única «garantía de paz» efectiva.

Experimentos y colapso
No pasó mucho tiempo hasta que este debate teórico pacífico se convirtió en el asunto político más apremiante de la época. Los representantes del movimiento obrero tuvieron que oponerse concretamente a la guerra en muchas ocasiones. En el conflicto franco-prusiano de 1870 (que antecedió a la Comuna de París), Wilhelm Liebknecht y August Bebel, diputados socialdemócratas, condenaron los objetivos anexionistas de la Alemania de Bismarck y votaron contra los créditos de guerra. Su decisión de «rechazar el proyecto de ley que concedía más fondos para continuar la guerra» los llevó a cumplir una condena a prisión de dos años por alta traición, pero también sirvió para mostrarle a la clase obrera una forma alternativa de intervenir en la crisis.
Mientras las principales potencias europeas continuaban con su expansión imperialista, la polémica sobre la guerra adquiría cada vez más peso en los debates de la Segunda Internacional. Una resolución adoptada durante el congreso fundacional había consagrado la paz como «precondición necesaria de toda emancipación obrera». Cuando la Weltpolitik —la agresiva política de la Alemania imperial, que buscaba incrementar su poder en la arena internacional— empezó a modificar la configuración geopolítica, los principios antimilitaristas fortalecieron sus raíces en el movimiento obrero y acrecentaron su influencia en los debates sobre conflictos armados. La izquierda dejó de pensar que la guerra era un fenómeno que abría oportunidades revolucionarias y anunciaba el colapso del sistema (idea que remontaba a la máxima de Robespierre, «Ninguna revolución sin revolución»). En cambio, empezó a concebirla como un peligro y a temer las consecuencias penosas que tenía sobre el proletariado: hambre, miseria y desempleo.
La resolución «Sobre militarismo y conflictos internacionales», adoptada por la Segunda Internacional en el Congreso de Stuttgart de 1907, recapitulaba todos los puntos clave que a esa altura se habían convertido en la herencia común del movimiento obrero. Destacaban el voto contra los presupuestos que incrementaban el gasto militar, la antipatía frente a los ejércitos permanentes y la preferencia por un sistema de milicias populares. Con el paso de los años, la Segunda Internacional perdió poco a poco su compromiso con una política de acción pacífica y la mayoría de los partidos socialistas europeos terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias fueron desastrosas. Con la idea de que no había que dejar que los capitalistas monopolizaran los «beneficios del progreso», el movimiento obrero llegó a compartir los objetivos expansionistas de las clases dominantes y hundió sus pies en el pantano de la ideología nacionalista. La Segunda Internacional demostró ser completamente impotente frente al conflicto y fracasó en uno de sus objetivos principales: la conservación de la paz.
Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin fueron quienes se opusieron más firmemente a la guerra. Luxemburgo amplió la comprensión teórica de la izquierda y mostró que el militarismo era una aspecto clave del Estado. Dando muestras de una convicción y coherencia con pocos parangones en el movimiento comunista, argumentó que la consigna «¡Guerra contra la guerra!» debía convertirse en la «piedra angular de la política de la clase obrera». Como escribió en La crisis de la socialdemocracia, la Segunda Internacional había estallado porque no había logrado que el proletariado aplicara en todos los países «una táctica y una acción comunes». De ahí en adelante, el «objetivo principal» del proletariado debía ser «luchar contra el imperialismo y evitar toda conflagración, en tiempos de paz y en tiempos de guerra».
En El socialismo y la guerra, igual que en muchos otros textos escritos durante la Primera Guerra Mundial, Lenin tuvo el mérito de identificar dos cuestiones fundamentales. La primera concernía a la «falsificación histórica» mediante la cual la burguesía intentaba atribuir un «sentido progresivo de liberación nacional» a lo que en realidad eran guerras de «saqueo», llevadas a cabo con el único objetivo de decidir cuál de los países beligerantes tendría derecho a oprimir a más pueblos extranjeros, incrementando así las desigualdades del capitalismo. La segunda era el enmascaramiento de las contradicciones en el que incurrían los reformistas, que habían dejado de lado la lucha de clases con la intención de «morder un poco de las ganancias que sus burguesías nacionales obtenían del pillaje de otros países». La tesis más famosa de este panfleto —que los revolucionarios debían «convertir la guerra imperialista en una guerra civil»— implicaba que aquellos que realmente querían una «paz democrática duradera» debían llevar a cabo «una guerra civil contra sus gobiernos y contra la burguesía». Lenin estaba convencido de una idea que la historia terminó refutando: que toda lucha de clases conducida de manera consistente en tiempos de guerra suscitaría «inevitablemente» el espíritu revolucionario entre las masas.

Líneas de demarcación
La Primera Guerra Mundial no solo produjo divisiones en la Segunda Internacional: también enfrentó a distintas tendencias en el interior del movimiento anarquista. En un artículo publicado poco tiempo después del estallido de la guerra, Piotr Kropotkin escribió que «la tarea de cualquier persona que confíe mínimamente en la idea de progreso humano es aplastar la invasión alemana de Europa Occidental». Esta declaración, en la que muchos leyeron la enunciación de los principios por los que había luchado toda su vida, era un intento de ir más allá del lema de la «huelga general contra la guerra», que había sido ignorado por las masas obreras, y de evitar la degradación general de la política europea que resultaría de la victoria alemana. Según Kropotkin, la parálisis de los antimilitaristas contribuiría indirectamente con los planes de conquista de los invasores, y esa situación terminaría obstaculizando todavía más la lucha por la revolución social.

En respuesta a Kropotkin, el anarquista italiano Enrico Malatesta argumentó que, aunque él no era un pacifista y pensaba que era legítimo tomar las armas en una guerra de liberación, la guerra mundial no era una lucha «por el bien común contra el enemigo común», como decía la burguesía, sino que simplemente era otro ejemplo de sometimiento de la clase obrera. Malatesta sabía que «la victoria alemana seguramente conllevaría el triunfo del militarismo, pero que el triunfo de los aliados garantizaría la dominación ruso-británica en toda Europa y Asia».

En el Manifiesto de los dieciséis, Kropotkin planteó la necesidad de «resistir a un agresor que representa la destrucción de todas nuestras expectativas de liberación». Argumentó que la victoria de la Triple Entente contra Alemania representaba el mal menor y atentaba menos contra las libertades existentes. Del otro lado, Malatesta y los compañeros con los que firmó el manifiesto antiguerra de la Internacional Anarquista, declararon: «Es imposible establecer una distinción entre guerras ofensivas y guerras defensivas».

Además, añadieron que «Ninguno de los países beligerantes tiene derecho de reivindicar la civilización, del mismo modo que ninguno puede afirmar que actúa en defensa propia». La Primera Guerra Mundial, insistían, era un episodio más en el conflicto entre los capitalistas de las distintas potencias imperialistas que se desarrollaba a expensas de la clase obrera. Malatesta, Emma Goldman, Ferdinand Nieuwenthuis y la enorme mayoría del movimiento anarquista estaban convencidos de que apoyar a los gobiernos burgueses era un error imperdonable. En cambio, proponían la reivindicación «ni un hombre ni un centavo para el ejército», rechazando firmemente cualquier respaldo indirecto a la guerra.

Las actitudes frente a la guerra también despertaron debates en el movimiento feminista. La necesidad de reemplazar a los hombres en empleos que durante largos años habían sido un monopolio masculino, alentó la propagación de una ideología chauvinista en buena parte del recién nacido movimiento sufragista. Algunas de sus dirigentes llegaron a exigir leyes que habilitaran el reclutamiento de las mujeres en las fuerzas armadas. La exposición de la hipocresía de los gobiernos —que bajo la excusa de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad, utilizaban la guerra para eliminar reformas sociales fundamentales— fue uno de los logros más importantes de Rosa Luxemburgo. Ella y Clara Zetkin, Aleksandra Kolontái y Sylvia Pankhurst fueron las primeras en aventurarse con lucidez y coraje en el camino que enseñó a las generaciones venideras la relación que guardan la lucha contra el militarismo y la lucha contra el patriarcado. Más tarde, el rechazo de la guerra se convirtió en una parte distintiva del Día Internacional de la Mujer y la oposición contra los presupuestos de guerra cada vez que hubo un nuevo conflicto se convirtió en una constante de las muchas plataformas del movimiento feminista internacional.

Los medios inadecuados afectan a los fines
La profunda fractura entre revolucionarios y reformistas creció hasta convertirse en un abismo estratégico después del nacimiento de la Unión Soviética. El movimiento comunista mundial tomó a la Unión Soviética como un punto de referencia de la revolución proletaria internacional, aunque en Moscú estaba empezando a desarrollarse la teoría del «socialismo en un solo país». De acuerdo con la perspectiva que habían sostenido Bujarin y Stalin en los años 1920, la prioridad absoluta del movimiento comunista debía ser la consolidación del socialismo en Rusia.

El crecimiento del dogmatismo ideológico de los años 1920 y 1930 terminó imposibilitando toda alianza de la Internacional Comunista (1919-1943) y de los partidos socialdemócratas y socialistas europeos contra el militarismo. La única excepción a este dogmatismo fue la de León Trotski, que convocó a un frente único antifascista en oposición a la línea oficial de Moscú, cuya posición era que «todos los partidos de Alemania —desde los nazis hasta los socialdemócratas— no son más que variedades de fascismo y están desarrollando el mismo programa».

El apoyo a la guerra de los partidos que estaban construyendo la Internacional Obrera y Socialista (1923-1940) hizo que perdieran crédito a ojos de los comunistas. La idea leninista de «convertir la guerra imperialista en guerra civil» todavía encontraba eco en Moscú, donde muchos políticos y teóricos pensaban que era inevitable que se produjera un «nuevo 1914». Por lo tanto, ambos bandos estaban más concentrados en pensar qué hacer en caso de que irrumpiera una nueva guerra que en evitar que eso sucediera.

Las reivindicaciones y las declaraciones de principios diferían sustancialmente en cuanto a las expectativas y a la acción política. Entre las voces críticas del campo comunista estaban las de Nikolái Bujarin, que proponía la reivindicación «lucha por la paz» y que estaba convencido de que la paz era «uno de los temas clave del mundo contemporáneo», y la de Gueorgi Dimitrov, que argumentaba que no todas las grandes potencias tenían la misma responsabilidad en la guerra y apostaba a un acercamiento con los partidos reformistas para construir un amplio frente popular. Ambos puntos de vista contrastaban con la letanía de la ortodoxia soviética que, lejos de actualizar el análisis teórico, repetía que la responsabilidad por el riesgo de guerra recaía equitativamente y sin ninguna distinción sobre todas las potencias imperialistas.

La posición de Mao Tse-Tung era bastante diferente. En Sobre la guerra prolongada (1938), respaldándose en su experiencia a la cabeza del movimiento de liberación contra la invasión japonesa, escribió que las «guerras justas» —en las que los comunistas deben participar activamente— estaban «dotadas de un poder tremendo, capaz de transformar muchas cosas o de allanar el camino que conduce a su transformación». La estrategia propuesta por Mao era «oponer una guerra justa a una guerra injusta» y «continuar la guerra hasta alcanzar su objetivo político». Los argumentos a favor de la «omnipotencia de la guerra revolucionaria» son recurrentes en Guerra y estrategia (1938), donde el dirigente chino escribe que «solo con las armas es posible transformar todo el mundo» y que «la toma del poder por la fuerza armada, la liquidación del problema por medio de la guerra, es el objetivo principal y la forma de revolución más elevada».

La escalada de la violencia del frente nazi-fascista, en su país de origen y en el extranjero, y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, crearon un escenario todavía más oscuro que el de la guerra de 1914-1918. Después de que, en 1941, las tropas de Hitler atacaron la Unión Soviética, la Gran Guerra Patria que culminó con la derrota del nazismo se convirtió en un elemento tan importante de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y sigue vigente en la actualidad.

Con la repartición resultante de la posguerra, que segmentó el mundo en dos bloques, Iósif Stalin pretendió mostrar que el objetivo principal del movimiento comunista internacional era proteger a la Unión Soviética. Uno de los pilares centrales de esa política fue la creación de un área de defensa que incluía a ocho países de Europa Oriental. Durante el mismo período, la Doctrina Truman marcó el surgimiento de un nuevo tipo de guerra: la Guerra Fría. Con su apoyo a las fuerzas anticomunistas en Grecia, el Plan Marsall (1948) y la creación de la OTAN (1949), Estados Unidos se hizo con un bastión fundamental contra el avance de las fuerzas progresistas en Europa Occidental. La Unión Soviética respondió con el Pacto de Varsovia (1955). Esta configuración condujo a una enorme carrera armamentística que implicó, aun cuando el recuerdo de Hiroshima y Nagasaki todavía estaba fresco, la proliferación de armas nucleares.

A partir de 1961, bajo dirección de Nikita Jrushchov, la Unión Soviética adoptó un nuevo rumbo político que terminó siendo conocido como la «coexistencia pacífica». Se suponía que este giro, con el énfasis en la no intervención y el respeto de la soberanía nacional, además de la cooperación con los países capitalistas, serviría para evitar el riesgo de una tercera guerra mundial (cuya plausibilidad dejó en claro la crisis de los misiles cubana de 1962), y fortalecería el argumento de que la guerra no era inevitable.

Sin embargo, el programa de cooperación constructiva no apuntaba solamente a Estados Unidos y a los países del «socialismo realmente existente». En 1956 la Unión Soviética había aplastado una revuelta en Hungría y los partidos comunistas de Europa Occidental, no solo no habían condenado la intervención militar, sino que la habían justificado en nombre de la seguridad del bloque socialista. Por ejemplo, Palmiro Togliatti, secretario del Partido Comunista Italiano, dijo: «Apoyamos nuestro propio campo aun cuando esté cometiendo un error». La mayoría de los que compartieron esta posición terminaron arrepintiéndose amargamente a los pocos años, cuando comprendieron los efectos devastadores de la operación soviética.

Y en 1968, en el punto más álgido de la coexistencia pacífica, se repitieron hechos similares en Checoslovaquia. Frente a las reivindicaciones de democratización de la «Primavera de Praga», el politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética decidió unánimemente enviar al país medio millón de soldados y miles de tanques. Leonid Brézhnev explicó esta acción haciendo referencia a lo que denominaba la «soberanía limitada» de los países firmantes del Pacto de Varsovia: «Cuando fuerzas hostiles al socialismo intentan torcer el desarrollo de un país socialista hacia el capitalismo, el problema no solo concierne al país en cuestión, sino a todos los países socialistas». De acuerdo con esta lógica antidemocrática, la definición de lo que era y no era «socialismo» quedaba sujeta al arbitrio de los líderes soviéticos.

Pero esta vez los críticos de la izquierda tuvieron más visibilidad y representaron la voluntad de la mayoría. A pesar de que casi todos los partidos comunistas, incluso el chino, y todas las fuerzas de la «nueva izquierda» desaprobaban las acciones comunistas, los rusos no retrocedieron y concretaron el proceso que denominaron «normalización». La Unión Soviética siguió destinando una parte considerable de sus recursos económicos al gasto militar y reforzó así una cultura autoritaria a nivel social. De esa manera, perdió para siempre la buena voluntad del movimiento por la paz, que creció todavía más con las movilizaciones extraordinarias contra la guerra de Vietnam.

Una de las guerras más importantes de la década siguiente comenzó con la invasión soviética de Afganistán. En 1979, el Ejército Rojo volvió a convertirse en el instrumento de la política exterior moscovita, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que definía como su propia «zona de seguridad». Una mala decisión terminó convirtiéndose en una aventura agotadora que se extendió por más de diez años y causó muchas muertes y el exilio de millones de refugiados. En esta ocasión, el movimiento comunista internacional fue mucho menos reticente de lo que había sido en relación con las invasiones soviéticas de Hungría y Checoslovaquia. Sin embargo, la nueva guerra terminó exponiendo todavía más ante la opinión pública internacional la división entre el «socialismo realmente existente» y la alternativa política que defendía la paz y se oponía al militarismo.

Tomadas en su conjunto, estas intervenciones militares no solo representaban un atentado contra toda política de reducción del armamento, sino que desacreditaban y debilitaban el socialismo a nivel mundial, además de atentar contra su autoridad en materia de guerra. La Unión Soviética empezó a ser concebida cada vez más como una potencia imperial similar a los Estados Unidos, que, desde el inicio de la Guerra Fría, habían respaldado, más o menos secretamente, golpes de Estado, y habían colaborado con el derrocamiento de gobiernos democráticamente electos en más de veinte países. Como si no fuera suficiente, las «guerras socialistas» de 1977-1979 entre Camboya y Vietnam, y China y Vietnam (que estallaron en el contexto del conflicto sino-soviético) disiparon toda posibilidad «marxista-leninista» de atribuir la responsabilidad de la guerra exclusivamente a los desequilibrios del capitalismo.

Ser de izquierda es estar contra la guerra
El final de la Guerra Fría no conllevó el final de la guerra. Muchas de las intervenciones militares que realizó Estados Unidos en los últimos veinticinco años —a veces definidas absurdamente, sin mandato de las Naciones Unidas, como «humanitarias»— demuestran que la división bipolar del mundo entre dos superpotencias no cedió paso a la época de libertad y progreso que prometía el mantra neoliberal del Nuevo Orden Mundial. En ese mismo contexto, muchas fuerzas políticas que reivindican los valores de la izquierda terminaron participando de varias guerras. Desde Kosovo hasta Irak y Afganistán —por mencionar solo las guerras principales de la OTAN desde la caída del Muro de Berlín—, las fuerzas en cuestión respaldaron conflictos armados y difuminaron así la línea que las separaba de la derecha.

La guerra ruso-ucraniana pone de nuevo a la izquierda frente al dilema de tomar posición cuando la soberanía de un país está bajo amenaza. No condenar la invasión de Rusia a Ucrania es un error político que hace que muchos gobiernos de izquierda estén perdiendo credibilidad y que debilitará cualquier denuncia contra los ataques de Estados Unidos en el futuro. Como le escribió Marx a Lasalle n 1869, «en política exterior, clichés como “reaccionario” y “revolucionario” tienen poco que ofrecer», y una política «subjetivamente reaccionaria [puede terminar siendo] una política exterior objetivamente revolucionaria». Pero las fuerzas de izquierda deberían haber aprendido del siglo pasado que las alianzas con el «enemigo del enemigo» suelen llevar a acuerdos poco productivos, especialmente cuando el frente progresivo es el más débil en términos políticos, el que está más desorientado y el que cuenta con menos apoyo de masas.

Retomando las palabras que Lenin escribió en «La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación»: «La circunstancia de que la lucha por la libertad nacional contra una potencia imperialista pueda ser aprovechada, en determinadas condiciones, por otra “gran” potencia en beneficio de sus finalidades, igualmente imperialistas, no puede obligar a la socialdemocracia a renunciar al reconocimiento del derecho de las naciones a la autodeterminación». Más allá de los intereses geopolíticos y de las intrigas que suelen jugar en estos casos, las fuerzas de la izquierda sostuvieron históricamente el principio de la autodeterminación nacional y defendieron el derecho de los Estados individuales a establecer sus propias fronteras en función de la voluntad expresa de sus poblaciones.

La izquierda se opuso a las guerras y a las «anexiones» porque era consciente de que estas conducen a conflictos dramáticos entre los obreros del país dominante y los obreros del país oprimido, y terminan creando condiciones propicias para que ambos se unan a sus burguesías nacionales considerando que sus hermanos de clase son sus enemigos. En «Resultados de la discusión sobre la autodeterminación», Lenin escribió: «Si una revolución socialista triunfara en Petrogrado, Berlín y Varsovia, el gobierno socialista polaco, igual que los gobiernos socialistas ruso y alemán, deberían renunciar a la “retención forzada” de, pongamos por caso, los ucranianos que estuvieran dentro de las fronteras del Estado polaco».

Entonces, ¿por qué actuar distinto cuando se trata del gobierno nacionalista de Vladimir Putin?

Por otro lado, muchas personas de izquierda ceden a la tentación de convertirse —directa o indirectamente— en beligerantes, alimentando una nueva «Unión Sagrada» (expresión acuñada en 1914, cuando, apenas iniciada la Primera Guerra Mundial, la izquierda francesa decidió respaldar la participación del gobierno en el conflicto). La historia muestra que, cuando no se oponen a la guerra, las fuerzas progresistas pierden una parte fundamental de su razón de ser y terminan empantanándose en la ideología del campo opuesto. Esto sucede cada vez que los partidos de izquierda convierten su participación en el gobierno en una vara para medir su acción política, como hicieron los comunistas italianos cuando apoyaron las intervenciones de la OTAN en Kosovo y Afganistán, o como hace hoy Unidas Podemos, que suma su voz al coro unánime de todo el arco parlamentario español, en favor del envío armas al ejército ucraniano.

Bonaparte no es democracia
En los años 1850, Marx redactó una serie de artículos brillantes sobre la Guerra de Crimea que contienen muchos paralelos interesantes y útiles con el presente. En Revelaciones sobre la historia diplomática secreta del siglo XVIII (1857), refiriéndose al gran monarca moscovita del siglo XV —el que unificó Rusia y sentó las bases de su autocracia—, Marx dijo: «Basta reemplazar una serie de nombres y fechas por otros y quedará claro que las políticas de Iván III […] y las de la Rusia contemporánea no solo son similares, sino que son idénticas».

En otro texto de 1854, esta vez haciendo referencia a la guerra de Crimea y en contra de los demócratas liberales que exaltaban la coalición antirrusa, Marx escribió: «Es un error definir la guerra contra Rusia como una guerra entre la libertad y el despotismo. Además del hecho de que, si ese fuera el caso, la libertad estaría representada paradójicamente en la figura de Bonaparte, el objeto explícito de la guerra es el sostenimiento […] de los tratados de Viena, los mismos que anulan la libertad y la independencia de las naciones». Si reemplazamos a Bonaparte por los Estados Unidos de América y a los tratados de Viena por la OTAN, la observación parece pertinente frente a los hechos actuales.

El pensamiento de quienes se oponen al nacionalismo ruso y al ucraniano, como así también a la expansión de la OTAN, no expresa ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Durante las últimas semanas, muchos especialistas explicaron pacientemente las raíces del conflicto (que no se reduce en absoluto a la barbarie de la invasión rusa), y está claro que la posición de no alineación es el modo más efectivo de terminar pronto con la guerra y garantizar que se cobre la menor cantidad de vidas posible. No es cuestión de comportarse como esa «alma bella» empapada de idealismo abstracto que Hegel consideraba incapaz de enfrentar las contradicciones mundanas de la realidad. Por el contrario: el punto está en hacer real el único antídoto verdadero contra la expansión ilimitada de la guerra. Son incesantes las voces que convocan a incrementar el gasto militar y reclutar más jóvenes, o las que, como el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, suponen que la tarea de Europa es proveer a Ucrania de las «armas necesarias para la guerra». En contraste a esas posiciones, es necesario promover acciones diplomáticas fundadas en dos principios: el cese de la violencia y la neutralidad de la Ucrania independiente.

A pesar de que la OTAN ganó mucho apoyo con la invasión rusa, es necesario poner un gran empeño en garantizar que la opinión pública no termine postulando que la máquina de guerra más importante y agresiva del mundo —la OTAN— es la solución a los problemas de la seguridad mundial. Debemos mostrar que es una organización ineficaz y peligrosa que, con su impulso a la expansión y a la dominación unipolar, alimenta las tensiones que conducen a la multiplicación de las guerras en todo el mundo.

En El socialismo y la guerra, Lenin argumenta que los marxistas se distinguen de los pacifistas y de los anarquistas porque «consideran que es históricamente necesario (desde el punto de vista del materialismo dialéctico [¡sic!] de Marx) estudiar cada guerra por separado». Más adelante, dice que: «A pesar de todos los horrores, atrocidades, aflicciones y sufrimiento que acompañan inevitablemente a todas las guerras, en la historia hubo algunas que fueron progresivas, es decir, beneficiaron el desarrollo de la humanidad».

Pero aun si hubo un momento en que esa tesis tenía sentido, es una estupidez repetirla en el caso de las sociedades contemporáneas, donde pululan las armas de destrucción masiva. Rara vez una guerra —que no debe ser confundida con una revolución— tuvo el efecto democratizador que esperaban los teóricos del socialismo. En efecto, con frecuencia demostraron ser el peor modo de hacer una revolución, tanto a causa de sus costos humanos como de la destrucción de las fuerzas productivas que implican. Las guerras diseminan una ideología violenta, que se combina muchas veces con los sentimientos nacionalistas que dividieron históricamente al movimiento obrero. Muy pocas veces fomentan prácticas de autogestión y democracia directa. En cambio, suelen incrementar el poder de las instituciones autoritarias. Esta es una lección que la izquierda moderada tampoco debería olvidar.

En uno de los fragmentos más ricos de Reflexiones sobre la guerra (1933), Simone Weil se pregunta si es posible que «una revolución evite la guerra». Desde su punto de vista, es una «posibilidad frágil», pero es la única que tenemos si no queremos «perder toda esperanza». La guerra revolucionaria suele convertirse en la «tumba de la revolución» porque los «ciudadanos en armas no pueden hacer la guerra sin que haya también un aparato de control, la presión policial, una justicia de excepción y castigos por deserción». Más que cualquier otro fenómeno social, la guerra intensifica los aparatos militar, burocrático y policial. «Lleva a la desaparición total del individuo frente a la burocracia estatal». Por lo tanto, «si la guerra no termina inmediata y permanentemente […] el resultado solo será una de esas revoluciones que, como decía Marx, perfeccionan el aparato de Estado en vez de destruirlo», o, más claro todavía, «implicará incluso prolongar bajo otra forma el régimen que queremos eliminar». Entonces, en caso de guerra, «debemos elegir entre obstruir el funcionamiento de una máquina militar en la que nosotros mismos somos los engranajes, o ayudar a que esa máquina aplaste ciegamente vidas humanas».

Para la izquierda, la guerra no puede ser «la continuación de la política por otros medios», según afirma la célebre fórmula de Clausewitz. En realidad, la guerra solo certifica el fracaso de la política. Si la izquierda desea volver a ser hegemónica y está dispuesta a servirse virtuosamente de su historia, debe escribir con tinta indeleble en sus banderas las consignas «Antimilitarismo» y «¡No a la guerra!».

 

Traducción: Valentín Huarte

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La izquierda y la guerra

Mientras que la ciencia política indaga las motivaciones ideológicas, políticas, económicas e incluso psicológicas que movilizan a la guerra, uno de los aportes más convincentes de la teoría socialista está en haber sacado a luz el nexo que vincula la multiplicación de las guerras con el desarrollo del capitalismo.
En los debates de la Primera Internacional, César de Paepe, uno de los dirigentes más importantes, formuló una tesis que se convirtió en la posición clásica del movimiento obrero sobre el tema, a saber, que las guerras son inevitables bajo un régimen de producción capitalista. En la sociedad contemporánea no es la ambición de los monarcas ni la de otros individuos la que provocan las guerras: es el modelo socioeconómico dominante. La enseñanza del movimiento obrero, que tuvo enormes consecuencias civilizatorias, surgió de la creencia en que toda guerra debía ser considerada una «guerra civil», es decir, un choque violento entre trabajadores que carecen de los medios necesarios que garantizan su supervivencia.

Karl Marx no dejó ningún escrito donde desarrolle su concepción —fragmentaria y a veces contradictoria— de la guerra, ni estableció pautas de acción que definieran los márgenes de una posición política correcta ante este tipo de conflictos. Aunque en El capital argumentó que la violencia era una potencia económica, «la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva», no pensaba que la guerra pudiera convertirse en un atajo que llevara a la transformación revolucionaria de la sociedad, y dedicó gran parte de su actividad política a comprometer a los trabajadores con el principio de la solidaridad internacional.

En cambio, la guerra era una cuestión tan importante para Friedrich Engels, que este terminó dedicándole uno de sus últimos escritos. En «¿Es posible que Europa deponga las armas?» notó que hacía más de veinticinco años que cada potencia intentaba superar militarmente a sus rivales. Eso había conducido a una producción de armamento sin precedente y colocaba el Viejo Mundo ante la posibilidad de «una guerra de destrucción de magnitudes nunca antes vistas». Según Engels, «el sistema de ejércitos permanentes llega a tales extremos en toda Europa que debe, o bien provocar una catástrofe económica en los pueblos que enfrentan el enorme gasto militar que implica, o bien degenerar en una guerra de exterminio generalizada». En su análisis, Engels no dejó de destacar que los Estados mantenían a los ejércitos permanentes tanto por motivos políticos internos como por motivos militares externos. De hecho, afirmó que que los ejércitos estaban hechos para «brindar protección, no tanto contra el enemigo externo, como contra el interno», y el desarrollo de sus instrumentos y de sus habilidades tenía por fin principal la represión de las luchas obreras y del proletariado en general. Como los costos de la guerra recaían principalmente, por medio de los impuestos y del reclutamiento, sobre las espaldas de los sectores populares, el movimiento obrero debía luchar por la «reducción gradual de los plazos del servicio [militar] mediante un tratado internacional» y por el desarme como única «garantía de paz» efectiva.

Experimentos y colapso
No pasó mucho tiempo hasta que este debate teórico pacífico se convirtió en el asunto político más apremiante de la época. Los representantes del movimiento obrero tuvieron que oponerse concretamente a la guerra en muchas ocasiones. En el conflicto franco-prusiano de 1870 (que antecedió a la Comuna de París), Wilhelm Liebknecht y August Bebel, diputados socialdemócratas, condenaron los objetivos anexionistas de la Alemania de Bismarck y votaron contra los créditos de guerra. Su decisión de «rechazar el proyecto de ley que concedía más fondos para continuar la guerra» los llevó a cumplir una condena a prisión de dos años por alta traición, pero también sirvió para mostrarle a la clase obrera una forma alternativa de intervenir en la crisis.

Mientras las principales potencias europeas continuaban con su expansión imperialista, la polémica sobre la guerra adquiría cada vez más peso en los debates de la Segunda Internacional. Una resolución adoptada durante el congreso fundacional había consagrado la paz como «precondición necesaria de toda emancipación obrera». Cuando la Weltpolitik —la agresiva política de la Alemania imperial, que buscaba incrementar su poder en la arena internacional— empezó a modificar la configuración geopolítica, los principios antimilitaristas fortalecieron sus raíces en el movimiento obrero y acrecentaron su influencia en los debates sobre conflictos armados. La izquierda dejó de pensar que la guerra era un fenómeno que abría oportunidades revolucionarias y anunciaba el colapso del sistema (idea que remontaba a la máxima de Robespierre, «Ninguna revolución sin revolución»). En cambio, empezó a concebirla como un peligro y a temer las consecuencias penosas que tenía sobre el proletariado: hambre, miseria y desempleo.

La resolución «Sobre militarismo y conflictos internacionales», adoptada por la Segunda Internacional en el Congreso de Stuttgart de 1907, recapitulaba todos los puntos clave que a esa altura se habían convertido en la herencia común del movimiento obrero. Destacaban el voto contra los presupuestos que incrementaban el gasto militar, la antipatía frente a los ejércitos permanentes y la preferencia por un sistema de milicias populares. Con el paso de los años, la Segunda Internacional perdió poco a poco su compromiso con una política de acción pacífica y la mayoría de los partidos socialistas europeos terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias fueron desastrosas. Con la idea de que no había que dejar que los capitalistas monopolizaran los «beneficios del progreso», el movimiento obrero llegó a compartir los objetivos expansionistas de las clases dominantes y hundió sus pies en el pantano de la ideología nacionalista. La Segunda Internacional demostró ser completamente impotente frente al conflicto y fracasó en uno de sus objetivos principales: la conservación de la paz.

Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin fueron quienes se opusieron más firmemente a la guerra. Luxemburgo amplió la comprensión teórica de la izquierda y mostró que el militarismo era una aspecto clave del Estado. Dando muestras de una convicción y coherencia con pocos parangones en el movimiento comunista, argumentó que la consigna «¡Guerra contra la guerra!» debía convertirse en la «piedra angular de la política de la clase obrera». Como escribió en La crisis de la socialdemocracia, la Segunda Internacional había estallado porque no había logrado que el proletariado aplicara en todos los países «una táctica y una acción comunes». De ahí en adelante, el «objetivo principal» del proletariado debía ser «luchar contra el imperialismo y evitar toda conflagración, en tiempos de paz y en tiempos de guerra».

En El socialismo y la guerra, igual que en muchos otros textos escritos durante la Primera Guerra Mundial, Lenin tuvo el mérito de identificar dos cuestiones fundamentales. La primera concernía a la «falsificación histórica» mediante la cual la burguesía intentaba atribuir un «sentido progresivo de liberación nacional» a lo que en realidad eran guerras de «saqueo», llevadas a cabo con el único objetivo de decidir cuál de los países beligerantes tendría derecho a oprimir a más pueblos extranjeros, incrementando así las desigualdades del capitalismo. La segunda era el enmascaramiento de las contradicciones en el que incurrían los reformistas, que habían dejado de lado la lucha de clases con la intención de «morder un poco de las ganancias que sus burguesías nacionales obtenían del pillaje de otros países». La tesis más famosa de este panfleto —que los revolucionarios debían «convertir la guerra imperialista en una guerra civil»— implicaba que aquellos que realmente querían una «paz democrática duradera» debían llevar a cabo «una guerra civil contra sus gobiernos y contra la burguesía». Lenin estaba convencido de una idea que la historia terminó refutando: que toda lucha de clases conducida de manera consistente en tiempos de guerra suscitaría «inevitablemente» el espíritu revolucionario entre las masas.

Líneas de demarcación
La Primera Guerra Mundial no solo produjo divisiones en la Segunda Internacional: también enfrentó a distintas tendencias en el interior del movimiento anarquista. En un artículo publicado poco tiempo después del estallido de la guerra, Piotr Kropotkin escribió que «la tarea de cualquier persona que confíe mínimamente en la idea de progreso humano es aplastar la invasión alemana de Europa Occidental». En respuesta a Kropotkin, el anarquista italiano Enrico Malatesta argumentó que «la victoria alemana seguramente conllevaría el triunfo del militarismo, pero que el triunfo de los aliados garantizaría la dominación ruso-británica en toda Europa y Asia».

En el Manifiesto de los dieciséis, Kropotkin planteó la necesidad de «resistir a un agresor que representa la destrucción de todas nuestras expectativas de liberación». Argumentó que, aun si no dejaba de atentar contra las libertades existentes, la victoria de la Triple Entente contra Alemania representaba el mal menor. Del otro lado, Malatesta y los compañeros que firmaron con él El manifiesto antiguerra de la Internacional Anarquista, declararon: «Es imposible establecer una distinción entre guerras ofensivas y guerras defensivas». Además, añadieron que «Ninguno de los países beligerantes tiene derecho de reivindicar la civilización, igual que ninguno puede afirmar que actúa en defensa propia».

Las actitudes frente a la guerra también despertaron debates en el movimiento feminista. La necesidad de reemplazar a los hombres en empleos que durante largos años habían sido un monopolio masculino, alentó la propagación de una ideología chauvinista en buena parte del recién nacido movimiento sufragista. La exposición de la hipocresía de los gobiernos —que bajo la excusa de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad, utilizaban la guerra para eliminar reformas sociales fundamentales— fue uno de los logros más importantes de Rosa Luxemburgo y de las comunistas feministas de aquella época. Fueron las primeras en aventurarse con lucidez y coraje en el camino que enseñó a las generaciones venideras la relación que guardan la lucha contra el militarismo y la lucha contra el patriarcado. Más tarde, el rechazo de la guerra se convirtió en una parte distintiva del Día Internacional de la Mujer y la oposición contra los presupuestos de guerra cada vez que hubo un nuevo conflicto se convirtió en una constante de las muchas plataformas del movimiento feminista internacional.

La escalada de la violencia del frente nazi-fascista, en su país de origen y en el extranjero, y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, crearon un escenario todavía más oscuro que el de la guerra de 1914-1918. Después de que, en 1941, las tropas de Hitler atacaron la Unión Soviética, la Gran Guerra Patria que culminó con la derrota del nazismo se convirtió en un elemento tan importante de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y sigue vigente en la actualidad.

Con la repartición resultante de la posguerra, que segmentó el mundo en dos bloques, Iósif Stalin pretendió mostrar que el objetivo principal del movimiento comunista internacional era proteger a la Unión Soviética. Uno de los pilares centrales de esa política fue la creación de un área de defensa que incluía a ocho países de Europa Oriental. A partir de 1961, bajo dirección de Nikita Jrushchov, la Unión Soviética adoptó un nuevo rumbo político que terminó siendo conocido como la «coexistencia pacífica». Sin embargo, el programa de cooperación constructiva no apuntaba solamente a Estados Unidos y a los países del «socialismo realmente existente». En 1956, la Unión Soviética había aplastado brutalmente la Revolución húngara. Y en 1968 hizo lo mismo en Checoslovaquia. Frente a las reivindicaciones de democratización de la «Primavera de Praga», el politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética decidió unánimemente enviar al país medio millón de soldados y miles de tanques. Leonid Brézhnev explicó esta acción haciendo referencia a lo que denominaba la «soberanía limitada» de los países firmantes del Pacto de Varsovia: «Cuando fuerzas hostiles al socialismo intentan torcer el desarrollo de un país socialista hacia el capitalismo, el problema no solo concierne al país en cuestión, sino a todos los países socialistas». De acuerdo con esta lógica antidemocrática, la definición de lo que era y no era «socialismo» quedaba sujeta al arbitrio de los líderes soviéticos.

En 1979, con la invasión de Afganistán, el Ejército Rojo volvió a convertirse en el instrumento de la política exterior moscovita, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que definía como su propia «zona de seguridad». Estas intervenciones militares no solo representaban un atentado contra toda política de reducción del armamento, sino que desacreditaban y debilitaban el socialismo a nivel mundial. La Unión Soviética empezó a ser concebida cada vez más como una potencia imperial que actuaba de forma similar a los Estados Unidos, que, desde el inicio de la Guerra Fría, habían respaldado, más o menos secretamente, golpes de Estado, y habían colaborado con el derrocamiento de gobiernos democráticamente electos en más de veinte países.

Ser de izquierda es estar contra la guerra
El fin de la Guerra Fría no mermó la magnitud de la interferencia de las potencias en los asuntos internos de otros países, ni tampoco conllevó un aumento de la libertad de todos los pueblos a la hora de elegir el régimen político bajo el que viven. La guerra ruso-ucraniana pone de nuevo a la izquierda frente al dilema de tomar posición cuando la soberanía de un país es puesta bajo amenaza. El gobierno de Venezuela comete un error al no condenar la invasión de Rusia a Ucrania y hace que pierdan credibilidad sus denuncias contra posibles ataques de Estados Unidos en el futuro. Retomando las palabras que Lenin escribió en «La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación»: «La circunstancia de que la lucha por la libertad nacional contra una potencia imperialista pueda ser aprovechada, en determinadas condiciones, por otra “gran” potencia en beneficio de sus finalidades, igualmente imperialistas, no puede obligar a la socialdemocracia a renunciar al reconocimiento del derecho de las naciones a la autodeterminación». Más allá de los intereses geopolíticos y de las intrigas que suelen jugar en estos casos, las fuerzas de la izquierda sostuvieron históricamente el principio de la autodeterminación nacional y defendieron el derecho de los Estados individuales a establecer sus propias fronteras en función de la voluntad expresa de sus poblaciones. En «Resultados de la discusión sobre la autodeterminación», Lenin escribió: «Si una revolución socialista triunfara en Petrogrado, Berlín y Varsovia, el gobierno socialista polaco, igual que los gobiernos socialistas ruso y polaco, deberían renunciar a la “retención forzada” de, pongamos por caso, los ucranianos que estuvieran dentro de las fronteras del Estado polaco». Entonces, ¿por qué actuar distinto cuando se trata del gobierno nacionalista de Vladimir Putin?

Muchas personas de izquierda ceden a la tentación de convertirse —directa o indirectamente— en beligerantes, alimentando una nueva «Unión Sagrada». Pero hoy esa posición solo sirve a los fines de borrar la distinción entre atlantismo y pacifismo. La historia muestra que, cuando no se oponen a la guerra, las fuerzas progresistas pierden una parte fundamental de su razón de ser y terminan empantanándose en la ideología del campo opuesto. Esto sucede cada vez que los partidos de izquierda convierten su participación en el gobierno en una vara para medir su acción política, como hicieron los comunistas italianos cuando apoyaron las intervenciones de la OTAN en Kosovo y Afganistán, o como hace hoy Unidas Podemos, que suma su voz al coro unánime de todo el arco parlamentario español, en favor del envío de armas al ejército ucraniano.

Bonaparte no es democracia
En 1854, Marx, haciendo referencia a la guerra de Crimea y en contra de los demócratas liberales que exaltaban la coalición antirrusa, escribió: «Es un error definir la guerra contra Rusia como una guerra entre la libertad y el despotismo. Además del hecho de que, si ese fuera el caso, la libertad estaría representada paradójicamente en la figura de Bonaparte, el objeto explícito de la guerra es el sostenimiento […] de los tratados de Viena, los mismos que anulan la libertad y la independencia de las naciones». Si reemplazamos a Bonaparte por los Estados Unidos de América y a los tratados de Viena por la OTAN, la observación parece pertinente frente a los hechos actuales.

El pensamiento de quienes se oponen al nacionalismo ruso y al ucraniano, como así también a la expansión de la OTAN, no expresa ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Durante las últimas semanas, muchos especialistas explicaron pacientemente las raíces del conflicto (que no se reduce en absoluto a la barbarie de la invasión rusa), y está claro que la posición de no alineación es el modo más efectivo de terminar pronto con la guerra y garantizar que se cobre la menor cantidad de vidas posible. Es necesario promover acciones diplomáticas fundadas en dos principios: el cese de la violencia y la neutralidad de la Ucrania independiente.

A pesar de que la OTAN ganó mucho apoyo con la invasión rusa, es necesario poner un gran empeño en garantizar que la opinión pública no termine postulando que la máquina de guerra más importante y agresiva del mundo —la OTAN— es la solución a los problemas de la seguridad mundial. Debemos mostrar que es una organización ineficaz y peligrosa que, con su impulso a la expansión y a la dominación unipolar, alimenta las tensiones que conducen a la multiplicación de las guerras en todo el mundo.

Para la izquierda, la guerra no puede ser «la continuación de la política por otros medios», según afirma la célebre fórmula de Clausewitz. En realidad, la guerra solo certifica el fracaso de la política. Si la izquierda desea volver a ser hegemónica y está dispuesta a servirse virtuosamente de su historia, debe escribir con tinta indeleble en sus banderas las consignas «Antimilitarismo» y «¡No a la guerra!».

 

Traducción: Valentín Huarte

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Militarismo y cultura de guerra en la URSS y Rusia

La escalada de violencia del frente nazi-fascista en la década de 1930 provocó el estallido de la Segunda Guerra Mundial y creó un escenario aún más nefasto que el que destruyó Europa entre 1914 y 1918. Después de que las tropas de Hitler atacaran la Unión Soviética en 1941, Joseph Stalin convocó a una Gran Guerra Patriótica que finalizó el 9 de mayo con la derrota de Alemania, Italia y Japón. Esta fecha se convirtió en un elemento tan central de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y perdura hasta nuestros días. Bajo el pretexto de la lucha contra el nazismo, se oculta, hoy más que nunca, una peligrosa ideología nacionalista y militarista.

Guerra fría y carrera de armamentos

Con la división del mundo en dos bloques después de la guerra, los líderes del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) decidieron que la tarea principal del movimiento comunista internacional era salvaguardar la existencia de la Unión Soviética. En el mismo período, la Doctrina Truman marcó el advenimiento de un nuevo tipo de guerra: la Guerra Fría. Con su apoyo a las fuerzas anticomunistas en Grecia, el Plan Marshall (1948) y la creación de la OTAN (1949), los Estados Unidos de América contribuyeron a evitar el avance de las fuerzas progresistas en Europa Occidental. La Unión Soviética respondió con el Pacto de Varsovia (1955). Esta configuración condujo a una gran carrera armamentista que, a pesar del recuerdo aun fresco de Hiroshima y Nagasaki, también implicó una proliferación de pruebas de bombas nucleares.

Con el giro político decidido por Nikita Khrushchev en 1961, la Unión Soviética inició un período de “coexistencia pacífica”. Se suponía que este cambio, con su énfasis en la no injerencia y el respeto por la soberanía nacional, así como la cooperación económica con los países capitalistas, evitaría el peligro de una tercera guerra mundial (que la crisis de los misiles cubanos mostró ser una posibilidad en 1962) y apoyaría el argumento de que la guerra no era inevitable. Sin embargo, este intento de cooperación constructiva estuvo lleno de contradicciones.

En 1956, la Unión Soviética ya había aplastado violentamente una sublevación en Hungría. Los partidos comunistas de Europa Occidental no condenaron sino que justificaron la intervención militar en nombre de la protección del bloque socialista y Palmiro Togliatti, el secretario del Partido Comunista Italiano, declaró: “estamos con nuestro lado incluso cuando comete un error”. . La mayoría de los que compartían esta posición lo lamentaron amargamente en años posteriores, cuando comprendieron los devastadores efectos de la operación soviética. Acontecimientos similares tuvieron lugar en el apogeo de la coexistencia pacífica, en 1968, en Checoslovaquia. El Politburó del PCUS envía medio millón de soldados y miles de tanques para reprimir las exigencias de democratización de la “Primavera de Praga”. Esta vez los críticos de la izquierda fueron más abiertos e incluso representaron a la mayoría. Sin embargo, aunque la desaprobación de la acción soviética fue expresada no solo por los movimientos de la Nueva Izquierda, sino también por la mayoría de los partidos comunistas, incluido el chino, los rusos no retrocedieron sino que llevaron a cabo un proceso que llamaron “normalización”. La Unión Soviética siguió destinando una parte importante de sus recursos económicos al gasto militar, lo que contribuyó a reforzar una cultura autoritaria en la sociedad. De esta manera, perdió para siempre la simpatia del movimiento por la paz, que se había hecho aún más grande a través de las extraordinarias movilizaciones contra la guerra de Vietnam.

Otro poder imperial

Una de las guerras más importantes de la década siguiente comenzó con la invasión soviética de Afganistán. En 1979, el Ejército Rojo volvió a convertirse en un importante instrumento de la política exterior rusa, que siguió reclamando el derecho a intervenir en “su zona de seguridad”. La desafortunada decisión se convirtió en una aventura agotadora que se prolongó durante más de diez años, provocando un gran número de muertos y creando millones de refugiados. En esta ocasión, el movimiento comunista internacional se mostró mucho menos reticente que en anteriores invasiones soviéticas. Sin embargo, esta nueva guerra reveló aún más claramente a la opinión pública internacional la división entre el “socialismo realmente existente” y una alternativa política basada en la paz y la oposición al militarismo.

Tomadas en su conjunto, estas intervenciones militares dificultaron una reducción general de armamentos y sirvieron para desacreditar al socialismo. La Unión Soviética fue vista cada vez más como una potencia imperial que actuaba de una manera no muy diferente a la de Estados Unidos, que, desde el comienzo de la Guerra Fría, había respaldado golpes de estado más o menos en secreto y ayudado a derrocar gobiernos elegidos democráticamente en más de veinte países de todo el mundo. Por último, las “guerras socialistas” de 1977-1979 entre Camboya y Vietnam y entre China y Vietnam, en el contexto del conflicto chino-soviético, disiparon cualquier influencia de la ideología “marxista-leninista” (ya alejada de los cimientos originales establecidos por Karl Marx y Friedrich Engels) a la hora de atribuir la guerra exclusivamente a los desequilibrios económicos del capitalismo.

Marx contra la Rusia contrarrevolucionaria

Marx no desarrolló en ninguno de sus escritos una teoría coherente de la guerra, ni planteó pautas sobre la actitud correcta a tomar frente a ella. Sin embargo, cuando eligió entre campos opuestos, su única constante fue su oposición a la Rusia zarista, que vio como la vanguardia de la contrarrevolución y una de las principales barreras para la emancipación de la clase trabajadora.

En sus Revelaciones de la historia diplomática del siglo XVIII –un libro publicado por Marx en 1857 pero nunca traducido en la Unión Soviética–, al hablar de Iván III, el agresivo monarca moscovita del siglo XV que unificó Rusia y sentó las bases de su autocracia, afirmó: “solo se necesita reemplazar una serie de nombres y fechas con otros y queda claro que las políticas de Iván III, y las de Rusia hoy, no son simplemente similares sino idénticas”. Desafortunadamente, estas observaciones parecen escritas para hoy, en relación con la invasión rusa de Ucrania.

Las guerras difunden una ideología de violencia, a menudo combinada con los sentimientos nacionalistas que han desgarrado al movimiento obrero. Raramente favorecen las prácticas de la democracia, pero aumentan en cambio el poder de las instituciones autoritarias. Las guerras engrosan el aparato militar, burocrático y policial. Conducen a la anulación de la sociedad ante la burocracia estatal. En Reflexiones sobre la guerra, la filósofa Simone Weil argumentó que: “cualquiera que sea el nombre que tome —fascismo, democracia o dictadura del proletariado—, el principal enemigo sigue siendo el aparato administrativo, policial y militar; no el enemigo al otro lado de la frontera, que es nuestro enemigo sólo en la medida en que es enemigo de nuestros hermanos y hermanas, sino el que dice ser nuestro defensor mientras nos convierte en sus esclavos”. Esta es una lección dramática que la izquierda nunca debería olvidar.

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Josefina L. Martínez, Ctxt. Contexto y Acción

Tomando café con Marx
Una ola de sindicalización recorre los Starbucks de EE.UU., donde el 70% de la fuerza laboral son mujeres y un 48,2% son personas racializadas o de pueblos nativos

Poco antes del 8 de marzo, un artículo del Washington Post titulaba de forma sugerente: “Más tiendas de Starbucks quieren sindicalizarse. Mujeres y trabajadores no binaries están liderando la campaña”. Desde entonces, un centenar de tiendas de Starbucks han iniciado el proceso de sindicalización en Estados Unidos. Es una verdadera ola de sindicalismo desde abajo, diverso y militante, que no se veía en ese país desde los años 60 o incluso la década de los 30. ¿Y habéis visto los rostros de esta nueva clase obrera? Son muchas mujeres, personas LGTBI+, negras, latinas, africanas o asiáticas, con un promedio de edad de 20 o 22 años. La llaman generación “U”, por “Union” (sindicato). La rabia acumulada durante la pandemia por la falta de protocolos seguros, horarios flexibles que no permiten planificar la vida, una inflación que se come el salario, la imposibilidad de pagar un alquiler o poder estudiar, crearon un clima propicio para esta primavera de asociacionismo.

La chispa se encendió en diciembre en Búfalo, cuando la primera tienda de café logró sindicalizarse después de una huelga. En un país donde el neoliberalismo arrasó con la afiliación sindical durante décadas, encuestas como la de Gallup indican que actualmente casi el 70% de la población norteamericana ve de forma favorable a los sindicatos (un porcentaje que alcanza el 80% entre personas de 18 a 34 años).

Según un informe de la empresa Starbucks, el 70% de la fuerza laboral en sus tiendas norteamericanas son mujeres y un 48,2% son personas negras, de pueblos nativos o “personas de color”. Esto explica que sean ellas las que están al frente de esta lucha. Activistas que han sido impactadas por el movimiento feminista y las huelgas de mujeres, por la insurgencia del Black Lives Matter, las reivindicaciones del colectivo LGTBI y el movimiento ecologista de los últimos años. Es el caso de Jaz Brisack, una joven estudiante que, inspirada por los discursos del socialista Eugene Debs, fundador de la Industrial Workers of the World (IWW), se lanzó a organizar a sus compañeras de trabajo de forma clandestina en el Starbucks de Búfalo hace más de un año.

Un proceso igual de profundo se vive en algunos almacenes de Amazon, donde activistas como Chris Smalls o Angelika Maldonado han logrado organizar con mucho esfuerzo una campaña militante que ha derrotado al Goliat de la logística mundial. En el almacén de Staten Island, con 8.000 trabajadores, se ha formado el nuevo sindicato Amazon Labor Union (ALU) superando todos los obstáculos puestos por la empresa. Jimena Mendoza, editora de Left Voice en Nueva York, explica lo inédito de estos procesos de organización que “empezaron a fomentar muchísimo la unidad interracial y crearon redes dentro del almacén. Lo que han dicho los organizadores es que para algunas de las tácticas que emplearon se inspiraron en las del movimiento obrero de los años treinta, en las huelgas del acero, por ejemplo, y también utilizaron una práctica combativa”.

Eleanor Marx en Chicago

A fines del siglo XIX, el movimiento obrero norteamericano estaba en ebullición. Anarquistas y socialistas promovían la organización de nuevos sindicatos para luchar contra las agotadoras jornadas de diez o catorce horas en las fábricas y talleres. El 1 de mayo de ese año, la Federación Americana del Trabajo había convocado una jornada de protesta para exigir las 8 horas. 8 horas para trabajar, 8 horas para descansar y 8 horas para vivir. En esa lucha por la vida más allá del trabajo, estallaron en todo el país más de 5.000 huelgas. En Chicago, el 3 de mayo las manifestaciones fueron reprimidas, con el saldo de varios obreros muertos y gran cantidad de heridos. Como respuesta, los sindicatos convocaron una masiva concentración en la plaza Haymarket, a la que acudieron miles de trabajadores. La policía cargó nuevamente y, en medio de la confusión, un desconocido arrojó una bomba contra los uniformados. De forma inmediata, la policía descargó ráfagas hacia la multitud y desató una caza de brujas contra socialistas y anarquistas.

August Spies, Mihael Schwab, Adolph Fisher, George Engel, Louis Lingg, Albert Parsons, Samuel Fielden y Oscar Neebe fueron sometidos a un juicio fraudulento y orquestado. El montaje judicial fue escandaloso y se inició una campaña internacional por la liberación de los presos, algunos de los cuales ni siquiera habían estado en la manifestación. En noviembre de ese año Spies, Engel, Fisher y Parsons fueron ahorcados. Louis Lingg se había suicidado en prisión pocos días antes. En su funeral marcharon por las calles de Chicago más de 25.000 trabajadores. Los otros encausados pasaron varios años en prisión hasta que la farsa del juicio y las mentirosas acusaciones fueron desmentidas y recobraron la libertad. En honor a los “Mártires de Chicago”, se fijó el 1 de mayo como Día Internacional de los Trabajadores.

Eleanor Marx, la hija menor de Karl Marx, había llegado a Estados Unidos en agosto de ese año, cuando la campaña por la liberación de los detenidos en Chicago estaba en pleno apogeo. En cada discurso que hizo en diferentes ciudades exigió su libertad. En la gira, se interesó en especial por la situación de las mujeres trabajadoras en Estados Unidos, investigando sobre sus condiciones laborales. El trabajo en las fábricas textiles y la industria del tabaco era degradante y precario. En muchos casos, las mujeres y sus familias dormían en el mismo lugar de trabajo. La explotación infantil era otra marca de nacimiento del pujante capitalismo norteamericano.

Eleanor Marx destacó en aquellos años por su papel como organizadora en Inglaterra, agrupando a aquellos entre los más explotados y oprimidos de la clase: las mujeres y trabajadores precarios no calificados. Sectores que eran considerados “inorganizables” por las cúpulas de los sindicatos. Y al mismo tiempo que apoyaba huelgas por salarios y por la reducción de la jornada laboral para conseguir una vida más allá del trabajo, promovía la lucha de fondo por terminar con el trabajo asalariado como tal.

Hace unas semanas se publicó en castellano ¡Trabajadores del mundo, uníos! (Bellaterra, 2022), una antología con escritos y documentos de la Primera Internacional fundada por Marx y Engels. La edición, prologada por Marcello Musto, permite acercarse a una historia viva de la primera organización mundial de la clase trabajadora. Muestra que su influencia crecía al calor de su intervención y apoyo a las luchas de trabajadores y trabajadoras en varios países, al mismo tiempo que se planteaba como objetivo acabar con toda forma de opresión y explotación.

Un siglo y medio después, las condiciones laborales en muchos centros de trabajo se asemejan más a aquellas del siglo XIX que a las promesas de “libertad” y “prosperidad” que el capitalismo aseguraba traer. Grandes multinacionales como Amazon y Starbucks invierten millones de dólares en campañas antisindicales, contratando a bufetes de abogados y consultoras para evitar que se formen nuevos sindicatos. Más cerca, también en España muchas empresas imponen un veto a la organización sindical mediante despidos y persecuciones, tal como lo viene denunciando la Plataforma de Represaliadxs Sindicales, que agrupa casos de diferentes centros de trabajo. O como pudimos ver hace unos meses en Cádiz, cuando el gobierno “progre” envió una tanqueta contra los huelguistas del metal.

A pocos días del 1 de mayo, frente a tantos que dieron por muerta a la clase obrera, bien vale decir: ¡larga vida a la clase obrera! Dirigir la mirada hacia lo que ocurre en las tiendas de Starbucks y los almacenes de Amazon, pero también hacia el campo andaluz, donde se organizan las jornaleras de Huelva, o hacia los suelos que limpian las trabajadoras del Guggenheim en Bilbao. Allí se encuentra una clase obrera feminizada, diversa y racializada dando pasos en su organización, en la lucha y en la solidaridad más allá de las fronteras. Y si los capitalistas siguen utilizando las mismas técnicas de represión antisindical que sus antepasados, lxs trabajadorxs también tienen el desafío de aprender de su propia historia de luchas y revoluciones. Claro que no todo siempre será igual. Hoy Eleanor Marx se sentaría a conspirar sobre cómo organizar una huelga con una joven trabajadora queer en Nueva York o con una jornalera marroquí. Y tomarían un café machiatto, claro está.

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Josefina L. Martínez, La Izquierda Diario

“¡Trabajadores del mundo, uníos!” reúne documentos y resoluciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) en sus diferentes Congresos.

El libro, compilado por Marcello Musto, fue publicado en castellano en 2022 por Bellaterra. [1]

Hasta el momento, la edición más completa de documentos y actas de los Congresos de la AIT en castellano era la antología de Jacques Freymond. [2] Una obra exhaustiva, publicada en 1973 en dos tomos que suman casi 1200 páginas. Sin embargo, estaba agotada hace tiempo, por lo que muchos de esos escritos eran de difícil acceso. De ahí que sea una muy buena noticia la publicación de esta nueva antología que recupera muchos de los debates en el seno de la Internacional. El libro reúne minutas y documentos del Consejo General de la AIT con sede en Londres dirigido por Marx, junto con registros de intervenciones de diferentes delegados en los Congresos y Conferencias de la AIT entre 1866 y 1872 (incluye también documentos posteriores). En algunos casos se trata de materiales inéditos en castellano (24 resoluciones e intervenciones sobre un total de 80 fueron traducidas por primera vez).

Después de una detallada introducción por parte de Musto, los documentos ocupan casi 300 páginas y están organizados temáticamente en varias partes: 1) El discurso inaugural, 2) El programa político, 3) El trabajo, 4) Sindicatos y huelgas, 5) El movimiento y el crédito cooperativo, 6) Sobre la herencia, 7) La propiedad colectiva y el Estado, 8) Educación, 9) La Comuna de París, 10) El internacionalismo y la oposición a la guerra, 11) La cuestión irlandesa, 12) Sobre los Estados Unidos y 13) Organización política.

Musto destaca que la compilación responde a una meta precisa: “mostrar la forma económica y política de la sociedad futura que buscaban alcanzar los miembros de la Internacional”. La selección tiene el objetivo -explica- de destacar algunos puntos clave del debate teórico-político entre las diferentes tendencias y agrupamientos al interior de la Internacional. En particular entre los mutualistas proudhonianos, los comunistas afines a Marx y los anarquistas influenciados por Bakunin.

Es un aporte, también, la hipótesis que plantea acerca de las dimensiones organizativas de la Internacional a través de los años. En base a distintas fuentes, Musto elabora una serie de datos de afiliaciones a las secciones de la internacional, señalando los que habrían sido años de mayor auge en cada país. En su pico más alto, la Internacional habría alcanzado unos 150.000 afiliados, de los cuales 50.000 se encontraban en Inglaterra, más de 30.000 entre Francia y Bélgica, 30.000 en España, 25.000 en Italia, más de 10.000 en Alemania, unos cuantos miles en el resto de los países europeos y cerca de 4.000 en Estados Unidos. Estas cifras eran considerables para aquel momento, más teniendo en cuenta que en varios países se perseguía a los miembros de la Internacional o eran organizaciones ilegales. Desde el punto de vista de su composición, la Asociación afiliaba tanto a sindicatos como a asociaciones políticas o individuos. En el caso de Inglaterra, la presencia sindical era mayoritaria, mientras que en Francia y Bélgica se combinaba la afiliación sindical con la presencia de múltiples agrupamientos socialistas y mutualistas.

No pretendemos aquí dar cuenta de todos los hitos de la historia de la Internacional ni el conjunto de los debates que aborda Musto en la introducción. Nos gustaría destacar algunos ejes que pueden tener especial interés para la actualidad: la polémica de Marx con el sindicalismo y el cooperativismo, los debates sobre el Estado y la Comuna con el anarquismo y la cuestión de la organización y el partido mundial.

Sindicalismo, mutualismo y socialismo

La historia de la Internacional no se puede separar de la del movimiento obrero de su época. Desde su fundación el 28 de septiembre de 1864 en el Saint Martin’s Hall de Londres, la organización crece en influencia, al calor del desarrollo de importantes procesos huelguísticos. Trabajadores en huelga se dirigen a la Internacional para solicitar apoyo en sus luchas o se afilian a la misma, como es el caso de los obreros y obreras ovalistas de Lyon o los mineros de Fuveau. [3] Muchos trabajadores y trabajadoras apoyan la Internacional como un espacio para la coordinación entre obreros de diferentes países, con el fin de evitar que las patronales quiebren las huelgas, como intentaban hacerlo una y otra vez, contratando mano de obra extranjera. Esa búsqueda de una solidaridad de clase elemental a través de las fronteras se encuentra en los orígenes de la Internacional.

En los primeros años, se producen debates sobre la cuestión sindical y las huelgas, ya que algunos grupos se oponían a la lucha sindical. Esto será combatido desde el inicio por Marx y Engels. Al mismo tiempo, los documentos muestran la tensión constante con los sectores sindicalistas (en especial los dirigentes sindicales ingleses) que tienden a posiciones “economicistas”. Es decir, que querían restringir la organización a actuar como una plataforma de solidaridad activa con las luchas salariales, por la reducción de la jornada o mejores condiciones laborales, sin inmiscuirse en el terreno político. Por su parte, los sectores afines a Marx y Engels defienden una perspectiva política que tiene como objetivo la emancipación completa de la clase trabajadora y todos los oprimidos.

Otro gran foco del debate se produce con los mutualistas, que durante los primeros años eran una tendencia mayoritaria en la sección francesa y tenían peso en otras. Los seguidores de Proudhon promovían la expansión de cooperativas de producción y consumo, que serían financiadas por bancos cooperativos. De este modo, pronosticaban una paulatina superación de los elementos “negativos” de la sociedad capitalista, evitando el choque entre clases. Estaban en contra de impulsar huelgas (y mucho menos revoluciones) y eran claramente un ala moderada de la Internacional. Musto explica que “Marx desempeñó indudablemente un papel clave en la lucha para reducir la influencia de Proudhon en la Internacional. Sus ideas fueron claves para el desarrollo teórico de sus dirigentes y mostró una notable capacidad para afirmarlas ganando cada conflicto importante en la organización.” [4]

El Manifiesto inaugural, redactado por Marx, señalaba en este sentido que “el trabajo asalariado, como en sus días el trabajo esclavo y el trabajo del siervo, es solamente una forma social transitoria y subordinada, destinada a desaparecer frente al trabajo asociado”. Pero la experiencia de lucha de los años previos mostraba que “para poder liberar a las masas obreras, el cooperativismo necesita desarrollarse a escala nacional y contar con medios nacionales”. Algo que será resistido por los capitalistas, ya que “los señores de la tierra y los señores del capital emplearán siempre sus privilegios políticos en defender y perpetuar sus monopolios económicos.” “De ahí que el gran deber de las clases obreras sea conquistar el poder político”, concluye. [5]

También en polémica con el mutualismo, Marx había redactado las Instrucciones sobre diversos problemas a los delegados del Consejo Central provisional de 1866:

Para convertir la producción social en un sistema amplio y armónico de libre trabajo cooperativo, son necesarios cambios generales de carácter social, cambios que afecten a las condiciones generales de la sociedad y que solo podrán llevarse a cabo mediante el traspaso del poder organizado de la sociedad, es decir, del poder del Estado, desde las manos de los capitalistas y terratenientes a las manos de los productores mismos. [6]

La derrota de los mutualistas en la Internacional se terminará plasmando en las resoluciones del Congreso de Bruselas en septiembre de 1868, con la introducción de una serie de artículos programáticos que apuntan a la socialización de los medios de producción estratégicos, como las minas, los medios de transporte, los canales, carreteras, telégrafos junto con la gran propiedad agrícola. El Congreso proponía que esas propiedades colectivas fueran concedidas a asociaciones de trabajadores para “garantizar a la sociedad el funcionamiento racional y científico de los ferrocarriles, etcétera, a un precio tan próximo como sea posible a los gastos del trabajador.” Cabe destacar que las resoluciones incluían también la cuestión del medioambiente:

Considerando que el abandono de las forestas a individuos privados causa la destrucción de los bosques necesarios para la conservación de los manantiales, y, evidentemente, de la buena calidad del suelo, así como la salud y las vidas de la población, el Congreso piensa que los bosques deben seguir siendo propiedad de la sociedad. [7]

La Comuna y la cuestión del Estado

Las definiciones sobre el Estado se concretan a partir de la experiencia de La Comuna de Paris de 1871. A partir de entonces se establece mucho más claramente una delimitación estratégica no solo con los mutualistas sino también con los anarquistas o “autonomistas” seguidores de Bakunin.

Marx escribe en La Lucha de clases en Francia que “la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está y a servirse de ella para sus propios fines”. La Comuna se constituye en base a representantes electos, que podían ser revocados en cualquier momento, como un órgano a la vez ejecutivo y legislativo. Suprime el ejército permanente y la policía y decreta la separación de la Iglesia del Estado. En ese sentido La Comuna “quiebra el poder estatal moderno”. Su verdadero secreto estaba en que era “esencialmente un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación del trabajo.” [8] Por primera vez en la historia, señala Marx, simples obreros se atreven a desafiar los principios del orden burgués y muestran que podían llevar adelante su propio gobierno. Por eso “el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia” y toda la fuerza de la represión estatal capitalista se descarga sobre la comuna roja.

En la parte de la antología dedicada a “La propiedad colectiva y el Estado” se encuentran varios documentos interesantes que ilustran esta lucha política y teórica con los anarquistas en el seno de la Internacional después de la Comuna. Entre ellos, un extracto del texto escrito por Marx, Engels y Lafargue en polémica con Bakunin. [9] Después de plantear que este se proponía derrotar a un “Estado abstracto”, los autores polemizan con su idea de que es igual una república burguesa que un Estado revolucionario. Y apuntan que la experiencia de la Comuna de Lyon muestra lo fallido de la doctrina de Bakunin. Señalan, de forma irónica, que por más que los anarquistas proclamara la “abolición del Estado por decreto”, el Estado real, materializado en dos compañías de guardias nacionales, bastó para “obligar a Bakunin a salir corriendo hacia Ginebra”.

La ruptura con Bakunin se formaliza en el Congreso de la Haya (1872) donde se resuelve su separación de la Internacional, una vez constatadas las diferencias y la formación, por parte de los seguidores de Bakunin, de una organización paralela dentro de la Internacional que buscaba restringir sus objetivos. Su idea de un comunismo “sin transición” resultaba muy radical en su retórica, pero en realidad era un ataque directo a la necesidad una política revolucionaria por parte de la clase obrera.

En las resoluciones del Congreso de Saint-Imier, convocado por los grupos afines a Bakunin después del Congreso de La Haya, se afirmará que “toda organización política no puede ser otra cosa que la organización de la dominación, para beneficio de una clase y en detrimento de las masas; y que, si el proletariado buscaba tomar el poder se convertiría en una clase dominante y explotadora.” [10] Una condena absoluta a cualquier intento de la clase obrera por tomar el poder político que, por lo tanto, la condenaba a la impotencia de aceptar el estatus quo actual. Entre Marx y Bakunin había posiciones irreconciliables en lo que hacía a los objetivos, los métodos y las fuerzas sociales de la revolución tal como puede apreciarse en la serie de documentos publicados en la antología referidos a la organización política.

Por último, aunque se trata de una selección acotada, son también de gran interés los textos reunidos en la parte dedicada al debate sobre Irlanda y Estados Unidos. Estos muestran la posición internacionalista de Marx y Engels contra la opresión nacional, contra la esclavitud y el racismo. Sobre la cuestión de la mujer, aparecen algunas resoluciones, como la que plantea la formación de secciones de mujeres obreras y el documento “Sobre la emancipación e independencia de la mujer” presentado por algunos delegados al Congreso de Ginebra. Aunque sobre este tema la compilación de Freymond es un poco más completa, ya que reproduce los debates entre los diferentes delegados sobre el tema.

Una Internacional para una nueva clase obrera

Marcello Musto cierra la introducción del libro señalando las condiciones actuales donde se combinan crisis económicas, sociales y ecológicas, una creciente brecha social entre ricos y una mayoría empobrecida, así como vientos de guerra. Desde su punto de vista, esto plantea a la clase trabajadora la “urgente necesidad de reorganizarse sobre la base de dos características fundamentales de la Internacional: la multiplicidad de su estructura y el radicalismo de sus objetivos” y señala que para hacer frente a los desafíos del presente la nueva Internacional debe ser “plural y anticapitalista”.

En este punto, si partimos del hecho de que la composición social y cultural de la clase trabajadora es mucho más heterogénea que en el pasado (una clase obrera más extendida internacionalmente, feminizada, racializada y diversa) no podemos más que coincidir en que sus organizaciones tienen que expresar esa pluralidad. Basta mirar las novedosas experiencias de la clase obrera norteamericana, donde una nueva ola de sindicalismo desde abajo es protagonizada por jóvenes trabajadores y trabajadoras negras, latinas y LGTBI. Sectores en los que han tenido gran impacto movimientos sociales como el feminista o el Black Lives Matter.

Sin embargo, es necesario señalar también que la experiencia de más de 150 años de la clase obrera desde la fundación de la Primera Internacional plantea una articulación muy diferente entre sindicatos, consejos obreros y partidos revolucionarios, que la que podía haber en época de Marx. A comienzos del siglo XX irrumpieron nuevas experiencias de autoorganización, como fueron los consejos obreros o soviets, que permitieron expresar la pluralidad social y política de la clase trabajadora, a la vez que permitían mantener una libertad de tendencias políticas en su seno. Al mismo tiempo, la delimitación estratégica que comenzó en época de Marx con el anarquismo o las tendencias autonomistas, se enriquece en el siglo XX con las experiencias de las grandes revoluciones de la clase obrera, pero también con las múltiples traiciones de la socialdemocracia y el estalinismo. De todas estas lecciones no podemos hacer borrón y cuenta nueva. Se trata de experiencias y luchas políticas, que, junto a las conclusiones de la lucha de clases más actual, forman las bases para reorganizar ese partido internacional de la revolución socialista que necesitamos con tanta urgencia.

NOTAS AL PIE

[1] Originalmente fue publicado en inglés en el año 2015 por Bloomsbury con motivo de los 150 años de la fundación de la AIT.

[2] Jacques Freymond, La Primera Internacional, Tomos I y II, Ediciones Zero, 1973, Bilbao. Publicada originalmente en francés en 1962 con el título La première Internationale, una colección de textos dirigida por Jacques Freymond, compilados por Henri Burgelin, Knut Langfeld y Miklós Molnár.

[3] Jaques Freymond, La Primera Internacional, Ediciones Zero, 1973, Bilbao

[4] Ver Introducción, en: Marcello Musto (Ed.); ¡Trabajadores del mundo, uníos!, Bellaterra, 2022.

[5] Karl Marx, Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de Trabajadores, octubre de 1864. En: Marcello Musto (Ed.); ¡Trabajadores del mundo, uníos!, Bellaterra, 2022.

[6] Citado en Marcello Musto (Ed.); ídem.

[7] Resoluciones del Congreso de Bruselas (1868), VVAA, en: Marcello Musto, ídem.

[8] Karl Marx, Sobre la Comuna de París (Fragmentos de “La lucha de clases en Francia…”), en: Marcello Musto, ídem.

[9] Marx, Engels, Lafargue; La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de Trabajadores, publicado en francés en agosto de 1873.

[10] Ídem

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El factor discriminatorio sobre la guerra en la historia de la izquierda

El pensamiento socialista ha ofrecido su contribución más interesante para comprender el fenómeno de la guerra al resaltar el fuerte vínculo entre el desarrollo del capitalismo y la propagación de la guerra. Los líderes de la Primera Internacional señalaron que las guerras no son provocadas por las ambiciones de los monarcas, sino que están determinadas por el modelo socioeconómico dominante. La lección de civilización del movimiento obrero nació de la convicción de que toda guerra debía ser considerada «como una guerra civil». En El Capital, Marx afirmó que la violencia era un poder económico, “la partera de toda vieja sociedad que está preñada de una nueva”. Sin embargo, no concibió la guerra como un atajo necesario para la transformación revolucionaria y utilizó una parte sustancial de su militancia política para vincular a la clase obrera con el principio de la solidaridad internacionalista.

Con la expansión imperialista por parte de las principales potencias europeas, la controversia sobre la guerra asumió un peso cada vez más importante en el debate de la Segunda Internacional. En su congreso de fundación se aprobó una moción que sancionaba la paz como «primera condición indispensable de toda emancipación obrera». Sin embargo, con el paso de los años, se esforzó cada vez menos en promover una política concreta de acción a favor de la paz y la mayoría de las fuerzas reformistas europeas terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias de esta decisión fueron desastrosas. El movimiento obrero compartió los objetivos expansionistas de las clases dominantes y se vio contaminado por la ideología nacionalista. Para Lenin, sin embargo, los revolucionarios debían “transformar la guerra imperialista en guerra civil”, ya que quienes querían una paz verdaderamente “democrática y duradera” debían eliminar a la burguesía y los gobiernos coloniales.

La «Gran Guerra» también provocó divisiones en el movimiento anarquista. Kropotkin postuló la necesidad de «resistir a un agresor que representa el aniquilamiento de todas nuestras esperanzas de emancipación». La victoria de la Triple Entente contra Alemania fue el mal menor para no comprometer el nivel de libertad existente. Por el contrario, Malatesta expresó el convencimiento de que la responsabilidad del conflicto no podía recaer en un único Gobierno y que «no se debe hacer distinción entre guerra ofensiva y defensiva».

Cómo comportarse ante la guerra también provocó el debate en el movimiento feminista. La necesidad de reponer a los hombres enviados al frente, en puestos antes monopolizados por ellos, favoreció la difusión de una ideología chovinista incluso en el movimiento sufragista. Oponerse a quienes agitaban el coco del agresor para desmontar reformas sociales fundamentales fue uno de los logros más significativos de Rosa Luxemburgo y de las feministas comunistas de la época. Señalaron que la batalla contra el militarismo era un elemento esencial de la lucha contra el patriarcado.

Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la URSS se vio envuelta en la Gran Guerra Patriótica que más tarde se convirtió en un elemento central de la unidad nacional rusa. Al dividir el mundo en dos bloques, Stalin creía que la principal tarea del movimiento comunista internacional era salvaguardar la URSS. El establecimiento de una zona tapón de ocho países en Europa del Este fue un elemento central de esta política. Con Jruschov se inauguró un ciclo político que tomó el nombre de Coexistencia Pacífica. Sin embargo, este intento de «colaboración constructiva» se llevó a cabo exclusivamente en las relaciones con los EEUU y no con los países del «socialismo real». En 1956, la URSS ya había reprimido sangrientamente la revuelta húngara. Acontecimientos similares tuvieron lugar en Checoslovaquia en 1968. El PCUS respondió enviando medio millón de soldados contra las reivindicaciones de democratización que florecieron con la «Primavera de Praga». Brezhnev explicó su intervención siguiendo un principio que se definió como «soberanía limitada». Con la invasión de Afganistán en 1979, el Ejército Rojo volvió a convertirse en la principal herramienta de la política exterior de Moscú, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que creía que era su «zona de seguridad». La combinación de estas intervenciones militares no solo perjudicó el proceso de reducción general de armamentos, sino que también contribuyó a desacreditar y debilitar el socialismo a nivel mundial. La URSS se percibía, cada vez más, como una potencia imperial que actuaba de formas no muy diferentes a las de los EEUU. El fin de la Guerra Fría no ha disminuido la injerencia en la soberanía territorial de los países concretos, ni ha aumentado el nivel de libertad de cada pueblo en cuanto a poder elegir el régimen político por el que pretende ser gobernado.

Cuando Marx escribió sobre la Guerra de Crimea en 1854, afirmó, en oposición a los demócratas liberales que elogiaban a la coalición antirrusa: “Es un error definir la guerra contra Rusia como un conflicto entre la libertad y el despotismo. Aparte de que, si esto fuera cierto, la libertad estaría actualmente representada por un Bonaparte, el objetivo manifiesto de la guerra es el mantenimiento de los tratados de Viena, es decir, lo que anula la libertad e independencia de las naciones”. Si reemplazamos a Bonaparte con los EEUU y los tratados de Viena con la OTAN, estas observaciones parecen escritas hoy.

La tesis de quienes se oponen tanto al nacionalismo ruso como al ucraniano y a la expansión de la OTAN no contiene ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Debe perseguirse una incesante iniciativa diplomática, basada en dos puntos esenciales: la desescalada y la neutralidad de una Ucrania independiente.

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Carlos L. Garrido, Intervención y Coyuntura. Revista de Crítica Política

The Last Years of Karl Marx: An Intellectual Biography de Marcello
Musto ofrece una mirada esclarecedora a la obra y la vida de Karl Marx durante el período menos examinado de su vida. La oscilación de Musto entre la obra y la vida de Marx brinda a los lectores un atracción intelectual hacia la investigación en los últimos años de Marx, una tarea facilitada por la publicación reanudada en 1998 de Marx-Engels Gesamtausgabe (MEGA2) (que ah publicó 27 nuevos volúmenes y espera concluir con 114), y con una cálida imagen de la vida íntima de Marx que garantizara tanto risas como lágrimas.

Los últimos años de la vida de Marx fueron emocional, física e intelectualmente dolorosos. En este tiempo tuvo que soportar la extrema depresión de su hija Eleanor (se suicidaría en 1898); la muerte de su esposa Jenny, cuyo rostro dijo “revive los más grandes y dulces recuerdos de [su] vida”; la muerte de su amada primogénita, Jenny Caroline (Jennychen); y una enfermedad pulmonar que lo mantendría esporádicamente, pero por períodos sustanciales, alejado de su trabajo (96, 98, 122). Estas condiciones, entre otras interrupciones naturales
de un hombre de su talla en el movimiento obrero internacional, le imposibilitaron terminar sus proyectos, incluidos principalmente los volúmenes II y III de El Capital, y su tercera edición alemana de El Capital volumen I.

El tiempo que pasó con sus nietos y las pequeñas victorias que la lucha
socialista pudo lograr (por ejemplo, los más de 300 mil votos que recibieron los socialdemócratas alemanes en 1881 para el nuevo parlamento) le darían a él y a Jenny momentos ocasionales de alegría (98). Una faceta de su última vida que podría parecer sorprendente fue el inmenso placer que le proporcionaban las matemáticas. Como comentó Paul Lafargue sobre el tiempo en que Marx tuvo que soportar el deterioro de la salud de su esposa, “la única forma en que podía sacudirse la opresión causada por los sufrimientos de ella era sumergirse en las matemáticas” (97). Lo que comenzó como un «desvío [al] álgebra» con el propósito de corregir los errores que notó en los siete cuadernos que ahora conocemos como los Grundrisse, su estudio de las matemáticas terminó siendo una importante fuente de “consuelo moral” y en lo que “se refugió [durante] los momentos más angustiosos de su azarosa vida” (33, 97).

Independientemente de su fragilidad no oculta, dejó una plétora de
investigaciones rigurosas y notas sobre temas tan amplios como las luchas políticas en Europa, Estados Unidos, India y Rusia; ciencias económicas; campos matemáticos como cálculo diferencial y álgebra; antropología; historia; estudios científicos como geología, mineralogía
y química agraria; y más. Contra la difamación de ciertos ‘radicales’ en la academia burguesa que se alzan hundiendo una caricatura autoconjurada de un Marx ‘eurocéntrico’, ‘simpatizante del colonialismo’, ‘reduccionista’ y ‘económicamente determinista’, el estudio de Musto del último Marx muestra que “él era cualquier cosa menos eurocéntrico, economicista o obsesionado solo con el conflicto de clases” (4).

El texto de Musto también cubre la publicación de Lawrence Krader de 1972 de Los cuadernos etnológicos de Karl Marx , que contienen sus cuadernos sobre Ancient Society de Lewis Henry Morgan, The Aryan Village de John Budd Phear , Lectures on the Early History of Institutions de Henry Sumner Maine y The Origin of Civilization de John Lubbock. De estos definitivamente el más importante fue el texto de Morgan, que transformaría las opiniones de Marx sobre la familia de ser la “unidad social del antiguo sistema tribal” a ser el “germen no solo de la esclavitud sino también de la servidumbre” (27). El texto
de Morgan también reforzaría la visión que tenía Marx sobre el Estado desde su Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel de 1843, en la cual el Estado es un “poder histórico (no natural) que subyuga a la sociedad, una fuerza que impide la plena emancipación del individuo” (31). La naturaleza del Estado, como pensaban Marx y Engels, y como afirmaba Morgan, es “parasitaria y transitoria” (Ibíd.). Los estudios del texto de Morgan y otros destacados antropólogos también serían retomados por Engels, quien, tomando de algunas notas de Marx, publicaría en 1884 The Origins of the Family, Private Property, and the
State, un texto seminal en el corpus del marxismo clásico.

Más desconocidos por los estudiosos del marxismo son las notas de Marx sobre el libro del antropólogo ruso Maksim Kovalevsky (uno de sus «amigos científicos» más cercanos) Communal Landownership: The Causes, Course and Consequences of its Decline. Su carácter poco estudiado se debe a que, hasta hace casi una década, sólo había estado disponible para quienes podían acceder al archivo B140 de la obra de Marx en el Instituto Internacional de Historia Social de Holanda. Esto cambió con la publicación en Bolivia de Karl Marx: Escritos sobre la Comunidad Ancestral, que contiene los “Cuadernos Kovalevsky” de Marx y una introducción por Álvaro García Linera. Aunque agradeció los estudios sobre la América precolombina (imperios azteca e inca) y
la India, Marx criticó las proyecciones de Kovalevsky de las categorías europeas a estas regiones, y “le reprochó por homogeneizar dos fenómenos distintos” (20). Como señala Musto, “Marx era muy escéptico sobre la transferencia de categorías interpretativas entre contextos históricos y geográficos completamente diferentes” (Ibíd.).

El estudio de los escritos políticos de Marx generalmente se ha limitado al 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852), la “Crítica del Programa de Gotha” (1875) y La Guerra Civil en Francia (1871). El libro de Musto, en su espacio limitado, va más allá de estos textos habituales y destaca la importancia del papel de Marx en los movimientos socialistas en Alemania, Francia y Rusia. Esto incluye,
por ejemplo, su participación en el Programa Electoral francés de los
Trabajadores Socialistas (1880) y el Cuestionario de los Trabajadores. El programa incluía la participación de los propios trabajadores, lo que llevó a Marx a exclamar que este era “el primer movimiento obrero real en Francia” (46). El cuestionario de 101 puntos contenía preguntas sobre las condiciones de empleo y pago de los trabajadores y tenía como objetivo proporcionar una encuesta masiva de las condiciones de la clase trabajadora francesa.

Con respecto a los escritos políticos de Marx, el texto de Musto también incluye las críticas de Marx al destacado economista estadounidense Henry George; sus condenas al sinofóbico Dennis Kearney, líder del Partido de los Trabajadores de California; sus condenas del colonialismo británico en la India e Irlanda y sus
elogios al nacionalista irlandés Charles Parnell. En cada caso, Musto subraya la importancia que Marx le dio al estudio concreto de las condiciones únicas de cada lucha. No había una fórmula universal que se aplicara en todos los lugares y en todos los tiempos. Sin embargo, de todos sus compromisos políticos, el más importante de sus compromisos sería en Rusia, donde sus consideraciones sobre el potencial revolucionario de las comunas rurales (obshchina) tendría
una tremenda influencia en su movimiento socialista.

En 1869, Marx comenzó a aprender ruso “para estudiar los cambios que se estaban produciendo en el imperio zarista” (12). A lo largo de la década de 1870 se dedicó a estudiar las condiciones agrarias en Rusia. Como le dice Engels en broma en una carta de 1876 después de que Marx le recomendara acabar con Eugene Dühring,

“Puedes tumbarte en una cama caliente estudiando las condiciones
agrarias rusas en general y la renta de la tierra en particular, sin que
te interrumpan, pero se espera que deje todo lo demás a un lado
inmediatamente, que busque una silla dura, que beba un poco de vino
frío y que me dedique a ir tras el cuero cabelludo de ese tipo triste
Dühring.”

Fuera de sus estudios, tuvo en la más alta estima al filósofo socialista ruso Nikolai Chernyshevsky.[1] Dijo que estaba “familiarizado con gran parte de su escritura” y consideraba su trabajo como “excelente” (50). Marx incluso consideró “’publicar algo’ sobre la ‘vida y la personalidad de Chernyshevsky, para crear algún interés en él en Occidente’” (Ibíd.). En cuanto a la obra de Chernyshevsky, lo que más influyó en Marx fue su evaluación de que “en algunas partes del mundo, el desarrollo económico podría pasar por alto el modo de producción capitalista y las terribles consecuencias sociales que había
tenido para la clase trabajadora en Europa occidental” (Ibíd.).

Chernyshevsky sostuvo que:

“Cuando un fenómeno social ha alcanzado un alto nivel de desarrollo
en una nación, su progresión a esa etapa en otra nación más atrasada
puede ocurrir mucho más rápido que en la nación avanzada (Ibíd.).”

Para Chernyshevsky, el desarrollo de una nación ‘atrasada’ no necesitaba pasarpor todas las «etapas intermedias» requeridas para la nación avanzada; en cambio, argumentó que “la aceleración se da gracias al contacto que la nación atrasada tiene con la nación avanzada” (51). La historia para él era “como una abuela, terriblemente aficionada a sus nietos más pequeños. A los que llegaron tarde no [les dio] los huesos sino la médula” (53).

La evaluación de Chernyshevsky comenzó a abrir a Marx a la posibilidad de que, bajo ciertas condiciones, la universalización del capitalismo no era necesaria para una sociedad socialista. Esta fue una enmienda, no una ruptura radical (como han argumentado ciertos marxistas tercermundistas y teóricos de la transmodernidad como Enrique Dussel) con la interpretación marxista tradicional del papel necesario que juega el capitalismo en la creación, a través de sus contradicciones inmanentes, de las condiciones para la posibilidad del
socialismo.

En 1877, Marx escribió una carta no enviada al periódico ruso Patriotic Notes respondiendo a un artículo titulado “Karl Marx ante el tribunal del Sr. Zhukovsky” escrito por Nikolai Mikhailovsky, un crítico literario del ala liberal de los populistas rusos. En su artículo, Mikhailovsky argumentó
que

“Un discípulo ruso de Marx… debe reducirse a sí mismo al papel de un
espectador… Si realmente comparte los puntos de vista histórico-
filosóficos de Marx, debería estar complacido de ver a los productores
divorciados de los medios de producción, debería tratar este divorcio
como la primera fase de un proceso inevitable y, en el resultado final,
beneficioso (60).”

Sin embargo, este no fue un comentario que salió de la nada, la mayoría de los marxistas rusos en ese momento también pensaron que la posición marxista era que era necesario un período de capitalismo para que el socialismo fuera posible en Rusia. Además, Marx también había polemizado en el apéndice de la primera edición alemana de El Capital contra Alexander Herzen, un defensor de la opinión de que “el pueblo ruso [estaba] naturalmente predispuesto al comunismo” (61). Su carta no enviada, sin embargo, critica a Mikhailovsky por “transformar [su] esbozo histórico del génesis del capitalismo en Europa occidental en una teoría histórico-filosófica del curso general fatalmente impuesto a todos los pueblos, cualesquiera que sean las circunstancias históricas en las que se encuentren” (64).

Es en este contexto que debe leerse la famosa carta de 1881 de la
revolucionaria rusa Vera Zasulich. En esta carta ella le hace la “pregunta de vida o muerte” de la cual su respuesta dependía el “destino personal de los socialistas revolucionarios [rusos]” (53). La pregunta se centró en si la obshchina rusa es “capaz de desarrollarse en una dirección socialista” (Ibíd.). Por un lado, una facción de los populistas argumentó que la obshchina era capaz de “organizar gradualmente su producción y distribución sobre una base colectivista” y que, por lo tanto, los socialistas “deben dedicar todas [sus] fuerzas a la liberación y el desarrollo de la comuna” (54). Por otro lado, Zasulich
menciona que quienes se consideraban “discípulos por excelencia” de Marx tenían la visión de que “la comuna está destinada a perecer”, que el capitalismo debe arraigarse en Rusia para que el socialismo sea una posibilidad (54).

Marx redactó cuatro borradores de respuestas a Zasulich, tres largas y la última breve que enviaría. En su respuesta, repitió el sentimiento que había expresado en su respuesta inédita al artículo de Mikhailovsky, que él había «restringido expresamente… la inevitabilidad histórica» del paso del feudalismo al capitalismo a «los países de Europa occidental» (65). Si el capitalismo echa raíces en Rusia, “no sería por alguna predestinación histórica” (66). Argumentó que era completamente posible para Rusia – a través de la obshchina – evitar el destino que la historia deparó a Europa Occidental. Si la obshchina, a través del
vínculo de Rusia con el mercado mundial, “se apropia[ra] de los resultados positivos del modo de producción [capitalista], está así en condiciones de desarrollar y transformar la forma todavía arcaica de su comuna rural, en lugar de ser destruida” (67).

En esencia, si las contradicciones internas y externas de la obshchina pudieran superarse mediante su incorporación de las fuerzas productivas avanzadas que ya se habían desarrollado en el capitalismo de Europa occidental, entonces la obshchina podría desarrollar un socialismo basado en su apropiación de las fuerzas productivas de una manera no antagónica a sus relaciones sociales comunistas. Por lo tanto, Marx, en el espíritu de Chernyshevsky, se pondría del lado de Zasulich sobre el potencial revolucionario de la obshchina y defendería
la posibilidad de que Rusia no solo se salte etapas, sino que incorpore los frutos productivos del capitalismo de Europa occidental mientras rechaza sus males. Este sentimiento se repite en el prefacio suyo y de Engels a la segunda edición rusa del Manifiesto del Partido Comunista, que sería publicado por separado en la revista populista rusa Voluntad del Pueblo.

El texto de Musto también proporciona una imagen excepcional de los 72 días en gran parte no examinados que Marx pasó en Argel, “el único tiempo de su vida que pasó fuera de Europa” (104). Este viaje se dio por recomendación de su médico, quien lo trasladaba constantemente en busca de climas más favorables a su estado de salud. Eleanor recordó que Marx se entusiasmó con la idea del viaje porque pensó que el clima favorable podría crear las condiciones para recuperar su salud y acabar con El Capital. Ella dijo que “si él hubiera sido más egoísta, simplemente habría dejado que las cosas siguieran su curso. Pero para él una cosa estaba por encima de todo: la devoción a la causa” (103).

El clima argelino no era el esperado y su condición no mejoraría hasta el punto de poder volver a su trabajo. No obstante, las cartas de su época en Argel aportan interesantes comentarios sobre las relaciones sociales que vio. Por ejemplo, en una carta a Engels menciona la altivez con la que el “colono europeo habita entre las ‘razas menores’, ya sea como colono o simplemente por negocios, generalmente se considera incluso más inviolable que el apuesto Guillermo I” (109). Tras haber visto “un grupo de árabes jugando a las cartas, ‘algunos vestidos con pretensiones, incluso ricamente’” y otros pobre, comentó en una carta a su hija Laura que “para un ‘verdadero musulmán’… tales accidentes, buena o mala suerte, no distingan a los hijos de Mahoma”, la atmósfera general entre los musulmanes era de “absoluta igualdad en sus relaciones sociales” (108-9).

Marx también comentó sobre las brutalidades de las autoridades francesas y sobre ciertas costumbres árabes, incluyendo en una carta a Laura una divertida historia sobre un filósofo y un pescador que “atraía mucho a su lado práctico” (110). Sus cartas desde Argel se suman a la plétora de otras evidencias contra la tesis, proveniente de la academia burguesa occidental pseudo-radical, de que Marx era un simpatizante del colonialismo europeo.

Poco después del regreso de su viaje, la salud de Marx continuó
deteriorándose. La combinación de su estado postrado en cama y la muerte de Jennychen hizo que sus últimas semanas fueran agonizantes. El carácter melancólico de esta época se captura en el último escrito que escribió Marx, una carta al Dr. Williamson que decía: “Encuentro algo de alivio en un terrible dolor de cabeza. El dolor físico es el único ‘aturdidor’ del dolor mental” (123). Un par de meses después de escribir esto, el 14 de marzo de 1883, Marx fallecería. Contando la angustia de la experiencia de encontrar muerto a su amigo y camarada de toda la vida, Engels escribió en una carta a Friedrich Sorge un dicho epicúreo que Marx repetía a menudo: «la muerte no es una desgracia para el que muere, sino para el que sobrevive» (124).

En resumen, sería imposible hacer justicia, en un espacio tan limitado, a un trabajo tan magnífico de erudición marxista. Sin embargo, espero haber podido aclarar algunas de las razones por las que Musto tiene razón al otorgar tanta importancia a este último período, a menudo pasado por alto, de la vida y obra de Marx.

Carlos L. Garrido es un estudiante cubanoamericano de posgrado e instructor de filosofía en la Universidad del Sur de Illinois, Carbondale. Sus enfoques de investigación incluyen el marxismo, Hegel y el socialismo estadounidense de principios del siglo XIX. Su trabajo académico ha aparecido en Critical Sociology, The Journal of American Socialist Studies, y Peace, Land, and Bread. Junto con varios editores de The Journal of American Socialist Studies, Carlos está trabajando actualmente en una antología en serie del socialismo estadounidense. Su trabajo popular teórico y político ha aparecido en Monthly Review Online, CovertAction Magazine, The International Magazine, El Instituto Marx-Engels del Peru, Countercurrents, Janata Weekly, Hampton Institute, Orinoco Tribune, Workers Today, Delinking, Electronicanarchy, Friends of Socialist China, Associazione Svizerra-Cuba, Arkansas Worker, Intervención y Coyuntura, Communions, China Environment News, Marxism-Leninism Today, y en Midwestern Marx, cual cofundo y donde se desempeña como miembro del consejo editorial. Como analista político con un enfoque en América Latina (especialmente Cuba) ha sido entrevistado por Russia Today y ha aparecido en docenas de entrevistas de radio en los EE. UU. y alrededor del mundo.

Nota* Este artículo se publicó primero en Ingles en Midwestern Marx,
Countercurrents, Orinoco Tribune, Arkansas Worker, y enMarxism-
Leninism Today: The Electronic Journal of Marxist Leninist Thought.

[1] Chernyshevsky fue el autor de What is to be Done (1863), título que VI Lenin retomaría en 1902.

 

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El último Marx (Talk)

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Marx definió al Estado como un poder de servidumbre social y una fuerza que impide la plena emancipación del individuo

La publicación en castellano del libro de Marcello Musto, Karl Marx, 1881-1883. El último viaje del Moro (México, Siglo XXI, 2020) y su traducción reciente al catalán (L’últim Marx. Una biografia política, Tigre de Paper, 2021) han reabierto el debate sobre el último período de la vida y la obra de Marx. La buena recepción de este libro en varios países –publicado en italiano en 2016, ya ha sido traducido en 15 idiomas– parece mostrar un renovado interés por nuevas lecturas de la obra del revolucionario alemán. Entrevistamos a Marcello Musto, autor de numerosos libros sobre la obra de Marx y catedrático de Sociología en la Universidad de York (Toronto).

¿A qué crees que se debe este retorno a la obra de Marx a comienzos del siglo XXI? ¿Y por qué concentrarnos ahora en el último período de su vida?

En los últimos años de su vida, Marx profundizó muchas cuestiones que, aunque a menudo subestimadas, o incluso ignoradas por los estudiosos de su obra, adquieren una importancia crucial para la agenda política de nuestro tiempo. Entre ellas está la ecología, la libertad individual en la esfera económica y política, la emancipación de género, la crítica al nacionalismo y las formas de propiedad colectiva no controladas por el Estado.

Además, Marx investigó a fondo las sociedades extra-europeas y se expresó sin ambages contra los estragos del colonialismo. Es un error sugerir lo contrario. Esto se ha hecho evidente gracias a los manuscritos inacabados de Marx, recién publicados por la edición histórico-crítica de sus obras completas – la Marx-Engels Gesamtusgabe (MEGA2)–, a pesar del escepticismo que todavía está de moda en ciertos sectores académicos. Así, treinta años después del fin de la Unión Soviética, es posible leer a un Marx muy distinto del teórico dogmático, economicista y eurocéntrico que ha sido criticado, durante tantos años, por quienes no habían leído su obra o lo habían hecho solo superficialmente.

Casi todas las biografías intelectuales de Marx publicadas hasta hoy han dado un peso excesivo al examen de sus escritos de juventud. Durante mucho tiempo, la dificultad de examinar los estudios de los últimos años de su vida ha obstaculizado el conocimiento de los importantes logros que él alcanzó. Todos los biógrafos de Marx han dedicado muy pocas páginas a su actividad después de la disolución de la Asociación Internacional de Trabajadores, en 1872, y han utilizado casi siempre el título genérico de “la última década” para resumir esta parte de su existencia, en lugar de profundizar en lo que realmente hizo durante ese período. Mi libro pretende contribuir a llenar este vacío.

 

Poniendo el foco en “el último Marx”, ¿qué aportan sus cuadernos sobre las sociedades precapitalistas y sus estudios etnológicos?

Entre 1881 y 1882, Marx hizo notables progresos teóricos en relación con la antropología, los modos de producción precapitalistas, las sociedades no occidentales, la revolución socialista y la concepción materialista de la historia. Él consideraba que el estudio de nuevos conflictos políticos y de nuevos temas y zonas geográficas era fundamental para su crítica del sistema capitalista. Esto le permitió abrirse a nuevas especificidades nacionales y considerar la posibilidad del desarrollo del movimiento comunista en formas diferentes de las que había pensado anteriormente.

Los denominados Cuadernos antropológicos de 1881 –que son una colección de resúmenes comentados del libro La sociedad antigua (1877) del antropólogo estadounidense Lewis Morgan y de otros textos de historia y de antropología– representan una de las investigaciones más significativas del período final de su vida. Este trabajo permitió a Marx adquirir información particularizada sobre las características sociales y las instituciones del pasado más remoto, que no estaban aún en su posesión cuando había publicado El capital, en 1867. Marx no se ocupó de la antropología por mera curiosidad intelectual, aunque sí con una intención exquisitamente teórico-política. Quería reconstruir, sobre la base de un correcto conocimiento histórico, la secuencia con la cual, en el curso del tiempo, se habían sucedido los diferentes modos de producción. Ésta le servía también para dar fundamentos históricos más sólidos a la posible transformación de tipo comunista de la sociedad.

Persiguiendo este objetivo, Marx se dedicó al estudio de la prehistoria, del desarrollo de los vínculos familiares, de la condición de las mujeres, del origen de las relaciones de propiedad, de las prácticas comunitarias existentes en las sociedades precapitalistas, de la formación y la naturaleza del poder estatal y del rol del individuo en la sociedad. Entre las consideraciones más sugerentes están sus notas sobre la acumulación de riqueza, donde se indicaba que “la propiedad privada de casas, tierras y rebaños está vinculada con la familia monógama”. Como se había argumentado ya en El Manifiesto del partido comunista (1848), esto representaba el punto de partida de la historia como “historia de la lucha de clases”.

También Marx prestó gran atención a las consideraciones de Morgan sobre la emancipación de las mujeres. El antropólogo americano había afirmado que las sociedades antiguas fueron más progresistas que las contemporáneas en cuanto al trato y al comportamiento hacia las mujeres. En la Antigua Grecia, el cambio de la descendencia por línea femenina a la masculina fue perjudicial para la posición y los derechos de la mujer y Morgan evaluó muy negativamente este modelo social. Para el autor de La sociedad antigua, los griegos seguían siendo “bárbaros, en el apogeo de su civilización, en el tratamiento del sexo femenino. La inferioridad les era inculcada como un principio, hasta el punto de que llegó a ser aceptada como un hecho por las mujeres mismas”. Pensando en contraste con los mitos del mundo clásico, en los Cuadernos antropológicos Marx agregó un agudo comentario: “La situación de las diosas del Olimpo muestra reminiscencias de una posición anterior de las mujeres. Más libre e influyente. La ansiosa de poder Juno, la diosa de la sabiduría que nace de la cabeza de Zeus”.

 

Quizás el único tema que se conoce del “último Marx” es el debate sobre la comuna rural rusa. ¿Es una muestra del pensamiento dialéctico, anti teleológico de Marx? ¿Cuáles fueron sus principales fuentes teóricas en este caso?

A partir de 1870, después de haber aprendido a leer en ruso, Marx se puso a estudiar muy seriamente los cambios socioeconómicos que acontecieron en Rusia. Así se produjo un encuentro fundamental con la obra de Nikolái Chernishevski –la principal figura del populismo (expresión que, en el siglo XIX, tenía sentido izquierdista y anticapitalista) de aquel país. Al estudiar la obra de Chernishevski, Marx descubrió ideas originales acerca de la posibilidad de que, en algunas partes del mundo, el desarrollo económico saltara el modelo productivo capitalista y las terribles consecuencias sociales que había tenido para la clase trabajadora de Europa occidental. Chernishevski había escrito que un fenómeno social cualquiera no tiene que atravesar necesariamente todos los momentos lógicos en la vida real de todas las sociedades. Por lo tanto, las características positivas de la comuna rural (obschina) debían ser preservadas, pero solo podrían asegurar el bienestar de las masas campesinas si se insertaban en un contexto productivo diferente. La obschina solo podría contribuir a una etapa incipiente de la emancipación social si se transformaba en el embrión de una organización social nueva y radicalmente distinta. Sin los descubrimientos científicos y las adquisiciones tecnológicas asociadas al ascenso del capitalismo, la obschina nunca se transformaría en un experimento de cooperativismo agrícola verdaderamente moderno. Sobre esta base, los populistas plantearon dos objetivos para su programa: impedir el avance del capitalismo en Rusia y utilizar el potencial emancipatorio de las comunas rurales preexistentes.

Aunque esto es desconocido por la mayoría de los estudiosos de Marx, la obra de Chernishevski fue muy útil para el autor de El capital. Cuando, en 1881, Vera Zasulich le preguntó si la obschina estaba destinada a desaparecer o había podido ser transformada en una forma de producción socialista, Marx tenía una visión muy crítica sobre los procesos de transición de las formas comunales del pasado hacia el capitalismo. Por ejemplo, al referirse a India, él afirmó que lo único que los británicos lograron fue “arruinar la agricultura nativa y duplicar la cantidad de hambrunas y su gravedad” y Marx no consideraba al capitalismo como una etapa obligatoria para Rusia. Él no pensaba que la obschina estaba predestinada a seguir el mismo destino que otras formas similares de Europa occidental en siglos anteriores, donde la transición de una sociedad fundada en la propiedad comunal a una sociedad fundada en la propiedad privada había sido más o menos uniforme. Al mismo tiempo, Marx no había alterado su juicio crítico de las comunas rurales rusas y, en su análisis, la importancia del desarrollo individual y de la producción social, al fin de construir una sociedad socialista, permaneció intacta. Para Marx las comunas rurales arcaicas no eran un foco de emancipación más avanzado para el individuo que las relaciones sociales que existían dentro del capitalismo.

 

Este debate se ha interpretado de variadas formas. Por ejemplo, desde una lectura “tercermundista” se ha propuesto un Marx que en sus últimos años rompe consigo mismo y cambia de sujeto revolucionario. ¿Cuál es su opinión sobre estas lecturas?

En los borradores de la carta a Vera Zasulich no existen indicios de un quiebre dramático de Marx con sus posturas anteriores, como han creído detectar algunos estudiosos como Haruki Wada y Enrique Dussel. Tampoco se puede compartir la mirada de los autores que han sugerido una lectura “tercermundista” del Marx tardío, según la cual los sujetos revolucionarios ya no son los obreros fabriles sino las masas del campo y la periferia.

En concordancia con sus principios teóricos, Marx no sugirió que Rusia u otros países donde el capitalismo todavía estaba infradesarrollado tuviesen que transformarse en el foco primordial de un estallido revolucionario. Ni tampoco pensaba que las naciones con un capitalismo más atrasado estuviesen más cerca del objetivo del socialismo que aquellos caracterizados por un desarrollo productivo más avanzado. En su opinión, no se debían confundir las rebeliones o luchas por la resistencia esporádicas con el establecimiento de un nuevo orden socioeconómico basado en el socialismo. La posibilidad que él había considerado en un momento muy particular de la historia de Rusia, cuando se dieron condiciones favorables para una transformación progresiva de las comunas agrarias, no podía elevarse al estatus de modelo general. Ni en la Argelia dominada por los franceses, ni en la India británica, por ejemplo, se observaban las condiciones especiales que Chernishevski había identificado, y la Rusia de principios de la década de 1880 no podía compararse con lo que pudiese llegar a ocurrir allí en tiempos de Lenin. El nuevo elemento en el pensamiento de Marx consistió en una apertura teórica, cada vez mayor, que le permitió contemplar otros caminos posibles al socialismo que anteriormente no había considerado seriamente o que había considerado inalcanzables.

Las consideraciones de Marx sobre el futuro de la obschina se encuentran en las antípodas de la equiparación del socialismo con las fuerzas productivas, una concepción marcada por tintes nacionalistas y simpatías colonialistas que se hizo presente en la Segunda Internacional y los partidos socialdemócratas. También difieren en gran medida del supuesto “método científico” de análisis social preponderante en el marxismo-leninismo del siglo XX.

La ausencia de cualquier tipo de rígido esquematismo y la capacidad de desarrollar una teoría revolucionaria dúctil –y nunca separada de su contexto histórico– es útil no sólo para una mejor comprensión del pensamiento de Marx, sino también para recalibrar la brújula de la acción política de las fuerzas de la izquierda transformadora contemporánea.

 

Al final de su vida, ya bastante enfermo, Marx hizo un viaje a Argelia, poco conocido en su biografía. ¿Qué aporta la mirada de Marx desde allí?

En un intento extremo por curar su enfermedad pulmonar, en busca de un clima templado, Marx llegó a África en febrero de 1882. Se estableció por 72 días en Argel y este fue el único período de su vida que pasó fuera de Europa.Lamentablemente, casi ningún biógrafo de Marx ha prestado particular atención a este viaje.

Las terribles condiciones de salud impidieron a Marx comprender a fondo la realidad argelina. Ni siquiera, como deseaba, le fue posible estudiar las características de la propiedad común entre los árabes. Él ya se había interesado por este tema en el curso de sus estudios sobre la propiedad agraria y las sociedades precapitalistas, que había iniciado en 1879. Entonces escribió que la individualización de la propiedad de la tierra, realizada a lo largo del dominio francés, había procurado no sólo un enorme beneficio económico a los invasores, sino también había favorecido el objetivo político de destruir las bases de la sociedad argelina.

Marx estaba muy afligido por haber tenido que abandonar, de manera forzosa, cualquier tipo de actividad intelectual laboriosa. Sin embargo, a pesar de sus dolencias, entre las observaciones más interesantes que logró resumir en las cartas redactadas en Argel destacan aquellas contra el colonialismo europeo. Él atacó furibundamente los violentos atropellos y las repetidas provocaciones de los franceses frente a cada acto de rebelión de la población local, subrayando que, en relación con los daños producidos por las grandes potencias en la historia de las ocupaciones coloniales, los británicos y los holandeses habían sido aún peores.

 

Para terminar: en los últimos años, Marx sigue abocado a la polémica con aquellos que piensan que es posible democratizar el Estado capitalista. ¿Qué piensas?

Al final de su vida, Marx volvió a estudiar el origen y las funciones del Estado. A través de los estudios del antropólogo Morgan y criticando al historiador británico Henry Maine, Marx se dedicó al análisis del papel desarrollado por el Estado en la fase de transición “de la barbarie a la civilización” y a las relaciones entre individuo y Estado. Las últimas anotaciones de Marx a propósito fueron en continuidad con sus elaboraciones más significativas del pasado. En De la crítica de la filosofía hegeliana del derecho público, de 1843, Marx había escrito que los franceses estaban en lo correcto al afirmar que “el Estado político tiene que desaparecer en la verdadera democracia” y en La guerra civil en Francia, publicada en 1871, él había representado el poder estatal como la “fuerza pública organizada para la esclavización social” o como la “máquina del despotismo de clase”.

De manera similar, en los Cuadernos antropológicos de 1881, Marx definió al Estado como un poder de servidumbre social y una fuerza que impide la plena emancipación del individuo. Además, en estos estudios muy poco conocidos, él insistió sobre el carácter parasitario y transitorio del Estado: “la existencia, supuestamente suprema e independiente, del Estado no es más que una apariencia. El Estado, en todas sus formas, es una excrecencia de la sociedad. Incluso su apariencia no se presenta hasta que la sociedad ha alcanzado un cierto grado de desarrollo y desaparecerá de nuevo en cuanto la sociedad llegue a un nivel hasta ahora inalcanzado”.

Estas reflexiones parecen muy alejadas de nuestro tiempo y de la necesidad de la intervención del Estado para mitigar el dominio indiscutible del mercado. Sin embargo, nunca hay que olvidar que la sociedad socialista teorizada por Marx no tiene nada que ver con el estatismo de los llamados “socialismos reales” del siglo XX y que Marx siempre dirigió una crítica aspérrima contra la izquierda que quisiera gobernar contentándose con hacer meros paliativos a las directrices económicas y sociales del liberalismo. También por esta razón, Marx sigue siendo indispensable para todos los que luchan por reconstruir una alternativa emancipadora y su crítica política del comunismo de Estado y de los socialismos compatibles con el liberalismo no es menos importante que su crítica económica del modo de producción capitalista.

 

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La teoría de la alienación de Marx

La alienación fue uno de los temas más importantes y debatidos del siglo veinte y la teoría del fenómeno propuesta por Karl Marx jugó un rol fundamental en la creación del concepto. Sin embargo, contra lo que uno podría imaginar, la teoría de la alienación en sí misma no se desarrolló de manera lineal, y la publicación de textos inéditos en los que Marx analizó el concepto, definió un momento significativo en la transformación de su teoría y en su diseminación a escala global.

En los Manuscritos económico y filosóficos de 1844, con la categoría de «trabajo enajenado», Marx no solo extendió el alcance del problema de la alienación de la esfera filosófica, religiosa y política a la esfera económica de la producción material, sino que también convirtió a la última una condición indispensable de la comprensión y superación de la primera. Con todo, esta primera elaboración, escrita a los 26 años, no fue más que el bosquejo inicial de su teoría. Aunque muchas de las teorías marxistas de la alienación posteriores se fundaron erróneamente en las observaciones incompletas de los Manuscritos económico y filosóficos de 1844 —que sobrestiman el concepto de «autoalienación» (Selbst-Entfremdung)—, no debemos olvidar que las más de dos décadas de investigación que Marx emprendió antes de publicar El capital conllevaron una evolución considerable de sus conceptos.

En los escritos económicos de las décadas de 1850 y 1860, Marx profundizó su pensamiento sobre la alienación. Las ideas que Marx presenta en esos textos destacan por combinar la crítica de la alienación en la sociedad burguesa con la descripción de una alternativa posible al capitalismo.

La larga marcha del concepto de alienación
En La fenomenología del espíritu (1807), Georg W. F. Hegel propuso la primera elaboración sistemática del problema de la alienación. Con el fin de describir el proceso mediante el cual el Espíritu deviene otro en la esfera de la objetividad, adoptó los términos Entausserung («extrañamiento»), Entfremdung («alienación») y Vergegenständlichung (literalmente: «convertir-en-un-objeto», traducido usualmente como «objetivación»). El concepto de alienación ocupó un rol destacado en los escritos de la izquierda hegeliana. Una importante contribución en este sentido es la teoría de la alienación religiosa propuesta por Ludwig Feuerbach en La esencia del cristianismo (1841), es decir, la idea de que la religión surge de la proyección de la propia esencia del hombre en una deidad imaginaria. Pero después desapareció de la reflexión filosófica y ninguno de los pensadores importantes de la segunda mitad del siglo XIX se detuvieron en el problema. En sus obras publicadas en vida, Marx rara vez utiliza el término, y la discusión sobre la alienación estuvo completamente ausente del marxismo de la Segunda Internacional (1889-1914).

No obstante, cabe destacar que durante el período muchos intelectuales desarrollaron otros conceptos, posteriormente asociados al de alienación. En La división del trabajo social (1893) y en El suicidio (1897), Émile Durkheim introdujo el término «anomia» para designar un conjunto de fenómenos que se producen cuando las normas que garantizan la cohesión social entran en crisis tras una ampliación considerable de la división del trabajo. Las tendencias sociales concomitantes a las grandes transformaciones del proceso de producción también fueron el eje del pensamiento de los sociólogos alemanes. En La filosofía del dinero (1900), Georg Simmel estudió la dominación que ejercen las instituciones sociales sobre los individuos y la impersonalidad creciente de las relaciones humanas. Por su parte, Max Weber, en Economía y sociedad (1922), abordó los fenómenos de la «burocratización» a nivel social y del «cálculo racional» a nivel de las relaciones humanas, a los que definió como la esencia del capitalismo. Pero estos autores pensaban que estaban describiendo tendencias imparables de las relaciones humanas y sus reflexiones estuvieron guiadas por el deseo de mejorar el orden político y social existente (no el de reemplazarlo por uno distinto).

Debemos el redescubrimiento de la alienación a Georg Lukács, quien en Historia y conciencia de clase (1923) introdujo el término «reificación» (Versachlichung) para describir el fenómeno del trabajo que se opone a los seres humanos como algo independiente y objetivo, y los domina mediante leyes externas y autónomas. En 1932, la aparición de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, obra de juventud de Marx inédita hasta entonces, fue un acontecimiento decisivo. En el marco de esa obra, el concepto de alienación remite al fenómeno por el cual el producto del trabajo se opone al trabajo como algo ajeno, como un poder independiente del productor. Marx definió cuatro formas de alienación del trabajador en la sociedad burguesa: (1) por el producto de su trabajo, que se convierte en un objeto extraño que ejerce un poder sobre él; (2) en su actividad laboral, a la que percibe como dirigida contra sí mismo y como si no le perteneciera; (3) por la «esencia genérica» del hombre que se transforma en un ser ajeno; y (4) por otros seres humanos y en relación con su trabajo y con el objeto de su trabajo. A diferencia de Hegel, Marx sostiene que la alienación no coincide con la objetivación en sí misma, sino con un fenómeno particular que se produce en una forma precisa de economía: es decir, el trabajo asalariado y la transformación de los productos del trabajo en objetos autónomos de los productores. Mientras que Hegel presentaba la alienación como una manifestación ontológica del trabajo, Marx estaba convencido de que era el rasgo de una época de producción específica: el capitalismo.

Por el contrario, a comienzos del siglo veinte, casi todos los autores que abordaron el problema consideraban que la alienación era un aspecto universal de la vida. En Ser y tiempo (1927), Martin Heidegger trató la alienación en términos puramente filosóficos. En esa especie de fenomenología de la alienación, acuñó la categoría «caída» [Verfallen] para referirse a la tendencia de la existencia humana a perderse a sí misma en la inautenticidad del mundo circundante. Heidegger no consideraba esta caída como una propiedad negativa y deplorable de la que, «tal vez, etapas más avanzadas de la cultura humana sean capaces de de despojarse», sino más bien como un «modo existencial de ser-en-el-mundo», es decir, como una realidad que forma parte de la dimensión fundamental de la historia.

Después de la Segunda Guerra Mundial, bajo influencia del existencialismo francés, la alienación se convirtió en un tema recurrente tanto en la filosofía como en la literatura. Pero fue identificada con un malestar difuso del hombre en la sociedad y una división entre la individualidad humana y el mundo de la experiencia: una insuperable condition humaine. Los filósofos existencialistas no propusieron un origen social de la alienación, sino que la concibieron como algo vinculado inevitablemente a la «facticidad» —perspectiva reforzada, sin duda, por el fracaso de la experiencia soviética— y a la otredad humana. Marx intentó desarrollar una crítica de la dominación buscando asidero en su oposición a las relaciones de producción capitalistas. Los existencialistas siguieron el camino inverso: intentaron absorber las partes de la obra de Marx que consideraban útiles para sus propios enfoques, en el marco de un debate meramente filosófico, vaciado de toda crítica histórica específica.

Otro caso fue Herbert Marcuse, quien también identificó la alienación con la objetivación en vez de con su manifestación en el marco de las relaciones de producción capitalistas. En Eros y civilización (1955) se distanció de Marx y argumentó que la emancipación solo podría ser alcanzada mediante la abolición —no la liberación— del trabajo y la afirmación de la libido y del juego en las relaciones sociales. Marcuse terminó oponiéndose a la dominación tecnológica en general, de modo que su crítica de la alienación dejó de apuntar contra las relaciones de producción capitalistas, y sus reflexiones sobre el cambio social se volvieron tan pesimistas que muchas veces llegó a incluir a la clase obrera entre los sujetos que operaban en defensa del sistema.

La fascinación irresistible de la teoría de la alienación
Una década más tarde, el término entró en la sociología estadounidense. La sociología dominante trató el problema como si hiciera referencia al ser humano individual, no a las relaciones sociales, y centró la búsqueda de soluciones en la capacidad de los individuos para adaptarse al orden existente, no en las prácticas colectivas que buscan transformar la sociedad. Este desplazamiento terminó degradando el análisis de los factores socio-históricos. Mientras que, en la tradición marxista, el concepto de alienación había contribuido a algunas de las críticas más agudas del modo de producción capitalista, su institucionalización en la esfera de la sociología lo redujo a un fenómeno de inadaptación individual a las normas colectivas. Estas interpretaciones contribuyeron al empobrecimiento teórico del discurso sobre la alienación que, alejándose de aquel fenómeno complejo vinculado a la actividad laboral humana, incluso llegó a convertirse en un fenómeno positivo, en un medio de expresar la creatividad. Por lo tanto, terminó diluyéndose al punto de volverse virtualmente insignificante.

Durante el mismo período, el concepto de alienación también se abrió paso en el psicoanálisis, donde Erich Fromm lo utilizó para construir un puente con el marxismo. Sin embargo, el filósofo alemán terminó colocando todo el énfasis en la subjetividad, y su noción de alienación, sintetizada en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea (1955) como un modo de experiencia en que el individuo se percibe como extraño, terminó de definir su vocación individual. Fromm se basó exclusivamente en la concepción expuesta por Marx en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, y mostró no comprender la especificidad y la centralidad del trabajo enajenado en el pensamiento de Marx. Esta laguna impidió que otorgara su debido peso a la alienación objetiva (es decir, la que afecta al trabajador en el proceso de producción y define su relación con el producto del trabajo).

En los años 1960 las teorías de la alienación se pusieron de moda y el concepto parecía expresar a la perfección el espíritu de la época. En La sociedad del espectáculo (1967), Guy Debord vinculó la teoría de la alienación con la crítica de la producción inmaterial. Argumentó que con la «segunda revolución industrial», el consumo alienado se había convertido, en igual medida que la producción alienada, en un deber de las masas. En La sociedad de consumo (1970), Jean Baudrillard se distanció del enfoque marxista, es decir, la centralidad de la producción, y también identificó al consumo como el factor fundamental de la sociedad moderna. Entonces, la época del consumo, en la que la publicidad y las encuestas crean necesidades espurias y consensos de masas, se convirtió en la «época de la alienación radical». Sin embargo, la popularidad del término y su aplicación indiscriminada crearon una profunda ambigüedad conceptual. En pocos años, la alienación se convirtió en una fórmula vacía que atravesaba todo el espectro de la infelicidad humana y su amplitud generó la creencia de que remitía a una situación inmodificable. Se escribieron y publicaron cientos de libros y artículos en todo el mundo. Fue la época de la alienación tout court. Autores de distinta formación política y académica propusieron distintas causas para explicar el fenómeno: mercantilización, superespecialización, anomia, burocratización, conformismo, consumismo, pérdida de sentido generada por las nuevas tecnologías, incluso aislamiento personal, apatía, marginación étnica o social y contaminación ambiental. El debate alcanzó un límite paradójico en el contexto académico estadounidense, donde el concepto de alienación sufrió una verdadera distorsión y terminó siendo utilizado por los defensores de aquellas clases contra las cuales había sido elaborado en primera instancia.

La alienación según Karl Marx
La difusión de los Grundrisse, manuscrito redactado entre 1857 y 1858 que ganó popularidad a comienzos de los años 1970, evidenció el concepto de alienación con el que trabajaba Marx en sus escritos de madurez. Su estudio retomaba las observaciones de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, pero las enriquecía con una comprensión mucho más amplia de las categorías económicas y un análisis social más riguroso. En los Grundrisse, Marx utilizó más de una vez el término «alienación» y argumentó que, en el capitalismo: «El intercambio general de las actividades y de los productos, que se ha convertido en condición de vida para cada individuo particular y es su condición recíproca [con los otros], se presenta ante ellos mismos como algo ajeno, independiente, como una cosa. En el valor de cambio el vínculo social entre las personas se transforma en relación social entre cosas; la capacidad personal, en una capacidad de las cosas» [Grundrisse, Ed. S. XXI, tomo 1, pp. 84-85).

Los Grundrisse no eran el único texto incompleto de madurez donde Marx abordó la alienación. Cinco años después, el borrador de la parte VI del libro primero de El capital (1863-1864) estableció un vínculo más estrecho entre los análisis económicos y políticos y el concepto de alienación. Marx argumentó entonces que «la dominación del capitalista sobre el trabajador es la dominación de las cosas sobre los seres humanos, del trabajo muerto sobre el trabajo vivo y del producto sobre el productor. En la sociedad capitalista, la transposición de la productividad social del trabajo en los atributos materiales del capital promueve una verdadera personificación de las cosas y una reificación de las personas, y crea la apariencia de que las condiciones materiales del trabajo no están sometidas al trabajador, sino que es él quien está sometido a ellas».

El progreso que representa esta concepción frente a los escritos tempranos es evidente también en la famosa sección de El capital (1867) titulada «El fetichismo de la mercancía». Según Marx, en la sociedad capitalista, las relaciones entre las personas no se presentan como relaciones sociales, sino como «relaciones entre cosas». Este fenómeno es lo que denominó «el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil». En cualquier caso, el fetichismo de la mercancía no reemplazó a la alienación de los escritos de juventud. Marx siguió sosteniendo que en la sociedad burguesa, las cualidades y las relaciones humanas se convierten en cualidades y relaciones entre cosas. Esta teoría —que anticipa lo que Lukács llamaría reificación— ilustra el fenómeno desde el punto de vista de las relaciones sociales, mientras que el concepto de fetichismo aborda la misma cuestión desde el punto de vista de las mercancías.

La difusión de todos estos escritos de Marx abrió el camino a una concepción de la alienación distinta de todas las que se volvieron hegemónicas en la sociología y en la psicología. Es una concepción dirigida a la superación de la alienación en la práctica: a la acción política de los movimientos sociales, partidos y sindicatos que se movilizan para transformar las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera. La publicación de esos textos, que —después de la edición de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 en 1930— podríamos denominar la «segunda generación» de escritos de Marx sobre la alienación, no solo brindó una base teórica coherente a los nuevos estudios del fenómeno, sino también una plataforma ideológica anticapitalista al servicio del extraordinario movimiento social y político que surcó el mundo en aquella época. La alienación abandonó los libros de los filósofos y las salas de conferencias de las universidades, tomó las calles y los lugares de trabajo y se convirtió en una crítica general de la sociedad burguesa.

Durante las últimas décadas, el mundo del trabajo sufrió una derrota histórica y la izquierda todavía enfrenta una profunda crisis. Con el neoliberalismo volvimos a un sistema de explotación que en muchos aspectos es similar al del siglo XIX. Por supuesto, Marx no tiene una respuesta para todos nuestros problemas, pero supo plantear las preguntas esenciales. En una sociedad dominada por el mercado y la competencia entre individuos, el redescubrimiento del concepto de alienación de Marx brinda una herramienta crítica indispensable, tanto para entender el pasado como para criticar el capitalismo contemporáneo.

 

Traducción de Valentín Huarte