150 años de la Internacional de los Trabajadores

El 28 de septiembre de 1864, la sala del St. Martin’s Hall, un edificio situado en el corazón de Londres, se encontraba a rebosar.

Habían concurrido hasta abarrotarla cerca de dos mil trabajadoras y trabajadores para escuchar un mitin de algunos sindicalistas ingleses y colegas parisinos. Gracias a esta iniciativa nacía el punto de referencia del conjunto de las principales organizaciones del movimiento obrero: la Asociación Internacional de Trabajadores.

En pocos años, la Internacional levantó pasiones por toda Europa. Gracias a ella, el movimiento obrero pudo comprender más claramente los mecanismos de funcionamiento del modo de producción capitalista, adquirió mayor conciencia de su propia fuerza e inventó nuevas formas de lucha. A la inversa, en las clases dominantes causó horror la noticia de la formación de la Internacional. La idea de que los obreros reclamasen mayores derechos y un papel activo en la historia suscitó repulsión en las clases acomodadas y fueron numerosos los gobiernos que la persiguieron con todos los medios a su alcance.

Las organizaciones que fundaron la Internacional eran muy diferentes entre sí. Su centro motor inicial fueron las Trade Unions inglesas, que la consideraron como el instrumento más idóneo para luchar contra la importación de mano de obra de fuera durante las huelgas. Otra rama significativa de la asociación fue la de los mutualistas, la componente moderada fiel a la teoría de Proudhon, predominante en aquel entonces en Francia; mientras que el tercer grupo, por orden de importancia, fueron los comunistas, reunidos en torno a la figura de Marx. Formaron parte inicialmente también de la Internacional grupos de trabajadores que reivindicaban teorías utópicas, núcleos de exiliados inspirados por concepciones vagamente democráticas y defensores de ideas interclasistas, como algunos seguidores de Mazzini. El empeño de lograr que convivieran todas estas almas en la misma organización fue indiscutiblemente obra de Marx. Sus dotes políticas le permitieron conciliar lo que no parecía conciliable y le aseguraron un futuro a la Internacional. Fue Marx quien le otorgó a la Asociación la clara finalidad de realizar un programa político no excluyente, si bien firmemente de clase, como garantía de un movimiento que aspiraba a ser de masas y no sectario. Fue siempre Marx, alma política del Consejo General de Londres, quien redactó casi todas las resoluciones principales de la Internacional. Sin embargo, a diferencia de lo propagado por la liturgia soviética, la Internacional fue mucho más que solo Marx.

Desde finales de 1866, se intensificaron las huelgas en muchos países europeos y fueron el corazón vibrante de una significativa época de lucha. La primera gran batalla ganada gracias al apoyo de la Internacional fue la de los broncistas de París en el invierno de 1867. En este periodo tuvieron también un desenlace victorioso las huelgas de los trabajadores fabriles de Marchienne, las de los obreros de la cuenca minera de Provenza, de los mineros del carbón de Charleroi y de los albañiles de Ginebra. En cada uno de estos acontecimientos, se repite de modo idéntico la pauta: se recauda dinero en apoyo de los huelguistas, gracias a los llamamientos redactados y traducidos por el Consejo General y luego enviados a los trabajadores de otros países, y al entendimiento a fin de que estos últimos no lleven a cambio acciones de rompehuelgas. Todo lo cual obligó a los patronos a buscar un compromiso y aceptar muchas de las peticiones de los obreros. Se inició una época de progreso social, durante la cual el movimiento de trabajadores consiguió mayores derechos para aquellos que aun no gozaban de ellos, sin substraérselos, como prescribían en cambio las recetas liberales de la derecha, a todos aquellos para los que ya se habían conquistado con esfuerzo. Tras el éxito de estas luchas, fueron centenares de afiliados los que se adhirieron a la Internacional en todas las ciudades en las que se habían registrado huelgas.

No obstante las complicaciones derivadas de la heterogeneidad de lenguas, culturas políticas y países implicados, la Internacional logró reunir y coordinar más organizaciones y numerosas luchas nacidas espontáneamente. Su mayor mérito fue el de haber sabido indicar la absoluta necesidad de la solidaridad de clase y de la cooperación transnacional. Objetivos y estrategias del movimiento obrero han cambiado irreversiblemente y se han vuelto de enorme actualidad también hoy, 150 años después.

La proliferación de huelgas cambió también los equilibrios en el interior de la organización. Se contuvo a los componentes moderados y el Congreso de Bruselas de 1868 votó la resolución sobre la socialización de los medios de producción. Dicha acción representó un paso decisivo en el recorrido de definición de las bases económicas del socialismo y, por vez primera, uno de los baluartes reivindicativos del movimiento obrero quedó integrado en el programa político de una gran organización. Sin embargo, tras haber derrotado a los partidarios de Proudhon, Marx hubo de enfrentarse a un nuevo rival interno, el ruso Bakunin, que se sumó a la Internacional en 1869.

El periodo comprendido entre el final de los años 60 y el inicio de los años 70 fue rico en conflictos sociales. Muchos de los trabajadores que tomaron parte en las protestas surgidas en este arco temporal recabaron el apoyo de la Internacional, cuya fama se iba difundiendo cada vez más. De Bélgica a Alemania y de Suiza a España, la Asociación aumentó su número de militantes y desarrolló una eficiente estructura organizativa en casi todo el continente. Llegó además también más allá del océano, gracias a la iniciativa de los inmigrantes reunidos en los Estados Unidos de Norteamérica.

El momento más significativo de la historia de la Internacional coincidió con la Comuna de París. En marzo de 1871, tras la terminación de la guerra franco-prusiana, los obreros expulsaron al gobierno Thiers y tomaron el poder. Esto constituyó el acontecimiento político más importante de la historia del movimiento obrero del siglo XIX. Desde ese momento, la Internacional estuvo en el ojo de huracán y adquirió gran notoriedad. En boca de la clase burguesa, el nombre de la organización devino sinónimo de amenaza al orden constituido, mientras que en que la de los obreros asumió el de esperanza en un mundo sin explotación ni injusticias. La Comuna de París le dio vitalidad al movimiento obrero y le movió a asumir posiciones más radicales. Una vez más, Francia había mostrado que la revolución era posible, que el objetivo podía y debía ser la construcción de una sociedad radicalmente diferente de la capitalista, pero también que para alcanzarlo, los trabajadores tendrían que crear formas de asociación política estables y bien organizadas.

Por esta razón, durante la Conferencia de Londres de 1871 propuso Marx una resolución sobre la necesidad de que la clase obrera se dedicara a la batalla política y construyera, allí donde fuera posible, un nuevo instrumento de lucha considerado indispensable para la revolución: el partido (entonces utilizado sólo por los obreros de la Confederación Germánica). Muchos, sin embargo, se opusieron a esta decisión. Más allá del grupo de Bakunin, contrario a cualquier política que no fuera la de la destrucción inmediata del Estado, varias federaciones se unieron en su impaciencia y rebeldía respecto a la propuesta del Consejo General, al estimar que la elección de Londres era una injerencia en la autonomía de las federaciones locales. El adversario principal del giro iniciado por Marx fue una atmósfera todavía remisa a aceptar el salto cualitativo propuesto. Se desarrolló así un enfrentamiento que hizo de la dirección de la organización, mientras se extendía en Italia y se ramificaba también en Holanda, Dinamarca, Portugal e Irlanda, algo aún más problemático.

En 1872 la Internacional era muy diferente de lo que había sido en el momento de su fundación. Los componentes democrático-radicales habían abandonado la Asociación, tras haber sido arrinconados. Los mutualistas habían sido derrotados y sus fuerzas, drásticamente reducidas. Los reformistas ya no constituían la parte predominante de la organización (salvo en Inglaterra) y el anticapitalismo se había convertido en línea política de toda la Internacional, también de las nuevas tendencias – como la anarquista, dirigida por Mijail Bakunin, y la blanquista – que se habían sumado en el curso de los años. El escenario, por otro lado, había cambiado también radicalmente fuera de la Asociación. La unificación de Alemania, acontecida en 1871, sancionó el inicio de una nueva era en la que el Estado nacional se afirmó definitivamente como forma de identidad política, jurídica y territorial. El nuevo contexto hacía poco plausible la continuidad de un organismo supranacional en el cual las organizaciones de varios países, si bien dotadas de independencia, debían ceder una parte considerable de la dirección política.

La configuración inicial de la Internacional quedaba superada y su misión originaria había concluido. No se trataba ya de preparar y coordinar iniciativas de solidaridad a escala europea, en apoyo de huelgas, ni de convocar congresos para discutir acerca de la utilidad de la lucha sindical o de la necesidad de socializar la tierra y los medios de producción. Estos temas se habían convertido en patrimonio colectivo de todos los componentes de la organización. Tras la Comuna de París, el verdadero desafío del movimiento obrero era la revolución, o sea, cómo organizarse para poner fin al modo de producción capitalista y derrocar las instituciones del mundo burgués.

En décadas sucesivas, el movimiento obrero adoptó un programa socialista, se extendió primero por toda Europa y luego por todos los rincones del mundo, y construyó nuevas formas de coordinación supranacionales que reivindicaban el nombre y la enseñanza de la Internacional. Ésta imprimió en la conciencia de los proletarios la convicción que la liberación del trabajo del yugo del capital no podía conseguirse dentro de las fronteras de un solo país sino que era, por el contrario, una cuestión global. E igualmente, gracias a la Internacional, los obreros comprendieron que su emancipación sólo podían conquistarla ellos mismos, mediante su capacidad de organizarse, y que no iba a delegarse en otros. En suma, la Internacional difundió entre los trabajadores la conciencia de que su esclavitud sólo terminaría con la superación del modo de producción capitalista y del trabajo asalariado, puesto que las mejoras en el interior del sistema vigente, las cuales, no obstante, se intentaban conseguir, no transformarían su condición estructural.

En una época en la que el mundo del trabajo se ve constreñido, también en Europa, a sufrir condiciones de explotación y formas de legislación semejantes a las del XIX y en la que viejos y nuevos conservadores tratan, una vez más, de separar al que trabaja del desempleado, precario o migrante, la herencia política de la organización fundada en Londres recobra una extraordinaria relevancia. En todos los casos en los que se comete una injusticia social relativa al trabajo, cada vez que se pisotea un derecho, germina la semilla de la nueva Internacional.

(Traducción para www.sinpermiso.es: Lucas Antón)