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José Juan De Ávila, Milenio

Karl Marx leía también por placer, y muchísimo. La biblioteca en su casa de Maitland Road Park 41, en la periferia de Londres, albergaba alrededor de dos mil libros, modesta si se compara con las obras en diversos idiomas que el autor de El capital (1867-1883) debió de leer a lo largo de su vida, de la que pasó 34 años exiliado en la capital inglesa, donde leyó literatura al por mayor en el Museo Británico.

El napolitano Marcello Musto, profesor de Sociología en la Universidad de York, en Toronto, da cuenta de entrada del enorme placer con que Marx leía clásicos de la literatura, en Karl Marx 1881-1883. El último viaje del moro (Siglo XXI Editores, 2021), la reciente traducción de su obra sobre el filósofo, sociólogo, economista y periodista nacido el 5 de mayo de 1818 en la ciudad prusiana de Tréveris.
El volumen de 180 páginas, una decena de ellas de bibliografía, está concebido por Musto como una breve biografía intelectual de los últimos tres años de Marx, que busca revertir la leyenda de que el autor de La miseria de la filosofía “habría agotado su propia curiosidad intelectual y cesado de trabajar”.

Marcello Musto (Nápoles, 1976) demuestra con su investigación cómo Karl Marx continuó y extendió sus investigaciones hacia nuevas disciplinas, como la antropología y las matemáticas (que le relajaban), y a estudios profundos de la propiedad común en la sociedad precapitalista, de las transformaciones en Rusia después de la abolición de la esclavitud, además de que apoyó la lucha por la liberación de Irlanda del yugo inglés y mostró su oposición al colonialismo europeo en India, Egipto y Argelia. Incluso destaca su postura en contra de la desigualdad de género y contra la discriminación racista.
El investigador considera que la biblioteca de Marx “no era tan imponente como la de los intelectuales burgueses de su misma altura, ciertamente más ricos que él”, y cita testimonios y anécdotas de gente como el socialista cubano-francés Paul Lafargue, su yerno, o el de un corresponsal del Chicago Tribune que en diciembre de 1878 visitó el estudio e identificó en las estanterías, no sin apuntar que se puede juzgar a alguien por lo que lee, a Shakespeare, Dickens Thackeray, Molière, Racine, Montaigne, Bacon, Goethe, Voltaire, Paine…, además de obras políticas y filosóficas en ruso, español, italiano.
Lafargue detalla las lecturas por placer de su suegro, en un párrafo citado en L’ultimo Marx, 1881-1883: Saggio di biografia intellettuale —título original del libro editado en 2016—, que vale la pena reproducir:
“(Marx) Conocía de memoria a Heine y Goethe, a los que citaba a menudo en sus conversaciones. Leía continuamente poetas escogidos entre todas las literaturas europeas. Cada año leía a Esquilo en su texto original griego. A éste y a Shakespeare los veneraba como a los dos máximos genios dramáticos producidos por la humanidad. (…) Dante y Burns también formaban parte de sus autores predilectos. (…) Era un gran consumidor de novelas. Marx prefería ante todo las del siglo XVIII en especial Tom Jones de (Henry) Fielding. Entre los escritos modernos, los que más placer le producían eran Paul de Kock, Charles Lever, Alexandre Dumas padre y Walter Scott. El Old Mortality de este último lo calificaba de obra maestra. Mostraba una marcada preferencia por las narraciones humorísticas y de aventuras. A Cervantes y Balzac los colocaba a la cabeza de todos los novelistas. Don Quijote era para él la epopeya de la caballería en trance de desaparición, cuyas virtudes se convertían en actos ridículos y locuras en el recién iniciado mundo de la burguesía. Su admiración por Balzac era tan enorme que quiso escribir una crítica sobre su gran obra La comédie humaine. (…) Marx leía todas las lenguas europeas. (…) Le gustaba repetir el lema: ‘Una lengua extranjera es un arma en la lucha por la vida’. (…) Cuando se decidió a aprender también el ruso (…) al cabo de seis meses ya lo dominaba hasta el extremo de poder recrearse en la lectura de los poetas y novelistas rusos que más apreciaba: Puskin, Gógol y Scendri”, escribió Lafargue, citado en Conversaciones con Marx y Engels por Hans Magnus Enzensberger.
Lafargue, autor de El derecho a la pereza (1883), quien tras 43 años de matrimonio se suicidó con su esposa Laura Marx en su cama en 1911 (como Stefan y Charlotte Zweig en 1942), no sin antes dejar comida y agua para su perro Nino, refiere que, para su mentor y suegro Karl Marx, los libros “no eran objetos de lujo, sino herramientas intelectuales: ‘Son mis esclavos y deben servirme según mi voluntad’”, decía.
Al respecto, Musto recuerda que Marx se definía como “una máquina condenada a devorar libros para vomitarlos, de distinta manera, en el basurero de la historia” y cita además la obra de referencia “sobre los vastísimos intereses y conocimientos literarios” del coautor del Manifiesto del Partido Comunista con Friedrich Engels: Karl Marx and World Literature (Oxford Clarendon Press, 1976- La biblioteca di Marx, Garzanti, 1978), de Siebert S. Prawer, profesor de literatura alemana en la Universidad de Oxford.
Marx contrajo serias lesiones en la espalda tras los años que pasó frente a su escritorio para escribir El capital e ironizaba al decir “espero que la burguesía recuerde mi ántrax por el resto de su vida”. Musto señala al respecto que tenía pocas distracciones, entre ellas sus reuniones familiares del “club Dogberry”, así llamado por la comedia Mucho ruido y pocas nueces, en las que se interpretaban justo las obras de Shakespeare y las cenas eran preparadas por Engels. Además, compartía con su familia sus lecturas. A su nieto Johnny, por ejemplo, le envió una copia del cuento Reinaldo El Zorro, de Goethe.
Según Marcello Musto, conocer estas facetas permiten “penetrar en la vida íntima espiritual de Marx”.
Para el filósofo italiano, el padre del socialismo, descrito como modesto y gentil, fue en sus últimos años “un Marx más íntimo, aquel que no esconde su fragilidad frente a la vida, pero continúa, sin embargo, combatiendo”, una “figura completamente diferente a la esfinge granítica de Marx, colocada en el centro de las plazas por los regímenes de Europa del Este, que mostraba el porvenir con certeza dogmática”, sostiene el también autor de Tras las huellas de un fantasma. La actualidad de Karl Marx.

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Journalism

Homenaje a Rosa Luxemburgo

En agosto de 1893, cuando fue llamada por la presidencia de la asamblea, en el Congreso de la Segunda Internacional de Zúrich, Rosa Luxemburgo ocupó su sitio sin demora entre los delegados y militantes que llenaban el abarrotado salón. Era una de las pocas mujeres presentes allí, todavía muy joven, de complexión pequeña y con una deformación en la cadera que la obligaba a cojear desde los cinco años. Su aparición despertó la impresión de estar frente a una persona frágil.

Sin embargo, sorprendió a todos cuando, tras subirse a una silla, para hacerse oír mejor, consiguió la atención de todo el público, sorprendido por la maestría de su dialéctica y fascinado por la originalidad de sus tesis. Para Luxemburgo, de hecho, la reivindicación central del movimiento obrero polaco no debía ser la construcción de una Polonia independiente, como se venía repitiendo por unanimidad. Polonia seguía dividida en tres entre los imperios alemán, austro-húngaro y ruso; su reunificación resultaba difícil de conseguir, pero a los trabajadores se les debía presentar objetivos realistas que pudieran generar luchas prácticas en nombre de necesidades concretas.

Con un razonamiento que desarrolló en los años venideros, amonestó a quienes enfatizaban el tema nacional, convencida de que la retórica del patriotismo sería utilizada peligrosamente para debilitar la lucha de clases y relegar la cuestión social a un segundo plano. A las muchas opresiones sufridas por el proletariado, no era necesario agregar “su esclavitud a la nacionalidad polaca”. Para enfrentar este escollo, Luxemburgo esperaba el nacimiento de autogobiernos locales y el fortalecimiento de la autonomía cultural que, una vez establecido el modo de producción socialista, actuarían como una barrera para el posible resurgimiento de regurgitaciones chovinistas y otras nuevas discriminaciones. Diferenció la cuestión nacional de la del Estado nacional.

El episodio del Congreso de Zúrich simboliza toda la biografía intelectual de quien fue uno de los exponentes más significativos del socialismo del siglo XX. Nacida hace 150 años, el 5 de marzo de 1871, en Zamosc, en la Polonia bajo ocupación zarista, Luxemburgo pasó su vida en los márgenes, luchando contra numerosas adversidades y siempre a contracorriente. De origen judío, con una discapacidad permanente, a los veintiséis años se trasladó a Alemania, donde solo pudo obtener la ciudadanía mediante un matrimonio concertado. Pacifista convencida en la época de la Primera Guerra Mundial, fue encarcelada varias veces por sus ideas. Fue una enemiga ardiente del imperialismo en una nueva y violenta época colonial. Luchó contra la pena de muerte en medio de la barbarie. Sobre todo, era mujer y vivió en mundos habitados exclusivamente por hombres. A menudo era la única presencia femenina tanto en la Universidad de Zúrich, donde obtuvo su doctorado en 1897 con una tesis sobre el desarrollo industrial de Polonia, como entre los líderes del Partido Socialdemócrata Alemán. Fue la primera profesora mujer de la escuela central para la formación de cuadros del partido, cargo que ocupó entre 1907 y 1914, periodo en el que elaboró el proyecto inconcluso de escribir una Introducción a la economía política (1925) y publicó La acumulación del capital (1913).

A estas dificultades se sumaba su espíritu independiente y su autonomía, virtud que a menudo se penaliza incluso en los partidos de izquierda. Con su viva inteligencia, Luxemburgo tuvo la capacidad de elaborar nuevas ideas y de saber defenderlas, sin reverencias sumisas y, de hecho, con una franqueza desarmante, en presencia de figuras del calibre de August Bebel o Karl Kautsky, que habían tenido el privilegio de formarse en contacto directo con Engels. Su objetivo no era repetir las palabras de Marx, sino interpretarlas históricamente y, cuando fuera necesario, desarrollar su análisis. Expresar libremente su opinión y ejercer el derecho a expresar posiciones críticas dentro del partido eran requisitos indispensables para ella. El partido tenía que ser un espacio donde pudieran convivir diferentes posiciones, siempre que sus afiliados compartieran sus principios fundamentales.

En el tema de las formas de organización política y, más específicamente, en el papel del partido, Luxemburgo fue protagonista de otro conflicto violento, esta vez con Lenin. En el texto Un paso adelante, dos pasos atrás (1904), el líder bolchevique defendió las decisiones tomadas en el segundo congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso y concibió al partido como un núcleo compacto de revolucionarios profesionales, una vanguardia que debía liderar a las masas. Luxemburgo, en Problemas organizativos de la socialdemocracia rusa (1904) objetó que un partido extremadamente centralizado generaba una dinámica muy peligrosa: “la obediencia ciega de los militantes a la autoridad central”. El partido debía desarrollar la participación social, no reprimirla, “mantener viva la apreciación justa de las formas de lucha”. Marx escribió que “cada paso del movimiento real es más importante que una docena de programas”. Luxemburgo amplió este postulado y afirmó que “los pasos en falso del movimiento obrero real son, históricamente, inconmensurablemente más fructíferos y más preciosos que la infalibilidad del mejor comité central”.

Estaba convencida de que “el socialismo, por su naturaleza, no se puede otorgar desde arriba”. Debía expandir la democracia, no reducirla. Afirmó que se podía “decretar lo negativo, la destrucción, pero no lo positivo, la construcción”. Esta era “tierra virgen” y solo “a partir de la experiencia se podía corregir y abrir nuevos caminos”. La Liga Espartaco, nacida en 1914 tras romper con el Partido Socialdemócrata Alemán, que luego se convertiría en el Partido Comunista Alemán, tomaría el poder solo “mediante la voluntad clara e incuestionable de la gran mayoría de las masas proletarias de toda Alemania”.

Desde la práctica de opciones políticas opuestas, los socialdemócratas y los bolcheviques habían concebido erróneamente la democracia y la revolución como dos procesos mutuamente alternativos. Por el contrario, el corazón de la teoría política de Luxemburgo se centró en su unidad indisoluble. Su legado quedó aplastado precisamente entre estas dos fuerzas: los socialdemócratas, cómplices de su brutal asesinato, ocurrido a los 47 años, a manos de las milicias paramilitares, la combatieron sin piedad por el acento revolucionario de sus reflexiones, mientras que los estalinistas se guardaron de difundir su legado debido al carácter crítico y libertario de su pensamiento.

Cosmopolita, ciudadana de “lo que vendrá”, aseguró sentirse como en casa “en todo el mundo, dondequiera que haya nubes y pájaros y lágrimas humanas”. Apasionada de la botánica y amante de los animales, como se desprende de la lectura de su correspondencia, fue una mujer de extraordinaria sensibilidad, que se conservó intacta a pesar de las amargas experiencias que le reservó la vida. Para la cofundadora de la Liga Espartaco, la lucha de clases no terminaba con el aumento de los salarios. Luxemburgo no quiso ser un mero epígono y su socialismo nunca fue economicista.

Inmersa en los dramas de su tiempo, buscó innovar el marxismo sin cuestionar sus fundamentos. Su intento es una advertencia constante a las fuerzas de izquierda para que no limiten su acción política a la consecución de paliativos suaves y no renuncien a la idea de cambiar el estado de cosas existente. La forma en que vivió, la habilidad con que logró llevar a cabo su elaboración teórica y la agitación social al mismo tiempo son una lección extraordinaria, inalterada por el tiempo, que habla a la nueva generación de militantes que han optado por continuar las múltiples batallas que Luxemburgo emprendió.

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Interviews

Celebremos al viejo Marx

Definidos con frecuencia como los años «finales», «últimos» o «tardíos», el período entre 1881 y 1883 es uno de los menos elaborados en los estudios sobre Marx. Esta desatención se debe en parte a que las enfermedades que afectaron a Marx durante sus últimos años no le permitieron sostener su ritmo de escritura regular.

De hecho, casi no existen obras publicadas durante el período. Sin más hitos de la magnitud de los que marcaron su obra anterior —desde los escritos filosóficos hasta estudio de la economía política—, durante mucho tiempo los biógrafos de Marx consideraron estos años finales como un capítulo menor marcado por una salud debilitada y unas capacidades intelectuales menguantes.

Sin embargo, existen nuevas investigaciones que sugieren que esta no es la última palabra y que los últimos años de Marx serían una mina de oro plagada de elementos que permiten revisar su pensamiento bajo nuevas perspectivas. Conservados en general en cartas, cuadernos y otras «marginalia», los últimos escritos de Marx nos presentan a un hombre que, lejos de los relatos comunes sobre su decadencia, siguió batiéndose hasta último momento con sus propias ideas sobre el capitalismo definido como un modo de producción mundial. Como sugieren sus investigaciones sobre las denominadas «sociedades primitivas», la comuna agraria rusa del siglo XIX y la «cuestión nacional» en las colonias europeas, los escritos de Marx del período testimonian un pensamiento que aborda sus propias complejidades y los problemas del mundo real, especialmente en lo que respecta a la expansión global del capitalismo más allá de las fronteras europeas.

El pensamiento tardío de Marx es el objeto del último libro publicado por Marcello Musto, titulado The Last Years of Karl Marx. Musto entrelaza con destreza la riqueza de los detalles biográficos y un abordaje sofisticado de los escritos de madurez de Marx, que no pocas veces ponen en cuestión las tesis que él mismo había sostenido en otro momento. Nicolas Allen entrevistó a Musto para Jacobin y conversaron sobre las complejidades que conlleva estudiar los últimos años de vida de Marx y los motivos por los cuales actualmente muchas de sus dudas y vacilaciones son más útiles que algunas de sus certezas.

 

NA: El «último Marx» sobre el que escribiste, es decir, ese período de su pensamiento que abarca los tres años previos a la muerte del autor, suele ser considerado por los marxistas y los académicos como un aditamento insustancial. Dejando de lado el hecho de que Marx no publicó ninguna obra importante durante sus últimos años, ¿por qué este período recibe tan poca atención?

MM: Todas las biografías intelectuales de Marx publicadas hasta la fecha prestan muy poca atención a su última década de vida. En general, toda la actividad posterior a la conclusión de la experiencia de la Asociación Internacional de Trabajadores en 1872 se resume en pocas páginas.  No es casualidad que estos académicos utilicen casi siempre el título genérico «La última década» para encabezar estas partes de sus libros, por cierto muy breves. Mientras que este interés limitado es comprensible en el caso de académicos como Franz Mehring (1846-1919),  Karl Vorländer (1860-1928) y David Ryazanov (1870-1938), que escribieron sus biografías de Marx entre las dos guerras mundiales y solo contaban con un número limitado de manuscritos inéditos, la cuestión es más compleja para los que vinieron después de aquellos años turbulentos.

1919),  Karl Vorländer (1860-1928) y David Ryazanov (1870-1938), que escribieron sus biografías de Marx entre las dos guerras mundiales y solo contaban con un número limitado de manuscritos inéditos, la cuestión es más compleja para los que vinieron después de aquellos años turbulentos.

Dos de los escritos más conocidos de Marx —los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 y La ideología alemana (1845-1846), ambos muy lejos de estar terminados— fueron publicados en 1932 y empezaron a circular solo durante la segunda mitad de los años 1940. La Segunda Guerra Mundial generó una sensación de angustia profunda, sobre todo a causa de las barbaridades del nazismo. En ese clima prosperaron ciertas filosofías, como el existencialismo, y el tema de la situación del individuo en la sociedad se volvió muy importante y generó las condiciones para que se desarrollara un interés cada vez mayor en las ideas propiamente filosóficas de Marx, como la alienación y el ser genérico. Las biografías de Marx publicadas durante el período, al igual que la mayoría de los estudios que surgieron en la academia, reflejaron este Zeitgeist y le otorgaron a estos escritos un peso exagerado. Muchos de los libros que decían presentarles a los lectores el pensamiento completo de Marx, en los años 1960 y 1970, se centraban en general sobre el período 1843-1848, es decir, llegaban hasta la publicación del Manifiesto del Partido Comunista (1848), cuando Marx tenía solo treinta años.

En este contexto, no solo la última década de la vida de Marx era tratada como un aditamento sin mucha importancia, sino que hasta El capital era relegado a una posición secundaria. El sociólogo liberal Raymond Aron definió con precisión esta actitud en el libro D’une Sainte Famille à l’autre. Essais sur les marxismes imaginaires (1969), en donde se burlaba de los marxistas parisinos que pasaban sin mirar por encima de El capital, su obra maestra y resultado de largos años de trabajo, publicada en 1867, cautivados como estaban por la oscuridad y la inconclusión de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844.

Podemos decir que el mito del «joven Marx» —alimentado también por Louis Althusser y por quienes argumentaban que la juventud de Marx no debía ser considerada como parte del marxismo— fue uno de los principales malentendidos en la historia de los estudios sobre Marx. Durante la primera mitad de los años 1840, Marx no publicó ninguna obra que considerara «importante». Por ejemplo, si queremos comprender su pensamiento político debemos leer los discursos y resoluciones que escribió para la Asociación Internacional de Trabajadores, no los artículos periodísticos de 1844 que aparecieron en los Anuarios francoalemanes. Aun si consideramos sus manuscritos incompletos, los Grundrisse (1857-1858) o las Teorías de la plusvalía (1862-1863), debemos tener en cuenta que eran mucho más significativos para él que la crítica del neohegelianismo en Alemania, abandonada a la inmisericorde «crítica de las ratas» en 1846.La tendencia a sobredimensionar los escritos de juventud no se modificó luego de la caída del Muro de Berlín. Las biografías más recientes —a pesar de la publicación de los nuevos manuscritos en la Marx-Engels-Gesamtausgabe (MEGA²), la edición histórico-crítica de las obras completas de Marx y Friedrich Engels (1820-1895)— subestiman sus últimos escritos tanto como lo hicieron los autores del pasado.

Otro motivo de este descuido es la alta complejidad de la mayoría de los estudios emprendidos por Marx durante la fase final de su vida. Escribir sobre el joven estudiante de la izquierda hegeliana es mucho más fácil que lograr manejar la maraña de manuscritos multilingües y los intereses intelectuales de comienzos de los años 1880. Es probable que esto también haya dificultado una comprensión más rigurosa de las importantes conquistas teóricas que hizo Marx durante este período. Al pensar erróneamente que había abandonado completamente la idea de continuar su obra y representarse los últimos diez años de su vida como una «lenta agonía», demasiados biógrafos y académicos de Marx no logran examinar más profundamente lo que realmente hizo durante el período.

 

NA: En la película Miss Marx, estrenada hace poco, hay una escena que sigue inmediatamente al funeral de Marx en la que se muestra a Eleanor, su hija menor, y a Engels escudriñando documentos y manuscritos en el estudio del difunto. Luego de examinar uno en particular, Engels hace un comentario sobre el interés de Marx durante sus últimos años en las ecuaciones diferenciales y en las matemáticas. The Last Days of Karl Marx deja la impresión de que el espectro de intereses de Marx durante este período fue especialmente amplio. ¿Había un hilo conductor que mantenía unidas sus obsesiones en temas tan diversos como la antropología, las matemáticas, la historia antigua y las cuestiones de género?

MM: Poco tiempo antes de morir, Marx le pidió a su hija Eleanor que le recordará a Engels que debía «hacer algo» con sus manuscritos incompletos. Es sabido que, durante los doce años que vivió luego de la muerte de su amigo, Engels asumió la tarea hercúlea de imprimir los tomos II y III de El capital, en los cuales Marx trabajó sin descanso desde mediados de los años 1860 hasta 1881, aunque no logró terminarlos. Otros textos escritos por Engels, después de la muerte de Marx en 1883, cumplieron indirectamente su voluntad y tienen una íntima relación con las investigaciones que su amigo desarrolló durante los últimos años de su vida. Por ejemplo, El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado (1884) fue denominada por su autor como la«ejecución de un testamento» y al escribirlo Engels se inspiró en las investigaciones de Marx sobre antropología, especialmente en los pasajes que copió, en 1881, de La sociedad antigua (1877) de Henry Morgan (1818-1881) y en los comentarios que añadió a los resúmenes de este libro.

No existe un solo hilo conductor durante los últimos años de investigación de Marx. Algunos de sus estudios surgen simplemente de su voluntad de estar al día con los descubrimientos científicos de su época o de los acontecimientos políticos que consideraba significativos. Marx había aprendido tiempo atrás que el nivel general de emancipación de una sociedad dependía del nivel de emancipación de sus mujeres, pero los estudios antropológicos desarrollados en los años 1880 le dieron la oportunidad de analizar con más profundidad la opresión de género. En cuanto a las cuestiones ecológicas, Marx les dedicó mucho menos tiempo que durante las dos décadas anteriores, aunque se sumergió de nuevo en el estudio de la historia. Entre el otoño de 1879 y el verano de 1880, completó un cuaderno titulado Notas sobre historia india (664-1858) y, entre el otoño de 1881 y el invierno de 1882, trabajó intensamente en los denominados Extractos cronológicos, una línea de tiempo de 550 páginas comentada año por año con una letra todavía más pequeña que la usual. Aquí se incluían resúmenes de acontecimientos mundiales, desde el siglo I hasta la guerra de los Treinta Años de 1648, y se comentaban sus causas y sus rasgos sobresalientes.

Es posible que Marx quisiera probar que sus concepciones estaban bien fundamentadas a la luz de los desarrollos políticos, militares, económicos y tecnológicos más importantes del pasado. En cualquier caso, hay que tener en mente que, cuando Marx emprendió este trabajo, era completamente consciente de que su frágil estado de salud no le permitiría completar el tomo II de El capital. Su expectativa era realizar todas las correcciones necesarias para preparar una tercera edición revisada del tomo I en alemán, pero al final ni siquiera tuvo la fuerza para hacer esto.

Sin embargo, no diría que la investigación que desarrolló durante sus últimos años fue más amplia de lo normal. Tal vez la amplitud de sus investigaciones es más evidente en este período dado que no fueron desarrolladas en paralelo a la escritura de ningún libro ni manuscrito preliminar importantes. Pero las miles de páginas de fragmentos escritas por Marx en ocho lenguas desde que era un estudiante universitario, que abarcan trabajos de filosofía, arte, historia, religión, política, leyes, literatura, historia, economía política, relaciones internacionales, tecnología, matemáticas, fisiología, geología, mineralogía, agronomía, antropología, química y física, son testimonio de la inagotable sed de conocimiento con la que recorría una amplia variedad de disciplinas. Lo que tal vez es sorprendente es que Marx fue incapaz de abandonar este hábito aun cuando su fortaleza física menguó de manera considerable. Su curiosidad intelectual, junto a su espíritu autocrítico, triunfaron sobre lo que hubiese sido una gestión más centrada y «juiciosa» de su trabajo.

Pero las ideas sobre «lo que Marx debería haber hecho» responden en general al deseo un tanto perverso de aquellos a quienes les gustaría que Marx hubiese sido un tipo que no hubiese hecho nada más que escribir El capital, sin detenerse ni siquiera para defenderse de las controversias políticas en las cuales se involucró. Aun cuando él mismo se definió una vez como «una máquina condenada a devorar libros y, luego, devolverlos, bajo una nueva forma, al estercolero de la historia», Marx era un ser humano. Su interés en las matemáticas y en el cálculo diferencial, por ejemplo, comenzó como un estímulo intelectual mientras investigaba un método de análisis social, pero terminó siendo un espacio lúdico, un refugio en momentos de grandes dificultades personales, «una ocupación para mantener la mente tranquila», como solía decirle a Engels.

 

NA: Los estudios sobre los escritos tardíos de Marx tienden a concentrarse en la investigación de las sociedades no Europeas. ¿Es justo afirmar, como lo hace alguna gente, que al reconocer que hay vías de desarrollo distintas del «modelo occidental» Marx hace borrón y cuenta nueva y empieza una nueva historia, la del Marx «no eurocéntrico»? ¿O sería más adecuado decir que se trata del reconocimiento de Marx de que su trabajo nunca pretendió ser aplicado sin estudiar primero la realidad concreta de las diferentes sociedades históricas?

MM: El primer elemento, y el más importante, para comprender la amplitud geográfica de la investigación de Marx durante su última década de vida, radica en su plan de brindar una explicación más general de la dinámica del modo de producción capitalista a nivel mundial. Inglaterra había sido el principal terreno de observación del tomo I de El capital. Después de su publicación, deseaba expandir las investigaciones socioeconómicas en los dos tomos que todavía no habían escrito. Por este motivo decidió aprender ruso en 1870 y pedía constantemente que le mandaran libros de estadísticas de Rusia y de Estados Unidos. Consideraba que el análisis de las transformaciones económicas de estos países sería muy útil para comprender las formas en las cuales era posible que el capitalismo se desarrollara en distintos períodos y contextos. Este elemento fundamental es subestimado por la bibliografía secundaria sobre el tema —hoy de moda— de «Marx y el eurocentrismo».

Otro elemento clave de la investigación de Marx sobre las sociedades no europeas fue la intención de comprobar si el capitalismo era un prerrequisito para el nacimiento de una sociedad comunista y hasta qué punto era necesario que esta se desarrollara a nivel internacional. La concepción más bien multilineal, que Marx asumió durante sus últimos años, lo llevó a considerar con más atención las especificidades históricas y la desigualdad del desarrollo económico y político en distintos países y contextos sociales. Marx se volvió muy escéptico en cuanto a la transferencia de categorías interpretativas entre contextos históricos y geográficos completamente diferentes y, tal como escribió, también se dio cuenta de que «acontecimientos de una semejanza impactante, que se desarrollan en contextos históricos distintos, llevan a resultados totalmente dispares». Es evidente que este enfoque incrementó las dificultades que debería atravesar la de por sí turbulenta tarea de terminar los tomos incompletos de El capital y contribuyó a la lenta aceptación de que su obra más importante quedaría inconclusa. Pero también abrió nuevas expectativas revolucionarias.

Al contrario de lo que creen un poco ingenuamente algunos autores, Marx no descubrió de repente que había sido eurocéntrico para empezar, luego, a prestarle atención a nuevos temas de estudio, solo porque sentía la necesidad de corregir sus perspectivas políticas. Siempre fue un «ciudadano del mundo», como solía decir, y constantemente intentó analizar las consecuencias mundiales que tenían las transformaciones económicas y sociales. Como se dijo antes, al igual que cualquier otro pensador de esta categoría, Marx estaba al tanto de la superioridad de la Europa moderna sobre los otros continentes del mundo, en términos de producción industrial y organización social, pero nunca consideró que este hecho contingente fuese un factor necesario ni permanente. Y, por supuesto, fue siempre un férreo enemigo del colonialismo. Estas consideraciones deberían resultarle demasiado obvias a cualquiera que haya leído a Marx.

 

NA: Uno de los capítulos centrales de The Last Years of Karl Marx trata sobre las relaciones de Marx con Rusia. El libro prueba  que Marx sostuvo un diálogo muy intenso con distintas tendencias de la izquierda rusa, especialmente a propósito de su recepción del primer tomo de El capital. ¿Cuáles fueron los puntos más importantes que se plantearon en estos debates?

MM: Durante muchos años, Marx había identificado a Rusia como uno de los principales obstáculos a la emancipación de la clase obrera. En muchas oportunidades señaló que su lento desarrollo económico y su despótico régimen político habían ayudado a convertir al imperio zarista en el puesto más avanzado de la contrarrevolución  Pero en sus últimos años, empezó a mirar a Rusia de otra forma. Reconoció que, luego de la abolición de la servidumbre en 1861, existían condiciones para una gran transformación social. A los ojos de Marx, Rusia era más susceptible de producir una revolución que Gran Bretaña, donde el capitalismo había creado el número proporcionalmente más grande de trabajadores fabriles del mundo, pero donde también el movimiento obrero, que disfrutaba de mejores condiciones de vida en parte gracias a la explotación colonial, se había debilitado y había sufrido la influencia negativa del sindicalismo reformista.

Los diálogos que sostuvo Marx con los revolucionarios rusos eran a la vez intelectuales y políticos. Durante la primera mitad de los años 1870, se familiarizó con la principal literatura crítica sobre la sociedad rusa y le prestó especial atención al trabajo del filósofo socialista Nikolái Chernyshevski (1828-1889). Él creía que, si un fenómeno social determinado alcanzaba un nivel de desarrollo suficiente en los países más avanzados, podía expandirse velozmente en otros pueblos y elevarlos directamente desde un bajo nivel de desarrollo a uno más alto, salteándose los momentos intermedios. Todo esto le brindó a Marx muchos elementos para reconsiderar su concepción materialista de la historia. Durante mucho tiempo, había sido consciente de que el esquema del progreso lineal a lo largo de los modos de producción asiático, feudal y moderno burgués, que había esbozado en el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política (1859), era complemente inadecuado a la hora de comprender el movimiento de la historia y que, en efecto, era aconsejable mantenerse a distancia de cualquier filosofía de la historia. No podía concebir la sucesión de modos de producción en el curso de la historia como una secuencia fija de etapas predeterminadas.

Marx también aprovechó para discutir con los militantes de las distintas tendencias revolucionarias rusas. Tenía estima por la naturaleza sensata de las acciones políticas del populismo ruso —que en ese momento era un movimiento anticapitalista de izquierda—, especialmente porque no recurría a gestos ultrarrevolucionarios sin sentido ni a generalizaciones contraproducentes. Marx supo valorar la relevancia de las organizaciones socialistas existentes en Rusia por su carácter práctico y no por las declaraciones de lealtad que le hacían a sus propias teorías. De hecho, observó que, con frecuencia, los más dogmáticos eran aquellos que afirmaban ser «marxistas». Su exposición a las teorías y a la actividad política de los populistas rusos —como había sucedido una década atrás con los comuneros de París— lo ayudó a ser más flexible al analizar la irrupción de los acontecimientos revolucionarios y de las fuerzas subjetivas que les dieron forma. Esto lo acercó a un verdadero internacionalismo a escala global.

Los diálogos e intercambios que Marx mantuvo con muchas figuras de la izquierda rusa versaban principalmente sobre el complejo asunto del desarrollo del capitalismo, del que se seguían consecuencias teóricas y políticas cruciales. La dificultad de este debate quedó en evidencia en su decisión final de no enviar una carta muy esclarecedora, en la cual criticaba algunas malinterpretaciones de El capital, al periódico Otéchestvennye Zapiski, o en la respuesta corta y cautelosa a la cuestión «de vida o muerte» sobre el futuro de la comuna rural (la obshchina) que le planteó Vera Zasúlich (1849-1919), respuesta por la que optó en lugar de enviarle un texto más largo que había escrito y rescrito en tres borradores preliminares.

 

NA: La correspondencia de Marx con el socialista ruso Vera Zasúlich es objeto de mucha atención en la actualidad. En esas cartas, Marx sugiere que la comuna rural rusa sería capaz de apropiarse de los últimos avances de la sociedad capitalista —la tecnología, sobre todo— sin estar obligada a atravesar aquellos trastornos que resultaron tan dañinos para el campesinado de Europa Occidental. ¿Podrías exponer con un poco más de detalle el razonamiento que guio a Marx?

MM: Por una coincidencia fortuita, la carta de Zasúlich llegó a Marx justo cuando su interés en las formas comunales arcaicas, en las cuales había se había introducido en 1879 a través del estudio de la obra del sociólogo Maksim Kovalevsky (1851-1916), lo conducían a prestarles más atención a los descubrimientos más recientes de los antropólogos de la época. La teoría y la práctica lo llevaron al mismo lugar. Tomando algunas ideas sugeridas por el antropólogo Morgan, escribió que el capitalismo podía ser reemplazado por una forma de producción colectiva arcaica más elevada.

Esta afirmación ambigua exige al menos dos precisiones. En primer lugar, gracias a lo que había aprendido de Chernyshevski, Marx sostuvo que Rusia no podría repetir servilmente todas las etapas históricas de Inglaterra y de los otros países de Europa Occidental. En principio, la transformación socialista de la obshchina podía desarrollarse sin un tránsito necesario a través del capitalismo. Pero esto no significa que Marx haya cambiado su juicio crítico sobre la comuna rural en Rusia, ni que creyera que los países en donde el capitalismo estaba poco desarrollado estaban más cerca de la revolución que los que tenían un desarrollo productivo más avanzado. No se convenció de repente de que las comunas rurales arcaicas eran un lugar mucho más propicio para la emancipación individual que las relaciones sociales existentes bajo el capitalismo.

En segundo lugar, su análisis de la posible transformación progresiva de la obshchina no apuntaba a convertirse en un modelo general. Era el análisis específico de una producción colectiva particular en un momento histórico preciso. En otras palabras, Marx mostró contar con la flexibilidad teórica y la falta de esquematismo de la que carecieron muchos marxistas posteriores. Hacia el final de su vida, Marx reveló disponer de una apertura teórica todavía más amplia, que le permitió considerar otras vías posibles al socialismo que nunca antes había tomado en serio o que había considerado como imposibles.

Otros reemplazaron las dudas de Marx por la convicción de que el capitalismo era una etapa inevitable del desarrollo económico en todos los países y una condición histórica. El interés que vuelve a emerger en el presente por las observaciones que Marx nunca le envió a Zasúlich, y por otras ideas similares que expresó con más claridad durante sus últimos años de vida, radica en una concepción de la sociedad poscapitalista que se sitúa en el polo opuesto a la ecuación del socialismo y las fuerzas productivas, que no deja de tener tonalidades nacionalistas y cierta simpatía por el colonialismo y que se generalizó en el marco de la Segunda Internacional y en los partidos socialdemócratas. Las ideas de Marx también difieren profundamente del supuesto «método científico» de análisis social que fue preponderante en la Unión Soviética y sus satélites.

 

NA: Aunque las luchas de Marx contra sus problemas de salud son conocidas, sigue siendo doloroso leer el último capítulo de The Last Years of Karl Marx en el que se registra su agravamiento progresivo. Las biografías intelectuales de Marx señalan adecuadamente que un estudio completo debe conectar su pensamiento con su vida y con sus actividades políticas. Pero, ¿qué sucede con este último período, en el que Marx estaba bastante inactivo a causa de la enfermedad? Al momento de escribir una biografía intelectual, ¿cómo debe abordarse este período?

MM: Uno de los estudiosos más importantes de Marx, Maximilien Rubel (1905-1996), autor del libro Karl Marx: ensayo de biografía intelectual (1957), sostuvo que para escribir sobre Marx uno debe ser un poco filósofo, un poco historiador, un poco economista y un poco sociólogo al mismo tiempo. Agregaría que al escribir la biografía de Marx uno también aprende mucho de medicina. Marx tuvo que lidiar durante toda su vida madura con múltiples problemas de salud. El más duradero fue una molesta infección de la piel que lo acompañó durante toda la escritura de El capital y que se manifestó en abscesos y forúnculos graves y debilitantes en distintas partes de su cuerpo. Este fue el motivo por el que, al terminar su magnum opus, escribió: «¡Espero que la burguesía recuerde mis forúnculos hasta el día de su muerte!»

Los últimos dos años de su vida fueron especialmente difíciles. Marx sufrió muchísimo las pérdidas de su esposa y su hija mayor y tenía una bronquitis crónica que a veces llegaba a convertirse en pleuritis. Luchó en vano para encontrar un clima que le brindara las mejores condiciones para recuperarse, y viajó, solo, por Inglaterra, Francia e incluso Argelia, en donde emprendió un largo período de complejos tratamientos. El aspecto más interesante de esta parte de la biografía de Marx es la sagacidad, siempre acompañada de una especial disposición para la autoironía, con la que demostró enfrentar las flaquezas de su cuerpo. Las cartas que le escribió a sus hijas y a Engels, cuando sintió que el fin estaba cerca, evidencian su costado más íntimo. Revelan la importancia de lo que él llamaba «el mundo microscópico», comenzando por la pasión vital que tenía por sus nietos. Muestran las consideraciones de un hombre que atravesó una larga e intensa existencia y llegó a evaluarla en todos sus aspectos.

Los biógrafos deben relatar los sufrimientos de la esfera privada, especialmente cuando son relevantes para comprender mejor las dificultades que subyacen a la escritura de un libro, o los motivos por los cuales un manuscrito permaneció incompleto. Pero también deben saber dónde detenerse y evitar la profundización de una mirada indiscreta centrada exclusivamente en los asuntos privados.

 

NA: Una gran parte del pensamiento tardío de Marx está contenido en cartas y cuadernos. ¿Debemos atribuirles a estos escritos el mismo estatus que a las obras mejor logradas? Cuando afirmaste que la escritura de Marx es «esencialmente incompleta», ¿estabas pensando en algo así?

MM: El capital quedó incompleto debido a la agobiante pobreza en la que Marx vivió durante dos décadas y a sus constantes enfermedades, que no dejaban de estar vinculadas a aquellas preocupaciones cotidianas. No hace falta decir que el objetivo que se había planteado —entender la naturaleza general del modo de producción capitalista y describir sus tendencias generales de desarrollo— era extraordinariamente difícil de cumplir. Pero El capital no fue el único proyecto que quedó incompleto. La autocrítica impiadosa de Marx dificultaba todavía más sus proyectos y la enorme cantidad de tiempo que empeñaba en estos trabajos antes de publicarlos se debía al rigor extremo al que sometía a todo su pensamiento.

Cuando Marx era joven, era reconocido entre sus amigos de la universidad por su meticulosidad. Hay historias que lo pintan como alguien que se negaba a escribir una frase si no era capaz de demostrarla de diez formas distintas. Este fue el motivo por el que el prolífico estudiante de la izquierda hegeliana publicó, en fin, menos que muchos otros. La creencia de Marx de que su información era insuficiente y sus juicios inmaduros le impedía publicar escritos que tuvieran la forma de bosquejos o fragmentos. Pero este es también el motivo por el cual sus notas son muy útiles y deberían ser consideradas una parte integral de su obra. Muchos de estos esfuerzos incesantes tuvieron consecuencias teóricas extraordinarias en el futuro.

Esto no significa que sus textos incompletos tengan el mismo peso que los publicados. Distinguiría cinco tipos de escritos: obras publicadas, manuscritos preliminares, artículos periodísticos, cartas y cuadernos de extractos. Pero deben hacerse distinciones incluso al interior de estas categorías. Algunos de los textos publicados de Marx no deberían ser considerados como la última palabra sobre el tema del que tratan. Por ejemplo, el Manifiesto del Partido Comunista era considerado por Engels y por Marx como un documento de juventud y no como el texto definitivo que exponía sus principales concepciones políticas. También debemos recordar que los escritos de propaganda política y los científicos no siempre son compatibles.

Desafortunadamente, los errores de lectura que surgen de estas dificultades son muy frecuentes en la bibliografía secundaria sobre Marx. Esto por no mencionar la ausencia de cualquier dimensión cronológica que afecta a muchas reconstrucciones de su pensamiento. Los textos de los años 1840 no pueden ser citados de manera indiscriminada junto a los de las décadas de 1860 y 1870, dado que no tienen el mismo peso en cuanto a conocimiento científico ni a experiencia política. Algunos manuscritos fueron escritos por Marx para uso personal, mientras que otros eran efectivamente materiales preliminares para libros que serían publicados. Marx revisaba y actualizaba algunos con frecuencia, mientras que otros habían sido abandonados sin que existiera ninguna posibilidad de retomarlos (en esta categoría entra el tomo 3 de El capital). Algunos artículos periodísticos contienen reflexiones que deben ser consideradas como complementos de los libros de Marx. Otros, sin embargo, fueron escritos rápidamente para ganar algo dinero y pagar el alquiler. Algunas cartas presentan la verdadera perspectiva de Marx sobre los temas discutidos. Otras contienen una versión suavizada, porque estaban dirigidas a gente de fuera de su círculo, con la que a veces era necesario expresarse en términos diplomáticos.

Por todos estos motivos, está claro que comprender la vida de Marx es indispensable para entender adecuadamente sus ideas. Por último, existen alrededor de 200 cuadernos que contienen resúmenes (y muchas veces comentarios) de los libros más importantes que Marx leyó durante el largo período que abarca de 1838 a 1882. Son esenciales para entender la génesis de su teoría y esos elementos que fue incapaz de desarrollar con el detalle que hubiese deseado.

Lo que Marx pensó durante los últimos años de su vida se encuentra principalmente en estos cuadernos. Es cierto que son muy difíciles de leer, pero nos brindan acceso a un tesoro precioso: no solo las investigaciones que Marx logró terminar antes de morir, sino las preguntas que se planteaba. Algunas de sus dudas pueden llegar a ser más útiles hoy que algunas de sus certezas.

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La alternativa posible de la Comuna de París

Los burgueses siempre lo habían conseguido todo. Desde la revolución de 1789, habían sido los únicos que se habían enriquecido en tiempos de prosperidad, mientras que la clase trabajadora había tenido que soportar regularmente el coste de las crisis.

La proclamación de la Tercera República abrió nuevos escenarios y ofreció la oportunidad de revertir este rumbo. Napoleón III había sido derrotado y capturado por los alemanes, en Sedán, el 4 de septiembre de 1870. En enero un año después se rendía París, que había estado sitiada durante más de cuatro meses, lo que obligó a los franceses a aceptar las condiciones impuestas por Otto von Bismarck. Se produjo un armisticio que permitió la celebración de elecciones y el posterior nombramiento de Adolphe Thiers como jefe del poder ejecutivo, con el apoyo de una amplia mayoría legitimista y orleanista. En la capital, sin embargo, a diferencia del resto del país, la conjunción progresista-republicana tuvo éxito con una abrumadora mayoría y el descontento popular fue más generalizado que en otros lugares. La perspectiva de un ejecutivo que dejase inmutables todas las injusticias sociales, que quería desarmar la ciudad y estaba dispuesto a hacer recaer el precio de la guerra sobre los menos favorecidos, desató la rebelión. El 18 de marzo estalló una nueva revolución; Thiers y su ejército tuvieron que refugiarse en Versalles.

De lucha y de gobierno
Los insurgentes decidieron celebrar inmediatamente elecciones libres, para garantizar la legitimidad democrática de la insurrección. El 26 de marzo, una abrumadora mayoría (190.000 contra 40.000 votos) aprobó las razones de la revuelta y 70 de los 85 miembros electos se declararon a favor de la revolución. Los 15 representantes moderados del llamado “parti de maires” (partido de los alcaldes), grupo formado por ex presidentes de algunos distritos, dimitieron inmediatamente y no se incorporaron al consejo de la comuna. Poco después fueron seguidos por cuatro radicales. Los 66 miembros restantes, que no se distinguían fácilmente por su doble afiliación política, representaban posiciones muy variadas. Entre ellos había una veintena de republicanos neo-jacobinos (incluidos los influyentes Charles Delescluze y Felix Pyat), una docena de prosélitos de Auguste Blanqui, 17 miembros de la Asociación Internacional de Trabajadores (incluidos los mutualistas seguidores de Pierre-Joseph Proudhon, que con frecuencia no estaban de acuerdo con los colectivistas afines a Karl Marx) y un par de independientes. La mayoría de los miembros de la Comuna eran trabajadores o representantes reconocidos de la clase trabajadora. De ellos, 14 procedían de la Guardia Nacional. Fue precisamente el comité central de esta el que depositó el poder en manos de la Comuna, aunque este acto fue el inicio de una larga serie de contradicciones y conflictos entre las dos entidades.

El 28 de marzo, una gran masa de ciudadanos se reunió cerca del Hôtel de Ville y recibió con alegría la inauguración de la nueva asamblea que oficialmente tomó el nombre de la Comuna de París. Aunque solo duró 72 días, fue el evento político más importante en la historia del movimiento obrero del siglo XIX. La Comuna revivió la esperanza de una población agotada por meses de penurias. En los barrios surgieron comités y grupos en apoyo. En cada rincón de la metrópoli se multiplicaron las iniciativas de solidaridad y los planes para la construcción de un mundo nuevo. Montmartre pasó a llamarse “la ciudadela de la libertad”. Uno de los sentimientos predominantes fue el deseo de compartir. Militantes como Louise Michel dieron ejemplo por su espíritu de abnegación. Víctor Hugo escribió sobre ella: “Hiciste lo que hacen las grandes almas locas. Has dado gloria a los que están aplastados y sometidos”. Sin embargo, la Comuna no vivió gracias al impulso de un dirigente o de unas pocas figuras carismáticas. De hecho, su principal característica fue su dimensión claramente colectiva. Mujeres y hombres se ofrecieron voluntarios para un proyecto de liberación común. La autogestión ya no se consideró más una utopía. La auto-emancipación se convirtió en algo esencial.

La transformación del poder político
Entre los primeros decretos de emergencia proclamados para frenar la pobreza desenfrenada estaba el bloqueo del pago de los alquileres (era justo que “la propiedad hiciera su parte de sacrificio”) y la suspensión de la venta de objetos – por un valor no superior a 20 Francos-, depositados en las casas de empeño. También se crearon nueve comisiones colegiadas para reemplazar los ministerios existentes: guerra, finanzas, seguridad general, educación, subsistencia, justicia, trabajo y comercio, relaciones exteriores, y servicios públicos. Posteriormente se nombró un delegado para gestionar cada una de ellas.

El 19 de abril, tres días después de las elecciones parciales tras las cuales fue posible reemplazar los 31 escaños que quedaron vacantes casi de inmediato, la Comuna redactó la Declaración al Pueblo Francés, en la que se aseguraba “la garantía absoluta de la libertad individual, de la libertad de conciencia y la libertad de trabajo” y “la intervención permanente de la ciudadanía en los asuntos comunes”. Se afirmaba que el conflicto entre París y Versalles “no podía terminar con compromisos ilusorios” y que el pueblo tenía “el deber de luchar y vencer”. Mucho más significativos que el contenido de este texto, síntesis un tanto ambigua para evitar tensiones entre las distintas tendencias políticas, fueron los actos concretos a través de los cuales los militantes de la Comuna lucharon por una transformación total del poder político. Iniciaron una serie de reformas que tenían como objetivo cambiar profundamente no solo la forma en que se administraba la política, sino su propia naturaleza. La democracia directa de la Comuna preveía la revocabilidad de los representantes electos y el control de su labor a través de la vinculación de mandatos (medida insuficiente para resolver la compleja cuestión de la representación política). Los magistrados y otros cargos públicos, también sujetos a control permanente y la posibilidad de revocación, no serían designados arbitrariamente, como en el pasado, sino mediante oposición o elecciones transparentes. Había que impedir la profesionalización de la esfera pública. Las decisiones políticas no debían corresponder a pequeños grupos de funcionarios y técnicos, sino ser tomadas por el pueblo. Los ejércitos y las fuerzas policiales ya no serían instituciones separadas del cuerpo de la sociedad. La separación entre Iglesia y Estado era una necesidad indispensable.

Sin embargo, el cambio político no terminaba con la adopción de estas medidas. Debía ir mucho más a la raíz. La burocracia tenía que reducirse drásticamente, transfiriendo el ejercicio del poder a manos del pueblo. El ámbito social tenía que prevalecer sobre el político y este último – como ya había argumentado Henri de Saint-Simon – dejaría de existir como función especializada, ya que sería asimilado progresivamente por las actividades de la sociedad civil. El cuerpo social recuperaría así las funciones que habían sido transferidas al estado. Derribar la dominación de clase existente no era suficiente; había que extinguir el dominio de clase como tal. Todo esto habría permitido la realización del plan diseñado por los comuneros: una república constituida por la unión de asociaciones libres verdaderamente democráticas que se convertirían en impulsoras de la emancipación de todos sus componentes. Era el autogobierno de los productores.

La prioridad de las reformas sociales
La Comuna creía que las reformas sociales eran incluso más relevantes que las transformaciones en el orden político. Representaban su razón de ser, el termómetro con el que medir la fidelidad a los principios para los que había nacido, el elemento de diferenciación definitivo frente a las revoluciones que la habían precedido en 1789 y 1848. La Comuna ratificó varias disposiciones con una clara connotación de clase. La fecha de vencimiento de las deudas se pospuso tres años, sin pago de intereses. Se suspendieron los desahucios por impago de los alquileres y se adoptaron medidas para que las casas desocupadas fueran requisadas a favor de las personas sin hogar. Se hicieron proyectos para limitar la duración de la jornada laboral (de las 10 horas iniciales a las ocho previstas en el futuro), se prohibió, bajo sanción, la práctica generalizada entre los empresarios de imponer multas espurias a los trabajadores con el único propósito de reducir sus salarios. Se decretaron salarios mínimos decentes. Se adoptó la prohibición de la acumulación de múltiples puestos de trabajo y se estableció un límite máximo para los salarios de los cargos públicos. Se hizo todo lo posible para aumentar el suministro de alimentos y reducir los precios. Se prohibió el trabajo nocturno en las panaderías y se abrieron algunas carnicerías municipales. Se implementaron diversas medidas de asistencia social para los más vulnerables, incluido el suministro de alimentos a mujeres y niños abandonados, y se aprobó el fin de la discriminación entre niños legítimos y naturales.

Todos los comuneros creían que la educación era un factor indispensable para la liberación de los individuos, sinceramente convencidos de que representaba el requisito previo de cualquier cambio social y político serio y duradero. Por tanto, animaron múltiples y relevantes debates en torno a las propuestas de reforma del sistema educativo. La escuela sería obligatoria y gratuita para todos, niños y niñas. La enseñanza religiosa sería reemplazada por la enseñanza laica, inspirada en el pensamiento racional y científico, y los costes del culto ya no recaerían en el presupuesto estatal. En las comisiones especialmente creadas y en la prensa se produjeron numerosas tomas de posición destacando cuán fundamental era la decisión de invertir en la educación femenina. Para convertirse verdaderamente en un “servicio público”, la escuela tenía que ofrecer las mismas oportunidades a los “niños de ambos sexos”. Por último, debía prohibir “las distinciones de raza, nacionalidad, fe o posición social”. Los avances de carácter teórico fueron acompañados de las primeras iniciativas prácticas y, en más de un distrito, miles de niños de la clase trabajadora recibieron material didáctico gratuito y entraron, por primera vez, en un edificio escolar.
La Comuna también legisló medidas de carácter socialista. Se decidió que los talleres abandonados por los propietarios que habían huido de la ciudad, a quienes se les garantizó una indemnización a su regreso, serían entregados a asociaciones cooperativas de trabajadores. Los teatros y museos -que estarían abiertos a todos y no serían de pago- fueron colectivizados y confiados a la dirección de quienes se habían adherido a la “Federación de Artistas de París”, presidida por el pintor e incansable militante Gustave Courbet. En él participaron unos 300 escultores, arquitectos, litógrafos y pintores (entre muchos también Édouard Manet). A esta iniciativa le siguió el nacimiento de la “Federación artística” que agrupó a los actores y al mundo de la ópera.

Todas estas acciones y disposiciones se llevaron a cabo sorprendentemente en solo 54 días, en un París todavía atormentado por los efectos de la guerra franco-prusiana. La Comuna sólo pudo funcionar del 29 de marzo al 21 de mayo y, además, en medio de una heroica resistencia a los ataques de Versalles, en una defensa que requería un gran derroche de energía humana y de recursos económicos. Además, dado que la Comuna no tenía ningún medio de coerción, muchas de las decisiones tomadas no se aplicaron de manera uniforme en el amplio territorio de la ciudad. Sin embargo, constituyeron un notable intento de reforma social y señalaron el camino de un posible cambio.

Una lucha colectiva y feminista
La Comuna fue mucho más que las medidas aprobadas por su asamblea legislativa. Incluso aspiró a alterar sustancialmente el espacio urbano, como lo demuestra la decisión de demoler la Columna Vendôme, reputada como un monumento a la barbarie y símbolo reprensible de la guerra, y secularizar algunos lugares de culto, destinando su uso a la comunidad. La Comuna vivió gracias a una extraordinaria participación masiva y un sólido espíritu de ayuda mutua. En este levantamiento contra la autoridad jugaron un papel destacado los clubes revolucionarios, que surgieron con increíble rapidez en casi todos los distritos. Se establecieron 28 y representaron uno de los ejemplos más importantes de la movilización espontánea que acompañó a la Comuna. Abiertos todas las noches, ofrecieron a la ciudadanía la oportunidad de reunirse, después del trabajo, para discutir libremente la situación social y política, verificar lo que habían logrado sus representantes y sugerir alternativas para la solución de los problemas cotidianos. Se trataba de asociaciones horizontales que favorecían la formación y expresión de la soberanía popular, pero también espacios de auténtica hermandad y fraternidad de hombres y mujeres. Eran espacios donde todos podían respirar la embriagadora posibilidad de convertirse en dueños de su propio destino.

En esta vía de emancipación no existía la discriminación nacional. El título de ciudadano de la Comuna estaba garantizado a todos los que trabajaban por su desarrollo y los extranjeros tenían los mismos derechos sociales garantizados que los franceses. Prueba de este principio de igualdad fue el papel predominante que asumieron varios extranjeros (unos 3.000 en total). El húngaro, miembro de la Asociación Internacional de Trabajadores, Léo Frankel, no solo fue uno de los funcionarios electos de la Comuna, sino que también el responsable de la comisión de trabajo, uno de los “ministerios” más importantes de París. Los polacos Jaroslaw Dombrowski y Walery Wroblewski, fueron nombrados generales con mando de la Guardia Nacional y desempeñaron un papel igualmente importante.

En este contexto, las mujeres, aún privadas del derecho al voto y, en consecuencia, también de sentarse entre los representantes del Consejo de la Comuna, jugaron un papel fundamental en la crítica del orden social existente. Transgredieron las normas de la sociedad burguesa y afirmaron su nueva identidad en oposición a los valores de la familia patriarcal. Salieron de la dimensión privada y se ocuparon de la esfera pública. Formaron la “Unión de Mujeres por la Defensa de París y por la Atención a los Heridos” (nacida gracias a la incesante actividad de Élisabeth Dmitrieff, militante de la Asociación Internacional de Trabajadores) y jugaron un papel central en la identificación de batallas sociales estratégicas. Consiguieron el cierre de los burdeles, lograron la igualdad salarial con los maestros varones, acuñaron el lema “a igual trabajo, igual salario”, reclamaron igualdad de derechos en el matrimonio, exigieron el reconocimiento de las uniones libres, promovieron la creación de cámaras sindicales exclusivamente femeninas. Cuando, a mediados de mayo, la situación militar empeoró, cuando las tropas de Versalles llegaron a las puertas de París, las mujeres tomaron las armas e incluso lograron formar su propio batallón. Muchos expiraron su último aliento en las barricadas. La propaganda burguesa las convirtió en objeto de los ataques más despiadados, acusándolas de haber incendiado la ciudad durante los enfrentamientos y atribuyéndolas el despectivo calificativo de “las petroleras”.

¿Centralizar o descentralizar?
La Comuna quería establecer una auténtica democracia. Era un proyecto ambicioso y difícil. La soberanía popular a la que aspiraban los revolucionarios implicaba la participación del mayor número posible de ciudadanos. A finales de marzo, se habían desarrollado en París una miríada de comisiones centrales, subcomités de barrio, clubes revolucionarios y batallones de soldados que flanqueaban el duopolio ya complejo compuesto por el consejo de la Comuna y el comité central de la Guardia Nacional. Este último, de hecho, había conservado el control del poder militar, a menudo operando como un verdadero contrapoder del primero. Si el compromiso directo de una gran parte de la población constituía una garantía democrática vital, la multiplicidad de autoridades sobre el terreno complicaban el proceso de toma de decisiones y hacían tortuoso la aplicación de las ordenanzas.

El problema de la relación entre la autoridad central y los organismos locales produjo no pocos cortocircuitos, lo que resultó en una situación caótica y muchas veces paralizante. El ya precario equilibrio saltó por completo cuando, ante la emergencia de la guerra, la indisciplina presente en las filas de la Guardia Nacional y una creciente ineficacia de la acción gubernamental, Jules Miot propuso la creación de un Comité de Salud Pública de cinco integrantes – una solución inspirada en el modelo dictatorial de Maximilien Robespierre de 1793. La medida fue aprobada el 1 de mayo, por 45 votos a favor y 23 en contra. Fue un error dramático que decretó el principio del fin de una experiencia política sin precedentes y dividió a la Comuna en dos bloques opuestos. A los primeros pertenecían los neo-jacobinos y blanquistas, partidarios de la concentración del poder y, en última instancia, de la primacía de la dimensión política sobre la social. El segundo incluía a la mayoría de los miembros de la Asociación Internacional de Trabajadores, para quienes el ámbito social era más importante que el político. Consideraban necesaria la separación de poderes y creían que la república nunca debía cuestionar las libertades políticas. Coordinados por el infatigable Eugène Varlin, hicieron público su claro rechazo a las derivas autoritarias y no participaron en la elección del Comité de Salud Pública. Para ellos, el poder centralizado en manos de unos pocos individuos contradecía los postulados de la Comuna. Sus cargos electos no eran los poseedores de la soberanía – esta pertenecía al pueblo – y, por tanto, no tenían derecho a enajenarla. El 21 de mayo, cuando la minoría participó nuevamente en una sesión del consejo de la Comuna, se hizo un nuevo intento de restablecer la unidad en su seno. Pero ya era demasiado tarde.

La Comuna, sinónimo de la revolución
La Comuna de París fue reprimida con brutal violencia por los ejércitos de Versalles. Durante la llamada “semana sangrienta” (del 21 al 28 de mayo) fueron muertos entre 17.000 y 25.000 ciudadanos. Los últimos enfrentamientos tuvieron lugar a lo largo del perímetro del cementerio de Père-Lachaise. El joven Arthur Rimbaud describió la capital francesa como una “ciudad dolorosa, casi muerta”. Fue la masacre más violenta de la historia de Francia. Solo 6.000 comuneros lograron escapar y refugiarse en el exilio en Inglaterra, Bélgica y Suiza. Hubo 43.522 prisioneros. Un centenar de ellos fueron condenados a muerte tras juicios sumarísimos de los consejos de guerra, mientras que otros 13.500 fueron enviados a prisión, a trabajos forzados o deportados (en buena parte, especialmente, a la remota Nueva Caledonia). Algunos de ellos se solidarizaron y compartieron la misma suerte que los insurgentes argelinos que habían liderado la revuelta anticolonial de Mokrani, que tuvo lugar al mismo tiempo que la Comuna y que también fue aplastada violentamente por las tropas francesas.

El espectro de la Comuna intensificó la represión anti-socialista en toda Europa. Justificando la violencia estatal sin precedentes ejercida por Thiers, la prensa conservadora y liberal acusó a los comuneros de los peores crímenes y expresó gran alivio por la restauración del “orden natural” y la legalidad burguesa, así como su satisfacción por el triunfo de la “civilización” sobre la “anarquía”. Aquellos que se habían atrevido a cuestionar la autoridad y atacar los privilegios de la clase dominante fueron castigados de manera ejemplar. Las mujeres volvieron a ser consideradas seres inferiores y los trabajadores, con sus manos sucias y llenas de callos, que se habían atrevido a pensar que podían gobernar, fueron devueltos a los lugares que se les reservaba en la sociedad.

Sin embargo, la insurrección parisina dio fuerza a las luchas de los trabajadores y las empujó hacia posiciones más radicales. A raíz de su derrota, Eugène Pottier escribió una canción destinada a convertirse en la más famosa del movimiento obrero. Sus versos dicen: “¡Agrupémonos todos en la lucha final. El género humano es la internacional! (Groupons-nous, et demain, L’Internationale sera le genre humain!). París había demostrado que era necesario perseguir el objetivo de construir una sociedad radicalmente diferente de la capitalista. A partir de ese momento, aunque “El tiempo de las cerezas” nunca llegó para sus protagonistas (según el título de la célebre canción compuesta por el comunero Jean Baptiste Clément), la Comuna encarnó la idea abstracta y el cambio concreto al mismo tiempo. Se convirtió en sinónimo del concepto mismo de revolución, fue una experiencia ontológica de la clase trabajadora. En La guerra civil en Francia, Marx afirmó que esta “vanguardia del proletariado moderno” logró “acercar a los trabajadores de todo el mundo a Francia”. La Comuna de París cambió la conciencia de los trabajadores y su percepción colectiva. Después de 150 años, su bandera roja sigue ondeando y nos recuerda que siempre es posible una alternativa. Vive la Commune!

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La alternativa posible de la Comuna de París

Los burgueses siempre lo habían conseguido todo. Desde la revolución de 1789, habían sido los únicos que se habían enriquecido en tiempos de prosperidad, mientras que la clase trabajadora había tenido que soportar regularmente el coste de las crisis.

La proclamación de la Tercera República abrió nuevos escenarios y ofreció la oportunidad de revertir este rumbo. Napoleón III había sido derrotado y capturado por los alemanes, en Sedán, el 4 de septiembre de 1870. En enero un año después se rendía París, que había estado sitiada durante más de cuatro meses, lo que obligó a los franceses a aceptar las condiciones impuestas por Otto von Bismarck. Se produjo un armisticio que permitió la celebración de elecciones y el posterior nombramiento de Adolphe Thiers como jefe del poder ejecutivo, con el apoyo de una amplia mayoría legitimista y orleanista. En la capital, sin embargo, a diferencia del resto del país, la conjunción progresista-republicana tuvo éxito con una abrumadora mayoría y el descontento popular fue más generalizado que en otros lugares. La perspectiva de un ejecutivo que dejase inmutables todas las injusticias sociales, que quería desarmar la ciudad y estaba dispuesto a hacer recaer el precio de la guerra sobre los menos favorecidos, desató la rebelión. El 18 de marzo estalló una nueva revolución; Thiers y su ejército tuvieron que refugiarse en Versalles.

De lucha y de gobierno
Los insurgentes decidieron celebrar inmediatamente elecciones libres, para garantizar la legitimidad democrática de la insurrección. El 26 de marzo, una abrumadora mayoría (190.000 contra 40.000 votos) aprobó las razones de la revuelta y 70 de los 85 miembros electos se declararon a favor de la revolución. Los 15 representantes moderados del llamado “parti de maires” (partido de los alcaldes), grupo formado por ex presidentes de algunos distritos, dimitieron inmediatamente y no se incorporaron al consejo de la comuna. Poco después fueron seguidos por cuatro radicales. Los 66 miembros restantes, que no se distinguían fácilmente por su doble afiliación política, representaban posiciones muy variadas. Entre ellos había una veintena de republicanos neo-jacobinos (incluidos los influyentes Charles Delescluze y Felix Pyat), una docena de prosélitos de Auguste Blanqui, 17 miembros de la Asociación Internacional de Trabajadores (incluidos los mutualistas seguidores de Pierre-Joseph Proudhon, que con frecuencia no estaban de acuerdo con los colectivistas afines a Karl Marx) y un par de independientes. La mayoría de los miembros de la Comuna eran trabajadores o representantes reconocidos de la clase trabajadora. De ellos, 14 procedían de la Guardia Nacional. Fue precisamente el comité central de esta el que depositó el poder en manos de la Comuna, aunque este acto fue el inicio de una larga serie de contradicciones y conflictos entre las dos entidades.

El 28 de marzo, una gran masa de ciudadanos se reunió cerca del Hôtel de Ville y recibió con alegría la inauguración de la nueva asamblea que oficialmente tomó el nombre de la Comuna de París. Aunque solo duró 72 días, fue el evento político más importante en la historia del movimiento obrero del siglo XIX. La Comuna revivió la esperanza de una población agotada por meses de penurias. En los barrios surgieron comités y grupos en apoyo. En cada rincón de la metrópoli se multiplicaron las iniciativas de solidaridad y los planes para la construcción de un mundo nuevo. Montmartre pasó a llamarse “la ciudadela de la libertad”. Uno de los sentimientos predominantes fue el deseo de compartir. Militantes como Louise Michel dieron ejemplo por su espíritu de abnegación. Víctor Hugo escribió sobre ella: “Hiciste lo que hacen las grandes almas locas. Has dado gloria a los que están aplastados y sometidos”. Sin embargo, la Comuna no vivió gracias al impulso de un dirigente o de unas pocas figuras carismáticas. De hecho, su principal característica fue su dimensión claramente colectiva. Mujeres y hombres se ofrecieron voluntarios para un proyecto de liberación común. La autogestión ya no se consideró más una utopía. La auto-emancipación se convirtió en algo esencial.

La transformación del poder político
Entre los primeros decretos de emergencia proclamados para frenar la pobreza desenfrenada estaba el bloqueo del pago de los alquileres (era justo que “la propiedad hiciera su parte de sacrificio”) y la suspensión de la venta de objetos – por un valor no superior a 20 Francos-, depositados en las casas de empeño. También se crearon nueve comisiones colegiadas para reemplazar los ministerios existentes: guerra, finanzas, seguridad general, educación, subsistencia, justicia, trabajo y comercio, relaciones exteriores, y servicios públicos. Posteriormente se nombró un delegado para gestionar cada una de ellas.

El 19 de abril, tres días después de las elecciones parciales tras las cuales fue posible reemplazar los 31 escaños que quedaron vacantes casi de inmediato, la Comuna redactó la Declaración al Pueblo Francés, en la que se aseguraba “la garantía absoluta de la libertad individual, de la libertad de conciencia y la libertad de trabajo” y “la intervención permanente de la ciudadanía en los asuntos comunes”. Se afirmaba que el conflicto entre París y Versalles “no podía terminar con compromisos ilusorios” y que el pueblo tenía “el deber de luchar y vencer”. Mucho más significativos que el contenido de este texto, síntesis un tanto ambigua para evitar tensiones entre las distintas tendencias políticas, fueron los actos concretos a través de los cuales los militantes de la Comuna lucharon por una transformación total del poder político. Iniciaron una serie de reformas que tenían como objetivo cambiar profundamente no solo la forma en que se administraba la política, sino su propia naturaleza. La democracia directa de la Comuna preveía la revocabilidad de los representantes electos y el control de su labor a través de la vinculación de mandatos (medida insuficiente para resolver la compleja cuestión de la representación política). Los magistrados y otros cargos públicos, también sujetos a control permanente y la posibilidad de revocación, no serían designados arbitrariamente, como en el pasado, sino mediante oposición o elecciones transparentes. Había que impedir la profesionalización de la esfera pública. Las decisiones políticas no debían corresponder a pequeños grupos de funcionarios y técnicos, sino ser tomadas por el pueblo. Los ejércitos y las fuerzas policiales ya no serían instituciones separadas del cuerpo de la sociedad. La separación entre Iglesia y Estado era una necesidad indispensable.

Sin embargo, el cambio político no terminaba con la adopción de estas medidas. Debía ir mucho más a la raíz. La burocracia tenía que reducirse drásticamente, transfiriendo el ejercicio del poder a manos del pueblo. El ámbito social tenía que prevalecer sobre el político y este último – como ya había argumentado Henri de Saint-Simon – dejaría de existir como función especializada, ya que sería asimilado progresivamente por las actividades de la sociedad civil. El cuerpo social recuperaría así las funciones que habían sido transferidas al estado. Derribar la dominación de clase existente no era suficiente; había que extinguir el dominio de clase como tal. Todo esto habría permitido la realización del plan diseñado por los comuneros: una república constituida por la unión de asociaciones libres verdaderamente democráticas que se convertirían en impulsoras de la emancipación de todos sus componentes. Era el autogobierno de los productores.

La prioridad de las reformas sociales
La Comuna creía que las reformas sociales eran incluso más relevantes que las transformaciones en el orden político. Representaban su razón de ser, el termómetro con el que medir la fidelidad a los principios para los que había nacido, el elemento de diferenciación definitivo frente a las revoluciones que la habían precedido en 1789 y 1848. La Comuna ratificó varias disposiciones con una clara connotación de clase. La fecha de vencimiento de las deudas se pospuso tres años, sin pago de intereses. Se suspendieron los desahucios por impago de los alquileres y se adoptaron medidas para que las casas desocupadas fueran requisadas a favor de las personas sin hogar. Se hicieron proyectos para limitar la duración de la jornada laboral (de las 10 horas iniciales a las ocho previstas en el futuro), se prohibió, bajo sanción, la práctica generalizada entre los empresarios de imponer multas espurias a los trabajadores con el único propósito de reducir sus salarios. Se decretaron salarios mínimos decentes. Se adoptó la prohibición de la acumulación de múltiples puestos de trabajo y se estableció un límite máximo para los salarios de los cargos públicos. Se hizo todo lo posible para aumentar el suministro de alimentos y reducir los precios. Se prohibió el trabajo nocturno en las panaderías y se abrieron algunas carnicerías municipales. Se implementaron diversas medidas de asistencia social para los más vulnerables, incluido el suministro de alimentos a mujeres y niños abandonados, y se aprobó el fin de la discriminación entre niños legítimos y naturales.

Todos los comuneros creían que la educación era un factor indispensable para la liberación de los individuos, sinceramente convencidos de que representaba el requisito previo de cualquier cambio social y político serio y duradero. Por tanto, animaron múltiples y relevantes debates en torno a las propuestas de reforma del sistema educativo. La escuela sería obligatoria y gratuita para todos, niños y niñas. La enseñanza religiosa sería reemplazada por la enseñanza laica, inspirada en el pensamiento racional y científico, y los costes del culto ya no recaerían en el presupuesto estatal. En las comisiones especialmente creadas y en la prensa se produjeron numerosas tomas de posición destacando cuán fundamental era la decisión de invertir en la educación femenina. Para convertirse verdaderamente en un “servicio público”, la escuela tenía que ofrecer las mismas oportunidades a los “niños de ambos sexos”. Por último, debía prohibir “las distinciones de raza, nacionalidad, fe o posición social”. Los avances de carácter teórico fueron acompañados de las primeras iniciativas prácticas y, en más de un distrito, miles de niños de la clase trabajadora recibieron material didáctico gratuito y entraron, por primera vez, en un edificio escolar.
La Comuna también legisló medidas de carácter socialista. Se decidió que los talleres abandonados por los propietarios que habían huido de la ciudad, a quienes se les garantizó una indemnización a su regreso, serían entregados a asociaciones cooperativas de trabajadores. Los teatros y museos -que estarían abiertos a todos y no serían de pago- fueron colectivizados y confiados a la dirección de quienes se habían adherido a la “Federación de Artistas de París”, presidida por el pintor e incansable militante Gustave Courbet. En él participaron unos 300 escultores, arquitectos, litógrafos y pintores (entre muchos también Édouard Manet). A esta iniciativa le siguió el nacimiento de la “Federación artística” que agrupó a los actores y al mundo de la ópera.

Todas estas acciones y disposiciones se llevaron a cabo sorprendentemente en solo 54 días, en un París todavía atormentado por los efectos de la guerra franco-prusiana. La Comuna sólo pudo funcionar del 29 de marzo al 21 de mayo y, además, en medio de una heroica resistencia a los ataques de Versalles, en una defensa que requería un gran derroche de energía humana y de recursos económicos. Además, dado que la Comuna no tenía ningún medio de coerción, muchas de las decisiones tomadas no se aplicaron de manera uniforme en el amplio territorio de la ciudad. Sin embargo, constituyeron un notable intento de reforma social y señalaron el camino de un posible cambio.

Una lucha colectiva y feminista
La Comuna fue mucho más que las medidas aprobadas por su asamblea legislativa. Incluso aspiró a alterar sustancialmente el espacio urbano, como lo demuestra la decisión de demoler la Columna Vendôme, reputada como un monumento a la barbarie y símbolo reprensible de la guerra, y secularizar algunos lugares de culto, destinando su uso a la comunidad. La Comuna vivió gracias a una extraordinaria participación masiva y un sólido espíritu de ayuda mutua. En este levantamiento contra la autoridad jugaron un papel destacado los clubes revolucionarios, que surgieron con increíble rapidez en casi todos los distritos. Se establecieron 28 y representaron uno de los ejemplos más importantes de la movilización espontánea que acompañó a la Comuna. Abiertos todas las noches, ofrecieron a la ciudadanía la oportunidad de reunirse, después del trabajo, para discutir libremente la situación social y política, verificar lo que habían logrado sus representantes y sugerir alternativas para la solución de los problemas cotidianos. Se trataba de asociaciones horizontales que favorecían la formación y expresión de la soberanía popular, pero también espacios de auténtica hermandad y fraternidad de hombres y mujeres. Eran espacios donde todos podían respirar la embriagadora posibilidad de convertirse en dueños de su propio destino.

En esta vía de emancipación no existía la discriminación nacional. El título de ciudadano de la Comuna estaba garantizado a todos los que trabajaban por su desarrollo y los extranjeros tenían los mismos derechos sociales garantizados que los franceses. Prueba de este principio de igualdad fue el papel predominante que asumieron varios extranjeros (unos 3.000 en total). El húngaro, miembro de la Asociación Internacional de Trabajadores, Léo Frankel, no solo fue uno de los funcionarios electos de la Comuna, sino que también el responsable de la comisión de trabajo, uno de los “ministerios” más importantes de París. Los polacos Jaroslaw Dombrowski y Walery Wroblewski, fueron nombrados generales con mando de la Guardia Nacional y desempeñaron un papel igualmente importante.

En este contexto, las mujeres, aún privadas del derecho al voto y, en consecuencia, también de sentarse entre los representantes del Consejo de la Comuna, jugaron un papel fundamental en la crítica del orden social existente. Transgredieron las normas de la sociedad burguesa y afirmaron su nueva identidad en oposición a los valores de la familia patriarcal. Salieron de la dimensión privada y se ocuparon de la esfera pública. Formaron la “Unión de Mujeres por la Defensa de París y por la Atención a los Heridos” (nacida gracias a la incesante actividad de Élisabeth Dmitrieff, militante de la Asociación Internacional de Trabajadores) y jugaron un papel central en la identificación de batallas sociales estratégicas. Consiguieron el cierre de los burdeles, lograron la igualdad salarial con los maestros varones, acuñaron el lema “a igual trabajo, igual salario”, reclamaron igualdad de derechos en el matrimonio, exigieron el reconocimiento de las uniones libres, promovieron la creación de cámaras sindicales exclusivamente femeninas. Cuando, a mediados de mayo, la situación militar empeoró, cuando las tropas de Versalles llegaron a las puertas de París, las mujeres tomaron las armas e incluso lograron formar su propio batallón. Muchos expiraron su último aliento en las barricadas. La propaganda burguesa las convirtió en objeto de los ataques más despiadados, acusándolas de haber incendiado la ciudad durante los enfrentamientos y atribuyéndolas el despectivo calificativo de “las petroleras”.

¿Centralizar o descentralizar?
La Comuna quería establecer una auténtica democracia. Era un proyecto ambicioso y difícil. La soberanía popular a la que aspiraban los revolucionarios implicaba la participación del mayor número posible de ciudadanos. A finales de marzo, se habían desarrollado en París una miríada de comisiones centrales, subcomités de barrio, clubes revolucionarios y batallones de soldados que flanqueaban el duopolio ya complejo compuesto por el consejo de la Comuna y el comité central de la Guardia Nacional. Este último, de hecho, había conservado el control del poder militar, a menudo operando como un verdadero contrapoder del primero. Si el compromiso directo de una gran parte de la población constituía una garantía democrática vital, la multiplicidad de autoridades sobre el terreno complicaban el proceso de toma de decisiones y hacían tortuoso la aplicación de las ordenanzas.

El problema de la relación entre la autoridad central y los organismos locales produjo no pocos cortocircuitos, lo que resultó en una situación caótica y muchas veces paralizante. El ya precario equilibrio saltó por completo cuando, ante la emergencia de la guerra, la indisciplina presente en las filas de la Guardia Nacional y una creciente ineficacia de la acción gubernamental, Jules Miot propuso la creación de un Comité de Salud Pública de cinco integrantes – una solución inspirada en el modelo dictatorial de Maximilien Robespierre de 1793. La medida fue aprobada el 1 de mayo, por 45 votos a favor y 23 en contra. Fue un error dramático que decretó el principio del fin de una experiencia política sin precedentes y dividió a la Comuna en dos bloques opuestos. A los primeros pertenecían los neo-jacobinos y blanquistas, partidarios de la concentración del poder y, en última instancia, de la primacía de la dimensión política sobre la social. El segundo incluía a la mayoría de los miembros de la Asociación Internacional de Trabajadores, para quienes el ámbito social era más importante que el político. Consideraban necesaria la separación de poderes y creían que la república nunca debía cuestionar las libertades políticas. Coordinados por el infatigable Eugène Varlin, hicieron público su claro rechazo a las derivas autoritarias y no participaron en la elección del Comité de Salud Pública. Para ellos, el poder centralizado en manos de unos pocos individuos contradecía los postulados de la Comuna. Sus cargos electos no eran los poseedores de la soberanía – esta pertenecía al pueblo – y, por tanto, no tenían derecho a enajenarla. El 21 de mayo, cuando la minoría participó nuevamente en una sesión del consejo de la Comuna, se hizo un nuevo intento de restablecer la unidad en su seno. Pero ya era demasiado tarde.

La Comuna, sinónimo de la revolución
La Comuna de París fue reprimida con brutal violencia por los ejércitos de Versalles. Durante la llamada “semana sangrienta” (del 21 al 28 de mayo) fueron muertos entre 17.000 y 25.000 ciudadanos. Los últimos enfrentamientos tuvieron lugar a lo largo del perímetro del cementerio de Père-Lachaise. El joven Arthur Rimbaud describió la capital francesa como una “ciudad dolorosa, casi muerta”. Fue la masacre más violenta de la historia de Francia. Solo 6.000 comuneros lograron escapar y refugiarse en el exilio en Inglaterra, Bélgica y Suiza. Hubo 43.522 prisioneros. Un centenar de ellos fueron condenados a muerte tras juicios sumarísimos de los consejos de guerra, mientras que otros 13.500 fueron enviados a prisión, a trabajos forzados o deportados (en buena parte, especialmente, a la remota Nueva Caledonia). Algunos de ellos se solidarizaron y compartieron la misma suerte que los insurgentes argelinos que habían liderado la revuelta anticolonial de Mokrani, que tuvo lugar al mismo tiempo que la Comuna y que también fue aplastada violentamente por las tropas francesas.

El espectro de la Comuna intensificó la represión anti-socialista en toda Europa. Justificando la violencia estatal sin precedentes ejercida por Thiers, la prensa conservadora y liberal acusó a los comuneros de los peores crímenes y expresó gran alivio por la restauración del “orden natural” y la legalidad burguesa, así como su satisfacción por el triunfo de la “civilización” sobre la “anarquía”. Aquellos que se habían atrevido a cuestionar la autoridad y atacar los privilegios de la clase dominante fueron castigados de manera ejemplar. Las mujeres volvieron a ser consideradas seres inferiores y los trabajadores, con sus manos sucias y llenas de callos, que se habían atrevido a pensar que podían gobernar, fueron devueltos a los lugares que se les reservaba en la sociedad.

Sin embargo, la insurrección parisina dio fuerza a las luchas de los trabajadores y las empujó hacia posiciones más radicales. A raíz de su derrota, Eugène Pottier escribió una canción destinada a convertirse en la más famosa del movimiento obrero. Sus versos dicen: “¡Agrupémonos todos en la lucha final. El género humano es la internacional! (Groupons-nous, et demain, L’Internationale sera le genre humain!). París había demostrado que era necesario perseguir el objetivo de construir una sociedad radicalmente diferente de la capitalista. A partir de ese momento, aunque “El tiempo de las cerezas” nunca llegó para sus protagonistas (según el título de la célebre canción compuesta por el comunero Jean Baptiste Clément), la Comuna encarnó la idea abstracta y el cambio concreto al mismo tiempo. Se convirtió en sinónimo del concepto mismo de revolución, fue una experiencia ontológica de la clase trabajadora. En La guerra civil en Francia, Marx afirmó que esta “vanguardia del proletariado moderno” logró “acercar a los trabajadores de todo el mundo a Francia”. La Comuna de París cambió la conciencia de los trabajadores y su percepción colectiva. Después de 150 años, su bandera roja sigue ondeando y nos recuerda que siempre es posible una alternativa. Vive la Commune!

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Francisco T. Sobrino, Herramienta. Revista de Debate y Crítica Marxista

Este libro, prologado por Eric Hobsbawm para la edición castellana, contiene una colección de ensayos sobre los manuscritos económicos de Marx durante el periodo 1857-1859, a los que se consideran como los primeros borradores de El capital.

Quienes  publicaron estos manuscritos por primera vez en 1939-1941 los llamaron Grundrisse. Lineamientos fundamentales para la crítica de la economía política 1857-1858. En la época en que Marx los elaboraba, los lectores sólo conocieron lo que sería la parte inicial o preliminar de su ambicioso trabajo, bajo el título de Contribución a la crítica de la economía política, que fue publicado en 1859. Este fragmento de sus estudios sería reelaborado por Marx después, al publicar el primer tomo de El capital.
Esta publicación colabora en la tarea de hacer llegar a los lectores hispano hablantes interesados en las actuales investigaciones del proyecto editorial, científico y crítico de la obra de Marx y Engels, conocido como “MEGA2” (Marx Engels Gesamtausgabe). Este proyecto, compuesto por estudiosos, comentaristas y especialistas, está encarando la edición crítica de toda la obra de Marx y Engels, en base al cuidadoso estudio de todos los manuscritos conservados en los archivos existentes, incluyendo borradores, resúmenes, comentarios y tachaduras, etcétera.
El cuerpo del texto consta de una introducción, a cargo del editor: “La crítica de la economía política en los primeros estudios de Marx”. A continuación, se divide en tres partes. La Parte I contiene interpretaciones críticas de los Grundrisse, e incluye los siguientes ensayos: “Historia, producción y método en la ‘Introducción’ de 1857” por el mismo Musto;  “El concepto de valor en la economía moderna: acerca de la relación entre dinero y capital en los Grundrisse”, por Joachim Bischoff y Christoph Lieber; “La concepción de Marx de la alienación en los Grundrisse”, por Terrell Carver; “El descubrimiento de la categoría de plusvalor”, por  Enrique Dussel; “El materialismo histórico en ´Formas que preceden a la producción capitalista’”, por Ellen Meiksins Wood; “Los Grundrisse de Marx y las contradicciones ecológicas del capitalismo”, por John Bellamy Foster; “Individuos emancipados en una sociedad emancipada: la sociedad post-capitalista esbozada por Marx en los Grundrisse”, por Iring Fetscher; y “Repensando El capital a la luz de los Grundrisse”, por Moshe Postone.
La Parte II: “Marx en la época de los Grundrisse”, se dedica a analizar al contexto histórico y biográfico de Marx cuando los escribía, compuesta por los siguientes artículos: “La vida de Marx en la época de los Grundrisse: notas biográficas de 1857-1858”, por Marcello Musto; “La primera crisis económica mundial: Marx como periodista económico”, por Michael R. Krätke; y “Los ‘libros sobre las crisis’ de Marx de 1857-1858”, también por Michael R. Krätke.
La Parte III registra la difusión y la recepción de los Grundrisse en todo el mundo. Este método, ya utilizado eficazmente por Marcello Musto en su anterior libro Marx for Today(publicado en castellano en Buenos Aires con el título: De regreso a Marx: nuevas lecturas y vigencia en el mundo actual, Octubre, 2015), ayuda a los lectores a conocer su impacto en los diversos contextos nacionales y regionales, informando las principales ediciones, versiones y traducciones, así como a las obras más destacadas de comentaristas en los diferentes idiomas. Colaboran aquí 21 autores de una variedad de países y regiones.
Finalmente, un epílogo: “Después de los Grundrisse”, cierra el libro con el ensayo “La escritura de El capital: Génesis y estructura de la crítica de la economía política de Marx”, a cargo del editor. La presente edición, entonces, ofrece un panorama completo del principal proyecto intelectual de Marx, que era su crítica de la economía política. Como lo señala Hobsbawm, en los Grundrisse se refleja la obra de un “Marx maduro, crítico y creativo”. Bien puede afirmarse que con la recepción  de estos manuscritos de 1857-1858 comenzó el proceso de liberar al marxismo de la camisa de fuerza de la ortodoxia soviética, tanto adentro como afuera de los partidos comunistas, y creando la base para una apertura política e ideológica.
Un ejemplo de lo antedicho es la referencia a la conocida tesis que aparece en el “Prólogo” de la Contribución a la crítica de la economía política, publicada en 1859, o sea dos años después de que Marx escribiese la “Introducción” de los Grundrisse: “El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e intelectual en general”, que Marcello Musto nos alerta que no debería ser interpretada en un sentido determinista, y que debería distinguirse claramente de la lectura estrecha y predecible del marxismo-leninismo, en la que “los fenómenos superestructurales de la sociedad son un mero reflejo de la existencia material de los seres humanos”. Y como prueba de ello nos muestra que cuando Marx citó esa afirmación, en una nota a la edición francesa de El capital de 1872-1875, prefirió utilizar el verbo dominer para traducir el alemán bedingen(traducido más usualmente como déterminer o conditionner). Con eso, Marx quiso evitar el riesgo de plantear una relación mecánica entre los dos aspectos.
Sin embargo, generalmente ha prevalecido la primera lectura, también difundida ampliamente por Stalin en su libro Materialismo dialéctico e histórico: “el mundo material representa la realidad objetiva…y la vida espiritual de la sociedad es un reflejo de dicha realidad objetiva”.
Musto finaliza el epílogo recordando una conversación de Marx con el periodista liberal estadounidense John Swinton, quien estaba “profundamente sorprendido por la vastedad de su conocimiento”, que fue publicada el 6 de septiembre de 1880 en la portada de The Sun. Cuando el periodista le preguntó: “La ley suprema del ser, ¿cuál es?”, luego de unos segundos, Marx “respondió, con un tono profundo y solemne: ¡la lucha!”

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La alternativa posible de la Comuna de París

Los burgueses siempre lo habían conseguido todo. Desde la revolución de 1789, habían sido los únicos que se habían enriquecido en tiempos de prosperidad, mientras que la clase trabajadora había tenido que soportar regularmente el coste de las crisis. La proclamación de la Tercera República abrió nuevos escenarios y ofreció la oportunidad de revertir este rumbo. Napoleón III había sido derrotado y capturado por los alemanes, en Sedán, el 4 de septiembre de 1870. En enero un año después se rendía París, que había estado sitiada durante más de cuatro meses, lo que obligó a los franceses a aceptar las condiciones impuestas por Otto von Bismarck. Se produjo un armisticio que permitió la celebración de elecciones y el posterior nombramiento de Adolphe Thiers como jefe del poder ejecutivo, con el apoyo de una amplia mayoría legitimista y orleanista. En la capital, sin embargo, a diferencia del resto del país, la conjunción progresista-republicana tuvo éxito con una abrumadora mayoría y el descontento popular fue más generalizado que en otros lugares. La perspectiva de un ejecutivo que dejase inmutables todas las injusticias sociales, que quería desarmar la ciudad y estaba dispuesto a hacer recaer el precio de la guerra sobre los menos favorecidos, desató la rebelión. El 18 de marzo estalló una nueva revolución; Thiers y su ejército tuvieron que refugiarse en Versalles.

De lucha y de gobierno
Los insurgentes decidieron celebrar inmediatamente elecciones libres, para garantizar la legitimidad democrática de la insurrección. El 26 de marzo, una abrumadora mayoría (190.000 contra 40.000 votos) aprobó las razones de la revuelta y 70 de los 85 miembros electos se declararon a favor de la revolución. Los 15 representantes moderados del llamado “parti de maires” (partido de los alcaldes), grupo formado por ex presidentes de algunos distritos, dimitieron inmediatamente y no se incorporaron al consejo de la comuna. Poco después fueron seguidos por cuatro radicales. Los 66 miembros restantes, que no se distinguían fácilmente por su doble afiliación política, representaban posiciones muy variadas. Entre ellos había una veintena de republicanos neo-jacobinos (incluidos los influyentes Charles Delescluze y Felix Pyat), una docena de prosélitos de Auguste Blanqui, 17 miembros de la Asociación Internacional de Trabajadores (incluidos los mutualistas seguidores de Pierre-Joseph Proudhon, que con frecuencia no estaban de acuerdo con los colectivistas afines a Karl Marx) y un par de independientes. La mayoría de los miembros de la Comuna eran trabajadores o representantes reconocidos de la clase trabajadora. De ellos, 14 procedían de la Guardia Nacional. Fue precisamente el comité central de esta el que depositó el poder en manos de la Comuna, aunque este acto fue el inicio de una larga serie de contradicciones y conflictos entre las dos entidades.

El 28 de marzo, una gran masa de ciudadanos se reunió cerca del Hôtel de Ville y recibió con alegría la inauguración de la nueva asamblea que oficialmente tomó el nombre de la Comuna de París. Aunque solo duró 72 días, fue el evento político más importante en la historia del movimiento obrero del siglo XIX. La Comuna revivió la esperanza de una población agotada por meses de penurias. En los barrios surgieron comités y grupos en apoyo. En cada rincón de la metrópoli se multiplicaron las iniciativas de solidaridad y los planes para la construcción de un mundo nuevo. Montmartre pasó a llamarse “la ciudadela de la libertad”. Uno de los sentimientos predominantes fue el deseo de compartir. Militantes como Louise Michel dieron ejemplo por su espíritu de abnegación. Víctor Hugo escribió sobre ella: “Hiciste lo que hacen las grandes almas locas. Has dado gloria a los que están aplastados y sometidos”. Sin embargo, la Comuna no vivió gracias al impulso de un dirigente o de unas pocas figuras carismáticas. De hecho, su principal característica fue su dimensión claramente colectiva. Mujeres y hombres se ofrecieron voluntarios para un proyecto de liberación común. La autogestión ya no se consideró más una utopía. La auto-emancipación se convirtió en algo esencial.

La transformación del poder político
Entre los primeros decretos de emergencia proclamados para frenar la pobreza desenfrenada estaba el bloqueo del pago de los alquileres (era justo que “la propiedad hiciera su parte de sacrificio”) y la suspensión de la venta de objetos -por un valor no superior a 20 Francos-, depositados en las casas de empeño. También se crearon nueve comisiones colegiadas para reemplazar los ministerios existentes: guerra, finanzas, seguridad general, educación, subsistencia, justicia, trabajo y comercio, relaciones exteriores, y servicios públicos. Posteriormente se nombró un delegado para gestionar cada una de ellas.

El 19 de abril, tres días después de las elecciones parciales tras las cuales fue posible reemplazar los 31 escaños que quedaron vacantes casi de inmediato, la Comuna redactó la Declaración al Pueblo Francés, en la que se aseguraba “la garantía absoluta de la libertad individual, de la libertad de conciencia y la libertad de trabajo” y “la intervención permanente de la ciudadanía en los asuntos comunes”. Se afirmaba que el conflicto entre París y Versalles “no podía terminar con compromisos ilusorios” y que el pueblo tenía “el deber de luchar y vencer”. Mucho más significativos que el contenido de este texto, síntesis un tanto ambigua para evitar tensiones entre las distintas tendencias políticas, fueron los actos concretos a través de los cuales los militantes de la Comuna lucharon por una transformación total del poder político. Iniciaron una serie de reformas que tenían como objetivo cambiar profundamente no solo la forma en que se administraba la política, sino su propia naturaleza. La democracia directa de la Comuna preveía la revocabilidad de los representantes electos y el control de su labor a través de la vinculación de mandatos (medida insuficiente para resolver la compleja cuestión de la representación política). Los magistrados y otros cargos públicos, también sujetos a control permanente y la posibilidad de revocación, no serían designados arbitrariamente, como en el pasado, sino mediante oposición o elecciones transparentes. Había que impedir la profesionalización de la esfera pública. Las decisiones políticas no debían corresponder a pequeños grupos de funcionarios y técnicos, sino ser tomadas por el pueblo. Los ejércitos y las fuerzas policiales ya no serían instituciones separadas del cuerpo de la sociedad. La separación entre Iglesia y Estado era una necesidad indispensable.

Sin embargo, el cambio político no terminaba con la adopción de estas medidas. Debía ir mucho más a la raíz. La burocracia tenía que reducirse drásticamente, transfiriendo el ejercicio del poder a manos del pueblo. El ámbito social tenía que prevalecer sobre el político y este último – como ya había argumentado Henri de Saint-Simon – dejaría de existir como función especializada, ya que sería asimilado progresivamente por las actividades de la sociedad civil. El cuerpo social recuperaría así las funciones que habían sido transferidas al estado. Derribar la dominación de clase existente no era suficiente; había que extinguir el dominio de clase como tal. Todo esto habría permitido la realización del plan diseñado por los comuneros: una república constituida por la unión de asociaciones libres verdaderamente democráticas que se convertirían en impulsoras de la emancipación de todos sus componentes. Era el autogobierno de los productores.

La prioridad de las reformas sociales
La Comuna creía que las reformas sociales eran incluso más relevantes que las transformaciones en el orden político. Representaban su razón de ser, el termómetro con el que medir la fidelidad a los principios para los que había nacido, el elemento de diferenciación definitivo frente a las revoluciones que la habían precedido en 1789 y 1848. La Comuna ratificó varias disposiciones con una clara connotación de clase. La fecha de vencimiento de las deudas se pospuso tres años, sin pago de intereses. Se suspendieron los desahucios por impago de los alquileres y se adoptaron medidas para que las casas desocupadas fueran requisadas a favor de las personas sin hogar. Se hicieron proyectos para limitar la duración de la jornada laboral (de las 10 horas iniciales a las ocho previstas en el futuro), se prohibió, bajo sanción, la práctica generalizada entre los empresarios de imponer multas espurias a los trabajadores con el único propósito de reducir sus salarios. Se decretaron salarios mínimos decentes. Se adoptó la prohibición de la acumulación de múltiples puestos de trabajo y se estableció un límite máximo para los salarios de los cargos públicos. Se hizo todo lo posible para aumentar el suministro de alimentos y reducir los precios. Se prohibió el trabajo nocturno en las panaderías y se abrieron algunas carnicerías municipales. Se implementaron diversas medidas de asistencia social para los más vulnerables, incluido el suministro de alimentos a mujeres y niños abandonados, y se aprobó el fin de la discriminación entre niños legítimos y naturales.

Todos los comuneros creían que la educación era un factor indispensable para la liberación de los individuos, sinceramente convencidos de que representaba el requisito previo de cualquier cambio social y político serio y duradero. Por tanto, animaron múltiples y relevantes debates en torno a las propuestas de reforma del sistema educativo. La escuela sería obligatoria y gratuita para todos, niños y niñas. La enseñanza religiosa sería reemplazada por la enseñanza laica, inspirada en el pensamiento racional y científico, y los costes del culto ya no recaerían en el presupuesto estatal. En las comisiones especialmente creadas y en la prensa se produjeron numerosas tomas de posición destacando cuán fundamental era la decisión de invertir en la educación femenina. Para convertirse verdaderamente en un “servicio público”, la escuela tenía que ofrecer las mismas oportunidades a los “niños de ambos sexos”. Por último, debía prohibir “las distinciones de raza, nacionalidad, fe o posición social”. Los avances de carácter teórico fueron acompañados de las primeras iniciativas prácticas y, en más de un distrito, miles de niños de la clase trabajadora recibieron material didáctico gratuito y entraron, por primera vez, en un edificio escolar.

La Comuna también legisló medidas de carácter socialista. Se decidió que los talleres abandonados por los propietarios que habían huido de la ciudad, a quienes se les garantizó una indemnización a su regreso, serían entregados a asociaciones cooperativas de trabajadores. Los teatros y museos -que estarían abiertos a todos y no serían de pago- fueron colectivizados y confiados a la dirección de quienes se habían adherido a la “Federación de Artistas de París”, presidida por el pintor e incansable militante Gustave Courbet. En él participaron unos 300 escultores, arquitectos, litógrafos y pintores (entre muchos también Édouard Manet). A esta iniciativa le siguió el nacimiento de la “Federación artística” que agrupó a los actores y al mundo de la ópera.

Todas estas acciones y disposiciones se llevaron a cabo sorprendentemente en solo 54 días, en un París todavía atormentado por los efectos de la guerra franco-prusiana. La Comuna sólo pudo funcionar del 29 de marzo al 21 de mayo y, además, en medio de una heroica resistencia a los ataques de Versalles, en una defensa que requería un gran derroche de energía humana y de recursos económicos. Además, dado que la Comuna no tenía ningún medio de coerción, muchas de las decisiones tomadas no se aplicaron de manera uniforme en el amplio territorio de la ciudad. Sin embargo, constituyeron un notable intento de reforma social y señalaron el camino de un posible cambio.

Una lucha colectiva y feminista
La Comuna fue mucho más que las medidas aprobadas por su asamblea legislativa. Incluso aspiró a alterar sustancialmente el espacio urbano, como lo demuestra la decisión de demoler la Columna Vendôme, reputada como un monumento a la barbarie y símbolo reprensible de la guerra, y secularizar algunos lugares de culto, destinando su uso a la comunidad. La Comuna vivió gracias a una extraordinaria participación masiva y un sólido espíritu de ayuda mutua. En este levantamiento contra la autoridad jugaron un papel destacado los clubes revolucionarios, que surgieron con increíble rapidez en casi todos los distritos. Se establecieron 28 y representaron uno de los ejemplos más importantes de la movilización espontánea que acompañó a la Comuna. Abiertos todas las noches, ofrecieron a la ciudadanía la oportunidad de reunirse, después del trabajo, para discutir libremente la situación social y política, verificar lo que habían logrado sus representantes y sugerir alternativas para la solución de los problemas cotidianos. Se trataba de asociaciones horizontales que favorecían la formación y expresión de la soberanía popular, pero también espacios de auténtica hermandad y fraternidad de hombres y mujeres. Eran espacios donde todos podían respirar la embriagadora posibilidad de convertirse en dueños de su propio destino.

En esta vía de emancipación no existía la discriminación nacional. El título de ciudadano de la Comuna estaba garantizado a todos los que trabajaban por su desarrollo y los extranjeros tenían los mismos derechos sociales garantizados que los franceses. Prueba de este principio de igualdad fue el papel predominante que asumieron varios extranjeros (unos 3.000 en total). El húngaro, miembro de la Asociación Internacional de Trabajadores, Léo Frankel, no solo fue uno de los funcionarios electos de la Comuna, sino también el responsable de la comisión de trabajo, uno de los “ministerios” más importantes de París. Los polacos Jaroslaw Dombrowski y Walery Wroblewski, fueron nombrados generales con mando de la Guardia Nacional y desempeñaron un papel igualmente importante.

En este contexto, las mujeres, aún privadas del derecho al voto y, en consecuencia, también de sentarse entre los representantes del Consejo de la Comuna, jugaron un papel fundamental en la crítica del orden social existente. Transgredieron las normas de la sociedad burguesa y afirmaron su nueva identidad en oposición a los valores de la familia patriarcal. Salieron de la dimensión privada y se ocuparon de la esfera pública. Formaron la “Unión de Mujeres por la Defensa de París y por la Atención a los Heridos” (nacida gracias a la incesante actividad de Élisabeth Dmitrieff, militante de la Asociación Internacional de Trabajadores) y jugaron un papel central en la identificación de batallas sociales estratégicas. Consiguieron el cierre de los burdeles, lograron la igualdad salarial con los maestros varones, acuñaron el lema “a igual trabajo, igual salario”, reclamaron igualdad de derechos en el matrimonio, exigieron el reconocimiento de las uniones libres, promovieron la creación de cámaras sindicales exclusivamente femeninas. Cuando, a mediados de mayo, la situación militar empeoró, cuando las tropas de Versalles llegaron a las puertas de París, las mujeres tomaron las armas e incluso lograron formar su propio batallón. Muchos expiraron su último aliento en las barricadas. La propaganda burguesa las convirtió en objeto de los ataques más despiadados, acusándolas de haber incendiado la ciudad durante los enfrentamientos y atribuyéndoles el despectivo calificativo de “las petroleras”.

¿Centralizar o descentralizar?
La Comuna quería establecer una auténtica democracia. Era un proyecto ambicioso y difícil. La soberanía popular a la que aspiraban los revolucionarios implicaba la participación del mayor número posible de ciudadanos. A finales de marzo, se habían desarrollado en París una miríada de comisiones centrales, subcomités de barrio, clubes revolucionarios y batallones de soldados que flanqueaban el duopolio ya complejo compuesto por el consejo de la Comuna y el comité central de la Guardia Nacional. Este último, de hecho, había conservado el control del poder militar, a menudo operando como un verdadero contrapoder del primero. Si el compromiso directo de una gran parte de la población constituía una garantía democrática vital, la multiplicidad de autoridades sobre el terreno complicaban el proceso de toma de decisiones y hacían tortuosa la aplicación de las ordenanzas.

El problema de la relación entre la autoridad central y los organismos locales produjo no pocos cortocircuitos, lo que resultó en una situación caótica y muchas veces paralizante. El ya precario equilibrio saltó por completo cuando, ante la emergencia de la guerra, la indisciplina presente en las filas de la Guardia Nacional y una creciente ineficacia de la acción gubernamental, Jules Miot propuso la creación de un Comité de Salud Pública de cinco integrantes – una solución inspirada en el modelo dictatorial de Maximilien Robespierre de 1793. La medida fue aprobada el 1 de mayo, por 45 votos a favor y 23 en contra. Fue un error dramático que decretó el principio del fin de una experiencia política sin precedentes y dividió a la Comuna en dos bloques opuestos. A los primeros pertenecían los neo-jacobinos y blanquistas, partidarios de la concentración del poder y, en última instancia, de la primacía de la dimensión política sobre la social. El segundo incluía a la mayoría de los miembros de la Asociación Internacional de Trabajadores, para quienes el ámbito social era más importante que el político. Consideraban necesaria la separación de poderes y creían que la república nunca debía cuestionar las libertades políticas. Coordinados por el infatigable Eugène Varlin, hicieron público su claro rechazo a las derivas autoritarias y no participaron en la elección del Comité de Salud Pública. Para ellos, el poder centralizado en manos de unos pocos individuos contradecía los postulados de la Comuna. Sus cargos electos no eran los poseedores de la soberanía -esta pertenecía al pueblo- y, por tanto, no tenían derecho a enajenarla. El 21 de mayo, cuando la minoría participó nuevamente en una sesión del consejo de la Comuna, se hizo un nuevo intento de restablecer la unidad en su seno. Pero ya era demasiado tarde.

La Comuna, sinónimo de la revolución
La Comuna de París fue reprimida con brutal violencia por los ejércitos de Versalles. Durante la llamada “semana sangrienta” (del 21 al 28 de mayo) fueron muertos entre 17.000 y 25.000 ciudadanos. Los últimos enfrentamientos tuvieron lugar a lo largo del perímetro del cementerio de Père-Lachaise. El joven Arthur Rimbaud describió la capital francesa como una “ciudad dolorosa, casi muerta”. Fue la masacre más violenta de la historia de Francia. Solo 6.000 comuneros lograron escapar y refugiarse en el exilio en Inglaterra, Bélgica y Suiza. Hubo 43.522 prisioneros. Un centenar de ellos fueron condenados a muerte tras juicios sumarísimos de los consejos de guerra, mientras que otros 13.500 fueron enviados a prisión, a trabajos forzados o deportados (en buena parte, especialmente, a la remota Nueva Caledonia). Algunos de ellos se solidarizaron y compartieron la misma suerte que los insurgentes argelinos que habían liderado la revuelta anticolonial de Mokrani, que tuvo lugar al mismo tiempo que la Comuna y que también fue aplastada violentamente por las tropas francesas.

El espectro de la Comuna intensificó la represión anti-socialista en toda Europa. Justificando la violencia estatal sin precedentes ejercida por Thiers, la prensa conservadora y liberal acusó a los comuneros de los peores crímenes y expresó gran alivio por la restauración del “orden natural” y la legalidad burguesa, así como su satisfacción por el triunfo de la “civilización” sobre la “anarquía”. Aquellos que se habían atrevido a cuestionar la autoridad y atacar los privilegios de la clase dominante fueron castigados de manera ejemplar. Las mujeres volvieron a ser consideradas seres inferiores y los trabajadores, con sus manos sucias y llenas de callos, que se habían atrevido a pensar que podían gobernar, fueron devueltos a los lugares que se les reservaba en la sociedad.

Sin embargo, la insurrección parisina dio fuerza a las luchas de los trabajadores y las empujó hacia posiciones más radicales. A raíz de su derrota, Eugène Pottier escribió una canción destinada a convertirse en la más famosa del movimiento obrero. Sus versos dicen: “¡Agrupémonos todos en la lucha final. El género humano es la internacional! (Groupons-nous, et demain, L’Internationale sera le genre humain!). París había demostrado que era necesario perseguir el objetivo de construir una sociedad radicalmente diferente de la capitalista. A partir de ese momento, aunque El tiempo de las cerezas nunca llegó para sus protagonistas (según el título de la célebre canción compuesta por el comunero Jean Baptiste Clément), la Comuna encarnó la idea abstracta y el cambio concreto al mismo tiempo. Se convirtió en sinónimo del concepto mismo de revolución, fue una experiencia ontológica de la clase trabajadora. En La guerra civil en Francia, Marx afirmó que esta “vanguardia del proletariado moderno” logró “acercar a los trabajadores de todo el mundo a Francia”. La Comuna de París cambió la conciencia de los trabajadores y su percepción colectiva. Después de 150 años, su bandera roja sigue ondeando y nos recuerda que siempre es posible una alternativa. Vive la Commune!

Traducción de Gustavo Buster

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Por Rosa Luxemburgo

Cuando su nombre fue mencionado en agosto de 1893 por la presidencia de la asamblea, en el Congreso de la Segunda Internacional de Zúrich, Rosa Luxemburgo ocupó su sitio sin demora entre la audiencia de delegados y militantes que llenaban el abarrotado salón.

Era una de las pocas mujeres presentes en la asamblea, todavía muy joven, de complexión pequeña y con una deformación en la cadera que la obligaba a cojear desde los cinco años. Su aparición pareció despertar en los presentes la impresión de estar frente a una persona frágil.

La cuestión nacional
Sin embargo, sorprendió a todos cuando, tras subirse a una silla, para hacerse oír mejor, consiguió llamar la atención de todo el público, sorprendido por la maestría de su dialéctica y fascinado por la originalidad de sus tesis. Para Luxemburgo, de hecho, la reivindicación central del movimiento obrero polaco no debía ser la construcción de una Polonia independiente, como se venía repitiendo por unanimidad. Polonia seguía dividida en tres entre los imperios alemán, austro-húngaro y ruso; su reunificación resultaba difícil de conseguir, pero a los trabajadores se les debía presentar objetivos realistas que pudieran generar luchas prácticas en nombre de necesidades concretas.

Con un razonamiento que desarrolló en los años venideros, amonestó a quienes enfatizaban el tema nacional, convencida de que la retórica del patriotismo sería utilizada peligrosamente para debilitar la lucha de clases y relegar la cuestión social a un segundo plano. A las muchas opresiones sufridas por el proletariado, no era necesario agregar “su esclavitud a la nacionalidad polaca”. Para hacer frente a este escollo, Luxemburgo esperaba el nacimiento de autogobiernos locales y el fortalecimiento de la autonomía cultural que, una vez establecido el modo de producción socialista, actuarían como una barrera para el posible resurgimiento de regurgitaciones chovinistas y otras nuevas discriminaciones. Mediante todas estas reflexiones, diferenció la cuestión nacional de la del Estado nacional.

Una existencia a contracorriente
El episodio del Congreso de Zúrich simboliza toda la biografía intelectual de quien fue uno de los exponentes más significativos del socialismo del siglo XX. Nacida hace 150 años, el 5 de marzo de 1871, en Zamość, en la Polonia bajo ocupación zarista, Luxemburgo pasó su vida en los márgenes, luchando contra numerosas adversidades y siempre a contracorriente. De origen judío, con una discapacidad permanente, a los veintiséis años se trasladó a Alemania, donde sólo pudo obtener la ciudadanía mediante un matrimonio concertado. Pacifista convencida en la época de la Primera Guerra Mundial, fue encarcelada varias veces por sus ideas. Fue una enemiga ardiente del imperialismo en una nueva y violenta época colonial. Luchó contra la pena de muerte en medio de la barbarie. Sobre todo, era mujer y vivió en mundos habitados exclusivamente por hombres. A menudo era la única presencia femenina tanto en la Universidad de Zúrich, donde obtuvo su doctorado en 1897 con una tesis sobre el desarrollo industrial de Polonia, como entre los líderes del Partido Socialdemócrata Alemán. Fue la primera profesora mujer de la escuela central para la formación de cuadros del partido, cargo que ocupó entre 1907 y 1914, período en el que elaboró ​​el proyecto inconcluso de escribir una Introducción a la economía política (1925) y publicó La acumulación del capital (1913).

A estas dificultades se sumaba su espíritu independiente y su autonomía, virtud que a menudo penaliza incluso en los partidos políticos de izquierda. Con su viva inteligencia, Luxemburgo tuvo la capacidad de elaborar nuevas ideas y de saber defenderlas, sin reverencias sumisas y, de hecho, con una franqueza desarmante, en presencia de figuras del calibre de August Bebel o Karl Kautsky, que habían tenido el privilegio de formarse en contacto directo con Engels. Su objetivo no era repetir las palabras de Marx, sino interpretarlas históricamente y, cuando fuera necesario, desarrollar su análisis. Expresar libremente su opinión y ejercer el derecho a expresar posiciones críticas dentro del partido eran requisitos indispensables para ella. El partido tenía que ser un espacio donde pudieran convivir diferentes posiciones, siempre que sus afiliados compartieran sus principios fundamentales.

Partido, huelga, revolución
Logró superar los numerosos obstáculos encontrados y, con motivo del giro reformista de Eduard Bernstein y el acalorado debate que siguió, se convirtió en una figura conocida en la principal organización del movimiento obrero europeo. Si, en el famoso texto Los supuestos del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1897-99), Bernstein había invitado al partido a romper los puentes con el pasado y a transformarse en una mera fuerza gradualista, en el escrito Reforma social o ¿Revolución? (1898-99), Luxemburgo respondió con firmeza que, en todos los períodos de la historia, “la obra de reforma social se mueve sólo en la dirección y durante el tiempo que corresponde al empuje que le dio la última revolución”. Quienes creían que podían lograr en el “gallinero del parlamentarismo burgués” los mismos cambios que la conquista revolucionaria del poder político hubiera hecho posibles, no habían elegido “un camino más tranquilo y seguro hacia el mismo objetivo, sino otro distinto”. Habían aceptado el mundo burgués y su ideología.

No se trataba de mejorar el orden social existente, sino de construir uno completamente diferente. El papel de los sindicatos -que solo podía arrancar a los patronos condiciones más favorables dentro del modo de producción capitalista- y la Revolución Rusa de 1905 le dieron la oportunidad de meditar sobre cuáles podrían ser los sujetos y las acciones capaces de producir una transformación radical de la sociedad. En su libro Huelga general, partido y sindicatos (1906), al analizar los principales acontecimientos que tuvieron lugar en vastas áreas del Imperio ruso, enfatizó la importancia fundamental de los estratos más amplios del proletariado, generalmente desorganizados. Para ella, las masas eran las verdaderas protagonistas de la historia. Observó que en Rusia “el elemento de la espontaneidad” (concepto por el que se le acusa de haber sobrestimado la conciencia de clase presente en las masas) había sido relevante y, por tanto, el papel del partido no debía ser preparar la huelga, sino tomar la “dirección política de todo el movimiento”.

Para Luxemburgo, la huelga de masas es “el pulso vivo de la revolución y, al mismo tiempo, es su rueda motriz más potente”. Es la verdadera “forma de manifestación de la lucha proletaria en la revolución”. No es una acción única, sino el momento decisivo de un largo período de lucha de clases. Además, no se podía pasar por alto que “en la agitación del período revolucionario, el proletariado cambia, de modo que incluso el bien más elevado, la vida, sin perjuicio del bienestar material, tiene un valor mínimo en comparación con el ideal por el que se lucha”. Los trabajadores adquirían conciencia y madurez. Así lo atestiguaban las huelgas de masas en Rusia, que “sin darse cuenta pasaron del terreno económico al político, de modo que era casi imposible trazar una línea divisoria entre los dos”.

Comunismo significa libertad y democracia
En el tema de las formas de organización política y, más específicamente, en el papel del partido, en esos años, Luxemburgo fue protagonista de otro conflicto violento, esta vez con Lenin. En el texto Un paso adelante, dos pasos atrás (1904), el líder bolchevique defendió las decisiones tomadas en el segundo congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso y concibió al partido como un núcleo compacto de revolucionarios profesionales, una vanguardia que debía liderar a las masas.

Luxemburgo objetó en Problemas organizativos de la social-democracia rusa (1904) que un partido extremadamente centralizado generaba una dinámica muy peligrosa: “la obediencia ciega de los militantes a la autoridad central”. El partido debía desarrollar la participación social, no reprimirla, “mantener viva la apreciación justa de las formas de lucha”. Marx escribió que “cada paso del movimiento real es más importante que una docena de programas”. Luxemburgo amplió este postulado y afirmó que “los pasos en falso del movimiento obrero real son, históricamente, inconmensurablemente más fructíferos y más preciosos que la infalibilidad del mejor comité central”.

Esta controversia adquirió aún mayor importancia después de la revolución soviética de 1917, a la que Luxemburgo dio su apoyo incondicional. Preocupada por los hechos que tenían lugar en Rusia (a partir de la forma como se inició la reforma agraria), Luxemburgo fue la primera, en el campo comunista, en observar que un “régimen de estado de sitio prolongado” había ejercido “una influencia degradante en la sociedad”. En su artículo póstumo La revolución rusa (1918), reiteró que la misión histórica del “proletariado que ha llegado al poder” es “crear una democracia socialista en lugar de la democracia burguesa, no destruir toda forma de democracia”. Para ella, el comunismo significaba “una participación más activa y libre de las masas populares en una democracia sin límites” que no contaba con líderes infalibles que las guiaran. Un horizonte político y social verdaderamente diferente solo se podía alcanzar a través de este complicado proceso y sin que el ejercicio de la libertad estuviera “reservado exclusivamente a los partidarios del gobierno y a los miembros de un partido único”.

Estaba firmemente convencida de que “el socialismo, por su naturaleza, no se puede otorgar desde arriba”. Debía expandir la democracia, no reducirla. Afirmó que se podía “decretar lo negativo, la destrucción, pero no lo positivo, la construcción”. Esta era “tierra virgen” y sólo “a partir de la experiencia se podía corregir y abrir nuevos caminos”. La Liga Espartaco -nacida en 1914, tras la ruptura con el Partido Socialdemócrata Alemán, que luego se convertiría en Partido Comunista Alemán- sólo tomaría el poder “mediante la voluntad clara e incuestionable de la gran mayoría de las masas proletarias de toda Alemania”.

Desde la practica de opciones políticas opuestas, los socialdemócratas y los bolcheviques habían concebido erróneamente la democracia y la revolución como dos procesos mutuamente alternativos. Por el contrario, el corazón de la teoría política de Luxemburgo se centró en su unidad indisoluble. Su legado quedó aplastado precisamente entre estas dos fuerzas: los socialdemócratas, cómplices de su brutal asesinato, ocurrido a los 47 años, a manos de las milicias paramilitares, la combatieron sin piedad por el acento revolucionario de sus reflexiones, mientras que los estalinistas se guardaron de difundir su legado debido al carácter crítico y libertario de su pensamiento.

Contra el militarismo, la guerra y el imperialismo
La otra piedra angular de sus convicciones y su militancia fue la combinación de la oposición a la guerra y la agitación antimilitarista. En estos temas, Luxemburgo pudo modernizar el bagaje teórico de la izquierda y hacer que en los congresos de la Segunda Internacional se aprobaran clarividentes resoluciones que, de no haber sido ignoradas, habrían entorpecido los planes tramados por los partidarios de la Primera Guerra Mundial. La función de los ejércitos, el constante rearme y la repetición de guerras no debían entenderse únicamente mediante las categorías clásicas del siglo XIX. Se trataba, como se había afirmado repetidamente, de fuerzas que reprimían las luchas obreras, herramientas útiles para los intereses de la reacción y que, además, producían divisiones en el proletariado, pero que también respondían a una finalidad económica precisa de la época. El capitalismo necesitaba del imperialismo y la guerra, incluso en tiempos de paz, para aumentar la producción, así como para conquistar, en cuanto las condiciones fueran adecuadas, nuevos mercados en las periferias coloniales fuera de Europa. Como escribió en La acumulación del capital, “la violencia política no es sino el vehículo del proceso económico”. A esta afirmación le siguió una de las tesis más controvertidas de su obra, a saber, que el rearme era fundamental para afrontar la expansión productiva del capitalismo.

Era un escenario muy diferente de las representaciones optimistas de los reformistas y, para describirlo mejor, Luxemburgo utilizó un eslogan destinado a tener mucho éxito: “socialismo o barbarie”. Explicó que esta solo podía evitarse gracias a la lucha consciente de las masas y, dado que la oposición al militarismo requería una fuerte conciencia política, estaba entre los más acérrimos partidarios de la huelga general contra la guerra, un arma que muchos en la izquierda, incluido Marx, habían subestimado. El tema de la defensa nacional debía ser utilizado contra los nuevos escenarios bélicos y el lema “¡guerra contra la guerra!” se convertiría en “el meollo de la política proletaria”. Como escribió en La crisis de la socialdemocracia (1916), también conocido como el Juniusbroschüre, la Segunda Internacional había implosionado por no poder “llevar a cabo una táctica y una acción común del proletariado en todos los países”. Por tanto, a partir de ese momento, el proletariado debía tener como “objetivo principal”, incluso en tiempos de paz, “luchar contra el imperialismo y prevenir las guerras”.

Sin perder la ternura
Cosmopolita, ciudadana de “lo que vendrá”, aseguró sentirse como en casa “en todo el mundo, dondequiera que haya nubes y pájaros y lágrimas humanas”. Apasionada de la botánica y amante de los animales, como se desprende de la lectura de su correspondencia, fue una mujer de extraordinaria sensibilidad, que conservó intacta a pesar de las amargas experiencias que le reservó la vida. Para la cofundadora de la Liga Espartaco, la lucha de clases no terminaba con el aumento de los salarios. Luxemburgo no quiso ser un mero epígono y su socialismo nunca fue economicista.

Inmersa en los dramas de su tiempo, buscó innovar el marxismo sin cuestionar sus fundamentos. Su intento es una advertencia constante a las fuerzas de izquierda para que no limiten su acción política a la consecución de paliativos suaves y no renuncien a la idea de cambiar el estado de cosas existente. La forma en que vivió, la habilidad con la que logró llevar a cabo su elaboración teórica y la agitación social al mismo tiempo, son una lección extraordinaria, inalterada por el tiempo, que habla a la nueva generación de militantes que ha optado por continuar las múltiples batallas que Luxemburgo emprendió.

 

Traducción de Gustavo Buster

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Francisco Sobrino, Herramienta. Revista de Debate y Crítica Marxista

Marcello Musto es profesor asociado de Teoría Sociológica de la Universidad de York, Canadá.

Ha escrito y compilado varios libros sobre Marx. Entre ellos está Karl Marx´s Grundrisse, Marx for Today (versión castellana: De regreso a Marx, Editorial Octubre), Workers Unite!, y Another Marx. Para este autor, hay un hecho determinante en las últimas décadas, que está coadyuvando a una reinterpretación global de la obra de Marx: se trata de la publicación, que se retomó en 1998, de la Marx-Engels-Gesamtausgabe (MEGA2). O sea, la edición histórica y crítica de las obras completas de ambos autores. Hasta el año 2019 se han publicado 26 nuevos tomos, que se sumaron a los que  habían salido entre 1975 y 1989, y se está trabajando en otros más. Por lo cual cabe esperar que nuevos elementos se sumen a la mencionada reinterpretación, de la que está surgiendo la imagen de un Marx muy diferente del que se había representado en todo el mundo, durante largo tiempo, tanto a través de sus críticos como de sus presuntos seguidores. Y se puede afirmar que en el terreno del pensamiento político y filosófico, en los últimos años su perfil ha cambiado aún más. Pues a partir de la implosión de la Unión Soviética se ha liberado su imagen, que dejó de ser, como dice el autor, “el baluarte del aparato estatal conferido a los bolcheviques rusos”.  El rechazo al denominado “marxismo-leninismo” lo ha liberado del vínculo con una ideología que estaba muy lejos de ser la concepción de la sociedad del filósofo revolucionario de Tréveris.
Hay una producción intelectual en nuestros días, con interpretaciones relevantes y novedosas, a partir del descubrimiento de muchos de sus manuscritos y borradores hasta ahora desconocidos, que muestran muchas contradicciones de la sociedad capitalista que van más allá del clásico conflicto entre el capital y el trabajo, como por ejemplo las que surgen de muchos cuadernos donde Marx escribía los borradores de sus estudios sobre las sociedades no europeas, el papel destructivo del colonialismo en las periferias del mundo, y reflexiones históricas que van más allá del papel adjudicado al mero desarrollo de las fuerzas productivas, sus estudios y reflexiones sobre las cuestiones ecológicas, los problemas de género,  las posibilidades emancipatorias de la tecnología, la crítica a los diversos  nacionalismos, el estudio de las formas de propiedad colectivas no controladas por el Estado, la centralidad de la libertad en el terreno económico y político. Todas estas cuestiones son fundamentales en la actualidad.
Para Musto, entonces, las actuales crisis económicas y políticas de la sociedad (tengamos en cuenta que escribió su libro originalmente en inglés, antes del estallido de la pandemia), y el progreso en la investigación de los estudios marxianos, permiten presagiar que la renovación de la interpretación de la obra de Marx continuará. Y que es muy probable que una parte importante de esa investigación se vincule al último período de su elaboración teórica, el llamado período del “último Marx”. En este libro, entonces, se suman una suerte de biografía intelectual y una profunda investigación teórica.
Estos manuscritos de sus últimos años, desmienten la leyenda según la cual, en esa época se habría agotado la curiosidad intelectual de Marx, y que éste habría dejado de trabajar en sus textos y estudios. Por el contrario, no sólo continuó sus investigaciones, sino que sus estudios se extendieron a nuevas disciplinas. En el bienio 1881-1882 estudió los más recientes descubrimientos de entonces sobre la propiedad común en la sociedad precapitalista, los cambios ocurridos en la Rusia de los zares después de la abolición de la servidumbre, y sobre el nacimiento del Estado moderno. Además, seguía observando atentamente los principales acontecimientos de la política internacional y en su correspondencia apoyaba la liberación de Irlanda, y se oponía a la opresión colonial de la India, Egipto y Argelia. Su investigación sobre los nuevos conflictos políticos, temáticos y geográficos, y su permanente crítica al sistema capitalista, le permitían también madurar una concepción más abierta y considerar un abordaje al socialismo diferente al que había prefigurado años antes.
Marx también siguió redactando decenas de cuadernos extractando una gran cantidad de libros de matemática, fisiología, geología, mineralogía, agronomía, química y física. Entre diciembre de 1880 y junio de 1881, una nueva disciplina comenzó a absorber su interés: la antropología. Las obras sobre la sociedad antigua, del antropólogo estadounidense Lewis Morgan, del etnógrafo ruso Maksim Kovalevski y de otros autores, lo alentaron a redactar un compendio de más de cien páginas, que son la parte principal de los llamados Cuadernos antropológicos.
Se dedicó a ese estudio en la misma época en que trataba de completar el segundo tomo de El capital. Probablemente, su intención era reconstruir sobre la base de un profundo conocimiento histórico, la secuencia con la cual se habían sucedido en el tiempo los diferentes modos de producción. Lo que también le serviría para fundamentar históricamente con una mayor solidez la posible transformación de tipo comunista de la sociedad. Musto sugiere que las recientes observaciones de Pierre Dardot y Christian Laval, en su libro Marx, prenom: Karl, (2012), apuntan en ese sentido. En ese contexto, en los Cuadernos antropológicos, hay extensos resúmenes y anotaciones sobre la prehistoria, el desarrollo de los lazos familiares, las condiciones de las mujeres, el origen de las relaciones de propiedad, las prácticas comunitarias en las sociedades precapitalistas, la formación y la naturaleza del Estado, y el papel del individuo, así como también las connotaciones racistas de algunos antropólogos y los efectos del colonialismo..
El autor de este libro destaca que Engels, en su libro El origen de la familia, de la propiedad y el Estado (1884), que según él era “la ejecución de un testamento” y “un modesto sustituto” de lo que su amigo no había podido terminar, completó el análisis realizado por Marx en los Cuadernos antropológicos, afirmando que la monogamia representaba “el esclavizamiento de un sexo por el otro”, y el análisis del conflicto entre los sexos, desconocido hasta entonces en la prehistoria. Engels agregaba que “en un viejo manuscrito inédito, redactado en 1848 por Marx y por mí, encuentro esta frase: ‘La primera división del trabajo es la que se hizo entre el hombre y la mujer para la procreación de los hijos’. Y hoy puedo añadir: el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases apareció con la del sexo femenino por parte del masculino. La monogamia […] es la forma celular de la sociedad civilizada, en la cual podemos estudiar ya la naturaleza de las contradicciones y de los antagonismos que alcanzan su pleno desarrollo en esta sociedad”[1]
En este libro se describe cómo Marx estudiaba en esa época  las transformaciones sociales en los EE. UU., mantenía su esperanza en el fin de la opresión colonial en la India,  apoyaba a la causa independentista en Irlanda, analizaba el desarrollo de la crisis económica en  Inglaterra y las elecciones en Francia. También seguía con atención a través de los diarios la situación mundial, no sola en la prensa británica, sino también la francesa, alemana y de otras lenguas. Asimismo mantenía contacto con muchos militantes y dirigentes obreros, así como con personalidades científicas. Solía decir: “soy ciudadano del mundo (…) y allí donde me encuentro, allí actúo”.
El autor dedica un capítulo a plantear la importancia de la controversia que mantuvo Marx sobre el desarrollo del capitalismo en Rusia. Desde sus primeros pasos en la lucha política, en sus artículos y en su correspondencia Marx consideraba al régimen despótico zarista como la vanguardia de la contrarrevolución europea. Pero en sus últimos años comenzó a prestar una diferente mirada a Rusia, pues consideraba que  habían comenzado  a surgir cambios sociales y políticos que podrían desembocar en transformaciones de gran alcance. Desde fines de la década de 1860, Marx  había seguido con interés los levantamientos campesinos en Rusia que obligaron a la reforma para la abolición de la servidumbre. Desde entonces había aprendido el idioma ruso y se mantenía al tanto sobre la evolución de los sucesos en el imperio, manteniendo correspondencia con destacados estudiosos de ese país. En 1881 Marx recibió una carta de parte de Vera Zasúlich, militante populista rusa, refugiada en Ginebra. Recordemos que la primera traducción que se hizo del primer tomo de  El capital fue en el idioma ruso, y era un libro muy estudiado por los intelectuales y los políticos del imperio. Zasúlich solicitaba a Marx, a quien respetaba profundamente, su opinión sobre las dos diferentes posiciones que discutían en esos años  los  revolucionarios rusos, sobre las comunas rurales de su país. Una de las posiciones era que éstas podían liberarse de sus explotadores terratenientes, organizando paulatinamente su producción y distribución sobre bases colectivistas, y por lo tanto los socialistas debían dedicarse a ese fin. La otra posición planteaba que por el contrario, las comunas estaban destinadas a perecer y por lo tanto los socialistas deberían esperar durante décadas a que gracias al desarrollo capitalista, los trabajadores, descendientes de los antiguos campesinos que emigrarían a las ciudades, se levantaran en una revolución que al triunfar, se convertiría en socialista. Zasúlich afirmaba  que quienes  sostenían  esta última posición, se autoconsideraban “discípulos de Marx”; y que lo que ellos apoyaban era “lo que dice Marx”. Por esta razón, la militante rusa le solicitaba su opinión al respecto. Para Musto, la cuestión planteada por la revolucionaria rusa llegó en el momento adecuado, pues Marx se encontraba entonces totalmente sumergido en las investigaciones sobre las relaciones comunitarias en la época precapitalista.
Esa carta lo obligaba a analizar en concreto un caso histórico de gran actualidad, relacionado justamente con lo que él estaba estudiando. Además, ello lo obligaba a replantearse las convicciones que atravesaban toda su obra: el capitalismo, ¿era la premisa necesaria de la sociedad comunista? El autor del libro que estamos reseñando dedica no pocas páginas a repasar estas convicciones, tal como se manifestaron a lo largo de toda la vida de Marx, en sus distintas obras, artículos y correspondencia. En estas páginas se hallan las contribuciones más importantes de Marcello Musto a su objetivo, mencionado al comienzo de su libro. Marx  se vio obligado a cuestionar la tesis, erróneamente atribuida a él, de “la fatalidad histórica del modo de producción burgués”. Y la controversia desatada sobre el caso del capitalismo en Rusia era un claro testigo de ello.
Musto señala que Marx “recordó que, en el capítulo titulado ‘la llamada acumulación originaria’ de El capital, había querido ‘señalar simplemente el camino por el que en la Europa occidental nació el régimen capitalista del seno del régimen económico feudal,’ refiriéndose sólo y exclusivamente ‘a Europa occidental’. No se refería al mundo entero, sino sólo al Viejo continente”. Siguiendo la exposición de su razonamiento, Marx había recordado, además, haber resumido la tendencia histórica de la producción capitalista como un proceso en el cual esta última, después de haber creado los elementos para un nuevo régimen económico, “al imprimir al mismo tiempo a las fuerzas productivas del trabajo social y al desarrollo de todo productor individual genera un impulso tal que se presenta ya, en realidad, como una especie de producción colectiva, de modo que sólo puede transformarse en propiedad social” (79). Este relevante párrafo, que agregó Marx durante la traducción francesa del primer tomo de El capital, a cargo de Joseph Roy, sin embargo, no fue incluido en la cuarta edición alemana (del mismo primer tomo) de 1890, que se convertiría luego en la versión estándar de las traducciones de la obra marxiana.

El mayor enojo de Marx se debió a que el intento de su crítica de convertir su esbozo histórico sobre los orígenes del capitalismo en la Europa occidental en “una teoría filosófico-histórica sobre la trayectoria general a que se hallan sometidos fatalmente todos los pueblos, cualesquiera que sean las circunstancias históricas que en ellos concurran”.
Su interpretación no sería nunca posible mediante “la clave universal de una teoría general de filosofía de la historia, cuya mayor ventaja reside precisamente en el hecho de ser una teoría suprahistórica” (80).
Para el autor del libro, los participantes “marxistas ortodoxos” rusos de esa polémica sobre las perspectivas revolucionaria en el Imperio Ruso parecían anticipar “uno de los puntos fundamentales que caracterizaría al marxismo del siglo XX y que, en ese tiempo, ya serpenteaba entre sus seguidores, tanto en Rusia como en otros lugares. La crítica de Marx a esta concepción fue tanto más importante, porque se dirigió no sólo al presente, sino al futuro” (80).
Los estudios y análisis que acompañaron su participación en la polémica sobre la sociedad rusa de su tiempo, determinaron sus ideas sobre la obshina o sea la comuna rural rusa, que ya no se basaban más “en relaciones de consanguineidad entre sus miembros”, según citaba Musto sus escritos, sino que potencialmente representaban “la primera agrupación social de hombres libres, no afianzada por los vínculos de la sangre” (86). Para Musto, en el curso de esta polémica sobre la posibilidad de otra evolución social que no fuera la de los países europeos occidentales, Marx no había cambiado su juicio crítico general sobre las comunas rurales en Rusia y seguía manteniendo su opinión sobre la importancia del desarrollo del individuo y de la producción social. De esa manera, esto contradice a las interpretaciones de Shanin, en su Late Marx and the Russian Road, sobre un “cambio significativo” respecto de El Capital de 1867, o de Enrique Dussel, en su El último Marx (1863-1882) y la liberación latinoamericana, así como de otros que proponen una lectura “tercermundista” de los escritos del último Marx, con el presunto cambio del sujeto revolucionario desde los obreros fabriles hacia las masas campesinas y de la periferia (87). Lo novedoso en sus posiciones anteriores, más bien mostraban una apertura teórica, con la que consideró otras vías posibles para pasar al socialismo, que antes no había tenido en cuenta.
En este aspecto, el autor subraya lo que afirmó Marian Sawer en su Marxism and the Question of the Asian Mode of Production, que Marx no había cambiado su opinión sobre el carácter de las comunas de las aldeas, ni que ellas habrían podido transformarse en la base del socialismo, sino que comenzó a considerar la posibilidad de que las comunas pudiesen ser revolucionadas, no por el capitalismo, sino por el socialismo. Sawer agregaba que en 1882 a Marx todavía le parecía que era una verdadera alternativa a la desintegración total de la obshina bajo el capitalismo. Marx, entonces había llegado a la conclusión de que la alternativa vislumbrada por los populistas rusos era realizable y en uno de sus borradores de la respuesta a Zasúlich, escribió que “teóricamente”, la comuna rural rusa “podía conservar su tierra desarrollando su base, la propiedad común de la tierra y eliminando de ella el principio de la propiedad privada que también implica; puede convertirse en punto de partida directo del sistema económico al que tiende la sociedad moderna; puede cambiar de existencia sin necesidad de suicidarse; puede apoderarse de los frutos con que la producción capitalista ha enriquecido a la humanidad sin pasar por el régimen capitalista” . Pero que esa hipótesis, para realizarse, debía “descender de la teoría pura a la realidad rusa”. Al año siguiente, en 1882, en el prefacio a una nueva edición rusa del Manifiesto Comunista, redactado junto a Engels, agregaron: “¿Podría la comunidad rural rusa (…) pasar directamente a la forma  superior (…), a la forma comunista, o,  deberá pasar primero por el mismo proceso de disolución que constituye el desarrollo histórico de Occidente? La única respuesta es la siguiente: si la revolución rusa da la señal para una revolución proletaria en Occidente, de modo que ambas se completen, la actual propiedad común de la tierra en Rusia podrá servir de punto de partida para el desarrollo comunista” (90).
Y finalmente, concluyó su razonamiento en la respuesta a Zasúlich, afirmando que en El capital no daba razones, en pro ni en contra de la vitalidad de la comuna rural, pero que su estudio posterior lo había convencido de que esa comuna era el punto de apoyo de la regeneración social en Rusia, pero que para ello debería eliminar previamente las “influencias deletéreas que la acosan por todas partes” y luego asegurarle las condiciones normales para un desarrollo espontáneo.
Para Musto, Marx asumió así una posición dialéctica, pues no excluía que el desarrollo de un nuevo sistema económico, basado en la asociación de los productores podría realizarse, no sólo a través de ciertas etapas determinadas y obligatorias. Negaba así la “necesidad histórica del desarrollo del modo de producción capitalista en todo el mundo”. El biógrafo coincide en este libro también con Álvaro García Linera, de quien cita su libro  Forma valor y forma comunidad: “uno de los trágicos errores del marxismo del siglo XX ha sido la propensión a querer convertir la historia real y los acontecimientos vivos en abnegados sirvientes de la filosofía de la historia” (92).
Las citas que hemos mencionado, además de otras más, sobre el futuro de la obshina de diferenciaban notablemente de la equiparación entre el socialismo y las fuerzas productivas, que se afirmaba, “con acentos nacionalistas y simpatías hacia el colonialismo”, tanto en el seno de la Segunda Internacional y los partidos socialdemócratas, como posteriormente por parte del movimiento comunista internacional, presuntamente con el “método científico” del análisis social, que para Musto, también aceptaba en cierta medida Engels en algunos de sus escritos, intervenciones o cartas (92).
Al mismo tiempo, acompañando sus estudios y discusiones, la vida de la familia Marx iba pasando días problemáticos. Tanto en la salud como en sus finanzas.
El biógrafo considera que en esta etapa, de los últimos años de su vida,  la concepción multilineal a la que llegó Marx en su plena maduración intelectual, lo indujo a dedicar más atención a la especificidad histórica y el desarrollo desigual de las condiciones políticas y económicas entre distintos países y contextos sociales. Esto contribuyó a aumentar las dificultades que tenía para completar los tomos restantes de El capital (95). Pero no cambió la imagen de la sociedad comunista que había delineado desde que elaboraba los Grundrisse. Aunque siempre con dudas, y con hostilidad hacia “los esquematismos del pasado y los nuevos dogmatismos que estaban naciendo en su nombre”, pensaba que era posible que estallaran revoluciones en condiciones y formas que hasta entonces no había considerado (95). Aunque seguía pensando que el futuro dependía de la clase trabajadora y en su capacidad de luchar por profundos cambios sociales, a través de sus propias organizaciones. El primer tomo de su obra magna circulaba en Alemania, habiendo sido reimpreso en 1873, en Rusia, traducido el año anterior, y en Francia, en fascículos de 1872 a 1875. Pero sus ideas aún debían competir, frecuentemente como minoría con las demás agrupaciones socialistas y anarquistas. Aunque en Inglaterra seguía siendo muy poco conocido.
A mediados de 1881, su esposa, Jenny von Westphalen estaba en grave estado de salud, y los médicos aconsejaban que se alejaran del clima de Londres. Marx tampoco gozaba de buena salud, por lo que pensaban que al “moro” (así llamaban a Marx sus familiares y compañeros de militancia) también lo beneficiaría. Posteriormente viajaron a Francia, para poder abrazar a la familia y a sus nietos. Las últimas páginas del libro son dedicadas a las vicisitudes y enfermedades que sufrían Marx y su esposa, quien falleció en diciembre de 1881.
No obstante la sucesión de dramas familiares y enfermedades, Marx seguía estudiando y escribiendo cuadernos. Ya para el año 1881, El capital había comenzado a ser leído y comentado en Inglaterra. Pero para Marx, “consideraba a la revolución inglesa no inevitable, pero dados los antecedentes históricos, posible. (…) La evolución de la cuestión social es inevitable, pero si se transformará en revolución, eso dependerá no sólo de las clases dominantes, sino también de la clase obrera (…) La clase obrera no sabe como ejercitar su propia fuerza, ni como ejercitar su propia libertad, dos cosas que posee legalmente” (106). Comparando esa situación con lo que sucedía en Alemania, “la clase obrera ha sido plenamente consciente, desde el inicio de su movimiento, que solo sería posible liberarse del despotismo militar con una revolución. Pero ha comprendido que esta revolución, incluso en caso de un éxito inicial, al final se le habría vuelto en contra, en ausencia de una organización ya existente (…) por eso ésta se ha movido dentro de los límites estrictamente legales” (107). Para Musto, esto confirmaba que también para Marx, no era una mera y rápida alteración del sistema, sino un proceso largo y complejo (107).
Continuando con lo sucedido en los años setenta, la difusión de su pensamiento proseguía en la década siguiente. Sus ideas ya no circulaban como en el pasado, en un reducido círculo de militantes y seguidores. En esa etapa final de su vida, destinaba gran parte de sus energías intelectuales a los estudios históricos. Según su biógrafo, “procuraba, así, seguir confrontando los fundamentos de sus concepciones con los con los hechos reales que habían configurado la suerte de la humanidad”. De regreso en Londres, debido a su precaria salud, agravada por una bronquitis crónica, sus médicos le aconsejaban una estadía en un lugar cálido. Engels lo convenció de dirigirse a Argel.
En febrero de 1882, partió hacia ese lugar, donde se estableció, con la esperanza de poder terminar el segundo tomo de El capital, durante 72 días, “el único período de su vida alejado de Europa”.
Pero la progresiva presión de sus enfermedades, y las condiciones climáticas que azotaba al norte de África, impidieron a Marx descansar como pretendía, y aprovechar para comprender a fondo la realidad argelina No le fue posible estudiar las características sociales de esa región, como por ejemplo la propiedad agraria común entre los árabes, y el ataque a la misma bajo el dominio francés. Sobre ese tema ya se había interesado desde 1879, en el curso de sus estudios sobre la propiedad agraria y de las sociedades precapitalistas y la cuestión de la tierra en Argelia colonizada.
De vuelta a Marsella y finalmente a Londres, Marx continuó sufriendo diversas enfermedades.  Musto reconstruye sus  últimas semanas con riqueza de detalles, apoyándose en los testimonios que dejaron los miembros de su familia, y  principalmente por la correspondencia de Engels. No obstante a la sucesión de los dramas familiares y de las enfermedades, entre el otoño de 1881 y el invierno de 1882 destinó gran parte de sus esfuerzos intelectuales a los estudios históricos. Llegó a preparar una cronología razonada, haciendo una lista, año por año de los principales eventos políticos sociales y económicos de la historia mundial, desde el siglo I a.C., resumiendo las causas y características sobresalientes. Usó el mismo método que había usado para la redacción de las Notas sobre la historia India (664-1858). Según su biógrafo, trataba así confrontar los fundamentos de sus concepciones con los eventos reales que habían configurado la suerte de la humanidad. No se centraba solamente en las transformaciones en el campo de la producción, pues renunciaba a cualquier determinismo económico, sino que se concentraba muy especialmente sobre la cuestión decisiva del desarrollo del Estado moderno (119). Musto cita a Michael Krätke, quien afirma que “Marx comprendía este proceso como el ‘desarrollo, en su conjunto, del comercio, la agricultura, la industria minera, del sistema fiscal y de la infraestructura (,,,) para proveer al movimiento socialista de sólidas bases socio-científicas, más que para crear una filosofía política” (119). Alternaba los períodos en que podía trabajar, estudiando, sobre todo temas de antropología y de historia, con las recaídas en sus enfermedades. Luego de meses de sufrimiento, el 14 de marzo de 1883 falleció el revolucionario.
Francisco Sobrino

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Journalism

Engels y Marx

Karl Marx y Friedrich Engels se conocieron en Colonia en noviembre de 1842, cuando este último visitó la redacción de la Gaceta Renana y conoció a su joven director. El comienzo de su asociación teórica, sin embargo, tuvo lugar solo en 1844, en París.

A diferencia de Marx, Engels, hijo de un propietario de una industria textil, ya había tenido la oportunidad de viajar a Inglaterra, verificando en persona los efectos de la explotación capitalista en el proletariado. Su artículo sobre la crítica de la economía política, impreso en los Anales de Franco-Alemanes, despertó un gran interés en Marx, quien en ese momento decidió dedicar todas sus energías a esta disciplina. Los dos comenzaron una colaboración teórica y política que duró por el resto de sus vidas.

En 1845, cuando el gobierno francés expulsó a Marx debido a su militancia comunista, Engels lo siguió a Bruselas. Ese mismo año también apareció una de las pocas obras escritas en común, una crítica del idealismo de los jóvenes hegelianos, titulada La Sagrada Familia, y los dos redactaron ​​un voluminoso manuscrito –La ideología alemana– que luego se dejó a la “crítica roedora de los ratones”. Posteriormente, en conjunto con los primeros movimientos de 1848, Marx y Engels publicaron lo que se convertiría en el texto político más leído en la historia de la humanidad: el Manifiesto del partido comunista.

En 1849, después de la derrota de la revolución, Marx se vio obligado a mudarse a Inglaterra y Engels se unió a él poco después. El primero se instaló en Londres, mientras que el segundo se fue a trabajar a 300 kilómetros de distancia, en Manchester, donde comenzó a dirigir el negocio familiar. De 1850 a 1870, año en que Engels se retiró del negocio de los textiles y, finalmente, pudo reunirse con su amigo en la capital británica, ellos dieron vida al período más intenso de su correspondencia, discutiendo, varias veces por semana, los principales acontecimientos políticos y económicos de su época. La gran parte de las 2.500 cartas intercambiadas entre las dos fechas se remonta a este período de veinte años, con la adición de otras 1.500 enviadas por ellos a militantes e intelectuales de casi veinte países. Completan esta impresionante correspondencia unas 10.000 cartas enviadas a Marx y Engels por terceros y otras 6.000 cartas de las cuales, incluso si no se han localizado, hay evidencia de su existencia. Es un tesoro precioso, en el que se encuentran ideas que, a veces, no podían desarrollarse completamente en sus escritos.

Pocos relatos del siglo XIX pueden presumir de referencias tan eruditas como las que surgen de las misivas de los dos revolucionarios comunistas. Marx leía en ocho idiomas y Engels dominó hasta doce; sus textos se distinguen por la alternancia de los muchos modismos utilizados y por las citas cultas, incluidas aquellas en latín y griego antiguo. Los dos humanistas también fueron grandes amantes de la literatura. Marx conocía el teatro de Shakespeare de memoria y nunca se cansaba de hojear sus volúmenes de Esquilo, Dante y Balzac. Engels fue durante mucho tiempo el presidente del Instituto Schiller en Manchester y adoraba a Ariosto, Goethe y Lessing. Junto con el debate permanente sobre los acontecimientos internacionales y las posibilidades revolucionarias, hubo numerosos intercambios relacionados con los principales descubrimientos de la tecnología, la geología, la química, la física, matemáticas y antropología. Para Marx, Engels siempre constituyó un interlocutor indispensable y la voz crítica que debía ser consultada cada vez que era necesario tomar posición sobre un tema controvertido.

En algunos períodos, hubo una división real del trabajo entre ellos. De los 487 artículos firmados por Marx, entre 1851 y 1862, para el New-York Tribune, el periódico más difundido en los Estados Unidos, casi la mitad fueron escritos por Engels. Marx informó al público estadounidense sobre los acontecimientos políticos más relevantes del mundo y las crisis económicas, mientras que Engels relató las muchas guerras en curso y sus posibles resultados. Al hacerlo, permitió que su amigo pudiera dedicar más tiempo a completar su investigación sobre economía.

Desde el punto de vista humano, su relación fue incluso más extraordinaria que la intelectual. Marx confió a Engels todas sus dificultades personales, comenzando con la terrible pobreza y los muchos problemas de salud que lo atormentaron durante décadas. Engels se prodigó con total abnegación para ayudar a su amigo y a su familia, haciendo siempre todo lo que estaba a su alcance para garantizarles una existencia digna y facilitar la finalización de El capital. Marx le estuvo constantemente agradecido por el apoyo, como se muestra por lo que escribió en una noche de agosto de 1867, unos pocos minutos después de terminar la corrección de los borradores del libro I: “te lo debo sólo a ti que esto haya sido posible”.

A partir de septiembre de 1864, la redacción de la magnum opus de Marx también se retrasó debido a su participación en las actividades de la Asociación Internacional de Trabajadores. Había asumido la gran carga de su dirección desde el principio, pero incluso Engels, tan pronto como pudo, puso sus habilidades políticas al servicio de los trabajadores. La noche del 18 de marzo de 1871, cuando tuvieron la noticia de que “el asalto al cielo” había tenido éxito y que en París había nacido la primera Comuna socialista en la historia de la humanidad, comprendieron que los tiempos podían cambiar más rápido de lo que ellos mismos esperaban.

Incluso después de la muerte de la esposa de Marx en 1881, cuando los médicos le impusieron diversos viajes fuera de Londres, para tratar de curar mejor sus enfermedades, los dos nunca dejaron de escribirse. A menudo usaban los sobrenombres afectivos con los que eran llamados por sus compañeros de lucha: el Moro y el General – Marx por el color negro de su barba y pelo, Engels por su gran experiencia en materia de estrategia militar.

Poco antes de su muerte, Marx le pidió a su hija Eleanor que le recordara a Engels “hacer algo” con sus manuscritos inconclusos. Él respetó su voluntad y, justo después de esa tarde de marzo de 1883, cuando lo vio por última vez, emprendió un trabajo ciclópeo. Engels sobrevivió a Marx durante 12 años, la mayoría de los cuales fueron empleados para hacer que las notas de los libros II y III de El Capital, que su amigo no pudo completar, se publicaran.

En ese período de su vida, extrañaba muchas de las cosas de Marx y, entre ellas, también su constante intercambio epistolar. Engels catalogó cuidadosamente sus cartas, recordando los años en que, fumando una pipa, solía escribir una por noche. Las releía a menudo, en algunas circunstancias con un poco de melancolía, recordando los muchos momentos de su juventud, durante los cuales, sonriendo y burlándose uno del otro, se habían esforzado en prever dónde estallaría la próxima revolución. Pero nunca abandonó la certeza de que muchos otros continuarían su trabajo teórico y que millones, en todos los rincones del mundo, continuarían luchando por la emancipación de las clases subalternas.

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En la botica de Karl Marx. Entrevista

Después de la pandemia, se ha repetido hasta el hastío: “nada volverá a ser igual”.

Luego, con el tiempo, nos hemos dado cuenta que los cambios que se están produciendo son numerosos y profundos, sí, pero también lo son las constantes. Hoy se dice que la pandemia actúa como un revelador, incluso como un acelerador, de procesos preexistentes. Uno de ellos es el crecimiento de las desigualdades. ¿Sigue siendo Marx indispensable para comprender sus factores, su forma, su posible contraste? Giulio Azzolini, Investigador de Filosofía Política en la Universidad Ca’ Foscari de Venecia, habla de ello con Marcello Musto, profesor de Sociología en la Universidad de York en Toronto y reconocido protagonista de una reciente renovación en los estudios marxistas, a la que contribuyó, entre otras cosas, como autor del reciente Another Marx: Early Manuscripts to the International (Bloomsbury, 2018) y The Last Years of Karl Marx: An Intellectual Biography (Stanford University Press, 2020); y, como editor, de Marx’s Capital after 150 Years: Critique and Alternative to Capitalism, (Routledge, 2019), The Marx Revival: Key Concepts and New Interpretations (Cambridge University Press, 2020). Sus escritos están disponibles en el sitio web www.marcellomusto.org.

 

Giulio Azzolini: Profesor Musto, ¿qué podemos aprender de Marx en esta época de crisis pandémica?

Marcello Musto: Después de años de mantra neoliberal diría ante todo una cosa: que la dimensión cooperativa de los seres humanos es indispensable para la supervivencia de los individuos, no menos que la libertad de los individuos es fundamental para la preservación de la comunidad. La cooperación y la libertad deben considerarse dos elementos indispensables en la “botica de Marx”. En el tratamiento que prescribirá para curar los males de la sociedad contemporánea, también incluiría tres preceptos: la transferencia fuerte del poder de decisión de la esfera económica a la política; el uso de la ciencia y la tecnología para el bienestar de todos y no para el beneficio de unos pocos; y, por último, pero no menos importante, el papel central que debe asignarse a la educación, también a través de asignarle recursos estatales importantes”.

 

La pandemia ha agudizado el conflicto, que ha madurado a lo largo de los años, entre Estados Unidos y China y, en la UE, entre los distintos Estados miembros. ¿Es un choque entre diferentes formas de capitalismo organizado?

Es una tendencia destinada a continuar y observo que entre los países más afectados por el Covid-19 se encuentran, como era de esperar, Estados Unidos e Inglaterra, las naciones que lideraron la cruzada por las privatizaciones y cuyo modelo de capitalismo ha impidió el desarrollo del estado de bienestar o lo desmanteló con saña. Si miramos más allá de la superficie, hay un conflicto aún más importante. Me refiero a la lucha por evitar la redistribución de la riqueza que, en las últimas décadas, ha ganado el capital.

 

Marx no previó el empobrecimiento del proletariado, sino el aumento de las desigualdades entre clases. ¿Está demostrando la historia que tiene razón?

Sí, y de forma aún más llamativa si analizamos la enorme brecha, no solo económica, que existe a escala global. Marx, por ejemplo, comprendió que el colonialismo británico en la India implicaría principalmente el saqueo de sus recursos naturales y nuevas formas de esclavitud, no el progreso anunciado por sus apologistas. En cambio, se equivocó sobre el papel revolucionario de la clase trabajadora europea. Se dio cuenta de esto en los últimos años de su vida, cuando afirmó amargamente que los proletarios ingleses habían preferido convertirse en “la cola de sus propios esclavizadores”.

 

En los países el impacto económico de la pandemia es muy diverso. Muchas empresas se han derrumbado, los gigantes de la web no. Los trabajadores precarios han perdido sus trabajos, los fijos no. Algunos comerciantes han cerrado, otros no. ¿Puede Marx ayudar a descifrar una sociedad cada vez más compleja y caótica?

Su análisis de las clases sociales necesita ser actualizado y su teoría de la crisis, entre otras cosas incompleta, es hija de otro tiempo. Si las respuestas a muchos de los problemas contemporáneos no se pueden encontrar en Marx, sin embargo, señala las preguntas esenciales. Creo que esta es su mayor contribución hoy: nos ayuda a hacer las preguntas adecuadas, a identificar las principales contradicciones. No me parece poco.

 

La crisis actual ha reabierto el tema de la desigualdad de género. ¿Tiene Marx algo que enseñarnos al respecto?

Más que enseñar, creo que sobre este tema hoy estaría empeñado en aprender, en particular del nuevo movimiento feminista en América Latina, protagonista de importantes movilizaciones sociales. Ciertamente no era, como a veces se afirma erróneamente, indiferente al respecto. Entre los estudios que realizó antes de su muerte, se centró precisamente en la importancia de la igualdad de género y en sus programas políticos repitió varias veces que la liberación de la clase productiva era la de “todos los seres humanos, sin distinción de sexo y raza”. Había aprendido de joven, de los libros de los primeros socialistas franceses, que el nivel de emancipación general de una sociedad puede ser evaluado por el de la emancipación de la mujer.

 

En medio de la crisis sanitaria, la batalla por la igualdad étnica también ha estallado en Estados Unidos. ¿Una coincidencia fortuita?

Sí, pero es muy útil y revela otra terrible herida que existe en ese país. #BlackLivesMatter no es un fenómeno pasajero, sino un movimiento que continuará luchando resueltamente contra el racismo y la violencia de las instituciones estadounidenses.

 

Pasemos al tema del vínculo entre las luchas de clases y las luchas ecologistas. Desde su punto de vista, ¿son alternativas, complementarias, están jerarquizadas?

Son complementarios y mutuamente indispensables. Se necesitan las unas a las otras. Las críticas a la explotación del trabajo y la devastación ambiental son ahora indisolubles. Cualquier lucha que olvide cualquiera de estos dos términos estará incompleta y será menos efectiva. Me refiero a las posiciones productivistas del movimiento obrero del siglo XX y a los movimientos ecologistas que muchas veces ignoran el factor determinante del “modo de producción”. Qué, cómo y para quién se produce son cuestiones estrictamente ligadas al factor determinante de la propiedad de los medios de producción.

 

Como subraya en sus estudios, Marx no fue solo el filósofo de la revolución comunista, sino también el político capaz de dotar al movimiento obrero de una organización internacional. ¿En qué medida sigue siendo relevante esta lección suya?

Es una idea sin la cual estamos condenados a la derrota, especialmente en una fase de auge nacionalista. El internacionalismo también significa solidaridad entre trabajadores nativos y migrantes y Marx, que estudió cuidadosamente las migraciones forzadas generadas por el capitalismo, mostró que la división de la clase trabajadora es el eje del dominio burgués. El internacionalismo debe volver a ser uno de los pilares de la izquierda para que sea capaz de liderar la batalla de ideas a largo plazo y no solo en función de lo inmediato.

 

En 2018, China celebró el bicentenario de Marx con gran fanfarria. En Occidente, ¿está el filósofo de Tréveris destinado a sobrevivir como un mero objeto de estudio o todavía es potencialmente capaz de mover a las masas?

China utiliza la efigie de Marx ignorando algunas de sus advertencias más relevantes y, a menudo, evitando leer el contenido de sus textos. Stalin también lo hizo, cuando en la época del gulag se hizo fotografiar a sí mismo, con un rostro tranquilizador, bajo el retrato de Marx. En Occidente, Marx ha reaparecido en las aulas universitarias, pero no volverá a tener la influencia política que tuvo en la época de los partidos “marxistas”. Las nuevas subjetividades políticas que en el futuro tengan la ambición de repensar una sociedad alternativa no podrán, sin embargo, ignorar sus teorías.

 

¿Hoy la izquierda italiana paga el precio de haber defendido el marxismo más allá de su fecha de caducidad o de haberlo abandonado?
Paga el precio por cometer ambos errores. Primero fue demasiado lenta a la hora de identificar los cambios necesarios para enfrentar la metamorfosis del capitalismo y responder a las preguntas planteadas por los nuevos movimientos sociales. Y luego fue miope al abandonar, en lugar de revisar y modernizar críticamente, una interpretación todavía muy válida de la sociedad. Basta pensar en Gramsci, abandonado en el desván justo cuando era el protagonista de un extraordinario redescubrimiento en el mundo. Sin embargo, las contradicciones generadas por el capitalismo no han sido desde hace tiempo tan dramáticas y evidentes como hoy. La historia de la izquierda no ha terminado y en muchos países está floreciendo la literatura sobre las alternativas al capitalismo. Las nuevas subjetividades políticas que en el futuro tendrán la ambición de transformar la sociedad desde sus cimientos no podrán ignorar las teorías de Marx.

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Reviews

Araceli Mondragón, Boletín CLACSO

Después de la borrachera del capitalismo triunfante que marcara como icónico aquel 1989, el de la caída del muro, llegaría muy pronto la resaca neoliberal que no sólo evidencia las contradicciones y crisis recurrentes el sistema; sino también, ante la falta de alternativas; no tiene empa-cho en ejercer de manera cínica y descarnada la violencia y el sacrificio de la vida en favor de la ganancia, sin “oponente” alguno que le haga contrapesos.
Como ha sucedido en varias ocasiones, luego que se declarara muerto y enterrado por sus detractores, el “Moro” de Trevéris surge nuevamente, más fuerte y más vigente; pero también más urgente, frente al peligroso ascenso de la ultra-derecha, de los neofascismos y su correlato de “na-turalización” de las desigualdades y la pobreza, de los nuevos despojos y la degradación de lo político y del bien común.

La crisis del capital hoy no es sólo, ni principalmente, económica; es profundamente política, es humana, es ecológica, y alcanza dimensio-nes que, por cierto, no fueron ajenas al análisis de Karl Marx, tal como lo enfatiza Marcelo Musto en su libro y que abarcan temas tan importan-tes como actuales: el cuerpo como territorio mínimo vital; la naturaleza degradada a un sentido “cósico”; las formas de propiedad colectiva no contraladas por el Estado; la centralidad de la libertad individual en la esfera económica; el lugar de las mujeres en la familia y en la sociedad.

Tal como señala el autor desde la introducción, Marx no es solamente actual sino hasta “profético”. El término profético es muy interesante; no sólo porque reconoce la capacidad para vislumbrar las tendencias del futuro a partir de la agudeza científica y el rigor de los análisis marxistas que alcanzaron a desentrañar aspectos esenciales del metabolismo del capital que hoy, no sólo son vigentes; sino incluso más evidentes que en el siglo XIX. Pero también por las connotaciones éticas que implica esta palabra. Y que no es un argumento marginal en nuestro tiempo; hace falta recuperar este sentido ético y la esperanza en un sujeto de acción social; un sujeto revolucionario que es un aspecto central en el pensa-miento marxista; tanto por razones teórico-críticas; como por razones ético-práxicas.
Así, Marx celebró en 2018 sus 200 años gozando de inmejorable salud y dispuesto para un diálogo muy rico con nuevos lectores que también con nuevas miradas se permiten escudriñar sobre vetas poco exploradas de este gran pensador, para así, formular preguntas, actualizar temas, repensar el capitalismo desde los problemas y condiciones actuales. Por otra parte, nuevas traducciones, ediciones, hallazgos, sobre todo con la MEGA2 (la nueva edición histórico-crítica de las obras completas de Marx y Engels), contribuyen a nuevas lecturas y nuevos encuentros con una obra compleja y multifacética; pero, sobre todo, muy viva, que nos si-gue diciendo mucho respecto a los grandes problemas de la humanidad.
Como bien apunta Musto, más allá de la fundamental confrontación en-tre capital y trabajo; encontramos en Marx problemas tan históricos y tan actuales como el tema de la colonialidad; que si bien es cierto que ha sido trabajado por grandes marxistas como Luxemburgo, Lenin, Mariá-tegui, González Casanova, Dussel, Federici o Quijano, hoy cobra nuevas miradas e importantes actualizaciones a la luz del propio avance de la teoría crítica y de las ciencias sociales. Hoy, por ejemplo se puede pro-fundizar en la colonialidad epistemológica o la colonialidad en los cuer-pos, en niveles micro; o en las tierras; en los mares profundos e incluso en el espacio exterior, en niveles macro.

Y estas son líneas que, en otros contextos históricos, principalmente en el siglo XX, fueron hasta cierto punto marginales, frente a otros pro-blemas que enfrentaban las izquierdas en todo el mundo; pero que se encuentran latentes en vastos pasajes de la obra marxiana. Otro aspecto fundamental es la relación con la naturaleza o, como le llamamos ahora, el problema de la ecología, que es una de las reflexiones esenciales los primeros análisis del joven Marx.
En este contexto, me parece que uno de los grandes aportes en el libro de Musto, es llamarnos a cobrar conciencia de los muchos aspectos y recovecos que podemos escudriñar en la obra de Marx y que, en otros momentos, por las necesidades histórico-políticas de los problemas a los que se enfrentaban los lectores en el siglo XX pudieron ser obviados o pasados de largo y que nos representan reflexiones y herramientas teóricas muy ricas para analizar y afrontar la realidad de nuestro tiempo.

Por otra parte, se trata de una biografía intelectual del último período de la vida de Marx, “el último viaje del Moro”, que va tejiendo la figura del hombre, el padre, el abuelo con el aporte y la pasión intelectual en que se empeña el pensador y el militante que, consciente de que se está despidiendo de la vida, y que a pesar de los dolores, tanto físicos como espirituales –es el período en que mueren Jenny, su esposa y Jenny, su primogénita-, está dispuesto a cumplir, en la medida de lo posible, con la labor intelectual en la que empeñó su vida. Así, nos comenta Musto, este período del “último Marx” es: “… también el Marx más íntimo, aquel que no esconde su fragilidad frente a la vida, pero continúa, sin embargo, combatiendo”.

Nos explica Musto:

En el bienio 1881-1882, Marx emprendió un estudio profundo de los más recientes descubrimientos en el campo de la antropología, de la propie-dad común en la sociedad precapitalista, de las transformaciones ocurri-das en Rusia después de la abolición de la esclavitud y del nacimiento del Estado moderno. Además, él fue un atento observador de los principales sucesos de la política internacional, y las cartas de la época testimonian su apoyo sostenido a la lucha por la liberación en Irlanda y su firme opo-sición a la opresión colonial de la India, Egipto y Argelia.

Es también a principios de febrero de 1881 cuando Marx recibe la carta de Vera Zasúlich, repensando un tema que, sin duda, lo había ocupado muchas veces antes y que le interesaba sobremanera: la sociedad rusa, la cuestión agraria y la comuna rural.
Es también este el momento en que Marx se deslinda con aquella frase celebre: “Lo único cierto es que no soy marxista” (que Engels escribe en una carta a Bernstein, a principios de noviembre de 1882), respecto a aquellas lecturas esquemáticas y deterministas de su propia obra y que quitan el peso específico de la historia y la acción como elementos concretos del cambio social. También en este sentido apunta la respues-ta cauta de Marx a Vera Zásulich y que reflejan, por una parte, al del pensador sistemático que señala que sus estudios sobre la dinámica del capitalismo, particularmente en lo que concierne a la acumulación ori-ginaria, se centraron en un contexto histórico muy específico, el euro-peo; que es completamente distinto al ruso y que, por lo tanto, no sirve como una regla para contextos histórico-sociales diferentes. Y, por otra parte, la del entusiasta militante, que está muy atento del cambio social y de las fuerzas revolucionarias que pueden representar los populistas y comuneros rusos y que en sus apuntes reflexiona que es posible que no sea indispensable el “suicidio” de la comuna, para transitar al cambio revolucionario.

En estos años Marx, hace patente, en correspondencia y en sus notas, que la revolución precisa, tanto de las condiciones históricas de desa-rrollo económico; como del sujeto revolucionario que la haga posible. El carácter imprescindible, tanto de elementos materiales, objetivos; como de elementos intelectuales y sociales, subjetivos.

Personalmente, creo que esta biografía intelectual del último Marx, resulta incluso pedagógica para las izquierdas actuales; en la medida en que se muestra la estatura no sólo intelectual; sino moral a la que debe estar un revolucionario que se precie de serlo. Los últimos años del “Moro”, son los de un Marx sereno, estudioso, conocedor de la historia y la política europeas y preocupado por el acontecer del mundo, un ejem-plo de vida para la dignificación de la política y la militancia en tiempos de una terrible decadencia. En estos momentos en que la idea misma de la política puede causar prurito o rechazo; porque en muchos lugares del mundo se ha devaluado a lo mínimo; sobre todo luego del paso de la langosta voraz del neoliberalismo que, sin empacho se dedicaron a expoliar –aún más y con más descaro-, lo poco que quedaba del bien común.

Otro tema importantísimo que está latente en el texto es el tema de la ideología que cobra nuevas dimensiones en estas épocas de “infodemia” y de “fake news”, cuando es urgente apelar a la conciencia y al espíritu críticos.

Por otra parte, está relectura de Marx, a la que nos invita de manera constante y, por cierto también muy convincente, Marcello Musto, nos permite volver a dialogar, con una constelación de pensadoras y pensa-dores marxistas que, si bien son figuras centrales, trabajan temas y re-flexiones que en otros momentos fueron heterodoxos y a los que, quizá, desde las necesidades de otros momentos políticos, no se había dado la relevancia adecuada o no se había profundizado en aspectos que enton-ces aparecían como “marginales” y hoy se colocan como centrales. Por poner algunos ejemplos, traigo a cuenta a Luxemburgo, Bloch, Lukács, Korsch o Kollontai.

Por otra parte, me parece muy significativo, tanto por el interés del estudio de Marx, en general; como por el libro de Marcello Musto, en particular; que las primeras traducciones de este último se hayan dado principalmente en lenguas no-europeas: el tamil, el coreano y el japo-nés; el árabe, el farsi, e indonesio y por otra parte en lenguas europeas, pero también para un público mayoritariamente latinoamericano: en portugués se edita en Brasil y en castellano en México. Es muy revela-dor, porque no sólo ilustra ciertas dinámicas e intereses intelectuales y académicos, sino que nos permite también preguntarnos por la urgencia de la praxis; por los sujetos de la acción social o los sujetos revoluciona-rios, en términos marxistas que por lo general son liminares.

Hago, pues una invitación a leer Karl Marx (1881-1833). El último viaje del Moro, porque además del rigor intelectual es un texto muy bien es-crito, con una pluma fluida y agradable en términos literarios. A mí en algunos paisajes me hizo sentirme dentro del ambiente del estudio de Marx, con su pequeño escritorio atiborrado de libros y papeles bajo la luz de la lámpara con pantalla verde y acompañándolo en su andar por la habitación. Y casi sentí el viento, el vaivén de las olas y el tintinear de los vasos en la embarcación que sirvió de escenario para la entrevista que le hizo John Swinton.

A propósito de este último pasaje, cierro con una anécdota de aquella entrevista y que me parece central, para la militancia, pero también para la vida: Y es que, siempre, y esto acontece desde el momento de nacer hasta el de morir; y como entes o como sujetos, como militantes o como quienes resisten; en lo íntimo y en social; y particularmente hoy, que en tantos ámbitos y en tantos lugares se ha olvidado y resuena muy esperanzador lo que Marx respondió al periodista norteamericano a la pregunta ¿Cuál es la ley última del ser? Marx respondió: “¡La lucha! Ella misma… ¡La lucha!”.

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Jaime Ortega, Hic Rhodus. Crisis capitalista, polémica y controversias

Marcelo Musto es un reconocido especialista en la obra y vida de Karl Marx. En los últimos años han aparecido numerosas publicaciones en español coordinadas, compila‐ das o escritas individualmente por él, brindándonos un conjunto de perspectivas diver‐ sas realizadas fuera de la región.

En Tras las huellas de un fantasma (2011) se entrega una composición amplia sobre el estatuto de los estudios marxistas en países claves. En De regreso a Marx (2016) se otorga un panorama sintético y amplio de distintas formas de recepción a lo largo del mundo, acompañado de importantes ensayos interpretativos. Finalmente, la aparición de Los Grundrisse de Karl Marx (2018), compilación publicada por el Fondo de Cultura Económica, permitió a los lectores en nuestro idioma acceder a una de las obras más importantes a propósito de los famosos manuscritos de Marx. En inglés, además, la obra Another Marx (2018) lo colocó como un referente en cuanto a la historia intelectual del filósofo de Tréveris.
Es por ello una muy buena noticia que aparezca Karl Marx: el último viaje del moro, una
obra que da continuidad al trabajo de investigación en torno a la biografía intelectual del referente principal de la teoría socialista. La importancia reside en que frente a las pro‐ puestas de Jonathan Sperberg, Gareth Stedman Jones y aun más las de Jacques Attali, tan difundidas en español, nos encontramos con alguien que trabaja la biografía de Marx desde un punto de vista marxista. El señalamiento de esta distinción en el posicionamiento despeja cualquier noción de que Marx es un hombre del siglo XIX “atrapado” en la epistemología de su época, seña de identidad de las biografías mencionadas ante‐ riormente. Por el contrario, Musto entiende que realizar un trabajo que aborde la biogra‐ fía intelectual es tanto un posicionamiento con respecto a la vida de un individuo y tam‐ bién un ejercicio de crítica de las ideas que han surgido como desarrollos teóricos del marxismo. Con Musto tenemos, tanto la precisión del biógrafo, como el balance de lo específicamente teórico. Si el individuo Marx nació y desarrolló su obra en un siglo (el XIX) en el que existían unas determinadas composiciones conceptuales, ello no implica que las problemáticas aludidas no sigan vigentes, así sea en otros formatos. No se trata entonces de lanzar como argumento evidencias –el siglo en el que vivió, pensó y murió– sino referir a los efectos de su intervención y a las condiciones que permitieron dichas irrupciones en campos del conocimiento diversos.
De tal manera que el libro que ahora reseñamos permite tanto acceder al nivel biográ‐
fico, en específico sobre las vivencias personales de Marx en los años 1881‐1883, como en su posicionamiento teórico, particularmente en lo que refiere al encuentro del alemán con diversas corrientes intelectuales y políticas. No se trata, por supuesto, de la vida de Marx en aislamiento, sino de sus múltiples vínculos afectivos, tanto en la política como en la familia.
Así, la parte biográfica del individuo Marx tiene que ver con múltiples momentos y motivos que impactan más allá de ella misma. Sobresale, en lo afectivo, la muerte de su esposa, hecho que genera un gran dolor y un impasse en su trabajo, así como los con‐ flictos y relaciones con sus hijas, que son presentadas entrañablemente. En el lado polí‐ tico se encuentra la presencia de Karl Kautsky, a quien Marx conoce en esos años y que le genera un desagrado profundo, trasmitido a su gran amigo Federico Engels. Se encuentra también un trazado sobre el último viaje de Marx, el único fuera de Europa y que ocupó por más de 70 días al viejo pensador, el destino: Argel.
Además de los intereses elementos biográficos, bien trazados en sus distintos contor‐ nos por Musto, emerge la preocupación por describir las diversas motivaciones intelec‐ tuales de Marx en aquella época. Podríamos señalar algunas que son relevantes a lo largo del texto. La primera tiene que ver con el acercamiento cada vez más comprome‐ tido de Marx con la antropología. De ella resultarán los llamados Cuadernos antropológi‐ cos. En ellos, a través de anotaciones, Marx profundizó sobre la historia de las distintas formas de propiedad, dato significativo pues amplió su mirada en torno a esta proble‐ mática que había sido trabajada de forma especulativa en los Manuscritos de 1844 y de una manera científica en los Grundrisse. La lectura de antropólogos abrió una posibili‐ dad para pensar formas más plurales de conceptualizar la propiedad privada y de dis‐ tintas formas de posesión. En todo esto Musto destaca la forma en la que Marx se rela‐ cionó críticamente con las formas de propiedad y posesión del pasado, no aceptándolo como un paraíso perdido frente a la propiedad privada moderna, sino como un dato a estudiar.
Los intereses intelectuales de Marx se diversificaron, pero también se mantuvieron en
una trayectoria constante. En la línea de la novedad se puede señalar que es en esta época en la que el filósofo alemán se entusiasma con las matemáticas, situación que lo lleva a escribir dos ensayos, compartidos con entusiasmo a Engels. En tanto que, en con‐ tinuidad con su trabajo previo, se detiene al estudio más detallado de los efectos de la presencia de las distintas naciones europeas en Asia, particularmente en lo que respec‐ ta al comercio.
Sin embargo, de todos los intereses intelectuales, el qué más ha despertado interés, por sus efectos prácticos, es el que giró en torno a una carta enviada por la populista Vera Zasúlich. Como es bien conocido, la militante rusa cuestionó a Marx a propósito de la tendencia entre algunos de sus seguidores, por sostener un trazado lineal y necesario del desarrollo social. Como también es conocido, aquello supuso para Marx un reto, expuesto en los largos borradores redactados, pero jamás enviados. Conviene aquí hacer una referencia puntual del trabajo, pues muestra la posición que Musto asume respecto a este problema:
En los proyectos preliminares a la cata a Vera Zasúlich no se muestra ninguna rasgadura dramática respecto de sus convicciones anteriores […] Los elementos de novedad respecto a sus intervenciones en el pasado muestran en cambio la apertura teórica, gracias a la cual él tomó en consideración otras vías posible para el pasaje al socialismo, que antes no habían sido tenidas en cuneta o se tenían por irrealizables. (Musto, 2020: 86‐87)
El pasaje arriba citado aleja a Musto de otras interpretaciones más conocidas en la región latinoamericana entre las cuales se encuentra Enrique Dussel (a quien refiere par‐ ticularmente en este punto), pero podríamos señalar algunas que circulan con frecuen‐ cia entre los círculos marxistas de la región, como lo es la del argentino José Aricó o la del mexicano Armando Bartra. Independientemente de ello, lo más candente de la dis‐ cusión que Musto trae a propósito de la correspondencia del filósofo alemán con la populista rusa es el significado teórico‐político. Además de cancelar de manera definiti‐ va la idea de una necesidad de la historia, al autor esta discusión le significa un claro ánimo por parte de Marx de des‐identificar socialismo y fuerzas productivas.
El libro cierra con un apéndice, en el cual se presenta el “Programa Electoral de los trabajadores socialistas”, firmado por Marx, Paul Lafargue y Jules Guesde. Como lo señala Musto, el programa expresa una serie de consideraciones mínimas que Marx con‐ sidera debe tener la clase trabajadora como eje de sus demandas, destacando una insis‐ tencia importante en incorporar las dimensiones de “sexo y raza” (hoy de género y étni‐ cas). Este cierre es el que permite a Musto retratar a Marx como un combatiente hasta el último de sus ideas, entregado a una causa mayúscula y universal, pero atento a los cambios y necesidades que surgían.